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sábado, octubre 03, 2015

Putin, sus MIG 31 y el final de la negación plausible.

Cuando Putin entra en danza en la política internacional esta cambia, se modifica radicalmente y casi siempre deja a nuestro Occidente Atlántico fuera de juego y con la nalga descubierta.
Eso es lo que ha ocurrido con la intervención militar rusa en Siria.
Los míticos aviones MIG 31 rusos bombardean posiciones contrarias a El Asad sin pararse a hace disquisiciones sobre el rango y la condición de esos opositores. Y Occidente se cabrea porque el líder ruso les deja si su más querida estrategia política: la negación plausible.
El Asad es un tirano de proporciones bíblicas pero si Francia, Estados Unidos y los demás bombardean solamente posiciones del falso califato en Siria pueden negar de forma plausible que estén ayudando a un tirano. Ellos solo combaten el terrorismo.
Todos los recursos que Al Asad se ahorra en ese frente son utilizados para la represión interna y para luchar contra el resto de opositores que piden democracia. Todos los saben pero como no son ellos los que atacan directamente a esos opositores pueden negar de forma plausible ante sus opiniones públicas que supieran lo que estaba haciendo Al Asad.
Saben perfectamente cual será el resultado si le quitan al tirano damasceno al Estado Islámico de encima. Un régimen despótico que controle sus fuentes de energía y su posición estratégica en el oriente árabe en beneficio de su dictador y de Occidente. 
Eso es lo que quieren y lo que buscan pero como eso iría, por decirlo de algún modo, contra el espíritu democrático lo hacen de manera que siempre puedan decir "nunca atacamos a los demócratas sirios; nunca defendimos a Al Asad; nosotros solamente combatíamos el terrorismo".
Y como creen que toda la opinión pública bajo sus gobiernos son niños de tres años a los que las frases cortas les parecen mejores que las explicaciones complejas porque no les obligan a pensar ni a reconocer sus propias limitaciones, piensan que colará. Que se tragarán sus negaciones plausibles.
Pero llega Putin que, por respeto o por desprecio, hace y dice las cosas de una forma directa y bombardea a todos los opositores de Al Asad por igual dejando a las claras que el triunfo final del tirano es el objetivo de todas las potencias implicadas en el asunto.
Queremos alguien que controle el gas en nuestro beneficio, dice cada MIG que sobrevuela espacio aéreo sirio, queremos alguien que controle la inestabilidad de la zona grita cada bomba rusa que estalla en suelo sirio. Al Asad puede garantizarnos eso y la forma en la que lo haga nos importa bien poco.
¡Adiós a las negaciones plausibles!
Ya solo les queda su otra justificación favorita: la del mal menor, la de la elección imposible
Era una elección casi imposible entre Al Asad y el Estado Islámico, ¿Qué otra cosa podíamos hacer?
Y esa parte de la población a la que por incultura o pura vaguería mental le gusta pensar y ser tratados como párvulos infantes incapaces de poner a trabajar sus sinapsis y neuronas asentirán tranquilos de tener una explicación mientras los sirios siguen recibiendo bombas y muerte de unos y de otros en lugar de hacer la pregunta más simple
Puestos a intervenir militarmente ¿no hubiera sido mejor atacar al Califato y a Al Asad en favor de los opositores demócratas e intentar acabar con la guerra y la tiranía al mismo tiempo?

viernes, junio 15, 2012

Los 15.000 testigos muertos nos derrotan en Siria

Quince mil no es un número alto. No lo parece cuando nos movemos cada día en cifras mareantes de cientos de miles de millones de dineros rescatadores que nos llegan y no vemos, de miles de millones que nos faltan y no encontramos o no buscamos en las cuentas cifradas adecuadas.
Cien mil millones no nos bastan para rescatarnos y treinta mil millones no son suficientes para cuadrar nuestros déficits varios, contumaces y reiterados. Así que quince mil, unos simples quince mil, no deben ser importantes en exceso.
Y mucho menos han de serlo cuando no tienen nada que ver con nuestras finanzas, nuestros dineros, nuestros ingresos o nuestros gastos. Mucho menos cuando esa cifra nos llega del otro extremo del mundo y no va acompañada de signo monetario alguno.
Quince mil no es una cifra relevante porque creemos que no tiene que ver con nosotros. Que nombres como Homs, Palmira, Hula o Al Qubeir están en un mundo en el que nada se nos ha perdido. Quince mil no es importante cuando son sirios. Aunque sea una lista de cadáveres.
Y no es que estemos fuera del radar solidario que el Occidente Atlántico enciende normalmente en estos casos de guerras lejanas y conflictos desequilibrados en los que la fuerza y el poder destruyen y cercenan las posibilidades de un pueblo; no es que seamos insensibles y no nos importen las muertes de quince mil personas, las salvajadas de un tirano marioneta de nuevos titiriteros que antes lo fuera nuestro. No es que no seamos sensibles a la locura y la rabia asesina que Bachad El Asad ha desatado en el epicentro del otrora orgulloso califato.
Simplemente creemos y pensamos -la mayoría de nosotros con una genuina sinceridad que roza la inocencia- que bastante tenemos con lo nuestro, que no estamos en condiciones de preocuparnos por Siria porque bastante tenemos con lo que estamos intentando capear en nuestras fronteras occidentales. Pensamos que, recurriendo al tradicionalmente soez dicho popular, no tenemos el coño pá ruidos.
Así que protestamos un poco, nos indignamos dentro de lo que cabe, enviamos un hashtag de Twitter con la foto de unos niños masacrados  y seguimos en la que consideramos mucho más importante y perentoria lucha por nuestra propia supervivencia individual -siempre individual, por supuesto, nunca colectiva-.
Y como es costumbre en nosotros nos equivocamos. Porque esos quince mil tienen mucho más que ver con nuestro futuro que los cien mil millones que veremos pasar de la cámara acorazada de los bancos teutones y franceses a los españoles. 
Esos quince mil muertos en Siria, esa guerra civil que siempre lo fue pero que ahora reconocemos, marcarán y están marcando nuestra historia futura mucho más que cualquier rescate, cualquier recorte social o cualquier déficit contenido o incontenible.
