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domingo, septiembre 11, 2016

Demasiados onces de septiembre para un solo 11-S

Hace unos cuantos onces de septiembre descubrí que había demasiados onces de septiembre.
El 11 de septiembre un puente fue testigo de una de las más crueles matanzas que su país ha visto a lo largo de la historia. El 11 e septiembre casi cinco mil personas murieron entre gritos y estertores cuando un ejercito de hombres, cansados de abusos e injusticias, derrotaron en el puente de Stirling a la más orgullosa caballería que Albión había conseguido armar hasta entonces. Nadie recuerda como esos guerrilleros, mandados por un mítico y no precisamente australiano, William Wallace, derrotaron a las huestes de Eduardo I y marcharon sobre la desprotegida ciudad de York.
Nadie puede recordar como, en la campaña de castigo posterior, fueron arrasadas más de 100 aldeas, 15 villas, dos ciudades y murieron más de 300.000 personas en un país que apenas contaba con once millones de habitantes. 
Pero, claro, ya nadie lo recuerda. Sólo hay un 11 de septiembre y nadie recuerda el 11 de septiembre de 1297, el día en que la guerra llegó a Escocia.
El 11 de septiembre la población de una ciudad se quedó muda y atónita ante la magnitud de la atrocidad cometida por sus enemigos. Y no quedó sin voz porque no tuviera nada que decir o porque el miedo o la rabia les impidiesen articular palabra, se quedó muda porque, tras observar como casi dos mil personas morían junto a los símbolos de su grandeza que se derrumbaban a su alrededor, la población de la ciudad de Drogheda sufrió la persecución de las tropas de Oliver Cronwell que, tras matar a sus defensores, entraron por sus arruinadas murallas y los masacraron. 
Pero nadie puede recordar el 11 de septiembre cuando 6.000 personas fueron quemadas, ahorcadas o fusiladas en aras de un puritanismo y un fanatismo religioso que excedía todos los límites. 
Nadie recuerda el 11 de septiembre de 1642, el día en que la guerra llegó a Irlanda.
El 11 de septiembre la gente se paseaba entre los restos buscando objetos, restos. Algo que recordara a sus camaradas, a las personas que habían muerto cuando hacían el trabajo para el que habían sido contratados. Algo que tener o que vender como recuerdo de lo que había ocurrido allí ese día. 
Buscaban un recuerdo de los 4.000 cadáveres vestidos de rojo, azul y blanco que yacían entre los restos de un paisaje de pesadilla. Pero nadie puede recordarlo. Nadie puede recordar los once días que tardaron en retirarse los cadáveres del macabro escenario. Nadie recuerda los cerca de trescientos ajusticiados por rapiña colgando de las horcas. Nadie puede recordar lo que ocurrió en Campomayor, el lugar en el que las potencias pugnaban por la sucesión de un trono que a nadie pertenecía. 
Nadie recuerda el 11 de septiembre de 1709, cuando el Duque de Malborough pasó a cuchillo y bayoneta a a seis mil almas, el día en que la guerra llegó a España.
El 11 de septiembre miles de personas cerraron sus bocas y contemplaron atónitos como el símbolo de la grandeza del poder de su país caía ante un ataque planificado, organizado y llevado a cabo por aquellos que más aborrecían su forma de vida. Y cerraron sus bocas para evitar que se llenarán de agua o de metralla mientras veían como la armada franco inglesa destruía y arrasaba hasta los cimientos Sebastopol, la joya de los puertos de su madre patria. Callaron porque fueron pasados por la quilla o se hundieron con sus barcos y sus defensas portuarias. En una ciudad habitada por 10.000 personas fueron devueltos 700 supervivientes. 
Nadie recuerda el 11 de septiembre de 1855, el día en que la Guerra de Crimea llegó a Ucrania.
El 11 de septiembre millones de personas se agolparon ante los televisores para contemplar como se desvanecía su esperanza de vivir en un mundo mejor, más justo y más ecuánime. Como un grupo de fanáticos sin ningún derecho a hacerlo envolvía en llamas y derribaba uno de los únicos sitios donde en su país anidaba la esperanza de mejora y de progreso. Vieron como comenzaba un reinado de terror que asesinó a 600.000 personas e hizo desaparecer a más de dos millones. Contemplaron arder la Casa de La Moneda mientras era bombardeada por aviones prestados por el gobierno estadounidense a los militares que no aceptaban el gobierno salido de las urnas. 
Pero nadie recuerda el 11 de septiembre de 1973, el día en que la guerra llegó a Chile.
Hoy todo el mundo recuerda el 11 de septiembre. Como si sólo hubiera un 11 de septiembre. Como si nunca antes hubiera habido un 11 de septiembre. 
El once de septiembre del que nos empeñamos en hablar, ese que hoy recuerdan todos no es diferente de cualquier otro 11 de septiembre de la historia de Occidente, de cualquier otro día en el calendario histórico del mundo.
Por desgracia, cada día hay un 11 de septiembre en la historia de la humanidad.
No merece más recuerdo o más horror que los otros 11 de septiembre en Escocia, Irlanda, España o Chile. 
Es la misma historia: el día en el que unos miles de inocentes pagaron los errores de un gobierno culpable, de unos enemigos furiosos y de una conflagración tan antigua y repetida que ya se antoja interminable. 
El día en que la guerra llegó a América. Sólo eso. También eso.

