Tras 64.800 minutos sin ejercer de ejecutor de las pesadillas de aquel en el quien no se debe creer. Vuelvo a mi ocupación cibernética como Mano Izquierda de Dios.
Y regreso después de comprobar que ni el remanso ni el descanso, ni el fichaje ni el reciclaje, ni el estio ni el hastio han cambiado nada.
Y regreso después de comprobar que ni el remanso ni el descanso, ni el fichaje ni el reciclaje, ni el estio ni el hastio han cambiado nada.
Vuelvo después del verano, ese tiempo que las empresas se ven obligadas a concedernos para el descanso y el cansacio. Ese tiempo que les recuerda a los que se lucran con el esfuerzo ajeno que apretar demasiado puede significar la guillotina. Vuelvo, en fin, después de las vacaciones.
Y regreso para constatar que nada progresa, ni siquiera cambia para peor.
Nosotros, los que aposentamos nuestros cuerpos y nuestras mentes en la parte del mapa a la que le tocó la lotería hace algunos milenios, hemos aprovechado para descansar, para reencontrarnos con nosotros mismos, para tomar decisiones que, gracias a la relajación y los vaivenes de un mar atestado de bañistas y chiringuitos, nos parecen constantes y racionales.
Muchos regresan al trabajo - los que lo tienen- en paz consigo mismos, tranquilos y sabiendo que durante al menos unos meses o, en el peor de los casos unas semanas, todo les resbalará. No les afectarán las locuras de sus jefes ni las puñaladas o sufrimientos de sus compañeros, no les inquietarán la rabia de los clientes ni las demoras de los proveedores.
A la vuelta al trabajo somos clones efímeros de ese Torrente Ballester que descubría que "el mundo está bien hecho". Hemos alcanzado un majestuoso y pírrico nirvana.
Las vacaciones nos han librado de los "estreses" que nos provocaban los problemas de los otros. No importa que nuestra incompetencia, nuestra falta de previsión o nuestra irresponsabilidad sean, en parte o en todo, la causa de esos problemas. Estamos en nirvana y nos resbala.
No importa que nuestro egoismo, nuestra insana incapacidad para evolucionar y nuestra irreflexibilidad hayan puesto en marcha esas cuitas y desasosiegos. Paseamos por el jardín zen de nuestra inconsciencia post vacacional y nos resbala.
Creemos que por un tiempo, aprovechando el impulso de autocomplacencia del murmullo de las olas y los torneos de verano, podemos aislarnos y evitar tener que solucionar los problemas de otros. Y lo evitamos porque el sonido del batir del mar en nuestros recuerdos nos impide recordar que esos problemas de otros eran consecuencia de nuestros actos, nuestras desidias y nuestras omisiones.
Cuando pase la anestesia, cuando nos despertemos del volátil sueño en el que nos movemos en estos días, nos daremos cuenta de ello y seguiremos sin hacer nada. Pero es posible que, aunque nuestra conciencia y nuestra responsabilidad sigan adormecidas por el opio infumable de nuestras excusas, de vez en cuando una miga entre las sábanas no nos deje dormir.
Mientras eso ocurre, en el Xanadu de nuestro nirvana particular podemos ignorar que la insurgencia y la muerte no se han tomado vacaciones en Irak; podemos ignorar que la estupidez intransigente no se ha tomado vacaciones en la política española; podemos ignorar que el hambre, el sida y la guerra no se han tomado vacaciones en Africa y Asia; podemos ignorar que la regresión eclesiastica y el fanatismo religioso no se han tomado vacaciones en ningún lugar del orbe; podemos ignorar que las pateras y los cayucos tienen el mal gusto de nafruagar frente a nuestras costas justo en el momento en el que nosostros bañamos nuestros cuerpos de dieta, gimnasio y corporación dermoestética en las aguas del Mediterraneo.
Mientras se diluyen los últimos vapores del coma vacacional en el que se encuentran nuestras almas y nuestros propósitos, podemos ignorar que nuestras parejas siguen reclamándonos la parte de nosostros que nos negamos a darles; que nuestros hijos siguen exigiéndonos la atención que nuestro trabajo y nuestro ocio les niegan; que nuestros camaradas y compañeros siguen precisando el compromiso social, político y sindical que nos negamos a practicar.
En realidad, nada cambia en vacaciones y mucho menos a la vuelta de las mismas. Simplemente deja de importarnos que no cambie.
Así que, como podeís comprobar, he vuelto. He regresado sólo para constatar que, ni siquiera sin nada que hacer y con todo el tiempo del mundo, somos capaces de crecer. La vacaciones son una excusa perfecta para limitarnos a envejecer.