Porque los quince mil de Siria -y los que están por llegar, me temo- son las víctimas y las bajas de la última guerra del Occidente Atlántico. La primera en la que tiene serias posibilidades de salir definitivamente derrotada.
Lo que se dirime en las calles de Damasco en las colinas sirias y en las ciudades perdidas y reconquistadas por el poderío militar de El Asad no es una querella entre un dictador loco y enfermo de poder y un puñado de kurdos e islamistas que quieren o ser independientes o instaurar sus ritos religiosos en el gobierno.
Lo que se dirime en el incendiado califato es nuestro futuro como civilización hegemónica en el mundo, es la rotación de cultivos del poder que puede colocar a Occidente en barbecho quizás por mucho tiempo.
Damasco es Saigón y Siria es Vietnam. 
Pero en esta ocasión no bastará con que nos retiremos con el rabo entre las piernas, nos lamamos las heridas, descubramos el síndrome de estres post traumático, hagamos catarsis y sigamos a lo nuestro. Esta vez nos caeremos con todo el equipo.
Porque las calles de Damasco u Homs son el escenario que se ha elegido para que las nuevas potencias presenten su candidatura a centros de poder en el mundo. Los campos de Al Qubeir son el backstage de la escenografía que han montado los nuevos países fuertes del globo para tomar posesión del orbe. 
Los quince mil muertos sirios son los espectadores mudos y sangrientos de un conflicto que no tiene nada que ver con El Asad, los yihadistas o la resistencia democrática siria. Son producto de una guerra que nunca quisimos librar porque nunca creímos que fuera necesaria. Nuestra guerra por la prevalencia mundial.
Desde la caída del muro de Berlín y el supuesto final de la Guerra Fría se suponía que el Occidente Atlántico era la hegemonía incontestable del planeta. Nadie tenía capacidad para oponerse a esa suerte de gendarmería mundial heredada del concepto napoleónico de revolución que ejecutábamos -principalmente a través de Estados Unidos- sobre el planeta.
Y ahora llega Siria y eso no funciona.
Rusia y China entran en juego, utilizan las reglas internacionales que inventamos contra ellos hace casi medio siglo,  aprovechan los resquicios por los que nosotros nos colamos durante años y nos declaran la guerra. Otra guerra fría para nosotros, pero ardiente y sangrienta para los sirios.
Hace poco más de una década hubiera resultado inconcebible que Estados Unidos se mantuviera parado por algo tan nimio como el veto de Rusia y China, un clásico del Consejo de Seguridad de la ONU cada vez que los estadounidenses proponen algo, aunque sea  cambiar el nombre de una calle.
Estados Unidos envío un ejército de 300.000 hombres a Irak e ignoró el veto ruso, colocó otro de 50.000 en Afganistán y pasó del veto Chino, lleva años ignorando los vetos a cualquier acción militar propia o de sus aliados en el Consejo de Seguridad. Somalia, Eritrea, Libia, Pakistán, Líbano. 
Pero de repente no lo hace. De repente protesta, grita, patalea, se queja y protesta pero no envía un par de divisiones acorazadas y unos cuantos portaviones con nombre de presidente para poner orden en el califato.
Rusia tiene un mercado armamentístico tan grande en África, el mundo árabe e incluso Europa que la pérdida del mercado sirio sería un contra tiempo pero tampoco un desastre. Podría haber empezado a armar a los rebeldes -como hizo bajo cuerda en Libia- para asegurarse que venciera quien venciera seguiría manteniendo el cliente pero no lo hace. Se limita a dar un puñetazo en la mesa y decir que en esto las cosas se van a hacer como La Madre Rusia quiere que se hagan
China podría haber hecho lo mismo con el petróleo -de nuevo imitando su posición en Libia-. Tiene en Irán y Venezuela proveedores estables y prácticamente infinitos de crudo. Podría haber buscado una posición más contemporizadora como solía hacer, dejando claro que los gobiernos son soberanos -lo que para ellos significa que los tiranos tienen derecho a hacer lo que les venga en gana con sus pueblos- y dejarlo pasar. Pero no lo hace. Se limita a colocar los pies encima de la mesa y retreparse en su sillón del Consejo de Seguridad de la ONU y lanzar el mensaje de que no dejara mover un dedo hasta que las cosas no funcionen como el ancestral Imperio del Dragón quiere que funcionen.
Y nosotros no podemos hacer nada.
Por primera vez desde la Operación Dynamo, por primera vez desde que se quebrara la Línea Mallinot o desde la caída de Leningrado. No podemos hacer nada.
Porque hacerlo es romper nuestras normas y arriesgarnos a la respuesta y represalia de aquellos que tienen en su mano nuestro suministro de gas, nuestra energía, los precios de nuestra economía de consumo, nuestros intereses económicos y que son la única posibilidad de que el sistema económico que se está desmoronando pueda sobrevivir otro ciclo más antes de la entropía y el colapso.
Rusia y China han resucitado la guerra fría en Siria y la están ganando por goleada. Llevan una ventaja de 15.000 a cero.
Y nuestro sistema económico nos impide aplicar nuestros tan alardeados principios occidentales, no imposibilita la reacción. Por más superioridad militar que esgrima Estados Unidos, por más relevancia política que pueda parecer que tiene Europa no podemos hacer nada contra aquellos que tienen nuestra supervivencia económica y energética en sus manos.
Si no encontramos la forma en Siria -y cuando llegue el turno en Irán, que llegará- de superponer lo que se supone que pensamos justo a lo que sabemos que necesitamos para nuestra supervivencia económica, es posible que ya nunca podamos hacerlo y durante generaciones nos limitemos a sobrevivir sin conseguir acabar con el sistema de potencias hegemónicas -cosa que no hicimos cuando podíamos, es decir, cuando el Occidente Atlántico era la única potencia hegemónica- y simplemente soñando con volver a serlo nosotros.
Así que quince mil es una cifra mucho más grande que cualquier mareante colección de millones de euros que podamos leer en nuestros titulares. Nuestro futuro depende mucho más de los muertos de Siria que de los dineros del Bundesbank. 
Aunque solamente sea por nuestro proverbial egoísmo occidental, deberíamos tenerlo muy en cuenta.