sábado, julio 16, 2016

Niza, Turquía mensajes y malas respuestas

Y de pronto Turquía. Otra vez Turquía.
Mientras nosotros continuamos, consternados, asolados, aterrados o cualquier otro calificativo trágico que queramos poner a nuestra reacción seguimos mirando a Niza, de pronto un golpe militar lo intenta y casi lo consigue en Turquía.
Y nosotros no vemos más allá. Seguimos con los ojos puestos en la matanza de Niza y no vemos más allá de la posibilidad de que nos estropeen las vacaciones o nos retrasen los vuelos.
No vemos más allá del modo y de la forma en el que la población turca reacciona y contribuye a evitar el golpe militar -algo sin duda impensable en la sociedad occidental atlántica inasequible al riesgo personal por cualquier motivo-. 
No vemos más allá de las similitudes de la situación con otro golpe que aplaudimos con las orejas cuando se produjo en Egipto hace unos años y que nos dejó con la incoherencia de ser "demócratas modernos" defendiendo un levantamiento militar contra un gobierno salido de unas urnas.
No vemos más allá de nada porque no analizamos los mensajes. Contamos los muertos, lloramos las lágrimas, sacamos la rabia y el orgullo pero nadie se sienta a analizar los mensajes.
Ni de Niza, ni de Turquía, ni de nada que nuestros enemigos hagan en esta guerra aciaga que estamos condenados a perder.
Atacan una y otra vez a la raíz más profunda de la educación occidental atlántica y siempre dan en el blanco. Atacan al miedo y el miedo nos paraliza, nos impide pensar más allá de los mensajes que los medios envían, que los gobernantes lanzan: son locos, son fanáticos.
Como si los locos y los fanáticos no pudieran ganar una guerra. Como si por ser locos y fanáticos no tuviéramos que entender que es lo que nos están diciendo a gritos con sus bombas y con nuestra sangre.
Con el 11S en Nueva York, el 11M en España y el 7J en Londres nos dijeron a gritos y sangre que la guerra había empezado y que se combatiría en nuestras calles y nosotros entendimos que los terroristas iban a atacar elementos emblemáticos de nuestra sociedad. Y los protegimos, los reforzamos, hicimos de los aeropuertos fortalezas. Respuesta equivocada.
Con las invasiones fallidas de Irak y Afganistán nos dijeron que no íbamos a lograr lo de siempre, mantener la guerra en el patio trasero del planeta sin que nos afectara. Que aunque fuéramos a sus bases, las bombardeáramos, pusiéramos gobiernos favorables en esos países no íbamos a encontrarles ni a poder mantenerles en sus reductos.
Llevan quince años enviándonos mensajes y nosotros seguimos hablando de religión, de Islam, de fanatismo, sin entrar en el verdadero contenido de esos mensajes.
Con Charlie Hebdo o la escuela judía de París nos dijeron que, al igual que la Convención de Ginebra había muerto también para nosotros como llevaba años enterrada para los civiles libaneses, palestinos, israelíes iraquíes y afganos. Que igualarían la lista muerte a muerte a muerte, que nuestros civiles eran tan prescindibles como los suyos, que los daños colaterales ya no estaban solamente en las películas estadounidenses.
 Y nosotros quisimos entender que iban a atacar nuestros símbolos culturales del laicismo y el cristianismo. Y también los blindamos, los defendimos, hicimos leyes para evitar la "islamización" de Europa. Respuesta equivocada.
Con la toma militar de zonas inmensas de Irak, Siria y hasta Turquía nos anunciaron que su objetivo era el gobierno, no la venganza, no el terrorismo, no loa conversión al islam, era puramente establecer un poder global hegémonico. Y nosotros quisimos interpretar que querían bases seguras en las que armarse y acumular sus bombas y explosivos.
Y los bombardeamos de nuevo, armamos a grupos tan peligrosos o más que ellos para enviarlos a combatir contra ellos, apoyamos a dictadores crueles para evitar su ascenso, les dimos aviones de combate, armamento pesado, entrenamiento militar y poder destructivo a todos los que están cerca o alrededor de ellos.
No nos dimos cuenta de que, con el paso del tiempo, terminarán combatiendo a su lado porque están más cerca en todo del falso califato que de ese Occidente Atlántico que siempre ha sido su enemigo. Respuesta equivocada.
Con las masacres de París y de Bruselas nos enviaron otro mensaje que nuestro miedo y nuestra estupefacción nos impidió comprender. Que no les hacían falta explosivos, que no les hacían falta suicidas venidos de allende de las fronteras de nuestra civilización, que no les hacían falta infiltrar nada ni nadie. 
Creímos entender que significaba que habíamos dejado de ser daños colaterales asumibles para convertirnos en objetivos prioritarios y que buscaban acumulaciones de gente para generar el máximo daño posible. Y era verdad. 
Pero ese mensaje ya había sido lanzado el fatídico 11S y habíamos tardado tres lustros en comprenderlo.
El mensaje que ignoramos es que no les hacían falta explosivos, que no les hacían falta suicidas venidos de allende de las fronteras de nuestra civilización, que no les hacían falta infiltrar nada ni nadie.
Pero nosotros sacamos las tropas policiales a la calle armadas hasta los dientes y las colocamos por doquier, protegimos las aglomeraciones, los actos en los que las multitudes se agolpaban buscando hombres armados, individuos sospechosos, tipos con aspecto árabe, vestidos de blanco y con el pecho demasiado abultado o la mano metida sospechosamente en el bolsillo. Respuesta equivocada.
Y ahora con Niza nos envían otro mensaje. Da igual que controléis las fronteras, que limitéis el tráfico de armas -o que lo intentéis-, que cacheéis a todo el mundo, que coloquéis arcos detectores en los estadios de la Eurocopa, que pongáis a la gendarmería en alerta y el Estado Francés en estado de emergencia. Podemos mataros con un camión, con un coche, con un burro o con nuestras propias manos  vamos a seguir haciéndolo sin que podáis evitarlo.
Y con Turquía nos envían otro. Los militares han intentado derrocar una democracia islámica moderada aliada de Occidente, de hecho obsesionada con entrar en la OTAN, y eso nos dice que los ejércitos de esos países empiezan a querer otra cosa, empiezan a valorar que están mejor alejados de nosotros, enfrente de nosotros. Que ven la posibilidad de establecer otro eje de hegemonía geopolítica en el mundo.
Pero nosotros ni siquiera nos preocupamos de Turquía, ni siquiera creemos que tenga algo que ver con nosotros.
Si Turquía cae no tendremos lugar donde escondernos. Y Ya apenas nos quedan. No podemos controlar todas las furgonetas de Occidente, todos los camiones de Occidente, todas las herramientas posibles para perpetrar matanzas. Es decir prácticamente todo lo que hay a nuestro alcance.
Y no vemos ninguno de esos mensajes porque despreciamos una cosa que es la única herramienta para entender el mundo: la historia. 
Todo lo que hacen ya lo han hecho y lo han sufrido antes. El fósforo blanco ya ha ignorado a los civiles en Ramala y Gaza, los AK 47 ya han tableteado en las calles de Tel Aviv y Jerusalem, los katiuska ya han silbado por los cielos palestinos e israelíes, los camiones ya se han llevado por delante a centenares de personas en Beirut y los civiles ya han sido masacrados por uno y otro bando, ya se han armado hasta a los dientes a aliados que luego se han convertido en enemigos en ese guerra enquistada que nosotros llamamos conflicto de Oriente Medio.
Pero claro eso no tenía nada que ver con nosotros.
Quizás nos demos cuenta de los dos últimos mensajes que nos han mandado en Niza y Turquía cuando una mañana despertemos con la noticia de que un pueblo perdido de Bélgica, Alemania, España o Francia ha sido masacrado durante la noche sin importar que no hubiera una acontecimiento importante, que no fuera un lugar emblemático o que no hubiera personajes relevantes o símbolos culturales en él.
O cuando caigan uno por uno todos los regímenes islámicos que consideramos aliados, desde Arabia Saudí hasta Qatar, desde Jordania hasta Yemen a manos de sus propios ejércitos. 
O quizás no lleguemos a darnos cuenta porque ya habremos muerto de viejos y sean nuestros hijos o nietos los que se pregunten como pudimos ser tan ciegos de no darnos cuenta cuando un avión se estrelló contra el World Trade Center y nos trajo la guerra a casa.
Y no nos confundamos, esto no se llama complejo de Casandra. Se llama Persia, Imperio Egipcio; Se llama Roma. Se llama historia.

