jueves, marzo 31, 2011

Damasco o la implacable piedra angular

Mientras nosotros seguimos lo que nos llega desde cerca -que no lo creemos que nos toca de cerca-, mientras nos esforzamos por comprender y seguir la intervención que no lo es del todo en Libia y nos obligamos a olvidar las reglas básicas del reparto universal de justicia para indignarnos por la absolución de El Cuco, el cambio en el mundo ha llegado donde tenía que llegar. Donde a nadie le interesaba que llegara.
La mutación, el movimiento, la crisis, han llegado a la piedra angular del arco voltaico que es ahora el mundo árabe, el mundo magebí, el mundo musulman. La revolución sacude los cimientos de Damasco y si Damasco tiembla, lo musulmán se estremece, lo árabe se convulsiona, lo magrebí se retrae.
Si Damasco se pone a cambiar y termina cambiando, cambia El Califato y eso para un buen puñado de seres humanos no es decirlo todo. Pero es decir mucho.
Su situación geográfica, su historia, su posición religiosa, su lugar en el inconsciente colectivo de varios miles de millones de árabes y musulmanes hacen de Siria un lugar especial, uno de esos puntos que por su absoluta obviedad nos pasan desapercibidos a nosotros, los lánguidos componentes del Occidente Atlántico. Pero Siria no es Los Altos del Golán, no es el turismo afectado y controlado de Palmira. Siria es Damasco.
De Damasco partieron las órdenes y las tropas que llevaron al Islam al único califato unitario que vio la historia. A ese gobierno de Dios sobre la Tierra que los yihadistas furiosos recuerdan y anhelan volver a implantar en un orbe en el que ya no tiene cabida  porque nunca la tuvo para un gobierno impuesto desde cualquiera de los cielos a los que miran los hombres.
De Damasco partieron los conocimientos, las leyes, la ciencia y la cultura que los verdaderos musulmanes ansían recuperar, en sus gobiernos y sus poblaciones, para poner freno a esa ola enfurecida que amenaza con devorar todo lo que ellos y su profeta quisieron que fuera su religión y su mundo.
En Damasco creció el mito del hombre que impuso contención a sus propios mulahs y ayatolas y que desparramó respetó entre sus enemigos más acerrímos. En Damascó reinó alā ad-Dīn Yūsuf ibn Ayyūb, aquel al que nosotros, en nuestra incapacidad de comprensión y adaptación a su mundo, que a estas alturas ya se ha hecho patólógica, nos vimos obligados a llamar Saladino.
Todo eso es Damasco y todo eso está cambiando. Por ello, más que los avances y repliegues en el desierto libio, más que las matanzas consentidas en Yemen, más que las tropas desplegadas en Bahréin, más que los arrestos domiciarios en El Cairo o los gobiernos inestables en Túnez, su cambio va a sacudirnos hasta los cimientos. Aunque aún no sepamos verlo.
Porque todo el mundo necesita a Damasco y al que fuera su califa. Todos quieren hacerlos suyos, todos necesitan que el movimiento del centro del arco se vuelva hacia ellos. Y, hoy por hoy, nadie sabe hacia donde va a moverse.
Siria no es su presidente vitalicio, heredado y autoimpuesto, Siria no es su Primera Dama, hermosa, elegante y totalmente occidentalizada en portadas de Vogue y Cosmopólitan; Siria no es su guerra enquistada con Israel por Los Altos del Golan, ni su control, prácticamente sin paliativos, de Libano y las varias  facciones que se mueven entre Beirut y el Valle de La Becah.
Todo eso cambiará si Damasco cambia. Pero todos, hasta nosotros, los que creemos no necesitar a nadie, necesitamos a Damasco por lo que fue y por lo que será, no por lo que es ahora.
Los kurdos la necesitan porque Saladino, el califa Adbasí, el único califa real, era kurdo y reinó en Damasco; los insurgentes irakíes de Bagdad -el otro califato que, en realidad, no lo fue- le reclamán para sí porque nacio en Tikrit -¿recuerdan qué otro ilustre ahorcado era natural de tan exigua población irakí?-.
Los sunnitas necesitan Damasco y el recuerdo de Saladino para dejar claro que la única vez que el poder religioso y político estuvo en las mismas manos en el Islam lo fue imponiendo los criterios sumnitas de interpretación de El Corán.
Los chiíes reclaman los tiempos de la grandeza damascena y su califa porque él llevó el verde del profeta en la afilada punta de su cimitarra -lo hizo para defenderse, pero para cualquier amante de la guerra es mejor una guerra defensiva que ninguna guerra-.
Los magrebíes se acuerdan de él porque permitió que, arropados por el Islam, se hicieran grandes hasta desembocar en Al Andalus; los árabes porque Damasco y Saladino fueron los primeros, mucho antes que Lawrence, el inglés, que les recordaron que eran uno, dividido en muchas tribus, pero uno. Aunque luego lo olvidaran y tuvieran que llegar Peter O'Toole e Israel a recórdarselo.
Así que todos en eso que ahora llamamos como antaño mundo musulmán necesitan a Siria, necesitan a Damasco. Para sus amores o para sus odios, para su grandeza o para su miseria, para su admiración o para su envidia. Pero todos en el mundo arabé y magrebí han mirado  alguna vez hacia el horizonte damasceno para darse cuenta de donde estaban ellos.
¿Y nosotros? ¿Para qué necesitamos nosotros a Siria? ¿Por qué habría de ser importante para nosotros la capital de El Califato?
Porque siempre lo ha sido, porque siempre la hemos necesitado.
En esa antigua Edad Media, que algunos se niegan a abandonar y otros pretenden recuperar, Damasco fue importante por era como queriamos ser.
Era poderosa, culta, condescendiente, moderna. Eran infieles, eso sí, pero algo malo tiene que tener todo el mundo. Por eso la necesitabamos. Porque alguien en Damasco tuvo la cordura de no bañar dos veces Jerusalén en sangre, aunque hubiesen empezado otros; porque de Damasco partieron las leyes que permitieron el acceso a todos a La Ciudad Santa, aunque otros la habían cerrado a todos de antemano. Porque, en su fuero interno, hasta el más cristiano de los reyes quería ser Saladino.
Pero si en el pasado remoto se necesitó a Damasco por que era lo que queriamos ser en el pasado reciente, ese que estámos viendo morir ahora, necesitamos a Siria porque es como nosotros queríamos que sea.
Damasco era la capital de una Siria occidentalizada, con presidente en lugar de rey o emir, con un sistema presidencial. Era un país que podía mantener una guerra a la forma tranquila y moderna en la que se mantienen ahora las guerras. Era un régimen contenido que ejemplarizaba esa contención en la bella Asma Assad y en la imagen de ingeniero occidental de su presidente.
Occidente necesitaba a Damasco para que la lucha por Los Altos del Golán no desembocara en otra Guerra panarbista. Para que, con sus tropas en las calles de Beirut, les negara a los chiíes el control total de Libano a través de Hezbolah, para que mantuviera el eterno enfrentamiento entre lo suní y lo chií que mantiene debilitado al mundo musulmán. Para que Israel viviera con la relativa tranquilidad de saber que su enemigo era civilizado, aunque fuera su enemigo, para que el mundo árabe viviera con la tranquilidad de que ningún rey que se sentara en el palacio de Damasco iba a verse afectado por los recuerdos y los efluvios del poder de un monarca kurdo de la Edad Media e iba a intentar imponer sobre sus cabezas, sus cuentas ciorrientes y sus pozos petrolíferos un nuevo califato universal.
Para todo eso necesitaba Occidente a Siria y a Damasco hasta hoy. Por todo eso era importante para nosotros. Por todo eso el cambio en Siria nos hace temblar. O al menos debería hacernos temblar.
Porque si, perdido Egipto para la causa -si es que occidente puede tener aún alguna causa- si la piedra angular del arco musulmán gira hacia el yihadismo se llevará a otros muchos con ella. Otros muchos, reyes y presidentes, que ahora son contenidos porque Siria lo es, que ahora no son yihadistas porque Damasco lo vería mal, que ahora no son panarabistas porque nadie se para a mirar demasiado al califato. 
Israel sabe que si eso ocurre, por más aliados, por más armamento y por más superioridad estratégica de la que supuestamente disponga, estará muchos años cantando cada día el Kaddish por sus muertos. Y luego a lo peor hasta desaparece.
Porque si gira hacia el panarabismo poco tendrán que hacer o que decir los ínfimos emires y reyes contra una población que se sentiría más grande como parte de algo enorme que como miembros menospreciados de un pírrico reino.
Porque si gira hacia lo religioso y lo sunita, Irán tendrá que decir adios a su influencia en la zona y Occidente tendrá que dejar de tirar de islamofobia y pánico yihadista para explicar la mayoría de sus acciones en zonas del mundo en las que se extrae la energía de nuestras sociedades y en las que interviene principalmente por ese motivo; pero si gira hacia lo religioso y lo chiíta, Libano será chiíta, Palestina será chiíta y es posible que muchos de los estados del Golfo dejen de poder reprimir y controlar a esas poblaciones, ahora numerosas pero sin poder en sus territorios.
Porque si Damasco gira hacia la democracia y se lleva con ella al mundo árabe y al mundo musulmán ya no podrá controlarse nada. No podrá evitarse la unidad árabe si la quieren, no podrá evitarse que hagan lo que quieran hacer. No podrá evitarse El Segundo Califato. Aunque tenga parlamento y el Califa sea elegido cada cuatro años.
Hace años le pregunté a alguien porque Siria había abandonado el panarabismo y había decidido mantener su actual postura. esa persona me contestó, como suele hacerlo mucha gente en Damasco con una referencia directa a Saladino
"Vosotros recordaís que El Califa era mesurado y contentido. Nosotros también recordamos que era implacable. Mesurada y contenidamente implacable".
Y así es Siria. Implacable. Como lo fue su califa. Por eso la dictadura de los Assad ha sido implacable en su represión, como lo fuera en su ascenso al poder y en su opresión. Por eso la revuelta es implacable y no da ni un paso atrás pese a los pistoleros, los gestos pacificadores, las balas y la sangre.
Damasco es Implacable, como lo fuera alā ad-Dīn. Elija el camino que elija será igual de implacable que lo ha sido siempre y eso nos da miedo porque hace mucho tiempo que nosotros perdimos la capacidad de serlo. Y si un cambio es implacable, cambia el mundo. También el nuestro.