martes, abril 03, 2012

La bella sonrisa de Asma nos cuenta nuestro error

Rara vez un error se nos hace tan palpable, se nos vuelve tan evidente como lo que nos ha pasado y nos está pasando con Sirias, sus gobernantes y sus gobernados.
Mientras ese occidente atlántico aún intocado pero que ya ha descubierto que no es intocable se afana por disimular el hecho de que tras meses de bombardeos, de tiroteos, de una guerra civil que bautizamos como levantamiento popular, las cosas siguen igual en el feudo de El Asad y nosotros hemos seguido que sigan igual, hay un solo gesto, una sola persona, un solo ser que encarna a golpe de sonrisa perfecta y trazo curvilíneo escultural todas nuestras vergüenzas con respecto a ese país, con respecto a ese pueblo, con respecto a lo que Damasco nos profetiza sobre nuestro futuro.
Asma El Asad dibuja en su sonrisa perfecta todos y cada uno de nuestros errores con respecto a Siria y, por extensión, a lo que Damasco representa y siempre representó.
A Asma la vimos bella y la creímos bella, la vimos pasear por nuestras calles, sonreír a nuestros líderes, rivalizar con nuestras bellezas y pusimos en ella el epítome de lo que había de ser ese mundo desconocido al que nos acercábamos con temor desde que nos barriera de oriente y estuviera a punto de barrernos de occidente.
Y quisimos que todas y todos fueran como ella, que más allá del estrecho siempre disputado, en las aguas del golfo siempre en guerra todos y todas se parecieran a Asma. No porque ella hubiera demostrado nada que la hiciera diferente. Sino porque había adoptado las formas y los modos que nos resultaban comprensibles. Porque sus gastos millonarios en París la hacían lo que tenía que ser, porque su hermoso rostro y su dulce sonrisa la hacían lo que tenía que ser. La hacían no como debería ser sino como nosotros queríamos que fuera.
La vimos lucir modelos de nuestros diseñadores y la creímos elegante, la vimos acariciar los cabellos de nuestros niños en sus visitas oficiales y la creímos solidaria, la vimos pronunciar palabras dirigidas sobre el futuro y la apertura y la creímos moderna.
La vimos sin velo y creímos y quisimos creer que era una de los nuestros.
Y luego, tras años de poblar y ascender en las listas de belleza y elegancia de las revistas que consagran nuestro exterior como arma de supervivencia, después de contemplar con admiración su belleza tan occidental como nuestros cánones, su pelo tal al viento como las melenas de las mujeres de este lado de la locura llamado civilización occidental, creímos que ese era el ejemplo, intentamos convencer a aquellas que no eran como ella en el oriente que decimos próximo pero sabemos lejano de que era el modelo a seguir. Porque si se parecía a nosotros tenía que ser el modelo a seguir. Nosotros seremos el modelo a seguir. Siempre creeremos que lo somos.
Y un día, llego a la capital del otrora califato que sí fue  en otro tiempo el modelo a seguir, esa primavera disfrazada de sangre y fuego, disfrazada de revolución e inconformismo, llamada primavera árabe y protagonizada por aquellos que no quieren ser como nosotros y mucho menos seguir siendo como a nosotros nos conviene que sean.
Y cometimos el segundo error con Asma, la bella Asma, la solidaria Asma, la moderna Asma, la desvelada Asma.
Esperamos que la modernidad, que el parecido con ese occidente atlántico que queremos exportar al mundo para que el mundo muera con nosotros, la hicieran hablar, la hicieran rebelarse, la hicieran sacar su vena solidaria.
Nos preguntábamos por qué no hablaba, por qué no decía nada, por qué no lucía su palmita por Europa para decir que no estaba de acuerdo con eso, por qué no usaba su sonrisa como remedo vivo de una hurí paradisiaca para calmar a los iracundos, consolar a los heridos y acompañar a los muertos en Homs, Palmira o Damasco.
Incluso cometimos un segundo error por no aprender del primero y llegamos a creer que en realidad era una mujer sometida al poder arbitrario de un desatado El Asad, la revertimos a la imagen de sumisión que tenemos de la mujer árabe sin conocerla, que manejamos del matrimonio musulmán sin practicarlo. Creímos que no hablaba porque la furia enloquecida de aquel con el que compartía lecho y trono no la dejaba hacerlo.
Occidente es único intentando enmendar sus errores con errores aún mayores.
Y de repente, algo tan efímero y prosaico como esas comunicaciones vagas y etéreas llamadas correos electrónicos, no quebraron el cuento que habíamos construido sobre esta moderna Sherezade damascena e incluso nos anularon las moralejas que habíamos extraído para comprenderlo.
Y aunque lo neguemos, aunque aquellas que en su día la usaron de ejemplo de mujer árabe, menos bella que la bella Ranya de Jordania, pero más suya y más nuestra por ir menos velada y más trajeada, lo nieguen, aunque las cancillerías y embajadas que la elogiaban y recibían lo desmientan, aunque las princesas y esposas de gobernantes que la envidiaban lo callen, nos dimos cuenta de quién era Asma El Asad y cuál era el motivo de su silencio.
Nos dimos cuenta que no callaba por miedo o por vergüenza. Que no callaba por ser mujer, por ser árabe o por ser musulmana.
Simplemente calla porque es como nosotros.
Porque, como a nosotros, no le importa lo más mínimo que su poder o su comodidad se asienten sobre el dolor y el sufrimiento de los otros, aunque a nosotros los otros nos quedan mucho más lejos que a ella -o no tanto-.
Asam no hace nada distinto que los que cierran un ERE y se van de vacaciones a Acapulco, que aquellos y aquellas que arruinan una empresa y se van con una indemnización millonaria dejando a cientos sin trabajo y sin dinero. No se comporta en modo diferente a aquellos y aquellas que gastan el dinero que es de todos en fastos y coronas y luego tiran del sufrimiento de otros para cuadrar las cuentas.
Y por supuesto hace exactamente lo mismo que todos aquellos que no asumen que la dignidad antecede a la comodidad y siguen tirando del dinero paterno que no existe en lugar de arriesgarse a una vida al filo económico, de todos aquellos y aquellas que optan por la cobertura del sexo furioso de fin de semana para evitar el compromiso del amor continuado y no siempre gozoso; lo mismo que todos los que buscan en el escaqueo, en la elusión, en la pereza y en la indolencia el reposo laboral sin fijarse en cómo se arquean las espaldas de aquellos sobre los que hacen recaer el trabajo que ellos ignoran
Porque, como nosotros, ha hecho de sus deseos individuales, de sus necesidades personales, la única medida de su felicidad y de la justicia universal y consideraba que todo lo que ocurra para lograr mantenerlos está justificado. Puede que nosotros lo hagamos con el amor, con la familia, con el trabajo, con la amistad y ella lo haga con toda una nación, con todo un pueblo y con toda una sociedad. Pero entre el silencio de Asma El Asad por las muertes de Homs y el nuestro por los despidos de nuestros compañeros, no hay diferencia; entre el mutismo de Asma por los bombardeos y nuestra callada respuesta a las normas injustas que no nos afectan, a los dolores familiares que no nos influyen, a las traiciones afectivas que nos dejan indiferentes, no hay diferencia.
Porque, como nosotros y como nosotras, Asma está orgullosa de haber conseguido el poder en su entorno, de haber derrotado y sojuzgado al hombre que tiene a su lado y tira de falso feminismo para eludir sus responsabilidades sociales, sus delirios ideológicos. Como ha conseguido su vindicación personal y de género ya no le importa nada más, aunque vea la sangre de los demás manando a borbotones ante la puerta de su palacio.
Así que Asma nos ha cortado el cuento, nos ha negado la belleza de su rostro, la luz de su mirada y la alegría de su sonrisa por una simple razón.
Hemos hecho muy bien nuestro trabajo y la hemos convertido en una de los nuestros. Por eso no le importa su pueblo, por eso no le importa la revolución siria ni la insurrección damascena. A nosotros tampoco nos importa. Por eso Asma continúa, pese a todo, en su palacio. En la lista negra de la elegancia y la modernidad, pero en su palacio.
Guardando silencio, como nosotros, pero en su palacio. También como nosotros.

