sábado, octubre 06, 2012

Jordania y la democracia islámica: la última batalla del imperio y Los Reinos contra los falsos bárbaros.


Al Urdunn, es decir Jordania, era y sigue siendo el único reducto que le queda a la paz en ese continuo hervidero de conflictos que se llama o se ha querido llamar Próximo Oriente.
Lo era -o lo es- porque su población, pese a ser una de las más pobres de la zona -haciendo omisión voluntaria de Palestina, claro está- no sufre esa tensión social que marcan las diferencias exacerbadas de riqueza en otros países de la zona. Y lo es porque se rey, que no es tan rey ni tan absoluto como los emires y jeques del península arábiga y como los presidentes títeres que lo eran de Siria o Egipto, por ejemplo, tiene sin embargo una tendencia desconocida en la zona a la permisividad con el cambio.
Eso está a punto de cambiar. 
En unas pocas semanas Jordania ha pasado de ser el único punto de escape hacia una relativa calma de los refugiados sirios y prácticamente el único foco de estabilidad en esa zona a convertirse en una pieza más del complicado puzle en el que se maneja la política ahora por esos lares.
Los jordanos quieren a su rey -y a su reina, sobre todo a su reina-, pero quieren algo más. Quieren una capacidad de decisión que no tienen, quieren incrementar una posibilidad de elección que cada vez se les antoja más reducida. El monarca hachemita es intocable, de acuerdo. Pero todo lo demás no.
Los jordanos llevan pidiendo que su democracia -porque la tienen- se amplíe desde quizás hace más tiempo que todos los estallidos furibundos en los que culminaron las mismas reclamaciones en otros países árabes y magrebíes.
Tienen una monarquía constitucional -que se hizo constitucional por voluntad propia- y un sistema parlamentario bicameral y cuatrienal. Muy moderno, muy democrático. Muy insuficiente.
Su forma de protesta es muy diferente de la de los otros pueblos y naciones del entorno. Quizás porque son más gentes del desierto que otra cosa, quizás porque su sentido religioso es más pragmático y menos furibundo -al estilo turco- sus protestas son curiosamente más silenciosas, más tranquilas. A lo que ayuda también la curiosa distribución que adopta la policia en ellas, como si la mitad de los efectivos los protegiera y la otra mitad los vigilara -curioso, ¿no?-.
No diría yo, que asistí como observador -podría decirse- hace unos meses a algunas de ellas, que más pacíficas que, cuando se te plantan cinco o diez mil personas en silencio frente a tu puerta, tu paz interior tiende a resquebrajarse a pasos agigantados.
“Nadie grita nada ni corea ningún slogan” -le comenté en Amman, en la original Philadelphia, a uno de los manifestantes que portaba a su hijo a hombros en una de esas exhibiciones de descontento comedido: "ellos saben para qué estamos aquí y qué queremos y nosotros sabemos qué están haciendo ahí dentro, ¿qué más hace falta decir?". 
Tan típico del desierto, tan parco en esfuerzos baldíos en unas tierras en las que un esfuerzo a destiempo te puede restar la vitalidad necesaria para sobrevivir, que resultaba un razonamiento sencillamente irrebatible.
Ahora, sin perder esa impronta, sin radicalizarse -al menos de momento- se hacen más numerosas, más multitudinarias. Más dignas de salir en los papeles impresos occidentales y en las cabeceras de los informativos televisivos atlánticos.
Y nosotros, orgullosos miembros de ese civilizado club occidental atlántico que está haciendo aguas por babor y estribor mientras nosotros debatimos qué melodía fúnebre entablamos durante el hundimiento, miramos a las tierras de Al Urdunn, de una de las cunas del mundo, y nos encogemos de hombros pensando que este movimiento en Jordania es uno más de tantos con los que nos desayunamos cada día en el mundo árabe, magrebí y musulmán.
Pero nos equivocamos. No es uno más. Es el último.
Jordania es importante porque es la única frontera permeable que tiene una Israel auto segregada por su propia política belicista con el mundo árabe. Militarizadas las fronteras con Siria, Líbano y Palestina y en estado de perpetua desconfianza con Egipto, Jordania era la más amplia frontera del estado hebreo y la única en la que las cosas estaban siempre en calma.
Quizás por eso es -y por las peculiaridades de su pueblo y su gobierno- el último bastión en el que han prendido las quejas, la necesidad de cambio. En el que se ha iniciado una búsqueda del poder por aquellos que ya lo han hecho en Egipto, Marruecos, Túnez o Libia y que lo están haciendo en Siria.
Porque, una vez más, por enésima ocasión, los que comandan, organizan y encabezan este movimiento de protesta son los Hermanos Musulmanes.