lunes, marzo 28, 2011

El prisma que destaca unos civiles sobre otros

¿Qué hubiese pasado si en la II Guerra Mundial los aliados hubiesen bombardeado las cámaras de gas o las líneas de ferrocarril que llevaron a millones de inocentes a la muerte en Auschwitz y otros campos de exterminio? No se podía. No sabíamos. Hubiésemos distraído recursos de otros frentes. No era una prioridad estratégica. Estas son algunas de las respuestas que se le han dado a esta difícil pregunta. En Auschwitz fueron asesinados más de un millón de hombres, mujeres y niños.
Está pregunta, que más que retórica es algo extemporánea  anacrónica e innecesaria, quizás no sirva para iniciar un debate sobre la intervención internacional en Libia, como quiere el autor, pero para lo que sí sirve es para demostrar algo que está comenzando a ser un elemento demasiado recurrente en nuestra forma de ver el mundo y la historia. Algo que me atrevería a bautizar como el síndrome del prisma visual.
Tanto nos han vendido eso de ver la realidad a través de un prisma determinado, el de la diversidad, el de la modernidad, el del género, el de lo que sea, que hemos terminado creyendo que con la historia, con cualquier hecho y con cualquier situación, eso es lo adecuado. Hemos olvidado que mirar a través de un prisma, por muy limpio que sea su cristal, distorsiona la imagen.
Y La pregunta de este articulista. Es el más claro ejemplo.
Su prisma -su nombre y su filiación, no me hace albergar duda alguna al respecto- le hace preguntarse algo que ya está contestado.
Toda la II Guerra Mundial, todas las acciones de los aliados, se fundamentaron, en su momento, en la necesidad de liberar a la población inocente de las garras de un régimen enloquecido y criminal. No hay necesidad de justificar ninguna intervención militar porque se está en mitad de una guerra que, supuestamente, está encaminada desde el principio a ese fin.
¿Por qué entonces tiene esa duda?
Pues muy sencillo, porque su prisma solamente le permite ver como necesaria la salvación de un colectivo determinado, solamente le permite sufrir por esa pérdida. Solamente le parece relevante la realidad que el prisma elegido para contemplar el mundo le presenta engrandecida.
Pero hay muchas más preguntas que sirven de respuesta a la pregunta surgida del prisma elegido por el articulista.
¿Por qué había de bombardear el ejercito aliado los ferrocarriles o las cámaras de gas y no los ferrocarriles japoneses que conducían prisioneros chinos al exterminio?, ¿Hubiera sido éticamente aceptable para los aliados que los japoneses bombardearan los ferrocarriles estadounidenses para impedir que los norteamericanos de origen japones fueran encerrados en campos de concentración?
La respuesta es bien sencilla. En los dos bandos la ética de la guerra era la misma -exacerbada y enloquecida en el bando alemán, pero la misma-.
Si no hubiera sido así los aliados no hubieran arrasado hasta los cimientos Frankfurt o Colonia, donde residían millones de personas tan inocentes como los asesinados en los campos de exterminio. Si se hubiera planteado ese dilema ético, los tanques de Montgomery no hubieran arrasado Tobruk -curiosamente Tobruk, Libia-, ciudad en la que residían civiles inocentes. Si hubiera existido esa dicotomía en la ética bélica entre las dos alianzas, El Enola Gai no hubiera borrado de la faz de La Tierra dos islas en las que residían unas cuantas docenas de miles de personas que no tuvieron la más mínima oportunidad de defenderse ni de alejarse de un conflicto que les vino desde el cielo cuando ya estaba concluido.
Pero el prisma de la historia que nos hace colocarnos como los bondadosos aliados no no deja ver eso. 
El prisma de la historia que nos engrandece el sufrimiento de unos y nos oculta el de todos los demás no nos deja ver el conjunto. El prisma distorsionado de la vergüenza y la culpabilidad de unos y la tradición y el victimismo de otros no nos permite ver otra cosa, no nos permite hacer otra pregunta que sonará demasiado demoledora pero nos arrojará directamente a la realidad de esa conflagración mundial.
¿Por qué habrían los aliados de bombardear con especial atención esos elementos de la locura nazi?
La respuesta,en forma de grito indignado, llega sin demora: porque estaban contribuyendo a matar a un millón y medio de inocentes. Y la respuesta a esa pregunta es, lamentablemente, una cascada de preguntas casi infinita
¿Eran menos inocentes los 37 millones de muertos de la URSS, de los cuales solamente -fijémonos que digo solamente- millón y medio fueron combatientes?, ¿debían los cazas soviéticos y tanques del Ejército Rojo abandonar el frente del este dejando a esos inocentes al descubierto para salvar a otros inocentes?
¿Debían las tropas chinas considerar a su población menos inocente que a los exterminados en Auschwitz y abandonarla en manos de las fuerzas japonesas, que provocaron la muerte de 30 millones de personas tan inocentes que su país ni siquiera participaba en esa guerra?
¿No eran inocentes los seis millones de civiles alemanes que murieron en los combates, en los bombardeos y en los asedios de las principales poblaciones alemanas?
¿No eran inocentes los seis millones de polacos, de los cuales solamente dos millones eran judíos, que murieron atrapados en la ocupación alemana y el posterior contraataque soviético?
¿Eran menos inocentes que los asesinados en los campos de exterminio las poblaciones civiles de Hiroshima y Nagasaki o los tres millones de civiles que perdió Japón durante la contienda?
¿Era mas reducido el nivel de inocencia de los cuatro millones de indios que murieron de hambre en La India, cuando el frente llegó a Bengala y las potencias se dedicaron a destruir campos enteros para perseguirse unos a otros?
¿Qué es lo que hace que se considere más necesario salvar de la muerte a un millón y medio de personas que a los 100 millones que, pese a los esfuerzos bélicos de sus ejércitos, resistencias y partisanos, terminaron muriendo?, ¿qué es lo que nos convierte en los mandos del ya cinematográficamente mítico Soldado Ryan?
Está claro. El prisma que hemos elegido para interpretar la realidad en nuestra conveniencia.
La respuesta al nuevo reproche velado que hay en esa pregunta, en ese intento de comparación de la intervención en Libia con la aparente no intervención en beneficio de otra población inocente durante la Segunda Guerra Mundial es muy simple.
Durante todo ese tiempo todos los ejércitos implicados estaba intentando salvar inocentes -sus inocentes, los que les interesaban- cada día. Y estaba intentando matar a otros inocentes -los que no les importaban-. No fue una cuestión de desidia, ni de objetivos militares, ni de despreocupación.
Pese a ello podrían encontrase muchas sutiles y no tan sutiles diferencias entre una situación y otra.
En Libia hay una guerra civil con dos bandos definidos, en la Segunda Guerra Mundial el pueblo judío ni pidió apoyo, ni se adscribió a ningún bando -quizás no tenía la posibilidad de hacerlo, pero el hecho fue que no lo hizo-.
Los rebeldes libios entablan batalla y luchan con lo cual resulta evidente que esos enfrentamientos pueden atrapar a población civil -afecta a un bando o a otro, no lo olvidemos-, los judíos fueron conducidos al matadero sin resistencia ninguna -salvo en el gueto de Varsovia, y en otros casos aislados-.
Resulta difícil apoyar en la lucha a alguien que no está luchando. La resistencia francesa la recibió, los partisanos balcánicos la recibieron -escasa e intermitente, eso es cierto, pero la recibieron-, pero ellos luchaban.
Podrá decirse que no era lo mismo. Que no había una decisión de exterminio contra otros grupos - o por lo menos llevada hasta sus últimas consecuencias, como el pogromo nazi del pueblo judío-.
Podrá decirse eso pero, cuando Japón envía tropas con el único objetivo de matar a los hombres de una región concreta de China y de violar a sus mujeres, a mí me parece que hay una voluntad de exterminio; cuando la aviación estadounidense toma la decisión de borrar de la faz de la tierra todas las ciudades industriales de Alemania con bombardeos masivos de fortalezas volantes, independientemente de las bajas civiles que pueda causar, me parece que existe una voluntad de exterminio. Cuando se lanza una bomba que mata a 145.000 personas de un sólo pestañeo. A mi me parece que hay voluntad de exterminio.
Puede que me equivoque, pero, para mi, eso se parece mucho a un exterminio sistemático de la población civil. Lo hicieran los enloquecidos nazis o los voluntariosos aliados.
Pero en realidad, todas esas respuestas estarían dentro de una épica que en realidad no funciona a la hora de tomar las decisiones de intervención para proteger a la población civil. La no intervención en la matanza de judíos durante la Segunda Guerra Mundial, se parece mucho más a las no intervenciones que cita el autor de ese artículo en la segunda parte del mismo.
No se evitó la matanza de judíos de la misma manera que no se evitó la de ruandeses o que no se evitó la de bosnios, serbios, croatas y demás pueblos implicados en el conflicto de Los Balcanes.
Y la respuesta es demoledoramente simple. No se evitó porque no había nada que nos interesase lo suficiente a este Occidente Atlántico como para utilizar la seguridad de los civiles como excusa para intervenir en el país. De hecho, ni siquiera había un país.