martes, marzo 13, 2012

Los hilos que mueven a El Asad para nosotros

Siria se desangra. El califato arde en llamas ya hay algo que no cuadra, hay algo que se antoja infinitamente descontextualizado, furioso, incomprensible.
Siria sigue muriendo en Homs, en Palmira e incluso en Damasco y seguimos sin comprender o sin querer comprender el motivo.
A estas El Asad sabe perfectamente que no puede salir de esta, el primer bombardeo abrió la tapa de su ataúd político y probablemente existencial, la primera mina colocada en la frontera de escape selló su destino, la primera matanza de mujeres y niños determinó su destino final.
El Asad lo sabe y aun así lo hace.
Y la pregunta, como siempre ha sido, como siempre es en la mayoría de las cosas, sigue siendo ¿por qué?
Y en este Occidente Atlántico nuestro que recurre a los ritos y los mitos de siempre aunque nunca le han funcionado, que explica las cosas una y otra vez de la misma manera aunque nunca le han sonado plausibles porque son las únicas que nos dejan a gusto con nosotros mismos, seguimos recurriendo a las mismas respuestas, a los mismo arquetipos -no prototipos, lo siento, broma privada-, a los mismos héroes y antihéroes.
Seguimos hablando del apego al poder, seguimos comparando el mesianismo enfermizo del que fuera otrora líder de otro partido Baaz con el de este, seguimos hablando de tiranía y despotismo.
Y es innegable que algo tenemos de razón. Todo eso influye en lo que está haciendo El Asad, en no tener problema en emprender matanzas, en decretar asesinatos, en matar a los suyos por él mismo y por sus necesidades.
Pero no son sus necesidades.
El otrora moderno y aceptado por este nuestro occidente atlántico presidente sirio, el que otrora luciera su apostura y la belleza de sus esposa por las cortes y los palacios presidenciales europeos no está buscando nada para él, no está resistiendo por él.
Esta buscando tiempo.
El Asad nunca fue un líder mesiánico siempre fue un arribista. Alguien que era perfectamente consciente de que su papel en el poder dependía de hacer lo que nosotros quisiéramos que hiciera, de ser la cabeza del mundo árabe renunciando al panarabismo, de ser capaz de mantener una guerra de baja intensidad con Israel, de aparecer como moderno y moderado aunque sin renunciar a las demandas árabes para capitalizar y focalizar su liderazgo.
Esa fue su política, la que le impuso occidente y el acepto, la que le diseñó Rusia y el compró.
El perfil de El Asad era tan perecido al de Ben Ali que podían haberse intercambiado en una reunión internacional y nadie hubiera notado la diferencia.
Pero mientras el uno hizo lo que se esperaba de él, coger sus maletas, el oro robado y escapar a algún sitio a vivir de su expolio, El Asad resiste contra toda lógica aunque sus cuentas bancarias son tan amplias y cuantiosas o más que las del ex gobernante tunecino.
¿Cuál es el misterio?
Que El Asad no es quien está resistiendo. El Asad es una excusa, una cortina de huma para una guerra civil entre dos bandos ninguno de los cuales está en el poder y que están obsesionados con asegurarse quién será el que estará en el poder cuando por fin se haga público que El Asad no manda en Siria.
Porque El Asad sigue siendo lo que siempre ha sido. No ha cambiado. No ha mudado ni un ápice su forma de enfrentarse a su situación política y su papel en el país propio y en el concierto internacional.
Sigue siendo una marioneta. Simplemente han cambiado las manos de los titiriteros que están tras él.
Si antes fueron los occidentales, las potencias hegemónicas, ahora los son los defensores de la antigua grandeza, los furibundos y anhelantes paladines del honor damasceno heredado del califato los que mueven los hilos del falso presidente que siempre lo fuera.
Y son ellos los que necesitan tiempo. Los que necesitan seguir presentando a El Asad como el causante de todos los males mientras ellos, hasta hace como quien dice dos días conformes y desterrados en las acciones encubiertas en Líbano, en la guerra enquistada en Los Altos del Golán, pueden posicionarse pueden eliminar a la antigua oposición en Homs, pueden desactivar al otro ejército que se bate y combate en Siria en esta guerra civil disfrazada de revolución contra un tirano que ya no es nada salvo un títere.
Mientras borran de la faz de la tierra lo que Siria quiere ser aunque a nosotros nos ponga los pelos como escarpias. Hasta que derrotan a la oposición islamista.
Y por eso Rusia y China, pero sobre todo Rusia permite lo que está permitiendo, por eso el Occidente Atlántico permanece en su tibieza, porque necesita que sea como mucho el nacionalismo sirio de la fuerza califal el que triunfe y no el islamismo que ahora muere y sangra en Homs.
Porque, anclados en nuestras visiones del mundo, en nuestros arquetípicos conceptos, no podemos permitirnos que otro gobierno islámico ascienda al poder en el mundo árabe y de mayoría musulmana. Y mucho menos en Siria.
Y ese es el tiempo que están ganando los que ahora manejan al ya derrotado El Asad que cada día y cada noche sueña con un retiro millonario en algún lugar perdido pero que sigue ejerciendo como el muñeco teledirigido que siempre fue.
Y de ahí toda esa danza de los siete velos coreografiada perfectamente de deserciones militares y políticas cual sherezades que se arrancan un velo en cada giro, para que, cuando caiga el último velo se arrastre ensangrentado por el suelo con la sangre de los que ahora luchan y mueren en Homs, ellos puedan presentarse como el ejército democrático que se rebela contra el dictador en lugar del emporio secreto que lo ha manipulado y dirigido todo este tiempo.
Y así  conseguir que un poder no islamista sea por fin legítimo en el mundo Árabe.
Muy típico de Rusia, muy común del mundo árabe, muy propio de nosotros.
Porque nosotros hemos decidido -lo hicimos hace lustros, después del fallido intento de panarabismo, precisamente encabezado por Siria y Egipto- que la única garantía que tenemos de llevarnos bien con el mundo árabe es que se articulen en gobiernos laicos, que renuncien a sus raíces musulmanas culturales -mientras nosotros nos hartamos, por cierto, de hablar de nuestras raíces judeocristianas sin pudor- y uno a uno hemos ido agotando todos los cartuchos hasta que solamente nos queda Siria.
O creemos que nos queda Siria.
Porque ¿qué ha sido de todos los gobiernos falsamente laicos que diseñamos en el mundo musulmán? Todos han caído. La cleptocracia tunecina, el falso comunismo igualitarista libio de Gadafi, el centralismo administrativo egipcio de Mubarak y ahora el modernismo belicista sirio de Al Asad. Incluso algunos han caído después de volverse contra nosotros. EL imperio perdido del Sha de Persia allá en los ochenta, el militarismo recalcitrante de Saddam Husein en Irak. En resumen, todos los gobiernos que inventamos para esa zona se han terminado yendo al garete, por mucho que los apoyáramos, los cebáramos y los defendiéramos.
El mundo musulmán ha hablado contra ellos y los ha cambiado en lo que quieren, aunque a nosotros no nos guste. Han modificado esos falsos laicismos que obligaban a las mujeres a no llevar hiyab y a los hombres a raparse la barba, que forzaban los rezos y que impedían las escuelas coránicas para llevarlos a los gobiernos que quieren basados en su religión y en su cultura.
Y como en todo hay grados.
Desde el pernicioso extremismo de los Ayatolas iraníes hasta la moderación política de Erdogan en Turquía, pasando por el fariseísmo terrorista de Hamás en Gaza, la monarquía pseudo divina de Marruecos o la república ahora mismo caótica de Túnez.
Pero nosotros no somos capaces de asumir eso. De asumir que esa es la deriva que una gran parte del mundo experimenta y de tratarlos con la suficiente noción política como iguales y no intentar forzales a ser lo que nosotros queremos que sean, lo que a nosotros nos conviene que sean.
En lugar de elegir por ejemplo a Turquía, que va desparramando sus perlas de presencia, relevancia y preponderancia en el mundo islámico para contrarrestar el repulsivo yihadismo de Teherán o de Hamás porque esas son las cartas que nos han tocado jugar, seguimos pretendiendo sacarnos un as escondido de la manga, crear de la nada un régimen que nos venga bien, que sea todo lo laico y no islamista que nosotros consideremos oportuno para ofrecérselo de zanahoria al mundo árabe y musulmán en la esperanza de que lo sigan como los burros que realmente creemos que son.
Así que la gente muere en Homs, Siria arde y el Califato se desangra porque nosotros necesitamos más tiempo para asegurarnos de que lo que siga al cadáver ya momificado de El Asad sea algo de nuestro agrado y no lo que la historia y la voluntad de los sirios nos deparen.
A estas alturas ya deberíamos haber aprendido. Pero, que queréis que os diga, somos occidentales atlánticos. Nos resulta imposible aprender una lección que vaya contra nosotros mismos.

