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domingo, febrero 17, 2013

Ratzinger o el cadáver hallado en su propia conjura

Aunque me resistía yo, por aquello de reforzar mi condición de laicista convencido con lo archisabido de  "no hay mejor desprecio que no hacer aprecio", a hablar de aquesto , al final he claudicado.
Aunque en realidad no merezca portadas, no requiera de análisis continuos ni de conexiones televisas especiales aquello que solamente afecta y por voluntad propia a un grupo de personas -por numeroso que este sea-, al final me avengo a hablar de la marcha rauda y derrotada del que entrara en San Pedro como arrebolado inquisidor y pretende marcharse de su sitial bajo la cúpula como corderil víctima inocente y sacrificada llevada al matadero. Y me avengo porque en realidad no hablaré de religión, escribiré de política, porque en definitiva no daré relevancia a lo sacro, sino a lo más mundano por abyecto y miserable. Porque en esto ni la fe, ni la creencia ni nada por el estilo tienen nada que ver.
Solo hablaré de algo que es tan viejo como Roma, que es más antiguo incluso que la jerarquía eclesial católica, que se resume en las acciones hechas y desechas por grupos que van desde la guardia pretoriana de los césares a los lobbies de presión estadounidenses.
Hablaré de lo que es y siempre ha sido el Vaticano. Una continua y sostenida conjura medieval.
Porque, aunque desde Alemania se defienda ahora al ínclito inquisidor blanco como alguien que ha hecho gala del "respeto por el servicio" al apartarse, ese no ha sido el motivo de su marcha; porque aunque, incluso los medios que le han mostrado durante su pontificado como lo que era, ahora le disfracen de víctima propiciatoria en el holocausto por querer limpiar la iglesia de vicios ancestrales y escándalos bochornosos, esa no ha sido la causa de su abandono.
Ratzinger no se va porque crea que es mejor para la Iglesia y no se va porque no tenga fuerzas para seguir, Ratzinger se va porque le echan.
Se va porque desde Ratisbona hasta las mismísimas entrañas de San Pedro entró en el Vaticano declarando una guerra, intentando forzar a su iglesia a ser un reflejo de sus expectativas y sus deseos y ahora ha perdido la batalla que le tocó combatir en esa guerra.
No es resultado del cansancio, ni de la enfermedad, es resultado de la derrota. 
No es una dimisión, una renuncia o un abandono, es el triunfo de una simple y muy tradicional conjura veneciana que le ha derrotado clavándole un puñal enjoyado en la espalda..
Y, no nos equivoquemos, ser derrotado no le convierte en víctima. Le transforma en cadáver, pero no en víctima.
No es víctima por la sencilla razón de que él forma parte de esa guerra desde mucho antes de estar sentado en el sitial pontificio; de que contribuyó -como todos los cardenales han hecho desde que Constantino les dio poder político- a la existencia de esa conjura, moviéndose dentro de ella, a través de ella y alrededor de ella, para lograr un solo objetivo que no era ni la pureza ni la fe, ni la creencia ni la regeneración. Que solamente era el poder.
Porque el bueno de Joseph nunca empezó esa guerra por el cambio o por el bien de la institución, la inició por el poder y ahora, que se da cuenta de que no puede mantenerse en ese poder, es precisamente cuando ya se da por derrotado.
Porque es la misma lucha entre sombras y maledicencias que él utilizo para acallar a los teólogos que clamaban contra el anquilosamiento histórico y social de la jerarquía, imponiéndoles silencio desde su puesto en la Congregación de la Doctrina y de la Fe; porque es la misma asociación oscura de hojas hundidas entre los omóplatos de la que se sirvió para imponerse a otros cuando era cardenal, para recolectar afinidades que al final le llevaron a la fumata blanca.
Y nadie es víctima de aquello que construye y ayuda a mantener.
Si, como defienden ahora algunos, hubiera intentado guerrear contra los cuchillos y las saetas envenenadas que pueblan los pasillos de San Pedro y de Castellgandolfo, para acabar con el vicio corrupto de la pedofilia que aqueja de forma endémica a la institución, tendríamos ahora un buen puñado de prelados y sacerdotes en las cárceles de todo el mundo entregados por órdenes papales a la justicia secular, tendríamos un buen número de religiosos expulsados del seno de la Iglesia.
Pero no hay tal cosa. No la hay porque Ratzinger antepuso a esa necesidad sus apoyos, sus alianzas. Porque iniciar ese camino era perder a los poderosos Legionarios de Cristo, cuyo líder permanece bajo el ojo vigilante e investigador de las autoridades. Era anteponer lo necesario para la buena marcha de su institución a lo necesario para su mantenimiento en el poder.
Porque si realmente se hubiera agotado en la defensa de la pureza de su fe o de la regeneración de su creencia no habría transigido con los innumerables vacíos y vicios argumentativos de la teoría de la expiación contante que defienden Kiko Argüello y sus neocatecumenales, ignorando informes de teólogos vaticanos, avisos de titulares de sedes obispales y concediéndoles carta de naturaleza, solo para tenerlos de su lado, aunque proponían y realizaban aquello que sabía que iba incluso en contra de la doctrina más firme de la iglesia, que va desde la paternidad responsable hasta el lugar que ocupa el sacramento del perdón.
O habría recordado a la prelatura personal más poderosa que no se puede servir a su dios y a su dinero, que no se puede funcionar como una mafia masónica, buscando el poder político a cualquier precio, en lugar de hacer santo y elevar a los altares a su fundador para tenerlos contentos.
Así que no es el inmovilismo, ni la increencia, ni la falta de fe lo que ha enviado al Joseph Ratzinger, recuperado su nombre de nacimiento, al exilio entre laudes y vísperas monacales. Es él mismo. Él y su participación voluntaria en la conjura permanente que es la jerarquía católica desde su creación. 
La misma conjura que hizo morir a un papa con un clavo introducido de un golpe de martillo en su cráneo mientras dormía, que hizo a otro perecer tras ser abofeteado con un guante de guerra, que trasladó el papado de una sede a otra a lo largo de la historia, que lo hizo hereditario con los aciagos Borgia. 
La misma conjura de la que se sirvió Joseph Ratzinger para medrar, la misma corte medieval y arribista que utilizó para encumbrarse.
Si hubiera que poner rostro a quien ha hecho al inquisidor romano morder el polvo de la clausura de por vida, no sería el de un pagano, ni el de un descreído, ni siquiera sería el de un cardenal, sería, sin duda, el de Ezio Auditore, el asesino veneciano del mítico juego virtual Assasin Creed. El experto en matar entre las sombras, en acuchillar por la espalda, en cambiarse de bando cuando la paga y el botín así lo requieren.
Ratzinger ha muerto para Roma a manos del mismo asesino que ha estado utilizando él para intentar matar a Roma en su provecho.
Todos sabemos que, en realidad, hace tiempo que Roma sí paga traidores.