jueves, septiembre 11, 2014

11S: del recuerdo del error a la inconsciencia

El once de septiembre ya no es lo que era.
Sigue siendo día de fastos, banderas y discursos, sigue siendo la jornada que otros marcaron en el calendario con la sangre masiva del Occidente Atlántico, continúa siendo el día en que se conmemora el aniversario del día en que la guerra -nuestra secular e interminable guerra contra nosotros mismos- llegó a América.
Pero ya no es lo que era.
Hasta hace unas semanas, casi unos días, el once de septiembre era todas esas esas cosas pero sobre todo era el recuerdo constante y continuo de como la locura de unos y el orgullo de otros nos aboca al desastre, de como siglos de hacer las cosas mal allende de nuestro patio trasero nos vuelven como un boomerang con un golpe cortante en un solo segundo, de como lo que hacemos mal a miles de kilómetros de nuestras costas provoca una marea de sangre y lágrimas en nuestras playas.
Pero ya no. Hoy no. Este once de septiembre es otra cosa. Y ni George W. Bush, ni Osama Bin Laden,  ni Mohamed Ata, ni ninguno de los que fueron actores y púgiles principales en ese round en concreto de esta guerra interminable tienen nada que ver con ese cambio, con esa mutación que ha sufrido el once de septiembre ante nuestros ojos.
Los que hemos cambiado el sentido y la razón al Once de Septiembre somos nosotros mismos, son nuestros miedos de siempre, nuestras soberbias de siempre. Nuestra incapacidad occidental atlántica -y humana en general- de aprender de nuestros propios errores.
Mientras los próceres mundiales se dedican a dar discursos construidos y redactados para mantener en todos vivo el recuerdo de ese día, ellos ya lo han olvidado.
Ante la misma situación, ante el mismo origen, ante el mismo riesgo, cometen el mismo error. Idéntico al que nos llevó a ver caer el World Trade Center, sl que nos obligó a ver estallar los trenes de Atocha y Santa Eugenia, al que nos condujo a contemplar arder el metro de Londres.
Cuando nos acecha un nuevo ramalazo de furia medieval sangrienta amparada en la falsa interpretación de una religión pierden la memoria de este día; justo cuando de nuevo el ariete de la locura vuelve a golpear contra las maltrechas murallas de nuestro Occidente Atlántico, ellos borran de sus mentes y sus decisiones el recuerdo de nuestro error y lo repiten.
Llega el llamado Estado Islámico, bautizado por algunos como El Califato -como si realmente supieran lo que significa ese concepto en el Islam-, y se instala de nuevo en la ira furiosa yihadista y no recurren a la cordura para enfrentarse a su locura, no recurren a la razón para enfrentarse a su irracionalidad furiosa, no tiran de los planes de futuro para enfrentarse a una regresión violenta a un pasado de barbarie.
No hacen nada de lo que se supone que nos había enseñado a hacer ese Once de Septiembre en que la guerra nos llegó.
Como hicieran con Bin Laden para oponerse al fantasma soviético, somo hicieran con Sadam Husein para oponerse al ogro de los Ayatolas iraníes,  tiran del mismo recurso, de la misma solución, de lo mismo que llevó a la muerte a miles de personas en Nueva York, en Bagdad, en Madrid, en Kabul, en Londres, en la frontera iraní.
Combaten una locura con otra que creen menor. Arman hasta los dientes en el nombre de la paz a aquellos que ahora son los enemigos de sus enemigos pero que siempre serán enemigos nuestros porque nos hemos ganado su odio con creces.
Arman a los Peshmerga, como armaron a Sadam, como armaron a Bin Laden; bombardean Irak, Siria o lo que haga falta como lo hicieron con Kabul o Bagdad, intervienen militarmente en la situación como si las veces anteriores, desde Vietnam hasta El Golfo, desde Checoslovaquia hasta Tiananmen, hubiera servido de algo, hubiera sido una solución duradera.
Vuelven a sembrar el campo arrasado mil veces por la guerra y la muerte con la misma semilla de destrucción que dará de nuevo la misma cosecha sangrienta que recogimos ese once de septiembre. 
Y nosotros, que no podemos evitar ser lo que somos porque nos negamos a querer evitar comportarnos como nos resulta cómodo comportarnos, lo apoyamos desde Berlín hasta Denver, desde Madrid hasta Atlanta, desde Londres hasta Nueva York.
En esto, como en todo, ahogamos el recuerdo de nuestros fracasos y nuestros errores, y repetimos las mismas acciones que nos conducen al desastre.
Como la amada que desprecia e ignora a su enamorado, pide perdón por ello por temor a su reacción y luego sigue haciendo lo mismo; como el jefe que se disculpa por actuar de forma despótica o incompetente cuando sus subordinados se rebelan pero sigue haciéndolo en cuanto se apagan los ecos de la rebelión, nosotros y nuestros gobiernos caemos en la misma trampa.
Los ataques al World Trade Center nos hicieron pensar, nos hicieron reflexionar, nos hicieron prometernos a nosotros mismos que nunca volvería a pasar. 
Puede que incluso lo hiciéramos en serio y de corazón, pero somos occidentales y somos atlánticos. 
Si somos incapaces de modificar nuestras actitudes por mucho daño que hagan a los que nos quieren, a los que tenemos cerca ¿cómo íbamos a hacerlo por el beneficio de todos en general?, si nos mostramos impermeables al cambio de actitud cuando esta afecta o hace daño a los que sentimos cerca, ¿cómo íbamos a planteárnoslo siquiera para algo tan lejano y ajeno como es "el futuro de la humanidad"?.
Nos da igual que en el plano personal sea triste y doloroso y que en el social sea absolutamente trágico y prácticamente irreversible. Cuando vuelven los miedos, vuelven las mismas formas de combatirlos y alejarlos. Por más veces que esas fórmulas hayan fracasado.
Así que no. El Once de Septiembre ya no es lo que era.
Antes era la conmemoración de un error global para intentar que su recuerdo nos impidiera repetirlo. Ahora es un monumento universal a la inconsciencia.
Porque repetir una y otra vez los mismos actos esperando que produzcan un resultado diferente es la definición exacta de la más pura y radical inconsciencia. 