lunes, septiembre 12, 2011

Rusia, El Asad y China nos registran en Meetic

Siempre llega un momento en que las lecciones de historia tienen que recurrir al término Nuevo Orden Mundial.
Si la civilización occidental atlántica dura lo suficiente como para que estos años se estudien en nuestros libros de historia, es seguro que sobre estas fechas alguien hará una reflexión del Nuevo Orden Mundial surgido tras el enésimo e ineludible derrumbe del sistema económico neo liberal, la crisis europea y el colapso estadounidense.
Pero, pese a la grandilocuencia del término, los síntomas de los nuevos ordenes mundiales no han sido grandes hechos.
Puede que se hable de la Conferencia de Yalta, de Los Estados Generales de Francia, de la caída del muro de Berlín. Puede que esos sean los hitos reales que marcaron el nacimiento de esos nuevos órdenes, pero la existencia de los mismos no se experimentó en esos momentos. La transformación de roles que supusieron esos cambios de orden no se vislumbraron en esas instantáneas históricas.
Es lo pequeño, lo que podría llegar a ser insignificante, lo que marca en la cotidianeidad el cambio de órdenes, el Nuevo Orden Mundial. Es un campesino llegando a la ciudad sin una cédula de su conde, es un soldado estadounidense peleándose en una taberna alemana, es la puerta de un McDonals abriéndose en Moscú.
Es la percepción -y por una vez la percepción sí es un baremo adecuado- de lo que debería ser grandioso como pequeño, de que lo que debería ser ínfimo como importante, de lo que era grande como minúsculo y a la inversa.
Y sobre todo es la incapacidad de aquellos que han perdido roles en el nuevo orden para percibir su nueva situación.
Su intento de hacer lo mismo que hacían antes y el darse cuenta de que ya no pueden hacerlo o de que, cuando lo hacen, ya no tiene el mismo efecto.
Así que en este nuevo orden mundial nuestro que se nos avecina no son los tea party, no es la crisis del Euro, no es la guerra libia o el siempre irrenunciable once de septiembre lo que nos marca el cambio. Es otra medida, otra decisión.
Lo que nos hace percibir el Nuevo Orden en el que nos movemos es la decisión de embargo petrolífero a Siria por la represión que el presidente El Asad está haciendo de las protestas contra su régimen.
Estados Unidos y Europa deciden el embargo de la compra de petróleo a Siria en un gesto reflejo, en un mecanismo casi automático, de castigo de los poderosos, de los centros hegemónicos, a aquellos que no cumplen con sus reglas del juego.
Un bloqueo comercial, algo clásico en la política liberal, algo que nunca funcionó del todo pero que siempre lo ha hecho parcialmente. Funcionó con Cuba, con el Telón de Acero, con China...
Un embargo petrolífero. Un clásico que se impuso en el Irán de los Ayatolas, en el Irak de Sadam Huseín, en el Afganistán de los talibanes, en la Libia de la revolución corrupta y paranoica de Gadafi. Algo que siempre ha demorado, ha retrasado y ha asustado a los países que lo sufren, a los estados que dependen de la venta de crudo para cuadrar sus cuentas.
Algo que no funciona con Siria y que se sabe que no va a funcionar con Siria.
Eso y no ninguna otra cosa es lo que nos arroja de bruces al nuevo orden mundial. Aunque nuestros automatismos de potencia económica sigan funcionando igual, aunque nuestros cerebros de occidentales atlánticos no sepan percibir la diferencia.
 Es una medida que pasa inadvertida, una decisión que debería ser fulminante, que tendría que ser definitiva y que no lo es.
Y no lo es porque el mundo ha cambiado, porque se ha pasado la página a una lección de historia diferente.
No lo es porque Siria -al menos su desmedido y recalcitrante líder- se encoge de hombros y se limita a mirar a otro lado. Y el lugar al que mira, colgado del brazo de su rutilante esposa y de su sangrienta represión, le devuelve la sonrisa.
Nuestro embargo petrolífero, nuestra medida de presión más clásica y poderosa, se ha convertido en un chiste, en un mal chiste.
Porque la Rusia de Putin -que se empeña en disimular que es de Putin- nos mira con un gesto de niño pícaro que sabe que hace una travesura y finge no poder evitarlo y sigue comprando el petróleo sirio. Porque China, que ni siquiera se digna mirarnos, aumenta sus compras de petróleo a Damasco para compensar la pérdida.
Deberíamos haber empezado a intuir con el irremediable Hugo Chávez que yo no eramos lo que fuimos, que nuestras presiones ya no funcionaban igual. Deberíamos haber constatado con Ben Alí o con Mubarak que nuestros intereses ya no eran mandamientos sagrados en todo el orbe conocido, pero no lo hicimos.
Nos disfrazamos de lo que no eramos, fingimos desear lo que no queríamos para ocultar el hecho de que eso se iba a producir lo quisiéramos o no, aún en contra de nuestros deseos. Para minimizar el impacto que suponía que nos opusiéramos a lo inevitable.
El mundo ha cambiado y cada vez pintamos menos.
Nosotros nos negamos a armar a los rebeldes libios por un quítame allá esa política de imagen pacifista de los gobiernos occidentales y lo hace China -¿de verdad creemos que todas las armas que de repente han encontrado los rebeldes han salido de los arsenales de Gadafi?, ¿de verdad creemos que el dictador tenía baterías móviles antiaéreas montadas sobre furgonetas Isuzu de segunda mano?-.
Europa y Estados Unidos decretan el embargo petrolífero al dictador sirio -nuestro dictador sirio, no lo olvidemos- y China y Rusia ignoran la olímpicamente, de forma pública y sin esconderse ese embargo. 
Y además se atreven a sugerirnos que no se nos ocurra plantear un bloqueo militar o armamentístico porque ni siquiera estudiarán la posibilidad de ponerlo en marcha.
Y nos disfrazamos de pacifistas y nos indignamos porque Rusia y China están apoyando a un dictador, nos disfrazamos de demócratas y nos enfadamos porque están dando cobertura a un represor, nos vestimos de humanistas y nos mosqueamos porque Mevderev y Hu Jintao le están haciendo un flaco favor a la libertad.
Pero en realidad todo eso es una forma de intentar disimular que estamos consternados y aterrorizados porque nos hemos dado cuenta de que sin aparente solución de continuidad y por sorpresa son China y Rusia las que dictan las reglas, no nosotros ¿desde cuando los bárbaros dictan las reglas al imperio?
La respuesta nos hiela la sangre. Desde que sus hacha es más fuerte que nuestro pilum, desde que su oro es más numeroso que nuestros denarios.
Que los intereses del Vértice Oriental -alguien ya lo ha bautizado así- sean espúreos no nos preocupa.
Son igual de indefendibles que lo eran los nuestros cuando vendíamos armas y aviones a Pinochet o a Videla, cuando armábamos a la contra nicaragüense, cuando abastecíamos de minas personales a Gadafi o cuando la preciosa y moderna Asma visitaba museos con nuestra reina, tomaba el té con Su Graciosa Majestad, posaba con la famélica Letizia para la inevitable comparativa del corazoneo o admiraba la colonial vajilla de La Casa Blanca junto a la decrépita señora Bush, haciéndola parecer aún más decrépita.
Son igual de perversos que los que nosotros teníamos al entrenar a los servicios secretos egipcios, al recibir maletines cargados de dinero de los países africanos -que se lo pregunten a Jaques Chirac- al alimentar de armamento a los paramilitares colombianos, a los muyahedines afganos o a la guardia republicana de Sadam Husein. Son los intereses de una potencia mundial
Lo único que pasa es que, pese a ser los intereses de una potencia mundial, no son los nuestros. Y eso sí nos preopupa. No estamos acostumbrados a ello.
Nuestras sociedades y nuestros gobiernos se sienten de repente como el tipo al que le preguntan, tras dos intercambios virtuales con una desconocida, sobre el tamaño de su miembro viril; como la fémina que contempla estupefacta como ningún hombre le hace la pelota para llevarsela al catre y todos se limitan a pinchar en un retrato diferente cuando ella se hace la dificil.
Si el once de septiembre de hace diez años nos sacó de golpe de Matrix, el doce de septiembre de este año nos ha arrojado a Meetic.
Bienvenidos al siguiente y presente Nuevo Orden Mundial. Las reglas han cambiado y nosotros ya no las ponemos.