viernes, marzo 25, 2011

Cuando un juez huye del mito de la madre doliente

Iba yo a hablar de la Ley de Custodia Compartida valenciana y de la incongruencia que supone que aquellos que son llamados conservadores no se preocupen en absoluto de conservar la situación y aquellos que son llamados progresistas no hagan el más mínimo esfuerzo para que progrese, cuando me he encontrado otra cosa, otra pincelada, otro hecho y otra presentación del hecho que me ha cambiado el paso y la reflexión.
Investigado un juez por dar la custodia de un niño a un maltratador, reza el titular. Y yo pienso, ya está, tenía que ocurrir, entre tanto ir y venir de sentencias judiciales, algo se le escapó al sistema, algo se pasó por alto.
Porque puede que, de repente, me disfrace de feminista radical y no confie en la imparcialidad de los jueces, puede que les crea machistas -que no lo hago-, puede que piense que quieren mantener los roles del patriarcado opresor. Pero no les considero imbéciles. Y dar aposta la custodia de un menor a un hombre condenado por maltrato es de ser idiota, tal y como eestá el patio en estos momentos.
Pues bien, empiezo a leer y descubro que el juez, sevillano en cuestión, es imbecil -perdone Su Señoría, es por seguir con la argumentación-. Lo es porque lo ha hecho a sabiendas de la condición del padre.
Los disfraces le sientan mál a mi ajada piel así que, en lugar de comenzar a soltar lemas contra el patriarcado y de clamar contra el machismo imperante y opresor, me quito el disfraz de feminista que me permitió descubrir la imbecilidad del juez y comienzo, por decirlo de algún modo, un acercamiento más lateral al asunto. Es decir, leo el texto de la noticia.
Y lo primero que me encuentro es que la sentencia la dicta el titular del Juzgado de Violencia Contra la Mujer numero 2 de Sevilla. Mi estupor no tiene límites.
Dejando a un lado -¿o quizás no debería hacerlo?- el hecho de que un juzgado de Violencia contra la Mujer está dirimiendo una custodia -¿no estaban para eso los Juzgados de Familia?- me encuentro imposibilitado de creer que el titular del mismo desconozca que aquel al que le ha concedido la custodia es un maltratador.
Así que, yo que soy de esos que se preocupan cuando no saben algo, me pregunto ¿qué hizo este hombre para ser considerado un maltratador? No lo encuentro en la noticia. Sé que ha sido condenado pero no sé porque qué actos. Insisto y descubro que parece que la condena -ya cumplida por cierto- en realidad no le llevó a la carcel. No se porque fue condenado pero eso me permite saber porque no lo fue. No lo pudo ser por agresiones reiteradas, no lo pudo ser por lesiones o por violación o por níngun maltrato físico continuado.
¿Por qué lo sé?, ¿por qué como un mulato remedo de Sherlock Holmes no he descubierto enrojecimiento alguno en sus nudillo o restos o una postura de brazos que le delate como un pugilista habitual? ¿por qué de repente me ha salido una barba entrecana y me he puesto en modo Gil Grissom sin descubrir restos epidérmicos en sus uñas o laceraciones micro´scopicas en su piel?. Pues no es por nada de eso. Lo sé por la ley que le ha condenado.
Si el maltrato es grave, es continuado, es reiterado el condenado ingresa en prisión. No hay vuelta de hoja. Con lo que no hay problema a la hora de asignar la custodia del menor. Ningún encarcelado puede tener la custodia de un menor. En eso todos somos iguales, al menos de momento.
La Ley Integral de Violencia contra la Mujer sólo permite que no se encarcele al condenado cuando los maltratos por les que se le condena son menores. Esto es, van desde una agresión leve no reiterada -una bofetada, por ejemplo,- hasta un insulto.
Comienzo a mover la balanza de la imbecilidad del magistrado a la ley -esta ley en concreto, no se me malinterprete-.
Pero aún así, me parece en extremo arriesgado para su salud profesional que un magistrado retire la custodia a una madre que es, además -según la ley, no segun el sentido común y la justicia-, una mujer maltratada una custodia así que cambio de nuevo el enfoque, me vuelvo aún más Sergio Ramos, más Abidal, más lateral. Dejo de preguntarme por qué le da la custodia al padre condenado y empiezo a preguntarme por qué se le quita a la madre legalmente maltratada.
Tardo dos minutos en descubrir en Internet -y no lo digo para echarme rosas, sino para echarle cardos a quien ha publicado el teletipo sin preocuparse de nada más- que la mujer incumplió sistemáticamente el régimen de visitas. Que el propio fiscal recomendó el cambio de custodia. ¿por qué?
Porque ella tenía la custodia y como su ex era un maltratador convicto tenía que visitar a su hijo en un entorno controlado y vigilado. Hasta ahí bien.
Pero la cosa cambio cuando los y las profesionales del Punto de Encuentro emitieron un informe en el cual se veía la niño "alegre y participativo" en los encuentros y se creía que evolucionaba favorablemente al conocimiento con el padre. Fue entonces cuando el juez -el mismo juez- haciéndo caso de esos informes, no de las dolientes quejas de la mujer, decidió que el padre podía llevarse al niño a pernoctar a su casa.
Fue entonces cuando la madre dejó de cumplir la ley. Lo repito para empaparme de ello, para que todos nos empapemos de ello. La madre dejó de cumplir la ley.
La semana siguiente el niño no apareció porque estaba enfermo, a la siguiente hubo de ingresarle en un hospital aquejado de una diarrea que se supone crónica -el niño tiene cuatro años- y de repente, en un sólo fin de semana, se le diagnosticaron diarrea crónica, síndrome de colon irritable, hipoglucemia e intolerancia a la lactosa. Fue entonces cuando empezó a ser tratado en la unidad de Psiquiatría de un hospital hispalense.
Fue entonces cuando el abuelo de la criatura se puso en contacto con los responsables del punto de encuento para decir que el niño no acudiría nunca más a los encuentros con su padre.
¿Era el miedo a su condenado progenitor causante de la diarrea del niño?, ¿era el aliento paterno el agente patógeno que le irritaba el colon?, ¿era el agrio caracter de su padre el motivo médico de sus bajadas de azucar?, ¿era la mala leche del hombre lo que motivaba la intolerancia a la lactosa del pequeño?
Si fuera así el tipo ya estaría recluído en algún centro militar secreto para ser utilizado como arma biológica. Pero todos sabemos que no, que no era eso. Que era otra cosa.
Pero sigamos con el relato, que nos dispersamos. Fue entonces cuando, después de cinco incomparecencias seguidas y el anuncio de desobediencia del abuelo, el juez decretó una multa coercitiva por incumplimiento del régmen de visitas. Multa que no se ha abonado.
Fue entonces cuando se defendieron alegando que al menor se le había prescrito reposo y por eso no podía ir al punto de encuentor ni, mucho menos a casa, de su padre. Fue entonces cuando se dijo que su enfermedad le había hecho faltar a clase 18 días en el trimestre escolar. Que tenía que recibir medicación continua.
Fue entonces cuando la patata caliente de la imbecilidad saltó de la ley -de esa ley en concreto- y aterrizó sobre el mismísimo regazo de la madre doliente.
¿Qué hace que la necesidad de  reposo del niño le impida ver a su padre?, ¿no puede ser trasladado reposadamente en un coche, ser subido reposadamente en brazos hasta el domicio del chaval, pasar reposadamente el fin del semana jugando en el suelo con sus juguetes y su padre o viendo la televisión reposadamente en el sofá, dormir reposadamente en su cama y ser de nuevo, siempre reposadamente, trasladado de nuevo al domicilio de su madre de idéntica manera?
Un trimistre escolar tiene 60 días ¿no es más relevante saber que el niño, pese a todas sus enfermedades y su necesidad de reposo,  pudo ir 42 días a clase y sólo tuvo que faltar dieciocho?
¿Es manco el padre del niño, está impedido físicamente como para no poder facilitar la medicación a su hijo, padece alguna enfermedad cognitiva que haga lógico suponer que olvidará hacerlo? ¿por qué se supone que si el niño pernocta en casa de su padre no recibirá su medicación?
Pero el relato continua inexorable hacia su conclusión final. Fue entonces cuando el padre -un tipo no muy tranquilo, eso es cierto y que se merece la sentencia por la agresión ocasional- incumplió la orden de alejamiento y acudió a casa de su ex suegro para reclamar ver a su hijo. Fue entonces cuando se pegó con él. De nuevo la ley le hace reo de una condena por quebarntamiento de alejamiento y le hace merecedor de un juicio en el que se dirimirá si él y su ex suegro han agredido el uno al otro o no.
¿Si su ex mujer no hubiera incumplido sus compromisos con la justicia él hubiera quebrantado la orden de alejamiento? Había tenido varios años para hacerlo y no lo había hecho. No voy a contestar a esa pregunta, pero de repente se me viene a la cabeza una reflexión -¿quién me habrá pegado esto de las reflexiones repentinas?-:
Resulta muy fácil perjudicar a alguien cuando ese alguien tiene prohibido acercarse a ti y comete un delito solamente con intentarlo. Creo haber leído en alguna parte que eso entra dentro de la más pura esencia de la definición de impunidad.
Pero todo eso, por más que se intente utilizar no elimina el hecho de que la otra causa tiene razón. De que su ex mujer quebrantó el régimen de visitas, de que su ex mujer ha desobedecido de forma flagrante, pública y continuada a un juez, de que su ex mujer le ha privado de ver a su hijo sin motivo legal alguno, de que su ex mujer solamente le ha permitido verle 19 horas en cuatro años, de que su ex mujer hizo algo que, según la ley, la incapacita para mantener la custodia de su hijo.
Y eso es lo que ha hecho el juez. Aplicar la ley, como aplica contra el padre una condena de maltrato por un incidente ocasional, como aplicó la de visitas en un punto vigilado. Ha hecho lo mismo que hizo cuando la ley beneficiaba a la madre ¿por qué ha de ser investigado cuando aplica la misma ley por el simple hecho de que esa aplicación beneficie al padre?
Insultar a tu ex en mitad de un divorcio no te incpacita para ser padre -como es reconocido que no te incapacita para ser madre- y ser reconocida como víctima en un proceso de maltrato, aplicando la Ley Integral de Violencia contra la Mujer, no te capacita automáticamente para ser madre.
Quizás su señoría haga lo que debe. Actuar según los hechos y las leyes. Quizás los legisladores no lo hagan y por eso intentan forzar una ley que incapacite automáticamente como padre a todo aquel que se encuentre inmerso en una acusación de maltrato.
Quizás debamos volver al colegio todos para que nuestros profesores de primaria nos recuerden que los hijos son de dos personas y nuestros profesores de bachillerato que no son ni de ni de otros. Que son intrínsecamente suyos. Que solamente se pertenecen a sí mismos. Que son una responsabilidad, no una posesión.