sábado, marzo 24, 2012

Las cosas inservibles del olvidadizo Ratzinger

Tiempo ha que el siempre ínclito vicario inquisidor, que sigue deambulando entre la tristeza y el golpe palaciego insinuado en los pasillos vaticanos, no se asomaba a estas páginas demoniacas y endemoniadas.
Hoy está en México -uno de los grandes reductos del catolicismo mundial, dicho esto por estadística, no por ninguna otra cosa- y luego viajará a Cuba.
Y el bueno del Ratzinger, con ese don de la oportunidad que parece heredado directamente del profeta José, y sus vacas gordas y famélicas, se descuelga diciendo, prácticamente en la escalerilla del avión, que está demostrado que "el maxismo ya no sirve".
Y eso, sin dejar de ser parcialmente cierto, no deja de despertar algunas que otras reflexiones.
Para empezar el hombre de la sotana blanca no debería ni opinar sobre el asunto. Y que conste que no lo digo yo, que soy de los de la libertad de opinión practicamente inmanente, lo dice él.
Porque resulta que cada vez que un socialista, marxista, musulmán, lacio, ateo, antiteista, o cualquier otra tendencia política o religiosa opina sobre el catolicismo, su jerarquía, su constructo ideológico o su teoría ética y moral, el inquisidior austriaco zanja el asunto afirmando que eso es asunto de los católicos y que solamente a ellos les compete. Y si no lo hace él, lo hacen sus conferencias episcopales, sus curias cardenalicias, sus mesnadas sacerdotales -dicho esto sin ninguna acritud, más como metáfora que como otra cosa-, o incluso su feligresía y medios de comunicación afines.
Así que, aplicando en buena lid su propia teoría, Joseph Ratzinger debería guardarse sus opiniones para sí puesto que él nunca ha sido marxista, ni ha participado del maxismo ni Cristo que lo fundó -La Iglesia, no el maxismo, no nos confundamos-.
Pero esto es baladí porque en realidad nadie se lo cree. Ni siquiera la jerarquía católica que tanto lo defiende para mantenerse a salvo de las críticas externas.
Así que, el proceloso inquisidor vaticano tiene todo el derecho -no divino, que conste, sino humano- para hablar de lo que quiera. A lo que no tiene tanto derecho es a estar ciego.
Una sexta parte de la población mundial vive en un régimen basado en el marxismo ideológico -evolucionado al maoismo a través de la revolución cultural china-. Y de momento son la segunda economía del mundo. Dentro de un par de días serán la primera.
Una rama de la teología católica -declarada herética y silenciada, pero existente pese a todo- bebe del maxismo y de su concepto de lucha de clases para su Teología de La Liberación, todos los sistemas políticos del occidente atlántico se basan en la teoría social de Clases surgida del marxismo y hasta su discurso en contra de esta teoría política se fundamenta en los principios marxistas de tesis, antítesis y síntesis y no en la evolución escolástica del pensamiento a priorístico que se supone que era la forma de argumentar y de pensar del catolicismo antes de que el barbudo aleman y su amigo inglés definieran algo llamado dialéctica.
Así que al parecer el maxismo sigue sirviendo para muchas cosas. Desde luego para muchas cosas más que la siempre tremolada raiz judeocristiana de la sociedad occidental atlántica.
Pero, pese a todo eso, le doy la razón al bueno de Joseph -aka Benedicto- en que el maxismo ya no sirve como forma de organización de gobierno. No sirvió desde que se transformó en imposición, no sirvió desde que se convirtió en aparato ideológico. Dejó de funcionar con la Agitpro.
Pero si el guardian del dogma que lo fuera y que ahora parece que no puede seguir siéndolo es tan habil a la hora de detectar las cosas que no funcionan, los sistemas ideológicos que fracasan, las estructuras éticas que se desmoronan, bien podría haberse subido a su avión -¿tiene nombre? ¿papaplane?- y haber declarado "el catolicismo ya no sirve".
Parafraseando el dicho del loco nazareno está muy mal eso de "ver la paja en el ojo del maxismo y no la viga en el ojo vaticano".
Porque que el 82 por ciento de los que se declaran católicos incumplan al menos uno de los preceptos de la moral sexual por debajo del ombligo del catolicismo - a saber la castidad prematrimonial, la prohibición de la anticoncepción, el adulterio o el aborto- tiene que significar algo. Algo tan sencillo como que su moral sexual no sirve. Ni siquiera a los católicos.
Porque que el índice de muerte por sida en África sea once veces más alto entre los católicos que entre los protestantes tiene que significar algo. Por ejemplo que su ética reproductiva hace aguas por los cuatro costados y además es peligrosa para la subsistencia humana en ese continente. Incluso para los católicos.
Porque que tenga a silenciar a sus teólogos más importantes -Hans King, por ejemplo- y recordarles constantemente que los obispos y las jerarquías son los que tienen la potestad para dirimir la evolución teológica del catolicismo es síntoma inequívoco de que algo no sirve. Algo que bien podría ser el dogma inventado de la interpretación jerárquica de la palabra de sus profetas y de su dios. Que no sirve incluso para sus teólogos.
Porque el surgimiento de al menos una decena de grupos violentos armados que tienen a la fé católica como motivación entre Egipto y Uganda -¡Ah!, ¿no sabiamos que existían grupos "cruzadistas" violentos y armados en África?, ¿por qué será?- tiene que significar que algo no sirve.
A lo mejor es la política de defensa de la superioridad moral de los valores cristianos sobre el Islam inciada por el inquisidor papal en Ratisbona de la mano de Manuel II Paleólogo, con la excusa del yihadismo, reclamando un humanismo clásico que no le pertenece. ¡Como si el yihadismo, más allá del nombre y de la definición, lo hubiera inventado el Islam!
Porque que hasta en las encuestas de sus propias conferencias epicospales sobre la falta de vocaciones el principal motivo de la carencia de las mismas sea la obligación de abstinencia sexual, que un 30 por ciento de sus sacerdotes critiquen abierta o veladamente el celibato, que la mayor parte de los propios estudiosos de la Iglesia pongan en esa exigencia la raiz de la peculiar tendencia reiterativa -que no tiene ninguna otra entidad en el mundo- hacia los abusos a mujeres y menores y la pedofilia, tiene que significar que algo no sirve.
Algo que quizás sea el mantenimiento de una norma de celibato basada en un peligro histórico que ya no existe y que hoy por hoy no se justifica. Que no sirve ni para sus sacerdotes.
Porque que los crisitianos en zonas de mayoría islámica estén sufriendo una persecución continua, más allá de todos los aspectos sociológicos omitidos -como su coloboráción con los regímenes totalitarios de esos países- tiene que significar que algo no sirve.
Como por ejemplo el proselitismo realizado desde Roma basado en la vinculación y el apoyo al poder de regímenes injustos pero que protegían su estatus. Inservible sobre todo para sus fieles en minoría.
Porque que el laicismo se haga cada vez más agresivo y que la jerarquía católica no sepa o no quiera dar por terminado un periodo de tiempo negándose a denunciar los concordatos y a a fijar su supervivencia económica más alla de los estados y de los gobiernos tiene que demostrar que algo no sirve.
Algo como por ejemplo la obsesión por implicarse en los asuntos de la sociedad y del Estado y de mantener que la moral cristiana debe imponerse como la moral social preponderante,aunque la sociedad no lo quiera y no lo demande. Inutilizable por supuesto para los Estados
Así que le agrademos profundamente al albo inquisidor romano procedente de Austria que nos recuerde que el maxismo no sirve -algo que por otra parte todos los que fueron o fuimos marxistas reconocimos mucho antes de que él nos iluminara con su santo don profético y clarividente- pero le solicitariamos que aplique ese mismo don, proveniente sin duda de su estrecha y continuada relación con la divinidad, en mirarse el ombligo de vez en cuando -no por debajo del ombligo, que ya sabemos que eso es pecado- y se preocupe mucho más de identificar lo que no sirve en el mismo jardín florido de su casa que lo que dejó de servir hace décadas en el patio trasero de la casa de los demás.
Más que nada porque todos sabemos que para Roma, las jerarquías católicas y todas sus santidades venidas y por venir, el marxismo dejó de servir con la famosa frase de "la religión es el opio de los pueblos". Que es probablemente lá única que no ha dejado de servir.
Y si no que se lo pregunten a los que viven o han vivido bajo la férula del yihadismo o de Joseph Koni

