lunes, agosto 21, 2006

La Naturaleza de las Sirenas

Está de moda ser sirena.
Los humanos -incluso los que tenemos naturaleza demoniaca- estamos condenados a querer ser lo que no somos.
Cuando queríamos comprender el mundo y dominarlo deseabamos ser dioses y, como no podíamos serlo, los inventamos. Cuando queríamos descubrir lo que desconociamos queríamos ser pájaros. Para atisbarlo todo desde un punto de vista diferente y celeste nos construíamos alas con plumas y cera que, al derretirse, nos devolvían drásticamente a nuestra condición humana.
Pero ahora queremos vivir tranquilos y ser inmortales en nuestra mortalidad. Así que hemos elegido la romántica forma de sirena. Ahora queremos ser sirenas. Y en la naturaleza de las sirenas está cantar.
Las sirenas cantan porque no pueden evitarlo, porque han nacido para ello y su canto atrae amorosamente a los navegantes. No lo hacen por maldad, no lo hacen por lascivia o por deseo. Cantan porque saben hacerlo y su vida no les ha preparado para otra cosa.
La sirena permanece en el mar, agarrada a su roca, y canta mientras los navegantes se estrellan en los atolones que la rodean. Pero hay algunos que consiguen atravesar esa barrera de rocas que protege a las sirenas de sus amores y sus miedos. Indefectiblemente, el resultado es el mismo. La sirena se enamora o, al menos, cree enamorarse.
Y entonces badea la roca chapoteando sin dejar de cantar para demostrar su amor al navegante que ha vencido los obstáculos para llegar a ella, mientras el marinero escucha extasiado sus cantos y se mantiene anclado cerca de su roca.
Pero la naturaleza de las sirenas no les ha enseñado que todo navegante tiene un buque. Ellas flotan en el mar ayudadas por sus formas de pez, pero todo navegante tiene un barco y se debe a ese barco. Y cuando lo recuerda, más allá de los cantos y la felicidad del amor de la sirena, debe seguir su travesía. Y eso destroza a la sirena que se mantiene, impeterrita y triste, anclada a su roca.
Las hay que superan el miedo y siguen al bajel a las aguas profundas. Podrían subirse a él, el marinero suele pedírselo, pero no lo hacen. Un barco va por el mar, pero no es el mar.
.Así que le siguen, agarradas a la quilla del navio, esperando que pare para que el navegante pueda prestar atención a sus cantos. Mirán atrás y ven su roca y no tienen miedo de continuar su travesía.
En todo mar hay tempestades pero las sirenas las desconocen. Cuando llega la tempestad el marinero olvida los cantos y deja de asomarse por la borda del bajel para contemplar a su amada. No la ama menos, pero las jarcias, los arbotantes y las velas reclaman su atención.
Cuando la tempestad ruge, la voz de las sirenas no se escucha.
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Y la sirena se siente sola. Gira la vista y, por primera vez, la bruma, el oleaje y la distancia no le dejan ver su roca, la roca en donde el resto de sus hermanas siguen cantando. Y, por primera vez, es incapaz de escuchar sus propios cantos por encima del fragor de los rugidos que la tormenta arroja a sus oídos. Y es incapaz de escuchar al marinero pidiéndola, rogándola, suplicándola que suba al barco y que contribuya a pasar la tormenta.
La sirena no quiere abandonar el mar. Sin mar no hay roca y sin roca no hay seguridad.
Y ese mar no puede ser su mar, tiene que ser el mar de otros, el océano de otros. Su mar es tranquilo y sin riesgo, claro y silencioso. Su mar le permite chapotear y cantar. Y se suelta de la quilla del bajel.
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El miedo y la deriva la devuelven a su roca y allí, poco a poco, recuerda y olvida. Recuerda sus cantos y su estancia tranquila y olvida su amor.
Pero la naturaleza de las sirenas es cantar y vuelve a hacerlo de manera que el marinero que, unas millas más allá, ha salido de la tormenta a un mar azul, en calma, con el viento perfecto y el sol en lo alto, la vuelve a escuchar y ansía de nuevo correr en su busca.
La sirena no canta porque quiera de nuevo al marinero, ya no lo recuerda, ya no lo persigue. Canta porque está en su naturaleza, porque es lo único que puede hacer.
Y el marinero la escucha, pero esta vez no vuelve hasta su roca. Durante un tiempo pone el bajel al pairo esperando que ella nade de nuevo hasta él, pero eso no ocurre. No puede ocurrir.
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La sirena no ha pasado la tormenta, no ha descubierto que más allá de ella está un mar más azul, más tránquilo y más feliz que su pequeña ensenada de la roca. Y, cuando el viento sopla, el bajel exige al marinero que navegue.
Y así se queda la sirena, chapoteando junto a su roca y cantando. Esperando y deseando que otro ser como ella se acerque hasta su tranquila morada, la ame, chapotee con ella y se vuelva por donde ha venido hasta que sus cantos de nuevo le reclamen.
En las naturaleza de la sirena está el cantar, pero ignora que los tritones a los que ella espera, los seres que, como ella, aman, cantan y chapotean, murieron de desidia hace tiempo, pegados a su roca, esperando que las sirenas hicieran el mismo camino que ellas esperan que los tritones hagan. Al fin y al cabo hay muchas menos marineras que marineros.
Hoy, en el amor, todos somos sirenas. Varados en nuestras rocas y chapoteando sin alejarnos de ellas por miedo a la tempestad.
Sirenas que arrastran la condena de no saber nadar en aguas tempestuosas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

ESE ARTICULO ESTA HIORRIBLE OSEA LO MEJOR DEL MUNDO

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