domingo, octubre 26, 2014

Todo y nada resumido en un clic.


Se trata de escuchar un clic.
En el corazón, en la cabeza, en el alma o en cualquiera de esos espacios íntimos e internos en los que residen las esencias de nuestras existencias. Tan solo y sobre todo, escuchar un clic.
No deja de tener su cierta irónica belleza que lo que somos y queremos ser dependa de un pequeño sonido en nuestro interior que nos arroje a serlo o a intentar serlo por lo menos. No deja de ser hermosamente sarcástico que -encima de Dios, candela- ese chasquido pequeño y definitivo ni siquiera dependa de nosotros.
Porque puedes buscarlo, ansiarlo o anhelarlo, puedes intentar incluso forzarlo, activarlo o fingirlo, pero si no ha de llegar, no llega. 
Porque puedes saber que no es el momento, puedes querer retenerlo pasándolo por el tamiz de los pensamientos, las racionalizaciones o los impulsos, pero, como dirían las abuelas, cuando te da, te da. Y es como el tifus.
Y el clic nos coloca los engranajes del alma en su sitio y comienza a hacerlos funcionar, nos abre los espacios que antes no intuíamos, nos muestra los caminos que antes no veíamos, nos encaja las llaves en las puertas, nos pone los labios en los besos, las manos en los cuerpos, las sonrisas en las almas, las luchas en las armas y los amores en los días.
Solo un clic, qué curioso. Tan solo un clic.
Ni psicología, ni inteligencia emocional, ni lecturas de Men´s Health y Cosmopolitan, ni elaboradas argumentaciones, ni estadísticas sociales de suplemento dominical, ni experiencias pasadas, ni fracasos futuros, ni largas conversaciones, ni noches en blanco con la almohada, ni reflexiones, profundas de café o etílicas de  ron añejo, ni libros de autoayuda, ni horóscopos de 906, ni alfileres a los santos.
Al final, después de tantas controversias, de tanta literatura, de tanta épica y lírica, de tantos consejos y recomendaciones, Es tan solo un clic. Un pequeño, bello e incontrolable clic.
Pero, como todo lo bello, nuestro clic es perverso. Hermosamente perverso. 
Se esconde. Su chasquido puede ser tan pequeño que apenas lo sintamos, que no lo percibamos.
Puede que se produzca en un final efímero de siesta de domingo o que se nos oculte en el último pliegue de una sonrisa que casi ni miramos o entre los rugidos del motor de nuestra lavadora o en el ruido del tráfico que surcamos camino del trabajo o en el fin del dolor de cabeza de la última resaca o un punto y aparte de esa vieja novela que nunca completamos.
Y puede perderse entre otros sonidos que nos llenan los días, las cotidianidades. Entre el tímido rumor de los requiebros o el sordo rugido de los desplantes. Entre el resoplar cansado del esfuerzo o el sonoro suspiro del cansancio. Entre la ira que provoca la eterna incompetencia o el llanto que produce la injusticia.
Puede sonar, despacio y muy bajito, no oírlo y perderse por siempre.
No es cuestión de pararnos la vida en la espera de que el clic se nos venga hasta el alma, de quedarnos sentados en la puerta de nuestras existencias, de permanecer parados con los oídos alzados hacia el viento por no perder el sonido del clic que no nos llega. Quizás hemos de estar atentos al clic que nos cambie la vida pero hemos que vivir y de seguir viviendo mientras llega o incluso aunque no llegue.
Y si nos suena el clic nos abre los cajones donde guardar los miedos que llevamos por dentro, nos enseña las simas donde arrojar lo pesos que cargan nuestra vida de una u otra forma.
Nos resiembra las flores que viejos tiranos del alma pisaron en la invasión de nuestros corazones, nos calma de los vientos que no paran de soplar alejándonos de donde queremos ir, nos cura los recuerdos de los dolores que nos quitan el sueño, nos oxigena el aire de esos viejos amores que no nos dejaban respirar. (que sí,  que sí, que este párrafo es una versión libre de Chambao).
Todo eso por un clic. 
Fíjense poetas y filósofos, casanovas y mataharis, seductoras y conquistadores, místicos y carnales, ascetas y contemplativos, hijos del Carpe Diem y descendientes bastardos del Marqués de Bradomin. Todo eso por un simple clic.