miércoles, septiembre 11, 2013

Los indistintos muertos del 11 de Septiembre

Siempre que llega el 11 de Septiembre intento discernir qué tiene de especial. Y no encuentro nada que lo haga más “monstruoso”, que lo haga más “inhumano”, que otro día cualquiera en la guerra infinita que nos hemos impuesto. 
Nada diferencia sus aviones suicidas del bloqueo y el pogromo en toda Palestina. Y antes de los burros bomba y las operaciones de castigo en Líbano, de las ejecuciones nocturnas de pastunes y los tanques soviéticos en Afganistán, del hambre forzada y los pozos trampa en Somalía, Etiopía y Eritrea, del napalm y las minas saltadoras en el triángulo dorado de Tailandia, Camboya y Vietnam, de los gases en Corea… 
El 11 de septiembre, aunque me creáis insensible, no es salvo un episodio más en la locura bélica de sangre que ya ni siquiera somos capaces de discernir quién empezó y que todos tememos saber cómo acabará. 
Cada vez que se acerca el 11 de Septiembre intento encontrar qué hace diferentes a esos tres 3.000 muertos y nunca encuentro nada que llevarme hasta el alma. Porque nada distingue sus mórbidas figuras de los 11.000 que murieron en la primera noche en que las bombas cayeron a peso sobre Iraq un trienio después, ni de los 1.500 abrasados con napalm tres décadas antes en una sola aldea perdida de Vietnam, ni de los 5.000 que cayeron cegados por el fósforo blanco en Gaza o de los 2.500 que yacen en La Becah, sangrientamente vendimiados por las Uvas de la Ira del ejército hebreo. 
Nada les hace diferentes de los 15.000 kurdos matados por Sadam, ni de los 7.000 pastunes sacrificados a mayor gloria del imperio soviético. Ni siquiera de las 25.000 sombras radioactivas que decoran aún los muros de Hiroshima o de los 100.000 convertidos en jabón y cenizas en Dachau o Treblinka. 
Aunque me creáis frío, no veo nada en los muertos del 11 de septiembre salvo otra sangrienta cifra más. El resumen numérico del capítulo en el que esa guerra, eterna y demencial, que inventamos para nuestro futuro abandonó el patio trasero de Occidente y se estrelló en América. 
Porque si me acordara de la vendedora de las entradas de WTC, tendría que recordad al oficial de conservación del Museo Nacional de Bagdad que discutía entre risas con su colega cairota sobre zigurats y pirámides, o al tendero que arregló un reloj digital que llevaba un lustro sin funcionar a cambio de comprarle unas pilas de walkman. 
Porque si me acordara de las ascensoristas y los guías, tendría que mantener en mi memoria al guardia republicano que con unos golpecitos en la espalda evita que se invada sin querer el baño de señoras, o a la mujer que con paciencia infinita ante la sorna de los parroquianos intenta enseñar al turista la proporción perfecta entre aguardiente, menta y hierbabuena para el té, o al taxista que rescata del zoco de Basora, después de media hora de perdido despiste occidental por las sórdidas callejuelas de un barrio de burdeles. 
Así que cuando llega el 11 de septiembre, y luego el 1 de marzo, y luego el 11 de marzo, y luego el 15 de mayo, y luego el 7 de julio,y luego... procuro no pensar en ninguno o hacerlo en todos ellos. Por todos los muertos son muertos de los nuestros. Porque todas las víctimas son nuestras víctimas. 
No rezo desde hace una vida entera. Pero si volviera mi rostro hacia algún dios en este día no podría hacerlo para rezar pidiendo que aquellos que conocí no estuvieran allí cuando la locura envío dos aviones contra el WTC. Tendría que hacerlo para maldecir porque sé que aquellos que recuerdo sí que estaban allí el día en que las bombas asolaron Bagdad. 
No es que el 11 de septiembre me niegue y me resista a llorar o rezar por esos 3.000 muertos. Es que no tengo lágrimas ni blasfemias bastantes para poder llorar o maldecir por todos los demás. 
Porque esto no va, como quieren algunos, de victoria. De ellos o nosotros. 
Esto va, como sabemos todos, de justicia. De todos o ninguno. 
Y si alguien ve eso aún frío o insensible es que nada conoce ni comprende del llanto y de la muerte.