lunes, julio 11, 2011

La parábola de la inmatriculación de Navarra como La Tierra Media (por el obispo Sauron)

Tiempo hacía que los disidentes farisaicos del hijo del carpintero no recalaban en estas endemoniadas páginas. Y hoy lo hacen de una forma especial.
No por sus doctrinas o sus vicios y pecados negados u omitidos, no por sus continuas faltas de percepción de la realidad de la sociedad en la que se mueven ni por las incongruencias formales y materiales sobre sus opiniones con respecto a las de aquel al que dicen seguir, pero del que se olvidaron hace tiempo.
Hoy, la honorable sociedad privada en la que se transformó hace aproximadamente veinte siglos la Iglesia Católica salta a estas líneas por lo único que lleva importando a sus jerarcas desde entonces, lo único que sigue importando a sus estructuras en nuestros días: el dinero.
Algo tan prosaico y poco pío como el dinero; el eje central de eso que el papa inquisidor ha dado en llamar el nuevo materialismo es lo que tiene fijada desde hace siglos la atención preferente de los jerarcas sacros del catolicismo. Como el fantástico malvado del relato ya clásico, lo buscan, lo ansían, tienen toda su atención puesta en él.
Hoy, como siempre ha sido y me temo que siempre será, el dinero es el anillo único de poder que los nuevos saurones purpurados quieren encontrar y acaparar para someterlos a todos.
Y lo hacen en y desde Navarra ¡Gora San Fermín!, una de las tierras que han decidido expoliar para sus fines.
¿Y cual es la forma en la que ahora han decidido hacerlo?, ¿cual es el ensalmo utilizado para ese ejercicio de alquimia moderna -curiosamente la alquimia fue considerada herética en su tiempo, ¡lo que cambian las cosas!- de transformar cualquier cosa en oro?
Pues la palabra arcana, el nuevo credo y la nueva oración mística monetaria es la Inmatriculación.
Es un término legal que permite a los obispos -sentaos porque esto es muy grande- actuar como funcionarios públicos y emitir certificaciones de propiedad y de dominio sobre propiedades de sus diócesis.
Cuando me entero de esto me giro a un lado y a otro buscando caballeros templarios, armaduras brillantes, siervos de la gleba obligados a acudir a las guerras privadas de sus señores en continuas y sangrientas levas para sus mesnadas.
Busco con avidez el castillo y la torre en la que rendir homenaje a mi señor como leal vasallo. Lo busco y no lo encuentro aunque la inmatriculación eclesial me ha revertido involuntariamente a la barbarie medieval en la que los obispos eran señores tan feudales como todos los demás, en la que podían cobrar el diezmo y hacer sus guerras humanas o divinas.
Pero ya no estamos en el feudalismo, ya no estamos apegados a la tierra y nuestros nobles ya no se benefician a las novias la noche  de su boda y mis preguntas se vuelven ansiosas, se convierten en insistentes. Me disfrazo de Mourinho y pregunto con desespero ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?
La respuesta, como en todo lo que tiene que ver con el pensamiento esquizoide del hijo del carpintero galileo, me llega en forma de parábola.
Tiempo ha -en 1998, concretamente- hubo un individuo que fingió ser democristiano para llegar al poder, una persona que, amparada por su partido político, capitalizó los votos del conservadurismo español y los réditos mediáticos de un atentado terrorista fallido para alcanzar el poder político.
Los jerarcas eclesiásticos le apoyaron, hicieron campaña para él, pidieron el voto en los púlpitos y los micrófonos para este legionario de Cristo que afirmaba estar en contra de todo lo que ellos denostaban, de todo lo que consideraban pernicioso.
Y el hombre ganó. El agotamiento de un gobierno que había perdido el rumbo, la utilización del terrorismo como herramienta y palanca electoral y el apoyo y capitalización de los votos más conservadores a través, entre otros, de esa sociedad de auto beneficio denominada jerarquía eclesial, consiguió el objetivo.
España volvía a ser católica. Una, grande y libre no, porque nunca la habían querido grande y libre, pero al menos católica. Porque todos sabemos que un país es siempre lo que es su líder, lo que es su mesías, lo que es su cacique.
Pero ese hombre faltó a su compromiso con el dios diseñado por Roma. Preocupado de su poder y de su presencia en la historia, olvidó poner freno al aborto, a la educación laica, a la presencia de nuevas confesiones en nuestro país.
Arrebatado en la megalomanía de la presidencia europea de turno -algo no ganado, sino sorteado-, del euro y de la bondad económica recordó que era más neocon que católico, más liberal de nuevo cuño que legionario de Cristo, más político -aunque malo- que creyente.
Pero no olvidó quien le había colocado, quien le había ayudado a iniciar su camino para formar parte de la historia. Así que se volvió hacia el club purpurado y les dio lo que buscaban. Ansiaban la vieja gloria y el viejo poder, pero el les dió el eterno dinero. La herramienta perfecta para mantenerlos.
Modificó dos artículos de un viejo códice llamado Ley y Reglamento Hipotecario y les permitió registrar como propios todos los edificios y propiedades que les vinieran en gana, incluso aquellos que en los tiempos feudales, post feudales y franquistas les habían estado vedados.
Y así los purpurados y su mesa redonda comenzaron a construir el reino de la iglesia -que no de dios- sobre las tierras ibéricas. Para algo somos la reserva espiritual de Occidente.
registraron viñedos, tierras de secano, edificios, casas rectoriales e incluso iglesias, parroquias,  ermitas, concatedrales, cementerios y monasterios.
Los lugares de culto que la Desamortización de Mendizabal había puesto a recaudo de sus ávidas manos, que hasta el dictador les había prohibido explotar, que los señores feudales del medioevo de cruzadas y autos de fe habían mantenido alejados de sus manos y de sus rentas pudieron caer por fin en sus manos.
Pero el reino de la iglesia necesita edificios más modernos, así que también inmatricularon a través de sus obispos, actuando de nuevo como funcionarios del Estado - era laico, ¿verdad?, ¿el Estado español era laico?-  bloques de apartamentos, aparcamientos, frontones, hostales, casas rurales... En fin, toda suerte de propiedades que les garanticen un mayor poder económico.
Y así siguieron en silencio, sin despertar atención, intentando y logrando que nadie lo notara, que los pérfidos defensores de ese terrible concepto que supone la separación de la influencia religiosa del poder terrenal advirtieran sus maniobras.
Y un ángel del señor se les apareció y le indicó el camino a seguir, cual sería la nueva tierra prometida. Y fijaron sus ojos en Navarra -por otros llamada Nafarroa- para llevar a cabo el comienzo del reino inmobiliario de la jerarquía eclesial.