Y luego están los otros. ¡Ay los otros, aquellos cuya vida también será cambiada por el clic o la ausencia de él!
No se intenta forzar o convencer, no se alienta, no se empuja hacia él, no se acosa o asedia hasta la rendición, no se intenta provocar con los halagos ni se intenta acelerar con las palabras. Ni siquiera les toca esperar ese clic o desearlo.
Solo toca saber quién se merece todo lo que queremos darle, todo lo que nos salga de dentro regalar a su vida o su alma, todo aquello que nuestro clic interno, ya activado y en marcha, nos impela a entregarle.
Puede que todo esto del clic sea para los hijos e hijas de Bramante y Boccacio trágico y desesperante, puede que para la prole de la autoayuda y el ego engrandecido sea humillante y muestra de triste dependencia emocional. Es posible que para los paladines de la sustitución del riesgo por el sexo sea tan solo una perdida de tiempo que emplear en orgasmos o que para los defensores del amor de cartera y las adalides del intercambio de cama caliente por respetabilidad y tarjeta sin límite de crédito sea una inversión casi a fondo perdido.
¡Allá ellos con su pan se lo coman!, que diría de nuevo la mítica abuelita. Que conviene empezar a aprender a no pontificar y cada uno vive el clic como le viene en gana.
Para otros es simplemente dulce y reconfortante encontrar alguien que merezca todo lo que se le pueda dar. Con el clic o sin él.
¿Quien lo iba a decir, verdad? La vida resumida en un clic. El amor resumido en un clic. La humanidad entera resumida en un clic.

lunes, octubre 13, 2014

Cuando el ébola no es el único virus que nos mata.

Parece o pareciera que en estos días no hay otra enfermedad que el ébola en el mundo, no hay más virus que aqueje a la humanidad que ese que surgió  de la nada en 1976 -lo de la nada es un decir, ya lo sabemos- y que lleva asolando África casi cuarenta años. Pero algo que mata a África no es algo que sea relevante en nuestras vidas así que es ahora y solo ahora cuando parece que el ébola está matando al mundo.
Más allá de lo que dice de nosotros el hecho de que nos haya importado básicamente un carajo la existencia de esta plaga hasta que ha arribado a nuestras costas, más allá de lo ridículamente inhumano que resulta que haya más gente en este Occidente Atlántico nuestro que ha firmado una petición para que no se sacrifique al famoso Excalibur, el perro probablemente infectado con el virus, que las que a lo largo de las dos últimas décadas han reclamado fondos y dinero para parar el ébola en África, las llegada de este asesino vírico, indiscriminado y ciego a nuestro entorno sirve para reflexionar sobre otras muchas cosas.
A lo mejor no son cosas tan urgentes, no son tan necesarias y prácticas en estos momentos. Pero probablemente son mucho más vitales para la supervivencia de la humanidad si realmente queremos seguir siendo humanos y empezar a estar vivos de una vez por todas.
El ébola ha llegado a nuestras vidas, se ha instalado en nuestros hospitales, aprovechando las yagas y las pústulas que otros dos virus endémicos en nosotros mantienen constantemente abiertas en nuestra piel individual y social: la mentira y la arrogancia.
Una vez más las acciones de nuestros gobernantes son en lo político el reflejo de lo que somos y queremos ser, de lo que hemos decidido ser.
Nos puede la arrogancia. 
Nuestro gobierno decide repatriar a un misionero en lugar de desplazar lo necesario al foco de la infección por pura arrogancia. Porque piensa que es lo que quiere hacer , aunque todos digan lo contrario, aunque los expertos dijeran lo contrario, aunque supusiera un riesgo mucho mayor de contagio que la opción contraria, aunque nuestros hospitales no estuvieran preparados para ese tipo de enfermedades o nuestros protocolos no estuvieran lo suficientemente estudiados para contenerla.
Pura y simple arrogancia. Uno de esos "por mis huevos/ovarios" que tanto nos gustan a todos. Y sabemos, aunque nos reviente reconocerlo, que no es que sea algo de Rajoy o de Moncloa o de Génova, 13. Es algo nuestro. De todos nosotros.