jueves, marzo 24, 2011

El Cuco o la creencia en la justicia circense

El circo sigue. Mientras Ana Rosa -la única Ana Rosa que parece que existe en este país nuestro- se debate entre la duda métodica de ganar audiencia o no con su condición de imputada en un juício, por saltarse unos cuantos preceptos legales y otros tantos éticos, al coaacionar a una implicada en el caso Mari Luz y los padres de Madeleine Mcann anuncian que van a volver a hacer fama y fortuna a costa de la ausencia y desgracia de su hija, los tribunales absuelven de asesinato y violación al menor implicado en la desparición de Marta del Castillo. Y el circo sigue.
Más allá de bienintencionadas canciones de apoyo de rumberos de polígono y duralex en la oreja, más allá de inoportunas -aunque igualmente bienintencionadas- predicciones nigrománticas sobre apariciones de cadáveres, el circo sigue.
Sigue para demostrar que todo lo ocurre, lo que está ocurriendo y probablemente lo que ocurrirá, alrededor de estos casos no es real, no está pasando, es algo más o menos, como la frase que el maestro de ceremonias de un espéctaculo circense pronuncia al final del show, mientras saluda al respetable chistera en mano: "No olviden que el circo nada es lo que parece".
Porque todos los que han escrito, los que han hablado, los que han opinado y los que han gritado sobre este caso, han forzado a la justicia, a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y todas las instituciones que se supone que están encargadas de asuntos como este, a convertir sus despachos y sus salas de juicios en un circo de tres pistas.
A convertirse en atracciones de una feria trashumante destinada al asombro, la víscera y el constante recurso a lo ilógico.
Han forzado a la fiscalía a disfrazarse de funambulista malabar y presentar una acusación de asesinato y violación amparada en la presencia de ADN en una mesa en la que pudo o no pudo ser asesinada Marta del Castillo, sobre la que pudo o no pudo ser violada la desparecida joven.
Porque la presión social basada en la indignación ha forzado a la justicia a presentar una causa inestable, en la que los indicios no conducen a ninguna parte o por lo menos a ningún sitio concluyente.
Porque el afán de venganza social ha hecho que el juez se convierta en equilibrista abocado a actuar sin la red salvadora de las pruebas. Porque la irresponsabilidad mediática ha exigido al defensor del Menor que ejerciera de lanzador de cuchillos en contra de su propia naturaleza y permitiera un proceso que en cualquier otra circunstancia hubiera sido considerado como el más flagrante ejemplo de vulneración de los derechos del menor desde las sucesivas detenciones preventivas de El Vaquilla.
Porque ni gobierno, ni medios de comunicación, ni organizaciones sociales ni nadie ha tenido el valor de ejercer de maestro de ceremonias en este circo mediático y visceral y decir claramente que la justicia tiene unos criterios, tiene unos parámetros que no se pueden romper por la presión social, por las necesidades de audiencia, por el deseo de venganza o por la justa indignación de nadie.
Y eso ha hecho posible que la Policía se vea obligada de repente a convertirse en el prestirigitador que, como la mala suerte le impide obtener pruebas sólidas, tiene que ofrecer confesiones durante los traslados sacadas de la manga y que se desvanecen ante la vista de los ojos de cualquier tribunal.
Y todo porque, una vez más, hemos hecho lo único que sabemos hacer. Hemos sentido la necesidad de tener miedo, de sentir ira, de hacer las cosas antes de tiempo con tal de que sean rápidas en lugar de desear simplemente que estén bien hechas.
Porque hemos creído que titular que alguien es culpable, que decir en un sumario de un programa televisivo de sangre y víscera que alguien puede ser culpable, le convierte automáticamente en culpable; que desear que alguien sea culpable es bastante para que la justicia haga que sea culpable; que el hecho de que necesitemos un culpable es motivo suficiente para que los mecanismos diseñados para proteger a todos dejen de funcionar y se comporten como si ya fuera culpable.
Todo porque hemos creído que la solidaridad con el sufrimiento nos permite dejar de pensar en términos racionales, que tenemos patente de corso para que el miedo y la repugnancia por un acto criminal haga posible que recurramos al linchamiento público, a la abolición de todas las normas judiciales, en aras de castigar a un culpable que olvidamos que nadie ha decretado que sea culpable.
Todo porque ignoramos que por mucho daño que el asesinato de Marta del Castillo haga a sus familiares, por mucho miedo que de a sus vecinos, por mucha repugnancia que genere en todos, no se puede cambiar la presunción de inocencia por la de culpabilidad, no se pueden cambiar las pruebas por los indicios, no se puede alterar la triste realidad de que no existen los mimbres suficientes para tejer el cesto de una acusación sólida, aunque todos seamos más o menos conscientes en nuestro interior de que eso es una situación injusta.
Y así, nos quedamos boquiabiertos, desalentados, desinflados cuando los jueces, los fiscales y todos los que están obligados a ser ciegos a los medios, la alarma social y los deseos -justificados o no- de venganza se quitan sus disfraces cicenses y ejercen de lo que són, de lo que siempre han sido, de lo que nunca deberíamos haberles exigido que dejaran de ser.
No por el bien de los supuestos asesinos de marta del Castillo -ya uno menos-, sino por nuestra propia seguridad como individuos y como sociedad.
Y no hay ofensa, ofuscación o juicio paralelo que pueda obligar a un magistrado a considerar la presencia de ADN en una mesa como prueba inequívoca de que ha violado o matado a alguien. Sólo es una prueba inequívoca de que ambos estuvieron alrededor de esa mesa -y ni siquiera en momentos simultáneos en el tiempo-. Nos guste o no. Eso es lo que es.
Porque no hay presión social, ni dolor familiar, ni campaña mediática que pueda obligar a un fiscal de menores a considerar legal y aceptable que un menor sea juzgado y condenado en base a una declaración que la policía dice haber escuchado sin que fuera puesta por escrito, firmada o grabada en presencia del abogado del acusado. Y eso es lo que es. Nos guste o no.
Porque no hay manifestación de apoyo, canción de Andy y Lucas o predicción de la Bruja Piruja que pueda ser presentada como prueba por un fiscal para conseguir una condena de asesinato y dos de violación. Y así debe ser, aunque en ocasiones como esta nos disguste.
Porque cuando se disipa el humo de las fotografías a primera plana, cuando se apagan los fuegos de artificio de los flashes de las cámaras y las cabeceras de los progamas televisivos en rojo y negro, sólo queda una verdad que suena como el eco lejano de todo lo que se ha dicho y se ha gritado para alimentar el mayor espectáculo del mundo.
Una frase que no queremos oír, pero que da sentido a todo lo que pasa. La frase que se repitiera el villano en Born Again, el mítico comic de Frank Miller: "No hay cádaver, no hay cadáver. No hay cadáver"
Tendriamos que hacer el esfuerzo de intentar no olvidarlo. No por el Cuco y sus amigos. Por Marta del Castillo y por nosotros.