Y si lo es, si se completa, será el comienzo de algo nuevo, será el inicio de otra cosa nueva, de algo por lo que Occidente ha clamado en la zona cuando le venía bien, cuando lo necesitaba, pero de algo que no quiere que se produzca ahora y a lo que asiste temeroso y distante: la estabilidad.
Porque, nos guste o no, lo queramos o no, es innegable que si los mismos gobiernan en todos los países del entorno las luchas intestinas tenderán a desaparecer, la posibilidad de acuerdos globales aumentará. Es decir la zona se hará mucho más estable.
Si a eso añadimos la presencia en Turquía del mismo tipo de gobierno demócrata islámico, las cuentas de la estabilidad comienzan a producir dividendos.
Por cierto, una digresión:
¿Por qué se alude constantemente al concepto de demócrata cristiano pero nadie utiliza otra cosa que el término islamista para los Hermanos Musulmanes que, hasta ahora, han demostrado ser tan demócratas como islamistas?, ¿Por qué nadie recurre a la definición demócrata islámico con la misma naturalidad con la que se utiliza de demócrata cristiano? 
Vale, entono un mea culpa, no es una digresión.
No lo hacen por un sencillo motivo. Porque si se hace Occidente dará pábulo a introducir en el inconsciente colectivo de sus poblaciones el hecho de que los gobiernos democráticos con base ideológica en el islam pueden ser estables. Para el occidental atlántico de a pie democracia es sinónimo de estabilidad. Todos sabemos que eso no es cierto pero nos gusta pensar que sí lo es.
Y ahora Occidente ya no quiere la estabilidad en esa zona. 
Ahora, que no se basa en la tranquilidad y el silencio impuesto por regímenes cuasi militares dirigidos por gobernantes, supuestamente laicos, títeres voluntarios de los hilos que mueve nuestra civilización, no la quiere; ahora, que no se basa en el gobierno de reyes absolutos medievales apoyados en el poder militar del armamento estadounidense y de la constante patrulla y vigilancia de la Sexta Flota en la zona, no la desea; ahora, que no parte de la gestión occidental de los recursos que genera una clase dirigente tremendamente rica y una ciudadanía incapaz de enfrentar a ella y completamente miserable, la teme.
Porque nosotros nunca hemos querido la estabilidad real en la zona, la estabilidad que parte de la unidad, la única estabilidad que es posible y duradera. 
La que ha hecho estable a Europa, la que hace siglos hizo estable al Reino Unido al unir tres coronas en una sola cabeza, la que hizo estable a cuarenta y tantos estados independientes que se unieron para formar los Estados Unidos de América.
No la queremos porque sabemos en qué se basará. Lo único que tienen ahora en común todos esos pueblos es una cosa. No es que las diferencias nacionales les enfrentes -las fronteras inmensas y el desierto diluyen mucho los enfrentamientos nacionales, pero solamente hay un factor aglutinador. Su dios y sus creencias religiosas.
Por eso nuestros papeles entintados y nuestros espacios informativos hacen hincapié en el islamismo y no en la democracia cuando hablan de Los Hermanos Musulmanes.
Por eso nos intentan vender como algo temible que en Túnez hayan levantado la prohibición de llevar velo -¿desde cuándo levantar una medida de prohibición arbitraria sobre el vestuario es algo retrógrado?-; por eso alertan de que el islamismo ha hecho volver el velo a las pantallas de la televisión pública egipcia. Y la noticia la dan presentadoras de informativos que no lucen profusos escotes, que no llevan un top que les deje a la vista el ombligo o que ni siquiera visten tirantes en verano -o, ya puestos, lucen los pechos al aire-, manteniendo el decoro en el vestir que solamente emana de nuestra tradición religiosa judeocristiana.
Por eso las redes sociales crean una polémica infinita sobre que un ministro egipcio de Los Hermanos Musulmanes ha dicho a una presentadora que espera que "sus preguntas no sean tan calientes como ella" -un comentario que, en árabe, puede significar lo que nuestras mentes permanentemente sexuadas han hecho significar o ser utilizado como sinónimo eufemístico de visceral, radical, polémico o incendiario-, intentando demostrar que eso es producto del islamismo, pero pasamos de largo cuando un cargo político en nuestro país tiene que dimitir porque afirma que "las leyes son como las mujeres, están para violarlas”, y nadie se lo achaca a la perfidia de la democracia cristiana que dice mantener ese individuo y el partido al que pertenece.
Por eso los columnistas nos avisan de que la Constitución que preparan los Hermanos Musulmanes en Túnez define a hombre y mujer como complementarios -no a la mujer como complemento del hombre, como se ha querido hacer ver, aunque tampoco como iguales, todo hay que decirlo- o de que el texto constituyente egipcio tiene seis referencias a Allah.