Lo hacemos constantemente en todos los ámbitos de la vida. Sabemos los resultados que acarrean determinadas acciones, los vemos constantemente en otros, pero a nosotros nos da igual. Cuando creemos que nos viene bien nos hinchamos de arrogancia y pensamos "a nosotros no nos va a pasar", "nosotros podremos controlarlo".
Sabemos lo que a otros les supone o les ha supuesto el intento de sobrevivir en sus trabajos a costa de sus compañeros, pero nosotros lo hacemos; hemos visto multitud de veces en lo que ha desembocado mantener y promover relaciones sentimentales paralelas para nuestros amigos o conocidos, pero nosotros repetimos la jugada; sabemos en qué desemboca el arte de la elusión vital a través de las drogas, las pastillas, el alcohol o el sexo, pero nosotros tiramos de ello a las primeras de cambio; tenemos más que claro a nivel teórico las consecuencias que puede acarrear jugar con la incitación o la insinuación para lograr otro tipo de objetivos que nada tienen que ver con la piel y el lecho, pero nosotros lo hacemos sin pensárnoslo dos veces porque en ese momento pensamos: "A mi, no. Yo lo voy a mantener dominado . Yo voy a poder con ello. Yo soy más fuerte que fulanito, yo soy más lista que menganita. Yo controlo".
Y claro, no. Nuestra arrogancia nos hace obviar el hecho de que si ha ocurrido mil veces lo más normal es que ocurra mil y una vez. Nos impide aplicar la cuchilla de Occam, darnos cuenta de que es nuestra necesidad lo que habla, no la realidad de las cosas.
Y cuando descubrimos que nos hemos equivocado, que nuestro orgullo y arrogancia para con nosotros mismos, que nuestra excesiva confianza y autoestima nos ha conducido al desastre, tiramos del otro virus, del otro patógeno que nos está matando como individuos y como sociedad: la mentira.
Vivimos instalados en la mentira.
Exactamente como ha hecho nuestro gobierno con el contagio del ébola.
Desde que apareciera el primer caso en España, nuestros gobernantes han encadenado mentira tras mentira, secreto tras secreto, elusión tras elusión, en un inoperante intento de lograr que aquellos a los que se dirigían no se enteraran de la realidad, no pudieran calibrar la magnitud de su error, no tuvieran idea de lo que ocurría en las bambalinas de la gestión de la crisis del ébola.
¿Cuantas veces y en cuantos ámbitos hemos hecho nosotros lo mismo?
Cuando vemos que nuestra estrategia no funciona como nuestra arrogancia nos había hecho creer que funcionaría llenamos nuestra vida de secretos y mentiras en un intento vano de mantener a flote un barco que se viene a pique, unas decisiones que no son las adecuadas. En lugar de reconocer el error y pararlo con la verdad cruda y firme, tiramos de mentiras. Piadosas o crueles, mal o bien intencionadas, creíbles o increíbles. 
Pero inocuas no. Nunca son inocuas. 
E inocentes tampoco, no hay mentira inocente en el mundo o en la vida.
Y, como le ocurre a Moncloa con el ébola, terminamos siendo esclavos de nuestras propias mentiras, terminamos enmarañados en una red de secretos, de estrategias de tiempo demorado, de pequeñas o grandes falsedades, que cada vez se hace más evidente ante los ojos de aquellos que se detienen a observar, de aquellos que en lo laboral, lo personal o lo afectivo comienzan a darse cuenta de que han sido y aún siguen siendo engañados a cualquier nivel.
Y lo negamos. Como Moncloa lo negamos. 
Nuestra primera reacción es negarlo. Es intentar desactivar una mentira con otra, es acusar al que nos pregunta de desconfiado, a quien nos inquiere de paranoico, a quien nos acusa de desleal. Es hacer recaer con una nueva mentira la responsabilidad del conflicto que se cierne sobre otros hombros, sobre otras vidas. Como nuestro gobierno hace con los medios  de comunicación, las ONGs y el ébola.
Es decirle al compañero de trabajo que ha malinterpretado tus palabras y acciones, que todo era para echarle una mano; es decirle al amigo que no se fíe de los que le dicen esas cosas, que solamente quieren meterse en medio; es tirar del recurso del viejo amigo para ocultar al amante y del del inminente divorcio para ocultar a la esposa; es decirle a la mujer que se da cuenta que estás jugando a tres camas, que una de las otra no existe y solo hablas con ella por Twitter y la otra es solamente una conocida lejana. Es decirle a aquel que utilizamos para nuestros fines que malinterpretó nuestras insinuaciones cuando empieza a creer que tiene derecho a cobrarse el favor.