El Supremo inicia Gran Hermano en Euskadi

Tenía que ocurrir. No debía haber ocurrido, no es bueno que haya ocurrido. Pero tenía que ocurrir. Estamos tan acostumbrados a interpretar y reinterpretar la realidad para adecuarla a nuestras necesidades que, tarde o temprano tenía que tocarle ala ley, La Consitución, y toda norma que nos pongan delante.
Así las cosas, tenía que ocurrir que nos dilataran la posibilidad de empezar el futuro en Euskadi, tenía que suceder que no se permitiera a la izquierda abertzale demostrar que es demócrata, que se ha separado de ETA. Tenían que quitarle su legalidad.
Y lo digo así porque Sortu nació legal y ha sido legal hasta que el Tribunal Supremo ha decidido que no lo sea.
No por nada que haya hecho. No porque haya dado mítines en los que defienda la lucha armada, no porque haya colaborado activamente con ETA, no porque se haya descubierto a sus miembros participando en Hendaya o en San Juan de Luz en reuniones de la cúpula de la banda de sicarios. A Sortu se la ha arrancado judicialmente su legalidad por otra cosa.
Cuando Sortu se presentó en el Registro de Partidos del Ministerio del Interior. Era legal porque todo lo que había hecho hasta ese momento lo era. Había creado unos estatutos conformes a la ley, los había presentado en tiempo y forma y había cumplido todos los requerimientos necesarios para la inscripción. Y así era hasta que el Alto Tribunal español ha decidido que no lo sea.
Y no por nada que no haya hecho, no porque no haya rechazado la violencia como forma de acceso a la política, no porque no haya abominado públicamente del terrorismo y de los terroristas, no porque no haya rechazado por activa y por pasiva cualquier tipo de acción de ETA. A Sortu se le ha negado una legalidad que poseía intrinsecamente por otra cosa.
Euskadi aún no tiene el comienzo de un futuro de paz, Sortu no tiene la posibilidad de demostrar que es democrata -de la única manera en la que la condición de demócrata se puede demostrar, participando en el juego democrático-, España no puede comenzar a dejar de pensar en ETA y Euskadi no puede dejar de sufrirla no por algo que haya hecho o dejado de hacer Sortu. Por primera vez no es por eso.
No es porque el Tribunal Supremo esté politizado -aunque lo está, no tanto como el Contitucional, no nos engañemos, pero lo está-; no es porque a determinadas formaciones políticas no les salgan las cuentas de escaños en el parlamento Vasco si Sortu concurre a las elecciones -que también cuenta-  o porque a otras no las salgan las previsiones de sufragios en los comicios nacionales si no puede recurrir una y mil veces a los miedos y los terrores nocturnos que sabe colocar en la mente del electorado -que, por supuesto, es un factor de peso-. Ni siquiera es porque a aquellos, anclados en el victimismo perpetuo, que han hecho de la vindicación eterna una profesión, impidan avanzar a Euskadi hacia el futuro en aras de lograr la condición de buenos en las plumas y las rotativas que escribirán e imprimirán la historia -que también pesa lo suyo-.
Sortu ha perdido una legalidad que poseía, que era suya desde el momento mismo de su registro, como lo es de cualquier partido que se registre siguiendo la normativa legal, por algo mucho más peligroso, por algo que da mucho más miedo.
Porque hemos dejado de creer en la ley, porque hemos dejado de creer en la democracia. Porque solamente nos fiamos de nuestra víscera. Porque hemos convertido el Estado en un reality show, en Gran hermano. Porque han transformado el Tribunal Supremo en un survival show, en Supervivientes.
Porque nadie -salvo unos pocos, lo renozco- pestañeó cuando se aprobó la Ley de Partidos. Una ley construida, redactada y aprobada ad hoc para un fin específico y que nunca se ha pensado ni se ha intentado aplicar a otro partido que no sea uno proviniente de la izquierda abertzale.
Porque nadie movió un dedo cuando esa ley se aplicó de forma retroactiva sólo para Batasuna y el terrorismo falsamente vinculado al independentismo vasco -falsamente por ETA, que desde hace tiempo no es otra cosa que una mafia asesina- y no a todos los partidos ahora democráticos que no lo fueron en otro tiempo y tuvieron la acción directa revolucionaria o la represión estatal en el ideario de muchos de sus líderes y militantes.
Cuando se decidio que la democracia permitía el maquiavelismo antidemocrático de que el fin justificara cualquier medio, de que la defensa de la democracia permitía bordear y traspasar los límites éticos y estéticos que nos convertían en antidemocraticos.
Fue entonces cuando  comenzamos a dejar que la concepción de Estado cambiara, que se transformara en un reality show.
En un programa de prime time de diez de la noche en el que las normas surgen desde una voz irreconocible y sin identificar, solamente cuando son necesarias, solamente cuando vienen bien. Nos transformaron el juego democrático en un programa de frikies en el que un jugador puede ser expulsado por una norma que no existía cuando todos fueron encerrados en una casa para entretener nuestro complejo de superioridad y nuestro morbo.
En el que un miembro del jurado puede insultar continuamente a todo y a todos impunemente y uno de los jugadores puede ser expulsado por responderle en los mismos términos.
Fue entonces cuando cambiamos a Rosseau por Risto Mejide, a Montesquieu por Mercedes Milá. A Solón por la voz de Gran Hermano.
No nos importó que no fuera justo ni democrático que se revisra con lupa a Batasuna y no a Acción Española, como no nos importó que la norma contra la la agresividad en GH se aplicara contra el tristemente famoso "Yoyas"  y no contra esa individua que hablaba de si misma en tercera persona, llamada Aida Nizar. Como no nos importa que las direcciones de OT o de Supervivientes -siempre ocultas, siempre inexcrutables- nos digan que existen unas normas que nunca han sido expuestas, nunca han sido hecas públicas, que nunca han existido antes, para justificar decisiones que simplemente consideran necesarias y que luego no las apliquen cuando la audiencia o la imagen no precisan de ello.
Fue entonces, quizás porque estábamos acostumbrados por nuestro consumo televisivo a que eso fuera lo habitual o quizás porque en el fondo eso era lo que queríamos -no olvidemos que, al igual que con la política, cada país tiene la televisión que se merece-, cuando fuimos incapaces de percibir el cambio de paso de aquellos que se siguen llamando democratas, pero que decidieron dejar de serlo para combatir contra los que nunca lo habían sido.
Y así siguió hasta Sortu.
Un reality en el que unos ponían las normas y otros nunca podían aclimatarse a ellas porque la audiencia en sus votos telefónicos -o sus encuestas de opinión- habían decidido que tenían que abandonar la casa, hicieran lo que hicieran, intentaran lo que intentaran.
Un juego que había dejado de ser democrático porque había dejado de ser justo. Había unas reglas cambiantes y difusas que permitían al Gran Hermano ajustarse siempre a sus necesidades.
Un espectáculo en el que decir en un mitín abertzale que los presos de ETA son prisioneros políticos es un crimen irredimible -es mentira, eso sí-, pero en el que afirmar en los pasillos del Senado que vendría bien un atentado de ETA para subir votos ni siquiera se considera una falta leve penada con una multa.
Un programa televisivo y mediático en el que cada jugador juega con unas reglas diferentes. Alguien es expulsado de la casa por arrojar un vaso de agua a la cara de otro concursante y otros pueden insultar, acosar, perseguir y difamar al personal de su alrededor ante la algarabía de aquellos que interpretan el esperpento desde un plató de televisión. 
Pero hasta el mayor espectáculo de morbo y víscera termina aburriendo, termina pareciendo insustancial, termina destilando la manipulación que atesora en su interior y en su creación, termina perdiendo audiencia, acaba por no cumplir el objetivo deseado.
 Así que, cuando llegó Sortu, el formato -como se diría en televisión- estaba apunto de agotarse. La viscera estaba adormecida y había que revivirla. Y había que hacer algo para reacctivarla. Algo como dividir a los concursantes en dos casas, como meter a un infiltrado que les cabree constamente. Algo tan rocambolesco como encerrar a una pija con un burro en un lavabo.
Y ese papel se lo han hecho jugar al Tribunal Supremo
La Abogacía y la Fiscalia del Estado con sus argumentos han convertido a los magistrados del Alto Tribunal en un remedo de los participantes en Supervivientes, encerrados en una sala solitaria hablándo con una cámara, obligados a nominar a alguien para expursarle del juego.
Obligados a decidir por la víscera, por la creencia por lo que se cree que va a hacer, ni siquiera por lo que ha hecho, ni siquiera por lo que no ha hecho. solamente por lo que creen que puede hacer.
Les damos la posibilidad de expulsar a alguien del juego democrático porque no están seguros de que vayan a compartir la comida asignada con los otros miembros del equipo. Obligamos a un tribunal a decidir si alguien tiene que estar incapacitado para ejercer sus derechos políticos, no porque haya incumplido alguna regla -aunque sean las inventadas ad hoc-, sino por el convencimiento subjetivo de que esté dispuesto o no a participar en los juegos en la playa o por las dudas que pueda tener sobre si va a distribuir sus cocos adecuadamente o de que vaya a contribuir a fabricar una choza en la que guarecerse de la lluvia.
Sacamos a los magistrados de sus sillones judiciales para arrojarlos en el trono de Mujeres, Hombres y Viceversa. Les convertimos en "tronistas", dándoles la posibilidad de expulsar a quien quieran sólo porque no confían en que no se vaya a liar con alguien la próxima noche en los servicios del garito de moda; solamente porque no tienen la seguridad absoluta de que sea sincero cuando dice que quiere enemorarnos, solamente porque creemos que, aunque diga que no lo hará, aunque no lo haya hecho y aunque no tenga pensado hacerlo, nosotros no podemos estar seguros en nuestra víscera y nuestro coranzito de que esos principios expresados sean sinceros.
Sortu irá al Tribunal Constitucional y es posible que este utilice exactamente la misma mécanica que el Tribunal Supremo para lograr idéntico objetivo.
Quizás Sortu debería cambiar radicalmente su estrategia y en lugar de integrarse en otras listas o buscar la opción de las agrupaciones de votantes intentar algo más radical -que ellos de radicalismo saben un rato-.
A lo mejor deben presentar una lista con El "Yoyas", Aida Nizar, Rafa Mora, Indhira, Arturo, Miriam Sánchez, La Trapote y Karmele. Son personas que están mucho acostumbradas a este tipo de cosas. Muchos de ellos por partida doble.
Así demostrarían que están dispuestos a participar en el juego democrático asumiendo las normas que se les exigen. Así demostrarían que están en condiciones de entender el Estado español. Sería la prueba de que han entendido el concepto de democracia, o sea, de Reality Show.
Y el que crea que todo esto es un alegato en defensa de Sortu debería volver a empezar a leer este post desde el principio .
Esto no va a favor de Sortu va en contra de vivir en un estado en el que se puede juzgar a la gente por lo que hará y por lo que se cree que piensa cuando hace algo, va en contra de vivir en un país en el que la democracia se aplica solamente cuando conviene, va en contra de que los jueces y la justicia juzgue sobre las intenciones futuras y no sobre los hechos presentes, sobre las ideas pasadas y no sobre las acciones actuales. No importa lo que sea o deje de ser Sortu, no importa lo que piensen o dejen de pensar.
Cuando demuestren que no son democratas, que no cumplen las reglas del juego se les ilegaliza, se les encarcela o lo que haga falta. Pero cuando lo hagan, no cuando no estemos seguros de que no vayan a hacerlo.
No me importa lo que  Sotru haga o deje de hacer - nunca les he considerado demasiado dignos de confianza, por lo menos en esta primera generación-. Me importa lo que hacemos nosotros,  en lo que nos hemos convertido nosotros.
Por eso, para mí, el Gran Hermano relevante siempre será el de 1984, no el de 2011. Por eso leo a Orwell, no veo Tele 5.

