Siempre llega un momento en que las lecciones de historia tienen que recurrir al término Nuevo Orden Mundial.
Si la civilización occidental atlántica dura lo suficiente como para que estos años se estudien en nuestros libros de historia, es seguro que sobre estas fechas alguien hará una reflexión del Nuevo Orden Mundial surgido tras el enésimo e ineludible derrumbe del sistema económico neo liberal, la crisis europea y el colapso estadounidense.
Pero, pese a la grandilocuencia del término, los síntomas de los nuevos ordenes mundiales no han sido grandes hechos.
Puede que se hable de la Conferencia de Yalta, de Los Estados Generales de Francia, de la caída del muro de Berlín. Puede que esos sean los hitos reales que marcaron el nacimiento de esos nuevos órdenes, pero la existencia de los mismos no se experimentó en esos momentos. La transformación de roles que supusieron esos cambios de orden no se vislumbraron en esas instantáneas históricas.
Es lo pequeño, lo que podría llegar a ser insignificante, lo que marca en la cotidianeidad el cambio de órdenes, el Nuevo Orden Mundial. Es un campesino llegando a la ciudad sin una cédula de su conde, es un soldado estadounidense peleándose en una taberna alemana, es la puerta de un McDonals abriéndose en Moscú.
Es la percepción -y por una vez la percepción sí es un baremo adecuado- de lo que debería ser grandioso como pequeño, de que lo que debería ser ínfimo como importante, de lo que era grande como minúsculo y a la inversa.
Y sobre todo es la incapacidad de aquellos que han perdido roles en el nuevo orden para percibir su nueva situación.
Su intento de hacer lo mismo que hacían antes y el darse cuenta de que ya no pueden hacerlo o de que, cuando lo hacen, ya no tiene el mismo efecto.
Así que en este nuevo orden mundial nuestro que se nos avecina no son los tea party, no es la crisis del Euro, no es la guerra libia o el siempre irrenunciable once de septiembre lo que nos marca el cambio. Es otra medida, otra decisión.
Lo que nos hace percibir el Nuevo Orden en el que nos movemos es la decisión de embargo petrolífero a Siria por la represión que el presidente El Asad está haciendo de las protestas contra su régimen.
Estados Unidos y Europa deciden el embargo de la compra de petróleo a Siria en un gesto reflejo, en un mecanismo casi automático, de castigo de los poderosos, de los centros hegemónicos, a aquellos que no cumplen con sus reglas del juego.
Un bloqueo comercial, algo clásico en la política liberal, algo que nunca funcionó del todo pero que siempre lo ha hecho parcialmente. Funcionó con Cuba, con el Telón de Acero, con China...
Un embargo petrolífero. Un clásico que se impuso en el Irán de los Ayatolas, en el Irak de Sadam Huseín, en el Afganistán de los talibanes, en la Libia de la revolución corrupta y paranoica de Gadafi. Algo que siempre ha demorado, ha retrasado y ha asustado a los países que lo sufren, a los estados que dependen de la venta de crudo para cuadrar sus cuentas.
Algo que no funciona con Siria y que se sabe que no va a funcionar con Siria.
Eso y no ninguna otra cosa es lo que nos arroja de bruces al nuevo orden mundial. Aunque nuestros automatismos de potencia económica sigan funcionando igual, aunque nuestros cerebros de occidentales atlánticos no sepan percibir la diferencia.
Es una medida que pasa inadvertida, una decisión que debería ser fulminante, que tendría que ser definitiva y que no lo es.
Y no lo es porque el mundo ha cambiado, porque se ha pasado la página a una lección de historia diferente.
No lo es porque Siria -al menos su desmedido y recalcitrante líder- se encoge de hombros y se limita a mirar a otro lado. Y el lugar al que mira, colgado del brazo de su rutilante esposa y de su sangrienta represión, le devuelve la sonrisa.
Nuestro embargo petrolífero, nuestra medida de presión más clásica y poderosa, se ha convertido en un chiste, en un mal chiste.
Porque la Rusia de Putin -que se empeña en disimular que es de Putin- nos mira con un gesto de niño pícaro que sabe que hace una travesura y finge no poder evitarlo y sigue comprando el petróleo sirio. Porque China, que ni siquiera se digna mirarnos, aumenta sus compras de petróleo a Damasco para compensar la pérdida.