Sus institutos armados son allí fuertes -no olvidemos que el nuevo arma es el dinero y si algo que no le falta al Opus Dei es dinero- y por ello se hicieron fuertes inmatriculando todo lo que caía en sus manos, todo aquello que no era suyo, lo que no tenía porque serlo. Los ángeles de la inversión y la inmatriuculación, nuevas jerarquías celestiales adscritas a la potestades angélicas, les indicaron con sus espadas llameantes la tierra navarra.
El mundo sería el reino financiero de dios pero Navarra sería la nueva Canaan y es de suponer que Pamplona la nueva Sión financiera inmobiliaria de la iglesia española.
Y de esta manera los nuevos saurones convirtieron Navarra en la Tierra Media sobre la cual giraban su ojo escrutador en busca de su más preciado tesoro: el dinero.
Y así acaba el relato parabólico de como los obispos seguidores de Saurón consiguieron inmatricular Navarra como La Tierra media en la que seguir buscando eternamente "su tesoro". Pero hay más.
Pese a que el actual gobierno es uno de los más anticlericales -estúpidamente anticlericales, habría que decir- que se recuerda. Los jerarcas purpurados han podido seguir haciendo de las suyas, los obispos han podido seguir decretando dominios como si se tratara de registradores de la propiedad o funcionarios del catastro. Y de nuevo el espíritu de Mourinho me invade
¿Por qué?, ¿por que?, ¿por qué?
La respuesta es tan sencilla y clara como lo son los motivos del fracaso de la política ideológica del actual gobierno.
Porque preocupado por criticar a la Iglesia su postura sobre el aborto, sobre la educación, sobre los anticonceptivos, sobre la prostitución, sobre el divorcio o sobre los símbolos religiosos, el gobierno se ha olvidado de ser laico, de asegurar la laicidad del Estado.
Porque se ha deshecho en gestos vacíos para demostrar su laicismo en lugar de dedicarse a gobernar y legislar para asegurar que ningún eclesiástico pueda actuar como funcionario.
Porque, como en otras muchas cosas, se ha preocupado más de la forma y de atacar a la iglesia católica por cosas a las que tiene derecho -como tener un sistema de creencias arcaico y de pensamiento incoherente- que del fondo y la realidad de impedir que hagan aquello a lo que no tienen derecho como es robar y expoliar lo que no es suyo y no tiene porque serlo.
Ahora, con Navarra convertida en un remedo entre Canaan y la Tierra Media hay voces de ayuntamientos expoliados en sus riquezas artísticas, de municipios cercenados en sus propiedades que comienzan a quejarse. Que empiezan a buscar las enseñanzas de la Parábola de La Tierra Media.
Y los coros angélicos responden a las quejas de los idólatras laicos y anticlericales diciendo que "la iglesia sólo registra lo que es suyo, lo que le pertenece".
No hablan de las leyes testamentarias navarras, no hablan de la desamortización eclesial o de las normas que rigieron en España durante siglos. Intentan convencer de que siempre ha sido así.
Sus voces blancas y tenues hacen creer que es lógico que un templo o una catedral, que un monasterio, un cementerio o una casa parroquial sean propiedad de la Iglesia porque son lugares destinados a usos eclesiales.
Pero ignoran el hecho -muy terrenal, por cierto- de que el uso no determina la propiedad. La Iglesia no ha puesto un sólo céntimo, euro, peseta, duro, doblón, real o maravedí para la construcción de esas iglesias, de esas concatedrales, de esos monasterios. Todos ellos fueron construidos con dineros extraídos de las arcas del Estado.
De los nobles feudales que representaban al Estado, de los reyes absolutos que representaban al Estado, de los concejos y las Juntas que representaban al Estado. Así que, por mucho que se usen para fines religiosos, son y han de ser propiedad del Estado.
El hecho de que el Estado y el gobierno hayan mudado a lo largo de los siglos su forma de organización no implica que hayan hecho dejación de sus derechos con respecto a terceras partes. Sería tan absurdo como decir que el guarda de los jardines del Palacio Real de Madrid puede inmatricular a su nombre la sede monárquica simplemente porque los reyes ya no son absolutos y no residen en sus paredes.
Sólo nos queda la esperanza de que su dios se vuelva contra ellos y, disfrazado de reformador legal, les diga.
"De acuerdo, seréis propietarios de todos esos lugares, pero pagareis por ellos los impuestos que cualquier otra empresa, los derechos de explotación de cualquier otra empresa, el impuesto de sociedades de cualquier otra empresa.
Como ya sois una empresa, el estado no pagara a ninguno de vuestros empleados para ninguna función y se exigirán las cotizaciones integras de los mismos, como a cualquier otra compañía.
Del mismo modo, estaréis expuestos a todas las multas por sobre explotación y por demás conceptos a los que la Comunidad Europea somete a todos los propietarios agrarios y si no sois capaces de sacar rendimiento a esas tierras se os gravarán de forma especial.
Como vuestros actos demuestran que habéis renunciado a vivir sin ánimo de lucro se os tratará como tales.
Tendreís que devolver los más de 15 millones de euros que el Estado español ha invertido en la mejora y conservación de esos espacios que ahora declarais como vuestros. Se os detraerá de las aportaciones de vuestros feligreses al IRPF el coste proporcional que a lo largo de la historia han supuesto esos edificios para el erario público, ya fuera el Presupuesto General de Estado o el Tesoro Real de Sancho III, El Fuerte.
Y entonces serán vuestros.
Y cuando lo sean, el mantenimiento correrá de vuestra cuenta y si un sólo tapiz, una sola imagen o un sólo retablo histórico  se aja o estropea tendréis la obligación de pagarlo y restaurarlo y si no estáis en condiciones de hacerlo perderéis la propiedad y tendréis que pagar una multa por daño al patrimonio cultural, sin perjuicio de las acciones penales que puedan ejercerse contra vosotros como propietarios irresponsables de un bien común.
Y entonces seréis justos propietarios de esos lugares".
Pero aunque su dios, en todo el poder y la gloria con el que fuera representado por Buonarotti, descendiera sobre sus cabezas y les dijera eso. Ellos seguirían sin entenderlo, seguirían sin hacerlo.
Hace tiempo ha que cerraron sus ojos y sus oídos a ninguna realidad que no sean el poder y la gloria. Hace siglos que ellos ya son fieles seguidores de Sauron y su perpetua y ansiosa búsqueda de su tesoro, no del dios que imaginó el loco nazareno.
Pero ese poder y esa gloria son los suyos, no los de su dios, que eso de "tuyo es el poder y la gloria" es algo que hizo incluir en la liturgia un rey, Enrique VIII, que al final terminó haciéndose anglicano precisamente porque la iglesia romana se negaba a renunciar a la suya.
Por lo menos en Gran Bretaña ya no corren el peligro de que el Arzobispo de Canterbury se líe un día la manta a la cabeza e inmatricule la Catedral de Westmister y el Palacio de Buckigham.