domingo, septiembre 11, 2011

Un paréntesis en el once de septiembre

Ya es Once de Septiembre. Me niego a apocoparlo.
No hay apócope posible a la locura y la sangre, a la muerte y la guerra. No hay elisión que pueda contener las negligencias sociales de occidente que llevaron a esos hechos, los excesos ideológicos de los fanáticos religiosos que llevaron a esas muertes, las explotaciones occidentales, las injusticias atlánticas y los dolores y terrores árabes que culminaron en esa sangre.
Tanto odio, tanta guerra y tanta historia de errores y frustraciones, de injusticias y demandas, de falacias y mentiras, apenas caben en una sola fecha. Mucho menos en su acrónimo.
Así que hoy, diez años después del último once de septiembre -los siguientes solamente han sido repetición del día en que la guerra llegó a América- quiero hacer un paréntesis en la explicación racional del mismo.
Y el símbolo de apertura de ese paréntesis es, ni más ni menos que Donald Sutherland.
El veterano y canoso actor se calza el Stevson hasta las cejas, mete las manos en su exquisitamente recreada gabardina sesentona, cruza las piernas en un banco del parque que rodea el Capitolio en Whasington y dice: "El como y el cuando son sólo montajes para el público, cortinas de humo que impiden hacer la gran pregunta: ¿Por qué?"
Esa escena de JFK, una película que debería ser la biblia audiovisual de cabecera de todo conspirativo que se precie, es el comienzo de un paréntesis que hoy, once de septiembre, está dedicado a ese cansino y reiterado ejercicio que sobre este asunto prolifera y proliferará y que se ha dado en llamar Teoría de La Conspiración.
Porque lo que hace creíble un relato -de lo que sea, pero sobre todo de una conspiración- no son los cómos ni los cuandos- son los porqués.
Y en eso el entramado conspiranoico está más que cojo.
Se ha oído y leído de todo.
Porque querían una excusa para invadir Afganistán e Irak: Es la que parece más sólida pero no cuentan con unos cuantos nombres:  Vietnam, Corea, Haití, La Isla de Granada, Cuba, Panamá, Nicaragua, México, República Dominicana, Tailandia, China y Honduras entre otros. Como si un país que ha invadido a lo largo de la historia y sin excusa sólida alguna todos esos países necesitara una excusa de ese nivel de tragedia para invadir Afganistán e Irak.
Por no hablar de que hay excusas mucho más fáciles de generar: un ataque a su embajada, el quebrantamiento de la zona de exclusión aérea en Irak, un atentado simbólico, la existencia de armas de destrucción masiva en esos países -¡anda,coño, esa la usaron!-.
Porque querían poner a cubierto la base de operaciones que la CIA tenía en el complejo del World Trade Centre para espiar a los diplomáticos de la ONU: Otro momento de retruecano lógico de lo más divertido. No dudo que la tuvieran y la usaran para eso pero, ¿qué sentido tiene montar una hecatombe para ocultar algo que nadie sabe que existe? Si quieren ponerla a salvo solamente tienen que fingir unas obras de remodelación, unas grietas ruinosas, una venta privada y ya está. Se acabó el problema.
Porque el World Trade Centre perdía dinero y querían derribarlo cobrando el seguro. Esta es muy buena. Los propietarios del World Trade Centre llaman a la CIA y les encargan una demolición del edificio con tres mil personas dentro. Resulta mucho más sencillo encargársela con ellas fuera, a las doce de la noche, fingir un atentado y dar tiempo a desalojar antes de hacer estallar las bombas. Como motivo es irrisorio, como modus operandi es casi ridículo.
Porque George Bush quería la reelección y subir su nivel de popularidad: Pongámonos en modo Watergate. Es cierto que ese fue el efecto. Pero la consecuencia no es necesariamente la explicación causal de un acto. George Bush se enfrentaba a un candidato demócrata que no estaba en auge, podría haber sacado o inventado mil escándalos de amantes, stripers, infidelidades, veleidades con las drogas y antipatriotismo de su antagonista para deshacerse de él que, por cierto, tenía un pasado bastante hippie, que en Estados Unidos es sinónimo, no lo olvidemos, de radicalismo de izquierdas -¡No sé en que arco de radicalismo colocarán los yankies a nuestros borrokas o nuestros okupas!-.
Incluso si quería que los estadounidenses se pusieran patrióticos le habría bastado con una docena de muertes en un atentado menor -no olvidemos que una vida estadounidense vale mucho más que cien mil vidas de cualquier otra nacionalidad-. Un porqué sin duda exagerado.
La versión oficial tiene lagunas, tiene sombras y tiene más puntos negros que la piel de María Jiménez después de una sesión de rayos Uva y eso alienta a los conspiranoicos, eso les hace convertirse en marionetas de aquellos que les utilizan, sin que ellos se den cuenta, para desviar la atención, para cubrir lo que es mucho más probable que ocurriera.
Como no encuentran los porqués porque no saben donde buscarlos, los conspiranoicos se regodean en los comos y los cuandos, en los indicios, en las incongruencias, que presentan como pruebas irrefutables de que fue un auto atentado.
Alguien oyó a unos personajes hablar en hebreo en una furgoneta: ¡Paf, el Mossad!
¿Cómo sabemos que era hebreo?, ¿como sabemos que no era arameo, caldeo, pastún, árabe clásico, armenio o druso?, ¿el tipo que los escuchó era catedrático de semíticas en la Universidad de Harvard?, ¿no resulta un poco absurdo pensar que profesionales adiestrados durante años en infiltrarse en sociedades hostiles no hablen entre ellos en la lengua local -que por otra parte dominan- y lo hagan en su lengua materna? Preguntas sin respuestas, porqués sin explicación. La nueva fe conspiranoica no las permite.
Los trabajadores judíos no fueron a trabajar y es que fueron avisados por el Mossad. Independientemente del Yon Kippur, independientemente de la veracidad por confirmar de esa información, este es un ejemplo del trabajo que los conspirativos están desarrollando sin querer para ese sistema al que creen desenmascarar.
Si es cierto que los trabajadores de religión judía fueron avisados ¿eso indica que el Mossad organizó el atentado?, ¿eso indica que fue un auto atentado?
Seamos serios, recordemos a nuestro olvidado amigo Occam -el de la cuchilla- y repitámonos la pregunta en términos generales ¿qué significa que el Mossad avisara a los judíos de que no fueran a trabajar?
Significa que el Mossad sabía que ese día sería peligroso estar en las Torres Gemelas.
Sigamos pues en la dinámica del monje franciscano de que la respuesta más simple suele ser la acertada y analicemos qué significa eso.
Significa que, en lugar de conspiración, hay una negligencia criminal que le costó la vida a tres mil personas.
Significa que los servicios de seguridad estadounidenses sabían que existía ese riesgo y lo pasaron por alto tras cumplir el trámite de comunicárselo a sus aliados. Significa que el Mossad, que considera una alerta de nivel dos que un ciudadano inglés de origen árabe ponga su reloj en hora el día del Yon Kippur ante el Big Ben en Londrés -esto es literal, la emitieron en 1998-, se la tomó más en serio y avisó a sus correligionarios -que no compatriotas- por si acaso.
Y así con todo. Su obsesión enfermiza por demostrar el auto atentado desvía la atención de otros crímenes -menos espectaculares, eso sí- que acabarían con sus responsables en la cárcel sino en la horca acusados de negligencia criminal o alta traición.
Que, después de que un avión arda en un infierno de queroseno a alta temperatura,  aparezca, prácticamente impoluto, el pasaporte de un terrorista significa que eso es una ops negra de cabo a rabo -otra frase mítica de Sutherland-. Significa que fue puesto ahí para aportar unas pruebas que se habían destruido ¿por qué?