Deberíamos haber empezado a intuir con el irremediable Hugo Chávez que yo no eramos lo que fuimos, que nuestras presiones ya no funcionaban igual. Deberíamos haber constatado con Ben Alí o con Mubarak que nuestros intereses ya no eran mandamientos sagrados en todo el orbe conocido, pero no lo hicimos.
Nos disfrazamos de lo que no eramos, fingimos desear lo que no queríamos para ocultar el hecho de que eso se iba a producir lo quisiéramos o no, aún en contra de nuestros deseos. Para minimizar el impacto que suponía que nos opusiéramos a lo inevitable.
El mundo ha cambiado y cada vez pintamos menos.
Nosotros nos negamos a armar a los rebeldes libios por un quítame allá esa política de imagen pacifista de los gobiernos occidentales y lo hace China -¿de verdad creemos que todas las armas que de repente han encontrado los rebeldes han salido de los arsenales de Gadafi?, ¿de verdad creemos que el dictador tenía baterías móviles antiaéreas montadas sobre furgonetas Isuzu de segunda mano?-.
Europa y Estados Unidos decretan el embargo petrolífero al dictador sirio -nuestro dictador sirio, no lo olvidemos- y China y Rusia ignoran la olímpicamente, de forma pública y sin esconderse ese embargo.
Y además se atreven a sugerirnos que no se nos ocurra plantear un bloqueo militar o armamentístico porque ni siquiera estudiarán la posibilidad de ponerlo en marcha.
Y nos disfrazamos de pacifistas y nos indignamos porque Rusia y China están apoyando a un dictador, nos disfrazamos de demócratas y nos enfadamos porque están dando cobertura a un represor, nos vestimos de humanistas y nos mosqueamos porque Mevderev y Hu Jintao le están haciendo un flaco favor a la libertad.
Pero en realidad todo eso es una forma de intentar disimular que estamos consternados y aterrorizados porque nos hemos dado cuenta de que sin aparente solución de continuidad y por sorpresa son China y Rusia las que dictan las reglas, no nosotros ¿desde cuando los bárbaros dictan las reglas al imperio?
La respuesta nos hiela la sangre. Desde que sus hacha es más fuerte que nuestro pilum, desde que su oro es más numeroso que nuestros denarios.
Que los intereses del Vértice Oriental -alguien ya lo ha bautizado así- sean espúreos no nos preocupa.
Son igual de indefendibles que lo eran los nuestros cuando vendíamos armas y aviones a Pinochet o a Videla, cuando armábamos a la contra nicaragüense, cuando abastecíamos de minas personales a Gadafi o cuando la preciosa y moderna Asma visitaba museos con nuestra reina, tomaba el té con Su Graciosa Majestad, posaba con la famélica Letizia para la inevitable comparativa del corazoneo o admiraba la colonial vajilla de La Casa Blanca junto a la decrépita señora Bush, haciéndola parecer aún más decrépita.
Son igual de perversos que los que nosotros teníamos al entrenar a los servicios secretos egipcios, al recibir maletines cargados de dinero de los países africanos -que se lo pregunten a Jaques Chirac- al alimentar de armamento a los paramilitares colombianos, a los muyahedines afganos o a la guardia republicana de Sadam Husein. Son los intereses de una potencia mundial
Lo único que pasa es que, pese a ser los intereses de una potencia mundial, no son los nuestros. Y eso sí nos preopupa. No estamos acostumbrados a ello.
Nuestras sociedades y nuestros gobiernos se sienten de repente como el tipo al que le preguntan, tras dos intercambios virtuales con una desconocida, sobre el tamaño de su miembro viril; como la fémina que contempla estupefacta como ningún hombre le hace la pelota para llevarsela al catre y todos se limitan a pinchar en un retrato diferente cuando ella se hace la dificil.
Si el once de septiembre de hace diez años nos sacó de golpe de Matrix, el doce de septiembre de este año nos ha arrojado a Meetic.
Bienvenidos al siguiente y presente Nuevo Orden Mundial. Las reglas han cambiado y nosotros ya no las ponemos.
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