jueves, abril 07, 2011

Sarkozy abraza en público una nueva religión

Que los políticos, por muy elevados que se hallen en la cadena alimenticia del poder, son incapaces de anteponer los intereses generales a los suyos propios es algo sabido, probado y contrastado.
Unas elecciones pesan más que una crisis económica, una lucha de poder es más importante que una necesidad social, un refuerzo del su propia continuidad se aborda con mayor interés que cualquier elemento de justicia.
Lo vemos todos los días en todos los países del Occidente Atlántico y en muchos de los que quieren parecesernos. Un clásico.
Nuestros políticos nacionales y españolistas tirán de ese rango de acción con respecto al terrorismo en cuanto se acercan unos comicios. Berlusconi está instalado en él permanentemente para aprovechar el tiron de su cargo en lo torrido y privado y eludir la justicia en todo aquello que él cree que puede hacer porque sí, aunque la ley diga lo contrario. El Primer Ministro portugués pone por delante de la necesidad manifiesta de su economía la suya propia de aparecer como un gobernante fuerte ante sus electores. Barack Obama antepone sus necesidades electorales de reelección a gran parte de lo que prometió en ese arreón de esperanza estadounidense que le llevó a la Avenida Pensilvanya.
Eso por no hablar de Gadaffi y sus bombas, Chávez y sus milicias pretorianas populares Gbagbo y su resistencia numantina de palacio presidencial, Al Hasad y sus masacres día sí y día también en las calles de Damasco y un largo etcetara de líderes que, en un momento u otro, se han parecido a nosotros. Que aún se parecen a nosotros.
Pero hay uno de entre los proceres electos europeos que está haciendo de esa forma de actuación un elemento que no solamente está colmando la paciencia de sus electores, importunando a su ciudanía, alterando a sus rivales o asustando a sus aliados. Hay uno que con esa anteposición de los intereses personales, de las necesidades de supervivencia política, a las necesidades reales de su país y su mundo está poniendo en peligro a todos. Está jugando con la vida y el futuro de Europa.
Su nombre es Nicolás Sarkozy.
No se caracteriza el compacto dirigente francés por su gusto por los derechos personales en el país que ideara las libertades ciudadanas pero, pese a sus beleidades continuas con el autoritarismo más totalitario, nunca había llegado tan lejos, nunca había puesto tan por delante lo suyo de lo de Francia.
Como el chico apenas tiene tiempo para digerir su derrota electoral tira de necesidades electorales y decide ejercer de lo que Francia nunca había ejercido. Decide iniciar una cruzada como no se conoce en tierras galas desde que el Santo Luis acudiera a Tierra Santa en defensa de la fe y luego regresara para abofetear, guantelete de hierro aún calzado, a un papa en el solio pontificio.
Ahí acabaron las cruzadas francesas y comenzó su laicismo. Ahora Sarkozy decide recuperarlas, no porque a Francia le venga bien, sino porque son necesarias para él, para sus requerimientos electorales, para su permanencia en el poder.
Patrocina una convención laicista -como si el laicismo necesitara convenciones. No preocuparse por algo, en este caso por la religión, no precisa recordatorio alguno- que se convierte, de la noche a la mañana, en lo más parecido al Tribunal de La Santa Inquisión que ni el más católico de los reyes franceses consintió que tuviera poder en Francia.
Como pierde votos y no puede enfrentarse a la izquierda en su terreno, porque su visión de centro derecha le obliga a recortar gasto social antes que a meter mano en los beneficios empresariales, decide cosecharlos en la otra orilla de la campana de Gauss que siempre es la política.
Como Le Penn -hija de Le Penn- y su Frente Nacional asciende decide que Francia le necesita a él mas que la estabilidad social y arremete contra lo mismo que arremete el ultranacionalismo galo: contra El Islam.
Y para ello tira de un nuevo laicismo. Un laicismo militante y radical, un laicismo que persigue, que castiga, que condena, que multa, que prohibe. Un laicismo que bien podría ser catolicismo ultramontano, que bien podría ser judaísmo ultraortodoxo, que bien pordría ser islam yihadista. Como Le Penn tira de religión, de odio y de enfrentamiento para ganar votos, él decide superarle.
No puede hablar de los valores católicos, de la tradición cristiana. Francia y su presidente son laicos por definición constitucional y por vocación histórica. Así que hace lo único que se le ocurre.
Convierte el laicismo en una religión. Eleva a los altares de la divinidad la ausencia de dios.
Plantea prohibir el rezo musulmán en la calle, ignorando el hecho de que los musulmanes franceses rezan en la calle porque los ayuntamientos se niegan sistemáticamente a conceder licencias de edificación de mezquitas, pasando por alto la cercana realidad de que, en unos pocos días, los católicos franceses rezarán en las calles y sacarán -sin tanta fruición como en España, por fortuna para Francia y su tráfico- su religión a pasear.
Plantea prohibir los menús especiales por causas religiosas en los comedores en los colegios públicos, como si no comer algo en concreto fuera una expresión pública de una religión que pudiera llevar al resto de los niños hacia el yihadismo.