miércoles, marzo 23, 2011

La religión complutense entra en capilla

Uno mira un par de días hacia fuera, hacia lo que cambia, y en cuanto vuelve la cara a casa se topa con una nueva forma de descubrir que nosotros no lo hacemos, no cambiamos.
Y esta nueva guerra nuestra de las capillas universitarias -como si no hubiera ya suficiente con las conflagraciones de verdad- es un ejemplo inmejorable de nuestra tendencia al inmovilismo ideológico.
Veamos a ver si me entero. Resulta que un grupo de estudiantes de la Universidad Complutense están en contra de  la capilla de la universidad.
¿Por qué? Porque ellos, que se hacen llamar Contrapoder, afirman que es un centro religioso mantenido por el Estado, lo que no debería ser asumible en un estado que sostiene en su Constitución su propia aconfesionalidad -no laicismo, que parece mentira que algunas de las cabezas visibles de Contrapoder tengan matrículas de honor en Ciencias Políticas-. Hasta ahí, el argumento es sustentable, incluso es estable.
Pero de repente se lían, se pierden, se ofuscan, como si les hubieran cambiado los apuntes, como si se les hubieran mezclado las fotocopias de varias asignaturas, como si, en el cambio de clase, se hubieran confundido de aula y hubieran entrado en el Master  de Intransigencia Religiosa -segunda puerta a la derecha, gracias-.
No piden que sean los estudiantes católicos de la Complutense -que haberlos, haílos, como las meigas- quienes sufraguen de su bolsillo esa capilla, lo que es lo lógico en un estado aconfesional que no es ni laico ni ateo. No exigen que se abran espacios en los que los estudiantes que tienen otros sentires y pensares religiosos puedan celebrarlos, debatirlos o vivirlos -no olvidemos que el ateísmo y el laicismo son un postura religiosa porque son una postura sobre la religión-.
No hacen nada de lo que se supone que deberían hacer aquellos que defienden la aconfesionalidad de un Estado, que debería ser asegurarse -o al menos intentarlo- de que cada palo aguante su vela en materia religiosa.
Nuevamente se confunden de aula y de manual y tiran de su curso de postgrado en militancia revolucionaria para solucionar algo que ni precisa, ni necesita, ni exige, una revolución. Sólo pide un compromiso, como no pagar la matricula mientras la Universidad siga sufragando la capilla. Sólo exige un riesgo personal, una anteposición de los principios a la necesidad, como jugarte los estudios por algo que se considera justo. 
Pero eso es demasiado pedir. Estamos en primero de nuestro Máster de Militancia en Contrapoder, pedirnos un riesgo personal es demasiado. Aún tenemos mucho que aprender.
Los transgresores cogen sus palestinos -¡ay, si supieran lo que significa un Kufiyya!, las feministas se ponen sus pañuelos morados -¡Anda que si supieran lo que significa el púrpura en la cultura occidental!- y se disfrazan de sí mismos, de lo que hemos sido siempre. De organización religiosa intransigente.
Pintan los muros de una estancia que no les pertenece, que no quieren suya, que ni siquiera piensan que debería existir, con lemas religiosos, sí religiosos.Todo insulto por motivaciones religiosas es un lema religioso. Blanco y botella, leche -también puede ser otras cosas, pero Ocam nos indica que es leche-.
Como se pintara el Nou Camp con el tristemente famoso "catalán no ladres, habla la lengua del imperio"; como se escribiera en los centenarios muros de la Sinagoga del Tránsito "judíos, asesinos de nuestro señor", como se pinta en las mezquitas de Villajoyosa "moros, fuera".
Porque la principal forma que las organizaciones religiosas intransigentes han tenido de poner en claro e imponer su forma de ver las cosas es negarles a los demás el derecho a disponer de lugares en los que hacer y pensar algo diferente a lo que ellos hacen y piensan. 
Es identificar esos lugares, es marcar con sangre o tinta la jamba de sus puertas como remedo de aviso, de amenaza del Ángel Exterminador, con el fin de estigmatizar -concepto que también proviene del ideario religioso, dicho sea de paso- a todo aquel que decida atravesar el umbral que se ha ungido con la tinta o el spray de la intransigencia y la lucha.
Un "cerdos" escrito a tiempo puede no parecer lo mismo que un "asesinos de Nuestro Señor", pero lo es. 
Así que, ¡aprobado en Fenomenológica de la Presión Religiosa! No está muy currado, eso sí. Se puede mejorar. Necesitamos un trabajo de clase para subir nota.
Y como nos hemos quedado cortos, como nuestras notas en el Máster de Imposición Política todavía tiritan en las actas por falta de definición -qué no de interés-; como nuestras calificaciones en materia de Manipulación Social y de Arbitrariedad Ideológica aún son exiguas y no superan el aprobado raspado con un simple "cerdos" y algunos cuantos gritos por megáfono, tiramos de biblioteca religiosa y sacamos a relucir el temario completo.
Ya no nos conformamos con disfrazarnos de religión intransigente. Nos vestimos directamente de inquisición intolerante.
Sin saberlo -no somos lo suficientemente cautos como para haber, ya no digo estudiado, digo simplemente hojeado, un libro de fenomenología de la religión. ¡Ay, el bueno de Mircea Eliade!- nos convertimos en aquello que no queremos que sean los demás, nos transformamos en aquello que decimos aborrecer. Nos volvemos una religión militantemente fanática.
Para empezar cambiamos el paso, lo cambiamos de medio a medio, sin inmutarnos, sin preocuparnos de explicar el motivo de ese cambio.
De repente, la capilla de la Universidad Complutense ya no es un espacio que atenta contra la aconfesionalidad del Estado -quizás por que nunca lo fue. Sólo el hecho de quien la sufraga va contra eso-, ya no es un atentado contra la libertad religiosa -quizás porque eso lo es el hecho de que no se sufraguen mezquitas, sinagogas, pagodas, templos budistas, salones del reino o centros de estudio ateo-, ya olvidamos lo que dijimos para decir otra cosa.
Ya no perseguimos a los judíos por "matar al redentor", sino por usureros; ya no rechazamos a los negros por "ser intrínsecamente inferiores", sino por salvajes; ya no matamos a los musulmanes por "ser sarracenos infieles" sino por poner en peligro las rutas de peregrinación a los Santos Lugares. Ya no abominamos de la capilla por confesional y antilaica sino porque es un símbolo del machismo de la Iglesia Católica.
Si nos paramos a pensarlo, no hay por donde cogerlo. 
Pero ninguna de las asignaturas que hemos elegido para completar el módulo de Creación de una Religión Ideológica como forma de cumplimentar los créditos necesarios para nuestro aprobado en Imposición Política, exige pensar demasiado.
La capilla es católica y la Iglesia Católica es machista, luego y por definición, la capilla es machista. Un silogismo perfecto que sumiría en el quebranto los intestinos del maestro Aristóteles. Pero es sencillo. Todo es sencillo en la mente de un fanático religioso. Todo es sencillo en la mente de una turba. Aunque sean una docena,  vistan vaqueros, lleven velos morados y sean feministas.
Y tiramos de símbolos y personas, que no tienen nada que ver con lo que supuestamente estamos reclamando, para seguir exigiendo lo que no tenemos derecho a exigir.
Tiramos de velo como si la Iglesia Católica lo exigiera, tiramos de esvástica como si Ratzinger la hubiera impuesto como nuevo elemento del escudo de armas vaticano. Tiramos de cosas que no tienen nada que ver con lo que estamos denunciando en la esperanza de que la aparente vinculación de nuestros recientemente estrenados enemigos ideológicos con hechos y pensamientos que son universalmente rechazados nos haga ganar puntos ante la opinión pública. 
Nuestra nota en Manipulación Social se va acercando al notable.
La capilla de la Complutense tiene que cerrarse porque Ratzinger militó en las juventudes hitlerianas. Quizás el inquisidor blanco tenga que abandonar su cargo por ese motivo, quizás los católicos tengan derecho a exigirle que se explique, quizás el Tribunal Penal Internacional -y esto es una hipótesis especialmente magnificada de forma voluntaria- tenga derecho a juzgarle por esa militancia.
Pero eso no hace que la capilla de la Complutense tenga que cerrarse. Como el hecho de que el ideólogo de Contrapoder se dedicara durante dos años a prepararse para ser un publicista, una herramienta del poder, no hace que tenga que prohibirse la organización por incoherencia directiva; como que Mackinon afirmara que había que matar a todos los hombres, aunque eso eliminara la especie humana, no hace que hayan que clausurarse las sedes de todas las organizaciones feministas que usan sus libros como fuente ideológica.
La capilla de la Complutense tiene que cerrarse porque la Iglesia impone a la mujer una posición sumisa y servil. Puede que las católicas tengan que enmendarle la plana a su jerarquía por tal plausible motivo o puede que sean completamente felices con esa situación que, aquellas que no son católicas, consideran servil y sumisa. Pero, en cualquier caso, eso no hace que las puertas de la capilla complutense tengan que cerrarse.
Como no es defendible la abolición del Ejército del Aire porque no permita a las mujeres ser pilotos de caza; como no tienen que cerrarse los parques de prevención de incendios porque las mujeres tengan vedadas, por capacidad física, el acceso a determinadas tareas de extinción.
Y como, aún así, parece que no conseguimos lo que pretendemos. Que no logramos que lo nuestro sea lo aceptable sin ninguna discusión y que lo de los otros sea rechazable sin ninguna duda, sin posibilidad ninguna de redención, tiramos del último rocambole que la intransigencia religiosa ha inventado para imponer una doctrina sobre otra, un credo sobre otro, una deidad sobre otra: El proselitismo, el pacífico y respetable proselitismo.
Nos volvemos misioneras -sí, en este caso misioneras-. Y nos ganamos la Matrícula de Honor en Presión Ideológica Intransigente.
E invadimos pacíficamente los espacios, los mundos y las vidas de otros para demostrarles pacíficamente que están equivocados. Como diría un muy poco convencional y nada políticamente correcto amigo mío: ¡Por el forro, pacíficamente!
Tan pacíficamente como los misioneros invadieron a los guaraníes para decirles que todo aquello en lo que creían y todo aquello que pensaban era incierto, tan pacíficamente como los puritanos impusieron entre los indígenas estadounidenses su religión, sus cuentas de colores y su whisky, tan pacíficamente como los fascios de Musolini convencieron a la población italiana de la llegada de un nuevo orden, tan pacíficamente como La Santa Hermandad entró en las juderías aragonesas, granadinas o toledanas para conminar a sus habitantes a abandonar el país. Tan pacíficamente como los obispos santificaron mezquitas y sinagogas por toda la geografía española.
La performance feminista en la capilla complutense es tan pacífica como lo es cualquier invasión. Porque señoras y señores, niñas y niños, laicos y confesionales, ateos y religiosos: Toda invasión es, por definición, agresiva. Ninguna puede ser pacífica.
Y mucho menos cuando llevamos la palabra violenta escrita en el brazo, y mucho menos cuando imponemos a otros la observación de algo que consideran ofensivo -y están en su derecho de considerarlo, aunque no en el de imponérnoslo a nosotros-. Ninguna invasión es pacifica cuando se entra en un sitio al que no se ha sido invitado, sin solicitar permiso para ello con la intención de hacer a los demás pensar como nosotros. 
Eso es un acto de guerra. Es el intento de iniciar un conflicto religioso. Es pura y simplemente una encíclica gritando desde Roma ¡Dios lo quiere!. 
Es una puñetera cruzada.
Si hubieran entrado de esa guisa en El Vaticano no hubieran dado dos pasos, porque el rango de Estado de la sede papal hubiera permitido a sus servicios de seguridad detenerlas; si hubieran invadido sin ser invitadas la embajada de Irán por ser machista o la de Israel por reprimir a las mujeres, probablemente les hubieran disparado sin contemplaciones. Porque ninguna invasión puede considerarse pacífica.
Igual que estas veladas y púrpuras mujeres no considerarían una invasión pacífica que un montón de hombres semidesnudos invadieran su sede con la palabra agresión dibujada en los brazos y gritando eslóganes contra el feminismo y la Ley de Violencia de Género o leyendo frases de la doctrina feminista clasista -convenientemente descontextualizadas- en las que se demuestra que su única obsesión es la venganza, la sumisión del varón y la obtención del poder -y, aunque no lo crean, hay una buena colección de ellas-.
Como estas mujeres no considerarían una protesta pacífica que cuatro cardenales de la curia romana, escoltados por una cohorte de la Guardia Suiza, entraran en el local de Contrapoder o en la sede de cualquier asociación feminista para airear un hisopo de hinojo y bendecir el local, recuperándolo para la causa de dios.
Contrapoder y las veladas feministas de la Complutense sólo han demostrado que tienen que aprender hacer las cosas bien para no cambiar una religión por otra, una intransigencia por otra, una inquisición por otra.
Solamente han demostrado que han aprobado con sobresaliente la asignatura de Intolerancia Ideológica y con Matrícula de Honor la de Incapacidad para la Gestión del Cambio. Sólo han demostrado que son exactamente igual que lo fuera la jerarquía eclesial cuando tenía poder y capacidad de influencia.
Si de verdad queremos libertad, matriculémonos en Fenomenología de la Libertad y  no en Fenomenología del Acoso y la Inquisición Ideológica. Mientras no lo hagamos seremos descendientes de los cruzados, de los pastorcillos franceses, de  Isabel y Fernando, de Torquemada, de Jovellanos, de Robespierre, de Napoleón, de Hitler, de Stalin, de Sharon, de Hommeimi ...
Llevo tanto tiempo luchando contra el concepto de dios que ya le considero como de la familia. Y a la familia, cuando menos,  se le debe un respeto. 
No sirve de nada que se sustituya una religión por otra, que se sustituya el credo en la divinidad por el credo fanático en la ausencia de ella. No sirve de nada cambiar un mesías de dos mil y pico años por otro -u otra- por muy estudiante universitario y feminista que sea. 
No vamos a cambiar el púrpura de los capelos cardenalicios por el púrpura de los pañuelos feministas. O los símbolos y los espacios de todos o los de  ninguno -como dicen algunos de los que creen apoyarles-. Incluido el kufiyya descontextualizado y el pañuelo púrpura.
¡Hasta ahí podíamos llegar! 