sábado, septiembre 10, 2011

Cuando a Netanyahu le crecen los zelotes

Mucho hemos hablado y escrito de los cambios que han sacudido este mundo desde los países árabes y magrebíes. Y mucho nos queda por escribir.
Pero entre tanto cambio, tanta revolución, tanta sacudida, no nos ha dado tiempo para poner nuestros ojos sobre aquello que ni muta, ni está preparado por dentro ni por fuera para cambiar.
Hoy un par de miles de egipcios nos han obligado a posar nuestras ateridas miradas sobre el elemento inmutable del mundo árabe. Hoy se ha producido el primer producto del cambio que se han fabricado los egipcios para si mismos.
Mientras Mubarak, el que fuera intocable, el que estuviera en las fotos y en las mentes de nuestro occidente como imagen de Egipto, es juzgado en un juicio falso y manipulado contra el que no podemos decir nada porque nosotros hicimos lo mismo para poder colgar a Sadam Huseín y seguir durmiendo la siesta sin remordimientos, unos cuantos miles de egipcios se han encargado de demoler la primera linea de defensa de aquello que no cambia nunca en ese espacio del mundo llamado por nosotros Oriente Próximo.
El ataque a la embajada de Israel escenifica el verdadero cambio temido y no deseado por occidente, escenifica el verdadero motivo por el que Egipto y su gente quiere juzgar y condenar al que fuera su máximo mandatario y uno de los brazos armados de la política occidental en la zona.
Y no hay más que un motivo: Israel o, para ser más exactos, la estúpida locura inmovilista de los halcones sionistas de Israel.
Pese a todas las fotografías, las entrevistas y los apretones de manos, Egipto nunca fue amiga de Israel. No lo fue porque su presidente solamente pretendía serlo para mantenerse en el poder con la ayuda de un Occidente que precisaba -nadie sabe muy bien por qué- que Israel tuviera amigos en la zona. Aunque ella se empeñara en no saber hacerlos, mantenerlos ni cuidarlos.
El asalto a la legación diplomática  de Israel -si es que el gobierno israelí sabe hacer diplomacia- saca a relucir la soledad a la que están condenados aquellos que hacen de la historia una excusa y de las armas su único elemento de defensa.
Egipto ya no finge ser amigo de Israel o al menos tolerarla; ya no se conforma con abrir y cerrar los túneles secretos que llegan a Palestina, ya no mira a otro lado cuando un misil perdido mata a alguno de sus soldados o cuando los aviones israelíes violan sistemáticamente su espacio aéreo para poder tener más ángulo para sus bombardeos nada selectivos de la tierra Palestina.
El cambio en Egipto no ha sido un cambio hacia la democracia, ha sido un cambio hacia la libertad, hacia la elección. Y la primera elección de los egipcios ha sido retirarle la paz a aquellos que no han hecho absolutamente nada por mantenerla. A aquellos que solamente saben pensar en la victoria.
Por ese cambio -el único cambio que se sabía que llegaría tarde o temprano- es por lo que Europa y Estados Unidos temen el otro cambio: el de Siria.
Por eso se mantienen tibios con El Asad, por eso parecen ni sentir ni padecer lo que ocurre en Damasco, en Homs o cualquier otra ciudad del antiguo califato.
Más allá de las disensiones internas y de las luchas intestinas que demoran y alargan el conflicto civil preparando el escenario que surgirá tras la caída -ya sentenciada e inevitable a todos los efectos- de El Asad, la demora en la solución de la revolución califal se debe a que Occidente, nuestro occidente atlántico, teme y sabe que, con la caída del cacique damasceno, Israel se quedará definitivamente abocada a la soledad.
Porque, si ya ha perdido la falsa alianza de Egipto y el incomprensible apoyo de Turquía en su obsesión por caerle bien a Europa, ahora perderá la tibieza de Siria en su eterna guerra congelada contra el Estado Hebreo.
Y así, la tierra que los halcones sionistas están llevando al desastre se verá obligada a llorar y recitar,cómo diría el Cyrano de Roostand,"Eramos asediantes y somos asediados".
Entre tanto cambio que nos hace perder y temer perder el control de aquello que nunca controlamos llamado Oriente Próximo -Medio para los estadounidenses, que están algo más lejos-, no nos hemos dado cuenta de que algo que no cambia, que no quiere cambiar, que no sabe como hacerlo.
Israel no cambia o, de nuevo para ser más exactos, el gobierno israelí no la deja cambiar.
Netanyahu, quizás por su incompetencia, quizás por sus vagamente contenidos delirios de grandeza, ve que el cambio se precipita en Siria y sigue enrocado en su postura de mantener su ejército alineado en orden de batalla a lo largo de la línea del río Jordán; ve que la mutación cobra cuerpo en Egipto y sigue empeñado en no retrotraerse a las fronteras de 1967, que ya son de por sí mucho más de lo que en realidad era el único Estado de Israel aprobado por las Naciones Unidas.
Ni la voz de Obama, ni la desidia de una Europa acuciada por otros asuntos, ni la sacudida dolorosa de sus embajadas en El Cairo, ni nada, hace que se baje de los inescrutables mandamientos bíblicos del sionismo político del tanque y la invasión territorial, del progomo y el expansionismo. De la guerra y la victoria.
Quizás sea por su tendencia teocrática de gobierno o quizás por el hecho de que siente la necesidad de llevar a su pueblo a sufrir y vencer en nombre de Adonaí pero, de repente, se convierte en el evangélico Caifás. En el sumo sacerdote que no escucha a nadie salvo a sus adlateres y que se ve acuciado por Zelotes y gentiles.
Porque, para colmo de los males de esa doctrina políticamente aciaga, marchita e impermeable a la evolución que es el sionismo, a Netanyahu le crecen los Zelotes.
Los israelíes por fin parecen haberse dado cuenta de que son un pueblo, no una diócesis, de que son una nación, no un rebaño religioso, de que necesitan un gobierno, no un mesías.
Los israelíes -ya no israelitas, ya no judíos, solamente israelíes- por fin parecen haberse dado cuenta de que la guerra les está matando y necesitan la paz. No una victoria.
Y de pronto, como los míticos zelotes de los malhadados Simón y Barrabás se lanzan a la calle a pedir gobierno, a pedir trabajo, a pedir cordura.
Un millón de ellos -el equivalente proporcional a que 12 millones de españoles se manifestaran por las ciudades- salen a la calle para exigir que su gobierno deje de hacer el trabajo de Sión, deje de ejecutar medidas mesiánicas y haga lo que tiene que hacer, lo que le pagan por hacer: que gobierne.
Se manifiestan hartos de que los presupuestos de Israel se desangren en dar cobertura a un puñado de colonos que solamente aportan fanatismo y problemas a una sociedad, mientras miles de ciudadanos normales pierden sus puestos de trabajo, caen en la miseria y no se hace nada.
Se manifiestan cansados de servir de carne de cañón en un estado militarizado por la soberbia, la arrogancia y la incapacidad diplomática de los sucesivos halcones que han hecho del sionismo un acto de fe.
Los zelotes - ellos zelotes y nosotros indignados. Lo bien que suena la tradición bíblica- de Netanyahu no le dejan opción a permanecer estático, a no cambiar. Sabe que los necesita en un estado que se va a ver arrojado a la soledad en breve. Precisa de ellos en un estado de apenas seis millones de personas cansadas de una guerra interminable, que solamente pretende mantener unos territorios que todos saben que, no solamente nunca fueron suyos, sino que además no les sirven para nada, salvo para alimentar su soberbia bíblica de pueblo elegido.
Así que todo cambia alrededor del Caifás del Likud. Los gentiles que le apoyaban, ahora prácticamente le exigen que entre en razón; los gentiles que fingían tolerarle ahora ponen de manifiesto públicamente su aversión hacia él y su concepto político; los gentiles que se enfrentaban a él "limpia y ordenadamente" están a punto de dar un giro radical en su concepto de enfrentamiento. Y encima los zelotes internos dejan de pensar en el mandato divino y empiezan a pensar en el pan que les falta y el futuro que se les cierra.
Netanyahu y todo lo que él representa saben que todo eso solamente les deja una salida: la evolución.
Pero, lamentablemente para ellos, el sionismo teocrático no está preparado para la evolución. Tendría que aprender a hacer algo que no ha hecho desde mucho antes de Caifás, desde mucho antes de David, desde mucho antes de Adán.
Tendría que aprender a hacer amigos.
En 1959 podrían haber entrado en la tierra ancestral que les otorgaron las Naciones Unidas repartiendo parabienes, pero lo hicieron enviando comandos de limpieza étnica por delante de ellos para limpiar las aldeas y los campos de palestinos; podrían haber colaborado con las ciudades asignadas a los árabes, pero las invadieron y arrojaron a sus niños por las murallas; podían haber convertido Jerusalén, por primera vez desde Saladino, en una ciudad abierta, pero la cerraron a piedra lodo e intentaron purgarla de musulmanes y gentiles.
Pese a todo ello podrían haber llegado a hacer amigos si hubieran evitado su primera guerra de invasión, si hubieran tratado el terrorismo palestino desde un enfoque policial, si hubieran dejado en paz Líbano, si hubieran colaborado con los gobiernos de su alrededor pese a que no fueran de los suyos. Pero optaron por la invasión, por la retención de territorios que no les pertenecían, por enfrentarse al terrorismo con misiles contra civiles, con progromos y con milicias genocidas, por invadir Líbano, por los asentamientos palestinos, por la militarización de los Altos del Golán, por mantener una situación de guerra permanente sin posibilidad de paz.
El sionismo -no dijo Israel, no digo los judíos- no sabe hacer amigos. Por eso no los tiene. Tiene aliados, enemigos, socios y compañeros de viaje. Pero no tiene amigos.
El sionismo tira de deuda histórica para justificarse, pero ya nadie le cree, habla de antisemitismo pero ya nadie le escucha -sería más que raro que un árabe, que es semita, fuera antisemita-.
Y esa incapacidad para las relaciones sociales afectivas de Netanyahu y de todos los que le precedieron en la galería de la fama del sionismo político está a punto de condenar a Israel a una nueva diáspora sangrienta cuando, dentro de unos pocos días -en tiempo histórico, se entiende-, alce la cabeza y se encuentre definitivamente sola, rodeada de gentiles que le dieron múltiples oportunidades para sellar la paz y de zelotes que le asistieron en la guerra y que están ahora tan cansados como ella del enfrentamiento. De eso y de la constante derrota de no lograr la paz.
Quiera el dios de la zarza en el que creen que esta vez los zelotes si sean capaces de lograr que el auto proclamado mesías de turno se ocupe de los asuntos mundanos y no solamente de los falsos mandatos divinos de gloria y victoria.
Quiera quien sea que el Caífás de hoy escuche la voz del zelote agotado y no la del glorioso Adonaí de la victoria. Quiera el destino que se avenga a cambiar.