Porque sería un poco chocante para la población estadounidense decir que Mohamed Ata había pilotado al avión sin enseñar una prueba física de ellos surgida con posterioridad a los hechos.
Porque, si se dice que había sospechas y se permitió a ese individuo subir a un avión, habría que explicar el motivo por el cual no se tomó en serio la amenaza. Habría que pagar por la soberbia de creer que nadie podía atacar al imperio en el corazón mismo de su capital.
Los conspirativos existen porque el aparato estadounidense los utiliza para cubrir sus fallos. Si se buscan conspiraciones grandilocuentes resulta casi imposible percibir negligencias infinitas que han creado la tragedia.
Y para terminar está lo técnico. Todo el mundo se ha convertido de repente en ingeniero, arquitecto, profesor universitario de dinámica de masas, de física aplicada y de estructuras flexibles.
Que si tal o cual impacto no hace que las torres se derriben, que si tal o cual explosión no se corresponde con la longitud de onda expansiva típica...
Tampoco podía hundirse el Titanic, también las gradas del Estadio Hassel de Bruselas podían soportar la presión de varias toneladas de peso, tampoco podían chocar dos aviones en vuelo, tampoco un cable de acero tensado podía cortar el ala de una avión de caza, según los ingenieros alemanes en la Segunda Guerra Mundial, tampoco un calentamiento de un grado originaba una fisura y una reacción en cadena en Chernobil, tampoco un terremoto podía abrir una grieta en Fukushima, tampoco se podían desprender las suficientes planchas de protección como para que el Challenger explotara en vuelo, tompoco una explosión ínfima en Seveso podía originar un escape químico mortal, también el Kurks no podía ser hundido por una fuga radiactiva... ¿sigo?
En definitiva, que los conspiranoicos le hacen el caldo gordo a las estructuras de gobierno estadounidenses atiborrando a los ciudadanos de conspiraciones imposibles e impidiéndoles que se fijen en negligencias criminales y en la única conspiración creíble que hay detrás de esta fecha apocopada.
Que alguién supiera que el yihadismo estaba preparando eso, que estaba en condiciones de llevarlo a cabo y que lo había puesto en marcha y se sentara, contemplando en el espejo las condecoraciones de su pecho, a esperar a que ocurriera para utilizarlo para sus fines.
Pero eso no se puede probar con un vídeo o una foto. Nadie está en la mente de los demás. Siempre podrá decir que se equivocó y cambiar la crueldad por ineptitud.
Pero cuando un paréntesis se abre tiene que ser cerrado.
Y el momento que cierra esta explicación es otro instante audiovisual -qué se le va a hacer- Un instante visual perteneciente a una de las peores películas de la historia de La Humanidad. Un tipo abre los ojos y de golpe se da cuenta que está en caída libre, se gira en el aire y no tiene tiempo de evitar chocar irremisible contra el suelo. El principio de Predators.
Eso es lo que les ha pasado a los conspiranoicos. Un hecho les ha abierto los ojos y no han tenido tiempo de evitar el golpe brutal que lo que ven supone para ellos.
En un post dedicado a los porqués, no sería justo que no hubiera una explicación del motivo por el cual los conspirativos se empeñan en sus conspiraciones.
Para mí son dos. Uno cultural y otro inconscientemente psicológico.
El primero se basa en la explicación de un fenómeno sin referenciar. Carecen de la capacidad de ver la línea de la historia. Pretenden explicar el mundo desde el once de septiembre en adelante, eludiendo todo lo que ocurrió hasta entonces, ignorando todo el desarrollo histórico previo e incluso el posterior. Es la dinámica del hecho aislado.
Si el asalto bélico al World Trade Centre es un auto atentado ¿qué es el de la estación de Atocha?, ¿qué es el del metro de Londres?, ¿qué son los misiles kasan?, ¿qué es el salafismo marroquí o sirio?, ¿qué es la insurgencia suicida irakí o la resistencia afgana?, ¿qué son los atentados  a los hoteles hindúes?
 No me importa. No estoy hablando de eso. Yo estoy hablando del once de septiembre.
Si lo que ocurrió en Nueva York es un trágico y cruel montaje interno ¿qué fue, antes de él, el conflicto árabe israelí y sus sucesivas guerras?, ¿qué fue la revolución coránica en Teherán?, ¿qué fue el apoyo estadounidense a los muyahedines, el entrenamiento de Bin Laden y los suyos para oponerse a la Unión Soviética?, ¿qué fue la OLP, los atentados a las terminales de El Al, el secuestro de Munich, la Operación Entebbe, el Achile Lauro?
No lo sé ni me importa. Yo estoy hablando del World Trade Centre.
Intentar explicar el once de septiembre de 2001 de una forma aislada es tan absurdo como intentar explicar la invasión nazi de Polonia y la Decisión Final sin tener en cuenta los escritos de Hitler, el pacto de no agresión soviético alemán, la anexión de Austria, el surgimiento del fascismo inglés, el fiasco del frente del Este, la derrota en El Alamein, el bombardeo de Montecasino y el desembarco de Normandia.
Sólo nos puede llevar a la conclusión conspirativa de que Inglaterra se inventó la invasión para entrar en la guerra y de que el exterminio de judíos no existió. Un absurdo.
Los conspirativos no tienen la paciencia o la cultura necesaria para referenciar los hechos y los colocan exclusivamente en un entorno supuestamente conocido por ellos en el que las piezas conspirativas encajan porque se omite todo lo demás.
Pero el segundo porqué es más aterrador, es más preocupante, es más triste. Buscan explicaciones conspirativas porque eso les convierte en inocentes.
Si ha sido el complejo militar industrial estadounidense, el lobby armamentístico, el Grupo de Bilderberg, La Agencia Central de Inteligencia, Segurity Homeland -aunque todavía no existiera-, La Agencia de Seguridad Nacional, El Mossad, La masonería de la Operación Gladio, Propaganda 2, el lobby energético, los asesores presidenciales de George Bush o cualquier otro grupo oculto, esquivo o secreto que se nos antoje, nosotros estamos a salvo y libres de toda responsabilidad.
Por el simple hecho de que nosotros ni pertenecemos ni conocemos la existencia ni la forma de funcionamiento de ninguno de esos grupos. Es la misma respuesta, obtenida por un camino inverso -y mucho más rebuscado, por cierto-, que la que dan los que le echan la culpa al islam y al fanatismo religioso. Nosotros no hemos sido.
Porque, si nos dedicamos a pensar que un sinfín de negligencias y la locura fanática de unos yihadistas, alimentada por la sinrazón de nuestra postura social  y política con respecto a su sufrimiento, a la justicia internacional y a los intereses de La Humanidad, fueron los causantes últimos -que no primeros- de esas 3.000 muertes, tendremos que llegar a la conclusión ineludible de que lo que hicimos y lo que no hicimos, lo que permitimos que se hiciera y lo que no obligamos a que se realizara, son los causantes de lo que ocurrió hace diez años en el World Trade Centre.
Tendremos que llegar a la conclusión de que nosotros matamos a 3.000 personas -y a todas las anteriores y posteriores en Oriente Próximo- un once de septiembre del año de gracia de Vuestro Señor Jesucristo de 2001. Y eso es muy duro.
Se cierra paréntesis.
Pero no nos preocupemos, siempre surgirá una teoría conspirativa que defienda que no murieron y que están retenidos contra su voluntad, junto con los que viajaban en los aviones que nunca se estrellaron, en un pueblo escondido entre los maizales de Idaho -¿hay maizales en Idaho?- y que permanecen alejados de la vista gracias a una tecnología de invisibilidad desarrollada por la NASA con los datos obtenidos a través de los abducidos y de los materiales extraterrestres conseguidos en los aterrizajes del área 51.
Ahora sí, se cierra paréntesis.