lunes, marzo 21, 2011

Acerca del banal sexismo antipiropeador

Mientras el mundo cambia y los que se creían amos del mismo intentan por todos los medios que no lo haga; mientras Libia se anquilosa en un debate, entre misiles y bombardeos, en el que Gadaffi se pregunta si van a por él, los rebeldes se cuestionan si están con ellos y las fuerzas de intervención no contestan ni a uno ni a otros -¿por qué se les llama aliados, si no se sabe con quién están aliados, aparte de entre ellos?-, yo voy a perder el tiempo en una de esas discusiones versallescas, en uno de esos debates bizantinos que nos están impidiendo avanzar.
O sea, que voy a hablar del piropo.
¿Por qué? Porque perder el tiempo y la pluma en algo baladí puede ser necesario para demostrar que es baladí.
Parece ser que nuestra sociedad evoluciona hacia la igualdad -eso me han dicho- y ya es un paso que lo reconozcan aquellas que medran con estancar la visión del varón hispánico en un concepto novecentista.
Y parece que uno de los síntomas es que va desapareciendo el piropo. Eso de decirle cosas a las mujeres según pasan por la calle.
Si basamos el concepto de igualdad en que todo el mundo haga lo mismo -la igualdad de la organización parvularia de la sociedad-, este hecho es incuestionable. Porque somos más iguales si los hombres no dicen algo que las mujeres -por regla general- nunca lo han dicho.
Pero me crea una duda, ¿seriamos también una sociedad más igualitaria si las mujeres se hubieran lanzado a decir piropos a diestro y siniestro, desde sus coches parados en los semáforos, sus pausas de cigarrillo en la puerta de sus centros de trabajo o sus esperas desesperadas del autobús bajo las marquesinas? La respuesta es, indectiblemente, sí. Siguiendo con el concepto de igualdad de parvulario, si todos hacemos lo mismo somos más iguales.
Pero nadie obliga a las mujeres a cubrir un cupo de piropos diarios; ningún policía municipal se acerca, sobrado y displicente, a una fémina y le suelta un autógrafo por el importe de 100 euros por haber dejado pasar por delante de ella sin piropo alguno al modelo de calzoncillos -se llamen como se llamen, todos son calzoncillos- o a Rafa Nadal, por poner un ejemplo.
Así que, como aquellas que solamente son capaces de concebir la igualdad como una absoluta identidad de comportamientos en el patio de recreo de una guarderia, son conscientes de que no es habitual que a una mujer le salga el instinto encendedor del piropo -ya sabemos, pyros, fuego-, se ponen nerviosas, se alteran, buscan una solución y tiran, como siempre, de la más absoluta falta de respeto por el varón, sus circunstancias y sus formas de expresión y de relación.
Como los hombres no están cercanos normalmente a Erato, la amorosa, y sus expresiones en forma de comedia romántica o de tragedia constumbrista, nos limitamos a decir que no tienen sensibilidad, negando la existencia de Calíope y de su bella voz que nos arrastra a la sensibilidad épica, a la que los varones suelen estar abonados, desde las películas de Rambo hasta las gestas deportivas.
Como los hombres no tienden a valorar los esfuerzos de embellecimiento físico a los que nos dedicamos con fruición y tirán de los "encantos" evidentes para definir la belleza física,  les engamos el buen gusto, ignorando el hecho de que la mayoría de los parámetros artísticos o estéticos en los que se basa ese buen gusto han sido desarrollados, en buena parte, por varones.
Como los varones protestan por tener que acompañarnos de tiendas para no comprar les acusamos de egoistas y olvidamos que nosotras no vamos nunca al fútbol con ellos.
Como las mujeres no dicen piropos, los hombres tampoco. Punto final. Todos iguales.
Y podría ser cierto, podría ser la solución. Pero algunas dudas hacen temblar el razonamiento.
Puede que las féminas no digan habitualmente piropos pero, ¿no los piensan?
 No estoy en la mente de todas las mujeres del mundo, pero me he hartado de escuchar comentarios susurrados de una mujer a otra -o incluso a lagún amigo másculino- en el metro, en la calle, en el autobús, en los pasillos de los centros de trabajo... he de llegar por tanto a la conclusión de que los piensan y entonces, ¿qué diferencia hay?
Si un obrero te dice desde treinta metros de altura "¡Ay hermosa, lo que yo te haría..." -y pongo un ejemplo especialmente concupiscente- no existe ninguna diferencia con el comentario susurrado al oído de tú compañera de trabajo diciendo "¡Anda que a ese le hacía yo padre!".
El pensamiento es el mismo, el recurso mental al deseo sexual de sudar y gozar es exactamente el mismo. La única diferencia es que uno lo expresa en alto, quizás porque tiene la triste seguridad de que la receptora de la invitación va a ignorarla, y la otra no lo hace, quizás porque, en realidad, no quiere arriesgarse a que el individuo en cuya paternidad colaboraría gustosa acepte el guante públicamente y en ese mismo momento.
Y los argumentos contra el piropo siguen desgranándose. En muchos casos lo que revelan es un instinto de posesión, dicen las teóricas del piropo como elemento pernicioso. Y vuelven a las andadas. Le quitan al hombre lo que le conceden graciosamente a la mujer.
Uno de los comentarios habituales hoy en día en los corrillos de féminas sobre los varones "apeticibles" -y creanme, asísto con frecuencia como más o menos cercano espectador a corrillos de féminas- es "a ese me le llevaba yo a casa", o "pues no está ese bien para un ratito".
¡Anda, que eso no es instinto de posesión, que eso no es instinto de utilización, que eso no es la concepción del otro como un objeto! Y me he cansado de buscar sesudos libros filósoficos en contra de estos comentarios, me he desgranado los dedos buscando en Internet documentales en los que se saque a la luz lo pernicioso y sexista de estos comentraios. Y no los he encontrado.
Seguimos en la teoría de la igualdad de patio de recreo, pero damos un paso más. Ya no tenemos que hacer todos lo mismo. "-¡Seño, seño, ese niño me ha pegado! -¡Pero fulanito, ¿tú no sabes que a las niñas no se les pega?! -¡Pero, seño es que ella me arañó... -¡Da igual, pequeño, a las niñas no se les pega, algo le habrás hecho tú para que te arañe!
Lo que en la mujer es símbolo de independencia, de liberación, de autonomía, de poder es algo perseguible y pernicioso en los hombres.
¿Por qué?, ¿por qué va a ser? Porque son hombres. Pero eso no es sexismo ¿o sí?
Y luego está lo del insulto. Un individuo te grita desde la ingravidez de su espacio laboral "¡Vaya culo!" y es un insulto. Pero una compañera de trabajo te dice "¡Qué envidia de culo, hija, como te quedan los vaqueros!" -lo que traducido significa ¡Vaya culo!- y le contestas: "mi trabajo me cuesta" -lo escuché ayer, lo juro-, pero no es un insulto.
¿Por qué un ¡Vaya culo! es un insulto y otro ¡Vaya culo! no lo es?
¿Por qué te lo dice un desconocido? No, eso lo convierte en impertinencia, pero no en un insulto.
¿Por qué introduce una palabra malsonante? No. Culo es igual de malsonante en ambos contextos, ninguno es científico, ni biológico, ni neutro...
Si culo es un insulto lo debería ser más en un entorno en el que el conomiento interpersonal forzaría más al respeto, por el hecho de que existen lazos afectivos previos -amistad, compañerismo, etc-.
La respuesta es evidente, por más que queramos negarlo y disfrazarlo de otra cosa.
Es un insulto porque proviene de un hombre. No hay otra explicación.