viernes, junio 17, 2011

Siria llora a la oposición que le matamos

Hay ocasiones en las que hablar de lo conocido, de lo que se sabe, de lo que se siente, de aquello a lo que se está llamado a volver porque nunca se debió abandonar, es lo que más se demora, es lo que se evita con una reiteración obsesiva. Quizás porque hay guerras que sientes tuyas. Quizás porque duelen como todo, pero curan como nada.
Pero un demonio que clama por la responsabilidad, que aboga por la realidad, no puede ampararse en su dolor ni en sus recuerdos. Sólo una ciudad y una mujer han conseguido eso en este demonio escribiente. Nunca hablaré aquí de la mujer, aunque algunas defiendan que  en estas líneas hablo para ella.
Así que, por eliminación y por definición, hoy toca, por fin y aunque escueza, hablar de Damasco, hablar de Siria.
Entre tanta guerra, entre tanta revolución y tanta represión, nosotros, los occidentales atlánticos que creemos estar a salvo de todo, hasta de nosotros mismos, pasamos algo por alto, ignoramos la esencia y la presencia de lo que está ocurriendo y de lo que aún está por ocurrir en las tierras del califato.
E gobierno de Siria, el centro de la actividad árabe, se desmorona -o se recompone, según se mire-, pero todo parece estar desajustado, ocurriendo a unos ritmos impropios de la situación. Pareciera que, incluso en esto, los sirios, los seculares defensores de ese califato eterno e histórico, están haciendo las cosas de otra manera. Más dolorosa, pero de otra manera.
Y es que, aunque la ferocidad de Bachad El Assad en aferrarse al poder hace que se parezca a Libia, Siria no es Libia; aunque la absoluta inoperancia de la diplomacia internacional y la pasividad del Occidente Atlántico hace que se asemeje a Yemen, Siria no es Yemen; aunque la furia de las gentes y su impulso resistente contra tanques y disparos hace que las imágenes de Jisr al-Shughur o cualquier otra malhadada localidad damacena se nos antojen como las de Túnez,  Marrakech o El Cairo, Siria y lo que pasa en ella no es, ni será nunca como la antigua Cartago, las arenas de los dioses bereberes o la tierra de los viejos faraones.
Un solo detalle la hace diferente, un detalle que, entre tanta muerte, tanta sangre y tanto cambio a los que nos estamos acostumbrados, hemos pasado por encima. Un pequeño detalle que o no captamos o nos empeñamos en ocultar.
En Siría hay manifestaciones pero no hay portavoces, hay cambio pero no hay interlocutores, hay revueltas pero no hay organizadores. En Siria hay gobierno, un mal gobierno, pero no hay oposición. Ni siquiera una mala.
Y eso es lo que hace el fuego en el califato mucho más ardiente. Eso es lo que hace que las llamas que inundan el cielo de Damasco amenacen con quemarnos los bigotes a los que ahora parece que estamos a salvo aquí, en el mismo origen de ese y todos los conflictos.
Conocemos los rostros de las mujeres y hombres que han capitalizado la imagen de la revolución musulmana en la faz de Arabia y del Magreb. Conocemos a los jeques que se oponen al dictador yemení, a los intelectuales que plantaron cara al nepótico Mubarak y a los estudiantes que desafiaron al cleptócrata Ben Alí. Puede que todos nos parezcan iguales, puede que no entendamos lo que dicen y se nos antojen una pandilla de yihadistas -que todo el que grita, se queja o protesta en el mundo musulmán tiene que ser yihadista, por supuesto-. Pero existen, están ahí.
Les vemos con sus gafas occidentales y sus sonrisas o sus gestos adustos en los telediarios, en los periódicos. Si quisiéramos, podríamos identificarles. Pero en Siria no. En Siria nadie capitaliza los réditos de esa marea de riesgo y de agonía que ha puesto en marcha el pueblo del califato para librarse de lo que no quiere.
El Asad dice y repite que son yihadistas, pero no vemos mulahs, ayatolás ni nada por el estilo dirigiendo mensajes de ira, venganza y furia divina a las multitudes. Podemos imaginar que son demócratas, pero no vemos ningún sesuso hombre medio calvo o ninguna mujer con hijab hablando del futuro, la libertad y la paz.
No los vemos porque no los hay. Porque nosotros los hemos matado. Así de sencillo.
El régimen de El Asad era necesario para que los presidentes estadounidenses pudieran seguir recibiendo el dinero del lobby judío que precisaban para sus campañas. Era un régimen laico y moderno. Así que nosotros permitimos que depurara la oposición. La oposición yihadista cayó, la oposición nacionalista cayó y eso era bueno. Eso tranquilizaba a Occidente. E eso dejaba pasar el aire que Israel precisaba para respirar.
Pero en ese camino también cayeron los demócratas, también cayeron los opositores que criticaban al presidente por su naturaleza despótica, no por su renuncia a la guerra de dios, cayeron los que alzaban su voz contra los El Asad por su incapacidad para anteponer el gobierno al poder, no por las ansias de recuperar la gloria perdida ni Los Altos del Golán.
Esos también murieron, esos también se fueron. Y a nosotros, los occidentales que no sabíamos lo que estaba pasando allí, no nos importó. Al fin y al cabo un pueblo libre puede pensar por sí mismo y eso en el caso de Siria sería un gran contratiempo.
Y ahora cuando, pese a nuestra inmensa capacidad de resistencia al cambio, esa parte angular del mundo árabe comienza a moverse, la civilización atlántica busca algo con lo que detener ese movimiento, busca una brújula que dirija las naves damascenas en la dirección que le conviene y no la encuentra. No la encuentra porque no le importó que se perdiera.
Así que mantenemos a El Asad. La falta de intervención mantiene a EL Asad, la censura informativa mantiene a El Asad, las quejas fatuas, las sanciones pírricas, las declaraciones grandilocuentes y las portadas trágicas mantienen a El Asad. No porque nos guste, no porque ya nos sirva, sino simplemente porque no tenemos otra cosa que poner en su lugar.
Y esa situación es lo que hace a Siria radicalmente distinta del resto de las revueltas, revoluciones, rebeliones y guerras civiles árabes, musulmanas y magebríes.
Eso es lo que la hace esencial para el futuro y temible para nosotros, los que queremos que el futuro se exactamente igual que el presente.
Porque todos esos detalles no percibidos, ignorados, no contados nos llevan a otros, nos conducen de forma irremisible a una pregunta que es verdadera respuesta al motivo por el que occidente no puede gestionar la crisis siria. Si no hay oposición, si no hay rostros ni nombres a los que seguir ¿qué y quién está moviendo a los sirios en última batalla de una guerra que empezó con el califato?
No hacemos la pregunta porque no podemos intuir la respuesta.
En Egipto y Túnez todavía hay pueblos que ignoran que Mubarak o Ben Alí ya no están al mando del poder, En Yemen hay tribus nómadas enteras que, perdidas en el desierto, llegaron un día a una ciudad y se toparon de frente con las revueltas. Pero en el antiguo reino de Saladino la cosa funciona de otra manera.
Damasco está casi apacible mientras el ejército -el mayor y más moderno ejército del mundo árabe, junto con Egipto, no lo olvidemos- corre de una aldea a otra, de un extremo al otro del país, sofocando revueltas, disparando a las gentes, aplastando manifestaciones. Lugares en los que, por pura lógica social, la historia debería ir más despacio, la actualidad debería ser algo lejano y no rabioso, se convierten en focos repentinos y aislados de lucha y de horror.
Eso no se llama estallido social, se llama guerra de guerrillas. Lucha de desgaste.
La propaganda y la censura del régimen mantienen una férrea mordaza de silencio. Pero cuando algo se filtra a Occidente, cuando se supone que se elude el silencio, no pasan las imágenes de los ajusticiamientos o de la represión policial, no se filtran escenas de fusilamientos, lo que se desliza ante nuestros ojos son las fotografías de los policías muertos -dato que, por cierto, es la siria la única revuelta en la que se ofrece-, de los militares represores que han caído a manos de los manifestantes -con tres tiros en la espalda, ¡que casualidad!- Vemos policías muertos, militares muertos por disparar contra las gentes y nos llegan noticias de brigadas que se pasan a los insurgentes para no tener que hacerlo. Eso no se llama censura de medios. Eso se llama propaganda sediciosa.
La revuelta siria es una guerra encubierta entre los que quieren la independencia de Siria para decidir su futuro y los que defienden que hay que esperar a que Occidente -porque es bueno llevarse bien con Occidente- otorgue el visto bueno al cambio. Y los dos bandos, que han existido siempre y existirán siempre se buscan y se atacan a lo largo de todo el país, Informan y contra informan al extranjero. El Asad ya no importa, ya no es factor. Es solo una excusa, una cortina de humo, como lo eran los cadáveres ocultos de los líderes de la extinta Unión Soviética mientras se dirimía el cambio de poderes. El que fuera el brazo ejecutor de la tranquilidad que demandaba occidente en las tierras sirias ya está muerto, claro que, como todo dictador, él va a ser el último en enterarse.
Es tan antiguo como la política del serrayo y la mezquita, es tan antiguo como Salāh ad-Dīn Yūsuf ibn Ayyūb y su famosa frase de " cuando hables con él, pregúntale a Allah cuántas batallas ganó antes de que yo dirigiera sus ejércitos". Es tan viejo como el califato 
Y todo eso es porque Siria se mueve pero lo hace desde dentro y una dirección que se han asegurado que occidente sea incapaz de controlar.
Desde el DNI, la inteligencia interior siria, hasta la mítica Mukhabarak Askariyya -¿no han oído hablar de ella?, es lo que tiene un servicio secreto, un buen servicio secreto-, pasando por otros muchos estamentos sirios han decidido que es el momento del cambio aunque occidente no estuviera preparado para ello o precisamente porque occidente no está preparado para ello.
Y el cambio no es solamente la salida de El Asad, no es la instauración de la democracia, aunque probablemente pase por todo eso. El cambio es asegurarse de que piensan y van a pensar por si mismos de ahora en adelante. Que nadie les dirigirá, ni en nombre de su dios ni en nombre del progreso, hacia ningún sitio al que no quieran ir.
Y si lo hacen que lo harán no podremos echarles la culpa de que su cambio no se mantenga dentro de nuestros referentes, de que sus nuevos líderes no acepten nuestras reglas del juego. Nosotros les robamos esos referentes y al hacerlo les demostramos que ni siquiera nosotros creemos en esa democracia y esa libertad de los pueblos cuando no nos viene bien
Así que cuando todo esto acabe y todo aflore en las calles de Damasco, el califato nos mirará y se encogerá de hombros. Ya no tendremos nada que decirle.

Quiera la historia que cuando empiece a ser lo que decida ser, Siria no vuelva sus ojos hacia Jerusalén como un día hizo su califa. Israel sabe que si lo hace no será tan misericordiosa como el sultán Kurdo. Con las miradas de Egipto, Siria, Palestina, Irak, Irán, Líbano y Jordania puestas directamente sobre su carótida, Sión no tendrá tiempo ni para organizar la tercera diáspora.
Y los presidentes estadounidenses se quedaran sin fondos para su campaña.
PD: si no sabeís leer árabe, mala suerte -yo tampoco, perotengo la traducción-. Es el plan de acción de la Mukhabarat siria. No pregunteís