Lo hacen ignorando que la Constitución de los Estados Unidos de América y The Bill of Rigths incluyen setenta y dos referencias al dios cristiano, que el dinero de ese país refleja el lema nacional que es, ni más ni menos, que "In God we trust", que la Carta Magna británica incluye la definición del monarca como cabeza de la iglesia anglicana y esta como religión oficial del reino o que Israel se define como un Estado Judío -no hebreo ni semita, sino judío-, convirtiéndose en un estado que lleva la religión en su definición.
Por eso, junto a las noticias que tienen que ver con las acciones o reacciones de los Hermanos Musulmanes siempre aparecen otras sobre la implantación de la Sharia en el nuevo estado surgido de la escisión de Mali, sobre ejecuciones o juicios religiosos en Irán o sobre acusaciones de indecencia a mujeres violadas en el enloquecido imperio talibán de Afganistán. Para que parezca que son lo mismo, aunque saben de antemano que no lo son.
Por eso tiramos de libertad de expresión cuando realizan una protesta formal por un video lleno de excrecencias o por la enésima caricatura innecesaria de Mahoma, fingiendo ignorar que los que han atacado las embajadas, han quemado banderas y han mostrado su furia no son los seguidores de los Hermanos Musulmanes, son los salafistas radicales que son, curiosamente, sus más enconados detractores.
Tenemos que poner el acento en el islamismo y no en la democracia porque ya no nos van quedando baluartes en los que apoyarnos en Próximo Oriente. 
Porque si le reconocemos el principio democrático a esos gobiernos y a esos pueblos, la estabilidad que emane de ellos nos obligará a muchas cosas.
Obligará a Palestina a cambiar. De hecho, ya hay miembros de esa agrupación realizando protestas contra la tiranía del miedo terrorista de Hamas en Gaza y contra la inoperatividad de Fatah en Cisjordania.
Obligará a Israel a cambiar porque no podrá seguir manteniendo su política bélica contra una unidad de gobierno cohesionada -porque al final también triunfarán en Siria- que la rodee por todas partes y que además esté creciendo en las falsas fronteras interiores que mantiene con Palestina.
Y sobre todo nos obligará a nosotros a cambiar.
Si Jordania también engrosa la filas de la democracia islámica tenemos un problema. Bueno, los tenemos todos.
Porque entonces ya no podremos vender el islamismo de los Hermanos Musulmanes como algo pérfido y nos daremos cuenta de que los que cortan manos, flagelan adúlteros y adúlteras y matan homosexuales en nombre de su dios no son los que nosotros llamamos islamistas, que los que imponen esa ley arcaica son los dirigentes medievales de los países en cuyos puertos descansa la Sexta Flota, son los reyes absolutos de los emiratos que nos venden sus recursos a cambio de nuestras armas. Son los jeques y emires de Los Reinos, como se llama en Oriente Próximo a todos esos países surgidos de los reinos tribales beduinos de la península arábiga. Son nuestros aliados. 
Aquellos a los que defendemos a ultranza y mantenemos en el poder para que el crudo siga fluyendo en condiciones provechosas para nosotros.
Y, claro, si los Hermanos Musulmanes triunfan y estabilizan la zona a lo peor la emprenden con Los Reinos y nos cambian las condiciones que hacen que nuestro sistema occidental atlántico, en el que consumimos lo que no producimos, gastando una energía de la que no disponemos, se mantenga por los pelos.
Serán los nuevos bárbaros que, unidos y cohesionados, solamente tendrán que sentarse, desplegar sus estandartes y encender sus hogueras a las puertas de Roma para ver, armados de paciencia, como sus pobladores se rinden por miedo a luchar y su poder se desmorona.
Así que Damasco, el antiguo califato, era importante para esta revolución musulmana porque era la piedra angular de la antigua grandeza y porque era el primer sitio al que se volvía la vista para calibrar la situación en la zona.
Pero la antigua Al Urdunn, la tierra en la que solamente las cabras son monarcas absolutas, lo es porque es el último lugar en el que se nos antoja posible evitar que la estabilidad de la zona se asiente sobre pilares que no nos favorecen en absoluto.
Lo de Damasco ya es cuestión de tiempo, pero si cae Amman, perdón, cuando caiga Amman, caeremos todos.
Me temo que así ha de ser. 
Se llama evolución histórica. Para bien o para mal, nos guste o no, se llama historia. Aunque todo nos lleve, en el mejor de los casos, una centuria.

No hay comentarios:

Lo pensado y lo escrito

Real Time Analytics