Y es en ese momento, cuando la inteligencia de los demás -que siempre pasamos por alto en este tipo de situaciones-, empieza a dejarnos en evidencia, cuando hacemos lo mismo que los gestores de esta crisis del ébola están haciendo con nosotros. Nos plantamos delante de quien sea y decimos que lo hemos hecho para evitar un mal mayor.
Por fin reconocemos que nuestra arrogancia es en realidad el mas ostentoso y relumbrante sinónimo e nuestro miedo.
El "para evitar el pánico" de Rajoy o el "para evitar una desmedida respuesta social" de Mato se convierten en nosotros en toda suerte de explicaciones que van desde el "yo lo hice por el bien de la empresa" hasta el "quería evitarte el mal trago", pasando por el "no pensé que lo habías interpretado así" o "como eramos amigos no pensé que fuera a sentarte mal". Y sobre todo el "Temía tu reacción".
Y en realidad es la única verdad que decimos.
Porque hemos exacerbado nuestra arrogancia y hemos aprendido a vivir instalados permanentemente en la mentira y el secreto con el único fin de evitar eso. La responsabilidad sobre nuestros propios actos. La reacción del otro ante lo que verdaderamente pensamos y queremos. Las consecuencias en la vida y la realidad de los otros de nuestras acciones.
Como no soportamos que los que nos rodean en nuestro entorno laboral descubran nuestra incapacidad para alguna tarea, buscamos mil excusas para que ese trabajo recaiga sobre otros en lugar de pedirles ayuda; como tememos reconocer ante quien nos hace fácil la intendencia cotidiana que no sentimos nada ya por él o por ella nos buscamos el polvo de turno que nos haga posible no decirlo; como somos incapaces de afrontar el riesgo que supone decirle a alguien que tiene un elemento de poder sobre nosotros que no queremos nada con él o con ella, jugamos a dejar que imagine lo que quiera. 
Como no soportamos la posibilidad de perder un apoyo o una amiga cuando intentan dar el salto hacia otro tipo de relación, evitamos un no y seguimos intentando nadar entre dos aguas.
Como no confía en la madurez de su población, ni en la capacidad reflexiva de sus ciudadanos, ni en las repercusiones que puede tener en sus mentes el conocimiento de la realidad de la crisis del ébola, como no puede explicar el problema que generó su arrogancia, el Gobierno tira de mentiras, de excusas, de secretos y de todo lo que tiene a mano para enredar la madeja y salir indemne de la situación sin asumir las consecuencias de sus actos.
Como hacemos nosotros.
Y al final nos enfrentamos a lo que siempre ha ocurrido en estas situaciones. A eso que nuestra arrogancia nos hace creer que a nosotros no nos pasará nunca. Perdemos lo que queremos conservar no por nuestros objetivos o nuestros sentimientos sino simplemente por el hecho de haberlos ocultado y mentido sobre ellos. La herramienta que creíamos que nos iba a permitir mantenerlos.
Lo mismo que le pasa a Moncloa con su imagen política y electoral en esta crisis del ébola.
Puede que a nosotros nos parezca más grave el error del Gobierno en lo político que el nuestro en lo personal porque pone en riesgo vidas y puede que tengamos razón en cuanto a la magnitud. Pero no en cuanto a la importancia.
El ébola no arrasará nuestras calles y las sembrará de cadáveres por más que el Gobierno se equivoque, pero la arrogancia y la mentira, los virus simbiontes de nuestra incapacidad para enfrentarnos a las consecuencias indeseadas de nuestros actos y nuestros sentimientos, ya están sembrando de cadáveres afectivos, vitales, laborales y emocionales los callejones de las redes sociales, los pasillos de los centros de trabajo y los dormitorios de nuestras casas.
No nos engañemos, el ébola no nos matará. 
Los otros dos patógenos sociales y afectivos ya nos está nantando. Aunque sea sin mala voluntad e intención en la mayoría de los casos, que todo hay que decirlo.

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