jueves, marzo 31, 2011

Damasco o la implacable piedra angular

Mientras nosotros seguimos lo que nos llega desde cerca -que no lo creemos que nos toca de cerca-, mientras nos esforzamos por comprender y seguir la intervención que no lo es del todo en Libia y nos obligamos a olvidar las reglas básicas del reparto universal de justicia para indignarnos por la absolución de El Cuco, el cambio en el mundo ha llegado donde tenía que llegar. Donde a nadie le interesaba que llegara.
La mutación, el movimiento, la crisis, han llegado a la piedra angular del arco voltaico que es ahora el mundo árabe, el mundo magebí, el mundo musulman. La revolución sacude los cimientos de Damasco y si Damasco tiembla, lo musulmán se estremece, lo árabe se convulsiona, lo magrebí se retrae.
Si Damasco se pone a cambiar y termina cambiando, cambia El Califato y eso para un buen puñado de seres humanos no es decirlo todo. Pero es decir mucho.
Su situación geográfica, su historia, su posición religiosa, su lugar en el inconsciente colectivo de varios miles de millones de árabes y musulmanes hacen de Siria un lugar especial, uno de esos puntos que por su absoluta obviedad nos pasan desapercibidos a nosotros, los lánguidos componentes del Occidente Atlántico. Pero Siria no es Los Altos del Golán, no es el turismo afectado y controlado de Palmira. Siria es Damasco.
De Damasco partieron las órdenes y las tropas que llevaron al Islam al único califato unitario que vio la historia. A ese gobierno de Dios sobre la Tierra que los yihadistas furiosos recuerdan y anhelan volver a implantar en un orbe en el que ya no tiene cabida  porque nunca la tuvo para un gobierno impuesto desde cualquiera de los cielos a los que miran los hombres.
De Damasco partieron los conocimientos, las leyes, la ciencia y la cultura que los verdaderos musulmanes ansían recuperar, en sus gobiernos y sus poblaciones, para poner freno a esa ola enfurecida que amenaza con devorar todo lo que ellos y su profeta quisieron que fuera su religión y su mundo.
En Damasco creció el mito del hombre que impuso contención a sus propios mulahs y ayatolas y que desparramó respetó entre sus enemigos más acerrímos. En Damascó reinó alā ad-Dīn Yūsuf ibn Ayyūb, aquel al que nosotros, en nuestra incapacidad de comprensión y adaptación a su mundo, que a estas alturas ya se ha hecho patólógica, nos vimos obligados a llamar Saladino.
Todo eso es Damasco y todo eso está cambiando. Por ello, más que los avances y repliegues en el desierto libio, más que las matanzas consentidas en Yemen, más que las tropas desplegadas en Bahréin, más que los arrestos domiciarios en El Cairo o los gobiernos inestables en Túnez, su cambio va a sacudirnos hasta los cimientos. Aunque aún no sepamos verlo.
Porque todo el mundo necesita a Damasco y al que fuera su califa. Todos quieren hacerlos suyos, todos necesitan que el movimiento del centro del arco se vuelva hacia ellos. Y, hoy por hoy, nadie sabe hacia donde va a moverse.
Siria no es su presidente vitalicio, heredado y autoimpuesto, Siria no es su Primera Dama, hermosa, elegante y totalmente occidentalizada en portadas de Vogue y Cosmopólitan; Siria no es su guerra enquistada con Israel por Los Altos del Golan, ni su control, prácticamente sin paliativos, de Libano y las varias  facciones que se mueven entre Beirut y el Valle de La Becah.
Todo eso cambiará si Damasco cambia. Pero todos, hasta nosotros, los que creemos no necesitar a nadie, necesitamos a Damasco por lo que fue y por lo que será, no por lo que es ahora.
Los kurdos la necesitan porque Saladino, el califa Adbasí, el único califa real, era kurdo y reinó en Damasco; los insurgentes irakíes de Bagdad -el otro califato que, en realidad, no lo fue- le reclamán para sí porque nacio en Tikrit -¿recuerdan qué otro ilustre ahorcado era natural de tan exigua población irakí?-.
Los sunnitas necesitan Damasco y el recuerdo de Saladino para dejar claro que la única vez que el poder religioso y político estuvo en las mismas manos en el Islam lo fue imponiendo los criterios sumnitas de interpretación de El Corán.
Los chiíes reclaman los tiempos de la grandeza damascena y su califa porque él llevó el verde del profeta en la afilada punta de su cimitarra -lo hizo para defenderse, pero para cualquier amante de la guerra es mejor una guerra defensiva que ninguna guerra-.
Los magrebíes se acuerdan de él porque permitió que, arropados por el Islam, se hicieran grandes hasta desembocar en Al Andalus; los árabes porque Damasco y Saladino fueron los primeros, mucho antes que Lawrence, el inglés, que les recordaron que eran uno, dividido en muchas tribus, pero uno. Aunque luego lo olvidaran y tuvieran que llegar Peter O'Toole e Israel a recórdarselo.
Así que todos en eso que ahora llamamos como antaño mundo musulmán necesitan a Siria, necesitan a Damasco. Para sus amores o para sus odios, para su grandeza o para su miseria, para su admiración o para su envidia. Pero todos en el mundo arabé y magrebí han mirado  alguna vez hacia el horizonte damasceno para darse cuenta de donde estaban ellos.
¿Y nosotros? ¿Para qué necesitamos nosotros a Siria? ¿Por qué habría de ser importante para nosotros la capital de El Califato?
Porque siempre lo ha sido, porque siempre la hemos necesitado.
En esa antigua Edad Media, que algunos se niegan a abandonar y otros pretenden recuperar, Damasco fue importante por era como queriamos ser.
Era poderosa, culta, condescendiente, moderna. Eran infieles, eso sí, pero algo malo tiene que tener todo el mundo. Por eso la necesitabamos. Porque alguien en Damasco tuvo la cordura de no bañar dos veces Jerusalén en sangre, aunque hubiesen empezado otros; porque de Damasco partieron las leyes que permitieron el acceso a todos a La Ciudad Santa, aunque otros la habían cerrado a todos de antemano. Porque, en su fuero interno, hasta el más cristiano de los reyes quería ser Saladino.
Pero si en el pasado remoto se necesitó a Damasco por que era lo que queriamos ser en el pasado reciente, ese que estámos viendo morir ahora, necesitamos a Siria porque es como nosotros queríamos que sea.
Damasco era la capital de una Siria occidentalizada, con presidente en lugar de rey o emir, con un sistema presidencial. Era un país que podía mantener una guerra a la forma tranquila y moderna en la que se mantienen ahora las guerras. Era un régimen contenido que ejemplarizaba esa contención en la bella Asma Assad y en la imagen de ingeniero occidental de su presidente.
Occidente necesitaba a Damasco para que la lucha por Los Altos del Golán no desembocara en otra Guerra panarbista. Para que, con sus tropas en las calles de Beirut, les negara a los chiíes el control total de Libano a través de Hezbolah, para que mantuviera el eterno enfrentamiento entre lo suní y lo chií que mantiene debilitado al mundo musulmán. Para que Israel viviera con la relativa tranquilidad de saber que su enemigo era civilizado, aunque fuera su enemigo, para que el mundo árabe viviera con la tranquilidad de que ningún rey que se sentara en el palacio de Damasco iba a verse afectado por los recuerdos y los efluvios del poder de un monarca kurdo de la Edad Media e iba a intentar imponer sobre sus cabezas, sus cuentas ciorrientes y sus pozos petrolíferos un nuevo califato universal.
Para todo eso necesitaba Occidente a Siria y a Damasco hasta hoy. Por todo eso era importante para nosotros. Por todo eso el cambio en Siria nos hace temblar. O al menos debería hacernos temblar.
Porque si, perdido Egipto para la causa -si es que occidente puede tener aún alguna causa- si la piedra angular del arco musulmán gira hacia el yihadismo se llevará a otros muchos con ella. Otros muchos, reyes y presidentes, que ahora son contenidos porque Siria lo es, que ahora no son yihadistas porque Damasco lo vería mal, que ahora no son panarabistas porque nadie se para a mirar demasiado al califato. 
Israel sabe que si eso ocurre, por más aliados, por más armamento y por más superioridad estratégica de la que supuestamente disponga, estará muchos años cantando cada día el Kaddish por sus muertos. Y luego a lo peor hasta desaparece.
Porque si gira hacia el panarabismo poco tendrán que hacer o que decir los ínfimos emires y reyes contra una población que se sentiría más grande como parte de algo enorme que como miembros menospreciados de un pírrico reino.
Porque si gira hacia lo religioso y lo sunita, Irán tendrá que decir adios a su influencia en la zona y Occidente tendrá que dejar de tirar de islamofobia y pánico yihadista para explicar la mayoría de sus acciones en zonas del mundo en las que se extrae la energía de nuestras sociedades y en las que interviene principalmente por ese motivo; pero si gira hacia lo religioso y lo chiíta, Libano será chiíta, Palestina será chiíta y es posible que muchos de los estados del Golfo dejen de poder reprimir y controlar a esas poblaciones, ahora numerosas pero sin poder en sus territorios.
Porque si Damasco gira hacia la democracia y se lleva con ella al mundo árabe y al mundo musulmán ya no podrá controlarse nada. No podrá evitarse la unidad árabe si la quieren, no podrá evitarse que hagan lo que quieran hacer. No podrá evitarse El Segundo Califato. Aunque tenga parlamento y el Califa sea elegido cada cuatro años.
Hace años le pregunté a alguien porque Siria había abandonado el panarabismo y había decidido mantener su actual postura. esa persona me contestó, como suele hacerlo mucha gente en Damasco con una referencia directa a Saladino
"Vosotros recordaís que El Califa era mesurado y contentido. Nosotros también recordamos que era implacable. Mesurada y contenidamente implacable".
Y así es Siria. Implacable. Como lo fue su califa. Por eso la dictadura de los Assad ha sido implacable en su represión, como lo fuera en su ascenso al poder y en su opresión. Por eso la revuelta es implacable y no da ni un paso atrás pese a los pistoleros, los gestos pacificadores, las balas y la sangre.
Damasco es Implacable, como lo fuera alā ad-Dīn. Elija el camino que elija será igual de implacable que lo ha sido siempre y eso nos da miedo porque hace mucho tiempo que nosotros perdimos la capacidad de serlo. Y si un cambio es implacable, cambia el mundo. También el nuestro.

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