Impedirá el rechazo a un médico por su sexo - que estadísticamente es el ginecólogo- o su religión en un hospital o centro de salud, ignorando el hecho de que la mayoría de las mujeres ultracatólicas hacen esa misma distinción por idénticos motivos religiosos, aunque sin explicitarlos, claro está. El pudor de la mujer francesa -el pudor católico de la mujer francesa- está permitido, el pudor musulmán no es laico, no es francés. No da votos a Sarkozy.
Como su enfrentamiento con los sindicatos le ha cerrado los votos de la izquierda, le ha negado el acceso a los sufragios de los trabajadores, Sarkozy mira a otra parte.
Como LePenn habla de plegarse a las exigencias de los extranjeros y tremola la tricolor -si La Convención, la auténtica, levantara la cabeza, ¡Cuanto trabajo iba a volver a tener Madamme de Guillotine!- decide que los empresarios no deberán ceder a las exigencias de sus empleados en materia religiosa, ignorando el hecho de que existen permisos para bodas y bautizos, que son ritos católicos, olvidando convenientemente que, se llamen como se llamen, los periodos vacacionales ocultan fiestas católicas y cristianas, que a su vez enmascarán festejos religiosos aún más antiguos.
Sarkozy se transforma en el inquisidor del laicismo, en el nuevo sumo pontífice de la religión de la no religión y obligará a los trabajadores que quieran que se respeten sus exigencias en cuanto a ayunos a advertirlo en la entrevista de contratación. Como se tiene que prevenir de los antecedentes penales, como tiene que informarse de una minusvalía reconocida legalmente. Como era obligatorio alertar a la buena sociedad aria de la condición de judío en la Alemania de Hitler y Goebbles.
Y esta nueva religión militante no deja nada a la improvisación. Hasta el detalle más ínfimo es bueno para lograr sumar los pocos votos que pueda arrancarle a le Penn para mantener sus posaderas en el sillón de El Eliseo.
 También se regulará la forma de matar ganado por el rito musulmán, se decidirá si las cuidadoras de guardería pueden llevar velo, si las madres tienen derecho a llevarlo cuando vayan a buscar a sus hijos al colegio o acompañen a los profesores en una excursión, si los conductores pueden llevar en lugar visible en los vehículos rosarios musulmanes o versículos del Corán.
Sarkozy transforma el Código Civil francés en el Levítico.
Como hiciera con la propuesta de retirar la nacionalidad a los franceses de origen extranjero que cometieran un delito, Sarkozy corteja a los ultraderechistas para conseguir un puñado de sufragios.
En ese caso ponía en peligro todos los principios que habían servido para constituir la República Francesa, en aquella ocasión ponía en riesgo la misma estructura social de su país a cambio de sus deseos y necesidades electorales.
En este caso nos pone en peligo a todos.
En un mundo milenaristamente radicalizado en lo religioso, en un orbe en el que el inquisidor Ratzinger denuncia una cristianofobia en el mundo árabe que el mismo contribuyó a crear con su -aparentemente ya no recordado por Roma- incendiario discurso de Ratisbona y su alegato en favor de Manuel Paleologo; en un mundo en el que los amantes de la muerte y de la sangre siempre encuentran un mulah o un ayatola capaz de afirmar que su dios desea la muerte del kafir, aunque no lo haya dicho en ningún sitio, Sarkozy decide poner a Europa de nuevo en el disparadero del odio, en el punto de mira de la cruzada, en el objetivo de la falsa yihad.
Porque el musulmán ve que se le persigue a él y no al católico, y no al judío. Porque la musulmana ve que se cuestiona su hijab y no el velo de las novias cristianas, ni la mantilla de las madrinas católicas. Porque el islámico ve que se cuestiona su Corán y no la Biblia y no el Talmud. Porque los musulmanes ven que Sarkozy recibe al ínclito inquisidor austriaco con honores y niega a sus clérigos el pan y la sal.
Sarkozy, en un mundo en el que las religiones vuelven a estar en el limite externo de las cruzadas medievales, en el que el impulso religioso está, como ha hecho a lo largo de los siglos, desvertebrando y radicalizando las sociedades, decide utilizar el laicismo.
Pero no lo hace como opción neutral, no como punto de cordura que evita la importancia de lo divino en una religión y con ello toda su perniciosa influencia en las concepciones éticas del mundo y las relaciones entre los hombes.
Utiliza el laicismo como un tercer credo, como un arma arrojadiza, como una herramienta maquiavélica de enfrentamiento con aquellos con los que la ultraderecha de su país considera sus enemigos. Como una religión cuyo primer mandamiento evangélico es "cosecharás de cualquier forma los votos necesarios para mantenerte en la presidencia de Francia" .
Y luego, cuando hasta su propio partido le critica por ello, se encoge de hombros, se agarra displicente al talle de Carla Bruni y contesta "cualquier problema resuelto es menos votos para la ultraderecha" mientras se gira alejándose del más mínimo sentido común, de la más infima lógica. Alejándose de Francia.
Porque ,en su obsesión por mantenerse en la Presidencia de La República, Sarkozy es incapaz de ver que, si soluciona los problemas como lo haría Le Penn para robarle sus votos, entonces no hará ninguna falta frenar a la ultraderecha, ya no será necesario porque sus objetivos ya estarán cumplidos.
El Frente Nacional ya habrá ganado y Francia, el laicismo  y todos los demás ya habremos perdido.
Aúnque él siga aposentado en El Elisio.