viernes, septiembre 09, 2011

11 S, la estrategia perversa del mundo detenido

Hay días que cuando van llegando se anuncian como la hora de aterrizaje de un vuelo transoceánico. Miramos al cielo, escuchamos el impacto sónico de los motores en la atmósfera y nos preparamos para ver aparecer el aeroplano mucho antes de que este siguiera esté en condiciones de llegar.
Puede que esta no sea la imagen retórica más adecuada cuando se va a hablar y escribir -por enésima vez- del nunca olvidado y nunca olvidable 11-S. O puede que sí lo sea.
En un par de días se cumplen diez años del golpe bélico que los locos furiosos del cuñado del profeta le asestaron al centro financiero de la civilización occidental atlántica. Y por eso parece que toca hacer balance, recuerdo, efemérides y recuento de lo que fue y está siendo ese suceso. Para nosotros, por supuesto, que para el resto del mundo tanto da.
En este tiempo nuestro acelerado parece que diez años es mucho tiempo. Al bueno de Enrique V no se le hubiera ocurrido hacer balance de su guerra contra Francia diez años después de la toma de Hafleur. Todavía le quedaban noventa años de guerra.
A los principes de Bohemia no se les hubiera pasado por la cabeza hacer recapitulación una decada después de la Segunda Defenestración de Praga, aun quedaban cuatro lustros más de muertos, odio y sangre, para la Paz de Westfalia.
Pero para nosotros, empeñados en correr hacia nuestro futuro a la misma velocidad que Usain Bolt perdiendo el autobús, diez años es tiempo más que suficiente para creernos en condiciones de hacer balance.
A lo mejor en este caso y sin que sirva de precedente esa premura occidental está en lo cierto, esa aceleración atlántica es acertada.
Estar más de diez años parado puede ser demasiado. Demasiado incluso para una sociedad que ya ha decidido que no puede hacer otra cosa salvo languidecer.
Porque si pensamos en el 11-S, en el único 11-S de tiempo apocapado, si hacemos balance sobre él como un punto aislado en nuestro calendario de efémerides, si nos acercamos a él para descubrir qué ha pasado desde que la locura yihadista hiciera arder y caer -pese a las opiniones cospiranoicas, claro está- los símbolos aparentemente estables de la locura liberalista y no somos capaces de escuchar el eco del impacto que supuso, entonces, sólo nos queda una reflexión que hacer, diez años después de que nuestras mandibulas cedieran a la ley gravitatoria, absortas y maravilladas por la hipnótica atracción del desastre.
Hay quien dice que ese día cambió el mundo; hay que afirma con tino que, como diria la mítica Mafalda de Quino, "no fue el acabose, sino el continuose del empezose" de nosotros mismos. Y los hay que, más dados a la fantasía sin pruebas, se lanzan al universo conspirativo de escala planetaria, si no galáctica. También los hay que, reafirmando lo obvio, nos hielan la sangre con un titular a cinco columnas que resalta lo evidente, que el once de Septiembre de 2001 sólo tiene de especial que fue el día en que la guerra llegó a América.
Pero los hay que, en estas lineas endemoniadas, creemos que el mundo no cambió, ni continuó ni llegó a ninguna parte. Que el 11 de septiembre de 2001 fue el día en el que el mundo, en su versión occidental atlántica, simplemente se detuvo.
Porque, desde que las Torres Gemelas dejaron huérfana la línea del horizonte de la ciudad de Nueva York, el mundo está parado. Al menos nuestro mundo.
Está parado porque, como les ocurriera a los Babilonios con los Egipcios, a los griegos con los Persas, o a los romanos con los godos, hemos encontrado la excusa perfecta para languidecer en la decadencia. El argumento deseado para no cambiar.
Desde que los absurdos seguidores de un dios que no comprenden tiñeran de sangre vagamente inocente los jardines de un paraiso inexistente, nosotros nos hemos dedicado a negar la mayor, a cercenar los pocos impulsos de cambio que aún nos quedaban.
Hemos colocado la rodilla sobre el asta de la lanza y nos hemos empeñado en defender, cual irreductible Guardia Real, lo indefendible, amparándonos en el miedo a cambiar eso y escudándonos tras el inmenso hoplos de que lo contrario significaria dar la razón a aquellos que quieren imponer su locura por encima de la nuestra.
Así que ya no cuestionamos ninguno de los puntos de partida, de destino ni de regreso de nuestra civilización atlántica, aunque nos estén matando de hambre, paro y falta de futuro. No lo hacemos porque aquellos que nos devolvieron el ataque también lo hacen.
Nos hemos quedado parados en la defensa de lo nuestro, aunque lo nuestro sea a todas luces prácticamente imposible de defender.
Lo hacemos porque tenemos -o creemos tener- la excusa perfecta de que los fríos asesinos yihadistas también quieren cambiarlo. Los que quisieron asesinarnos nos han servido en bandeja de plata, como la cabeza del profeta, la coartada incuestionable para nuestro suicidio.