Pero continuamos. Otro argumento aparentemente demoledor es el que dice que el piropo explicita que solamente se valora a la mujer por los aspectos físicos.
Más allá del absurdo de pretender que sería deseable y avanzado que alguien te dijera desde un taxi "¡Que inteligente eres!" o te gritara desde el otro lado de una paso de cebra "¡Ole, tu conocimiento intrínseco de la Teoría de Cuerdas!", algo que, en cualquier caso, solamente podría darse en una sociedad telepática completa en la que todos supieramos al instante lo que hay en la mente de los demás, llegamos de nuevo al mismo concepto de lo que vale en la mujer no vale en el hombre.
Porque, sí nos ponemos a pensarlo, el piropo se ha multiplicado exponencialmente en nuestra sociedad en los últimos años. Tanto como ha se ha incrementado la incorporación de la mujer al mundo laboral.
Si las feministas filosóficas del novecentismo perpetuo salieran de su torre de crital afilado y cortante, sabrían que no hay día en el que en un entorno laboral no se escuchen cosas como. "hija, que bien te sienta ese vestido", "vaya, hoy te has puesto las piernas", "de verdad, es que esos escotes te sientan de maravilla", "ese peinado te hace mucho más guapa", "¡Si yo tuviera tus piernas para ponerme esas faldas!", "Hoy vienes rompedora", y así en una coleccíón infinita de expresiones, salutaciones y comentarios que, solamente podrían incluirse en una catagoría común: el piropo.
Pero claro, si el comentario proviene de una mujer la cosa es distinta.
Ellas si pueden fijarse exclusivamente en los aspectos físicos de una mujer ignorando -pese a tener la posibilidad de conocerlos- sus valores intelectuales y no decirle "Hija, que bien has hecho ese informe" o "Chica, que bien se te da el aislamiento de las moleculas inestables dentro de un compuesto macrobiótico".
Las féminas sí tienen patente de corso para fijarse esclusivamente en lo externo, en lo físico, ya sea de hombres o de mujeres.
¿Por qué? Por lo de siempre. Porque no son hombres.
Y, por último está aquello de la educación. Puedo estar de acuerdo con que el piropo, en determinado rango, es una muestra de mala educación.
Pero me temo que si un pulcramente aseado gentleman se acercara a una mujer española en mitad de la calle, le tendiera su tarjeta y el dijera: "disculpe que la aborde en mitad de la vía pública de forma tan extemporanea. Pero, según pasaba, no he podido evitar percibir que álgunos de sus rasgos anatómicos resultarían perfectos, según mi gusto, claro está, para poder dedicarnos a las actividades amatorias, siempre y cuando, por supuesto, que usted tenga idéntica tendencia sexual y considere los míos de igual forma. Por lo demás, aunque no sienta ese impulso, aprovecho la ocasión para comunicarla que sus rasgos anatómicos más erógenos y evidentes, me parecen dignos de elogio, independientemente del resto de las cualidades internas, que no dudo atesora usted como persona y profesional", las feminsitas ultramontanas y desabridas seguirían estando en contra del piropo.
El pirópo puede ser muchas cosas y se podría seguir ad etenum argumentando y contra argumentando sobre lo que es y lo que significa. Pero lo que está claro es que es una forma de comunicación -arcaica, eso sí- y que toda forma de comunicación exige una reaccción. No por parte de un gobierno ni de una sociedad, no por parte de un constructo colectivo ni de una ideología. Sino por parte de un individuo.
Sólo recuerdo una vez en mi vida en la que alguien se refirió hacia mi como "negro" en tono despectivo y no corrí a poner una denuncia, no exigí a la sociedad que hiciera el vacío a ese individuo, simplemente conteste.
Lo hice porque había sido emitido un mensaje que demandaba, que exigía, por mi parte una respuesta: "por lo menos, en este país, yo tengo muchas más posibilidades de saber quién es mi padre que tú" -Arrogancia y soberbia adolescentes, de las cuales, en ocasiones solamente he perdido lo adolescente, lo reconozco-.
La única vez que he recibido un piropo callejero -o terracístico de verano, para ser exactos- de una mujer, me volví, identífiqué a la portadora de tan prosaica invitación y acabé perdiéndome la mítica semifinal España - Francia de la Eurocopa, el desesperante gol por debajo de las piernas de Arconada y toda la programación televisiva de ese día hasta altas horas de la madrugada.
La única vez que recuerdo haber dicho un piropo, luchando contra mi proceso de cocimiento etílico juvenil, acodado en la barra de un garito -sí, lo admito, yo era de los que se acodaba en su adolescencia en la barra para escrutar el paso de las chicas por el garito. Ya me frajelaré por macho patriarcal sexista cuando tenga tiempo.-, la fémina en cuestión me miró fijamente, se vino hacia mi y, cuando creía que me iba a bajar el nivel de alcohol en sangre de un sopapo inmerecido, pero contra el que no tenía defensa por aquelo de "manos blancas no ofenden", me plantó dos sonoros besos en las mejillas y me susurró al oído, venciendo al impacto sonoro de La Negra Flor de Radio: "qué lástima que estés borracho, que no me gustes y que tenga novio".
Creo que, en ocasiones, toadavía me sorprendo vagamente enamorado de aquella adolescente desconocida y de su reacción.
Pero, en cualquier caso, un piropo exige reacción. Si te hace gracia, sonríe. Si te disgusta, tira de frase monárquica y suelta un buen ¡¿Por qué no te callas?!, si te deja indiferente, permanece indiferente; si te enciende o te activa sexualmente, busca un sitio recóndito, discreto e íntimo. Todo acto comunicativo exige una respuesta. Seas hombre o mujer. Nadie tiene derecho a cercenar la comunicación para evitar la necesidad de responder a ella.
Pero eso nos arrojaría directamente en los brazos de Hermógenes Domingo y de los que defienden que el piropo depende de lo que se dice, quién lo dice, quién lo recibe, cómo se dice, cómo se percibe. Es decir, de todo lo que sirve y ha servido siempre para interpretar un hecho comunicativo.
Y eso no puede ser. Porque entonces no podremos anteponer siempre lo que quiere la mujer o su percepción del mundo a cualquier otro elemento. Porque eso haría necesario que se estudiara cada piropo por separado, haría que existiera la pérfida posibilidad de que una mujer hubiera malinterpretado las intenciones de un piropo y se hubiera sentido agredida o indignada sin motivo. Porque eso no permitiría que las féminas siempre tuvieran razón y que los piropos fueran todos un elemento residual del patriarcado que pone de manifiesto el machismo intrínseco -fijémonos en lo que significa el concepto intrínseco- de los hombres.
Porque eso nos arrastaría a la incomoda necesidad de valorar a cada individuo por sus circunstancias, por sus expresiones, por sus intenciones y no por su condición sexual y de género.
Eso nos dificultaría en extremo ser feministas combativas e intransigentes y tratar a los hombres como un todo pérfido y destructivo. Eso nos haría muy difícil tirar de "empower" y reclamar que se nos cediera graciosamente el poder porque cualquier acto y cualquier poder que detente una mujer es mejor, por el mero hecho de que es una mujer. Eso nos impediría, nos imposibilitaria, ser sexistas.
Y eso no podemos consentirlo ¿verdad?
Por si alguien, después de esta infinita parrafada, tiene dudas de a lo que me refiero:
¿Alguién puede explicarme la diferencia? A mi no me ofende esto ni, por supuesto, su contrario (en el caso de que lo hubieran emitido)


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