miércoles, marzo 23, 2011

La religión complutense entra en capilla

Uno mira un par de días hacia fuera, hacia lo que cambia, y en cuanto vuelve la cara a casa se topa con una nueva forma de descubrir que nosotros no lo hacemos, no cambiamos.
Y esta nueva guerra nuestra de las capillas universitarias -como si no hubiera ya suficiente con las conflagraciones de verdad- es un ejemplo inmejorable de nuestra tendencia al inmovilismo ideológico.
Veamos a ver si me entero. Resulta que un grupo de estudiantes de la Universidad Complutense están en contra de  la capilla de la universidad.
¿Por qué? Porque ellos, que se hacen llamar Contrapoder, afirman que es un centro religioso mantenido por el Estado, lo que no debería ser asumible en un estado que sostiene en su Constitución su propia aconfesionalidad -no laicismo, que parece mentira que algunas de las cabezas visibles de Contrapoder tengan matrículas de honor en Ciencias Políticas-. Hasta ahí, el argumento es sustentable, incluso es estable.
Pero de repente se lían, se pierden, se ofuscan, como si les hubieran cambiado los apuntes, como si se les hubieran mezclado las fotocopias de varias asignaturas, como si, en el cambio de clase, se hubieran confundido de aula y hubieran entrado en el Master  de Intransigencia Religiosa -segunda puerta a la derecha, gracias-.
No piden que sean los estudiantes católicos de la Complutense -que haberlos, haílos, como las meigas- quienes sufraguen de su bolsillo esa capilla, lo que es lo lógico en un estado aconfesional que no es ni laico ni ateo. No exigen que se abran espacios en los que los estudiantes que tienen otros sentires y pensares religiosos puedan celebrarlos, debatirlos o vivirlos -no olvidemos que el ateísmo y el laicismo son un postura religiosa porque son una postura sobre la religión-.
No hacen nada de lo que se supone que deberían hacer aquellos que defienden la aconfesionalidad de un Estado, que debería ser asegurarse -o al menos intentarlo- de que cada palo aguante su vela en materia religiosa.
Nuevamente se confunden de aula y de manual y tiran de su curso de postgrado en militancia revolucionaria para solucionar algo que ni precisa, ni necesita, ni exige, una revolución. Sólo pide un compromiso, como no pagar la matricula mientras la Universidad siga sufragando la capilla. Sólo exige un riesgo personal, una anteposición de los principios a la necesidad, como jugarte los estudios por algo que se considera justo. 
Pero eso es demasiado pedir. Estamos en primero de nuestro Máster de Militancia en Contrapoder, pedirnos un riesgo personal es demasiado. Aún tenemos mucho que aprender.
Los transgresores cogen sus palestinos -¡ay, si supieran lo que significa un Kufiyya!, las feministas se ponen sus pañuelos morados -¡Anda que si supieran lo que significa el púrpura en la cultura occidental!- y se disfrazan de sí mismos, de lo que hemos sido siempre. De organización religiosa intransigente.
Pintan los muros de una estancia que no les pertenece, que no quieren suya, que ni siquiera piensan que debería existir, con lemas religiosos, sí religiosos.Todo insulto por motivaciones religiosas es un lema religioso. Blanco y botella, leche -también puede ser otras cosas, pero Ocam nos indica que es leche-.
Como se pintara el Nou Camp con el tristemente famoso "catalán no ladres, habla la lengua del imperio"; como se escribiera en los centenarios muros de la Sinagoga del Tránsito "judíos, asesinos de nuestro señor", como se pinta en las mezquitas de Villajoyosa "moros, fuera".
Porque la principal forma que las organizaciones religiosas intransigentes han tenido de poner en claro e imponer su forma de ver las cosas es negarles a los demás el derecho a disponer de lugares en los que hacer y pensar algo diferente a lo que ellos hacen y piensan. 
Es identificar esos lugares, es marcar con sangre o tinta la jamba de sus puertas como remedo de aviso, de amenaza del Ángel Exterminador, con el fin de estigmatizar -concepto que también proviene del ideario religioso, dicho sea de paso- a todo aquel que decida atravesar el umbral que se ha ungido con la tinta o el spray de la intransigencia y la lucha.
Un "cerdos" escrito a tiempo puede no parecer lo mismo que un "asesinos de Nuestro Señor", pero lo es. 
Así que, ¡aprobado en Fenomenológica de la Presión Religiosa! No está muy currado, eso sí. Se puede mejorar. Necesitamos un trabajo de clase para subir nota.
Y como nos hemos quedado cortos, como nuestras notas en el Máster de Imposición Política todavía tiritan en las actas por falta de definición -qué no de interés-; como nuestras calificaciones en materia de Manipulación Social y de Arbitrariedad Ideológica aún son exiguas y no superan el aprobado raspado con un simple "cerdos" y algunos cuantos gritos por megáfono, tiramos de biblioteca religiosa y sacamos a relucir el temario completo.
Ya no nos conformamos con disfrazarnos de religión intransigente. Nos vestimos directamente de inquisición intolerante.
Sin saberlo -no somos lo suficientemente cautos como para haber, ya no digo estudiado, digo simplemente hojeado, un libro de fenomenología de la religión. ¡Ay, el bueno de Mircea Eliade!- nos convertimos en aquello que no queremos que sean los demás, nos transformamos en aquello que decimos aborrecer. Nos volvemos una religión militantemente fanática.
Para empezar cambiamos el paso, lo cambiamos de medio a medio, sin inmutarnos, sin preocuparnos de explicar el motivo de ese cambio.
De repente, la capilla de la Universidad Complutense ya no es un espacio que atenta contra la aconfesionalidad del Estado -quizás por que nunca lo fue. Sólo el hecho de quien la sufraga va contra eso-, ya no es un atentado contra la libertad religiosa -quizás porque eso lo es el hecho de que no se sufraguen mezquitas, sinagogas, pagodas, templos budistas, salones del reino o centros de estudio ateo-, ya olvidamos lo que dijimos para decir otra cosa.
Ya no perseguimos a los judíos por "matar al redentor", sino por usureros; ya no rechazamos a los negros por "ser intrínsecamente inferiores", sino por salvajes; ya no matamos a los musulmanes por "ser sarracenos infieles" sino por poner en peligro las rutas de peregrinación a los Santos Lugares. Ya no abominamos de la capilla por confesional y antilaica sino porque es un símbolo del machismo de la Iglesia Católica.
Si nos paramos a pensarlo, no hay por donde cogerlo. 
Pero ninguna de las asignaturas que hemos elegido para completar el módulo de Creación de una Religión Ideológica como forma de cumplimentar los créditos necesarios para nuestro aprobado en Imposición Política, exige pensar demasiado.
La capilla es católica y la Iglesia Católica es machista, luego y por definición, la capilla es machista. Un silogismo perfecto que sumiría en el quebranto los intestinos del maestro Aristóteles. Pero es sencillo. Todo es sencillo en la mente de un fanático religioso. Todo es sencillo en la mente de una turba. Aunque sean una docena,  vistan vaqueros, lleven velos morados y sean feministas.
Y tiramos de símbolos y personas, que no tienen nada que ver con lo que supuestamente estamos reclamando, para seguir exigiendo lo que no tenemos derecho a exigir.