Nos negamos al cambio económico porque hay que defender el modelo Occidental que ya ha fracasado una vez tras otra y que cada vez vuelve a fracasar con mayor velocidad.
No vaya a ser que nuestros enemigos tengan razón.
Nos negamos al cambio ideológico que lleva hacia la universalización porque no vamos a permitir que esa cultura que inventó parcialmente las matématicas, la astronomía y la legislación agraria -entre otras cosas- y que, ocasionalmente, ha tenido ramalazos de extremismo religioso -como la nuestra, por cierto- pueda aportar algo interesante a esos valores nuestros librecambristas, arteramente cristianos y falsamente democráticos.
No vaya a ser que entre tanto intercambio cultural, religioso y filósofico se nos cuele alguien que no dé por sentado que hemos de permanecer -nosotros, los occidentales atlánticos- en lo más alto de la cadena alimenticia de la humanidad.
Llevamos nuestro impulso a cero en la defensa de las libertades y permitimos persecuciones religiosas de bajo nivel, imposiciones de vestimenta, registros aleatorios, sospechas infundadas, restricciones absurdas en aras de defender a capa, espada e incongruencia una libertad en la que decimos creer y que no es otra cosa que el reflejo de nuestro miedo a la libertad ajena.
No vaya a ser que entre tanto burka, chador, rosario coránico, turbante y mezquita se nos cuele un terrorista.
El día que vimos arder las torres, de eso va a hacer diez años, soltamos un suspiro de alivio como sociedad y como civilización.
Puede que como individuos lo percibieramos como horror, indignación, deseo de venganza o justa ira. Pero socialmente tan sólo fue alivio.
El fuego del Word Trade Centre apagó definitivamente los escasos rescoldos de la llama de otras muchas cosas que habían encendido nuestros antepasados en las calles de París, en las fábricas de Liverpool, en los campos del Meresme, en los algodonales de Louisiana, En las pampas argentinas, en las playas gaditanas o en  las minas de la Cuenca del Rhur.
La miriada de toneladas de tinta virtual y la infinidad de pulsaciones de ordenador empleadas para dar forma escrita al contraataque furioso, sangriento y macilento contra nuestro Occidente, hasta entonces incólume, nos permitió por fin firmar nuestra renuncia formal a otros testamentos heredados y onerosos desde el momento en el que decidimos preocuparnos solamente de nuestros egocéntricos universos personales.
Pudimos por fin obviar los trazos de pluma de ganso escritos en los gabinetes de los enciclopedistas, en las asambleas de los revolcuonarios franceses, en las furtivas reuniones de los indepentistas estadounidenses de las Trece Colonias. Tuvimos al fin un pretexto para ignorar el recuerdo de lo impreso en las linotipias de los sindicalistas, en las imprentas clandestinas de los anarquistas o en las pancartas pintadas de las sufragistas.
La demolición yihadista de las Torres Gemelas y sus tres mil holocaustos a un dios que no los quería y que nunca los pidió, nos dieron por fin el argumento deseado para pararnos. Para eludir todo impulso de movimiento como sociedad y como civilización. Para deternernos.
Para seguir siendo lo que hemos decidido ser y nos está llevando a la muerte.
Ya podiamos sacrificar la libertad por la seguridad, ya podíamos dejar de buscar integración en aras de la protección, ya nadie nos echaría en cara no enriquecernos con lo que nos aportan los demás por el miedo a que nos reclutaran para la locura yihadista.
Ya no había que cambiar el sistema económico para no ceder al chantaje del terrorismo contra los recursos; ya no había que reclamar derechos y justicia para todos -aunque sean terroristas- porque estaban en juego las vidas de los nuestros; ya no había que exigir apertura y respeto porque nuestros enemigos no los habían tendido y podiamos defender abiertamente que nuestra visión del mundo es la que hay que imponer porque nosotros no hemos arrasado ningún centro financiero de Qatar -que se sepa-.
Así que el mundo, ese mundo nuestro, se paró el 11 de septiembre de 2001 porque, cuando necesitamos un impulso para avanzar y reconocer que nos habiamos equivocado y teniamos que cambiar, nuestros enemigos -los enemigos que nosostros nos buscamos- nos dieron la excusa perfecta para no hacerlo: la guerra.
De manera que, como diria el, para mí, ya mítico personaje de Samuel L. Jackson en Amenazados, nosotros, los occidentales atlánticos de la cultura del individualismno, ya hemos perdido esta guerra. Un solo ataque nos detuvo. Nos dio la justificación perfecta para dejar de avanzar, para pararnos.
Puede que los locos de la Saria y el terrorismo suicida no buscaran eso precisamente. Pero lo consiguieron. Ya estamos quietos. Ya estamos muertos.

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