Tiramos de velo como si la Iglesia Católica lo exigiera, tiramos de esvástica como si Ratzinger la hubiera impuesto como nuevo elemento del escudo de armas vaticano. Tiramos de cosas que no tienen nada que ver con lo que estamos denunciando en la esperanza de que la aparente vinculación de nuestros recientemente estrenados enemigos ideológicos con hechos y pensamientos que son universalmente rechazados nos haga ganar puntos ante la opinión pública. 
Nuestra nota en Manipulación Social se va acercando al notable.
La capilla de la Complutense tiene que cerrarse porque Ratzinger militó en las juventudes hitlerianas. Quizás el inquisidor blanco tenga que abandonar su cargo por ese motivo, quizás los católicos tengan derecho a exigirle que se explique, quizás el Tribunal Penal Internacional -y esto es una hipótesis especialmente magnificada de forma voluntaria- tenga derecho a juzgarle por esa militancia.
Pero eso no hace que la capilla de la Complutense tenga que cerrarse. Como el hecho de que el ideólogo de Contrapoder se dedicara durante dos años a prepararse para ser un publicista, una herramienta del poder, no hace que tenga que prohibirse la organización por incoherencia directiva; como que Mackinon afirmara que había que matar a todos los hombres, aunque eso eliminara la especie humana, no hace que hayan que clausurarse las sedes de todas las organizaciones feministas que usan sus libros como fuente ideológica.
La capilla de la Complutense tiene que cerrarse porque la Iglesia impone a la mujer una posición sumisa y servil. Puede que las católicas tengan que enmendarle la plana a su jerarquía por tal plausible motivo o puede que sean completamente felices con esa situación que, aquellas que no son católicas, consideran servil y sumisa. Pero, en cualquier caso, eso no hace que las puertas de la capilla complutense tengan que cerrarse.
Como no es defendible la abolición del Ejército del Aire porque no permita a las mujeres ser pilotos de caza; como no tienen que cerrarse los parques de prevención de incendios porque las mujeres tengan vedadas, por capacidad física, el acceso a determinadas tareas de extinción.
Y como, aún así, parece que no conseguimos lo que pretendemos. Que no logramos que lo nuestro sea lo aceptable sin ninguna discusión y que lo de los otros sea rechazable sin ninguna duda, sin posibilidad ninguna de redención, tiramos del último rocambole que la intransigencia religiosa ha inventado para imponer una doctrina sobre otra, un credo sobre otro, una deidad sobre otra: El proselitismo, el pacífico y respetable proselitismo.
Nos volvemos misioneras -sí, en este caso misioneras-. Y nos ganamos la Matrícula de Honor en Presión Ideológica Intransigente.
E invadimos pacíficamente los espacios, los mundos y las vidas de otros para demostrarles pacíficamente que están equivocados. Como diría un muy poco convencional y nada políticamente correcto amigo mío: ¡Por el forro, pacíficamente!
Tan pacíficamente como los misioneros invadieron a los guaraníes para decirles que todo aquello en lo que creían y todo aquello que pensaban era incierto, tan pacíficamente como los puritanos impusieron entre los indígenas estadounidenses su religión, sus cuentas de colores y su whisky, tan pacíficamente como los fascios de Musolini convencieron a la población italiana de la llegada de un nuevo orden, tan pacíficamente como La Santa Hermandad entró en las juderías aragonesas, granadinas o toledanas para conminar a sus habitantes a abandonar el país. Tan pacíficamente como los obispos santificaron mezquitas y sinagogas por toda la geografía española.
La performance feminista en la capilla complutense es tan pacífica como lo es cualquier invasión. Porque señoras y señores, niñas y niños, laicos y confesionales, ateos y religiosos: Toda invasión es, por definición, agresiva. Ninguna puede ser pacífica.
Y mucho menos cuando llevamos la palabra violenta escrita en el brazo, y mucho menos cuando imponemos a otros la observación de algo que consideran ofensivo -y están en su derecho de considerarlo, aunque no en el de imponérnoslo a nosotros-. Ninguna invasión es pacifica cuando se entra en un sitio al que no se ha sido invitado, sin solicitar permiso para ello con la intención de hacer a los demás pensar como nosotros. 
Eso es un acto de guerra. Es el intento de iniciar un conflicto religioso. Es pura y simplemente una encíclica gritando desde Roma ¡Dios lo quiere!. 
Es una puñetera cruzada.
Si hubieran entrado de esa guisa en El Vaticano no hubieran dado dos pasos, porque el rango de Estado de la sede papal hubiera permitido a sus servicios de seguridad detenerlas; si hubieran invadido sin ser invitadas la embajada de Irán por ser machista o la de Israel por reprimir a las mujeres, probablemente les hubieran disparado sin contemplaciones. Porque ninguna invasión puede considerarse pacífica.
Igual que estas veladas y púrpuras mujeres no considerarían una invasión pacífica que un montón de hombres semidesnudos invadieran su sede con la palabra agresión dibujada en los brazos y gritando eslóganes contra el feminismo y la Ley de Violencia de Género o leyendo frases de la doctrina feminista clasista -convenientemente descontextualizadas- en las que se demuestra que su única obsesión es la venganza, la sumisión del varón y la obtención del poder -y, aunque no lo crean, hay una buena colección de ellas-.
Como estas mujeres no considerarían una protesta pacífica que cuatro cardenales de la curia romana, escoltados por una cohorte de la Guardia Suiza, entraran en el local de Contrapoder o en la sede de cualquier asociación feminista para airear un hisopo de hinojo y bendecir el local, recuperándolo para la causa de dios.
Contrapoder y las veladas feministas de la Complutense sólo han demostrado que tienen que aprender hacer las cosas bien para no cambiar una religión por otra, una intransigencia por otra, una inquisición por otra.
Solamente han demostrado que han aprobado con sobresaliente la asignatura de Intolerancia Ideológica y con Matrícula de Honor la de Incapacidad para la Gestión del Cambio. Sólo han demostrado que son exactamente igual que lo fuera la jerarquía eclesial cuando tenía poder y capacidad de influencia.
Si de verdad queremos libertad, matriculémonos en Fenomenología de la Libertad y  no en Fenomenología del Acoso y la Inquisición Ideológica. Mientras no lo hagamos seremos descendientes de los cruzados, de los pastorcillos franceses, de  Isabel y Fernando, de Torquemada, de Jovellanos, de Robespierre, de Napoleón, de Hitler, de Stalin, de Sharon, de Hommeimi ...
Llevo tanto tiempo luchando contra el concepto de dios que ya le considero como de la familia. Y a la familia, cuando menos,  se le debe un respeto. 
No sirve de nada que se sustituya una religión por otra, que se sustituya el credo en la divinidad por el credo fanático en la ausencia de ella. No sirve de nada cambiar un mesías de dos mil y pico años por otro -u otra- por muy estudiante universitario y feminista que sea. 
No vamos a cambiar el púrpura de los capelos cardenalicios por el púrpura de los pañuelos feministas. O los símbolos y los espacios de todos o los de  ninguno -como dicen algunos de los que creen apoyarles-. Incluido el kufiyya descontextualizado y el pañuelo púrpura.
¡Hasta ahí podíamos llegar! 

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