Parece que Rajoy, el ínclito Mariano que ya se se ve presidente, se está acostumbrando a poner el dedo en la yaga. Claro que cuando lo pone o no se da cuenta de que lo ha puesto y escuece o no percibe que es una yaga. Tampoco se le puede pedir todo.
Y en este momento la yaga es el pacato e incompleto impuesto sobre los altos patrimonios y el dedo son sus declaraciones sobre la dura vida del rentista.
Dice el bueno del candidato popular que, pese a todo, sigue siendo el menos popular de los candidatos, que él conoce a gente que vive de las rentas. Que él sabe de personas que tienen una vivienda -una segunda vivienda, supongo- y viven de los réditos que esa propiedad les genera.
Y, claro, para que dé más pena el duro caminar del rentista por la agreste selva de la subsistencia económica, son ancianos. Por lo menos los que conoce Rajoy -seguro que de esta le votan-.
Más allá de lo absurdo de grabar las fortunas personales con un impuesto mientras no se graba las auténticas fortunas, las que por el hecho de dividirse fingidamente entre muchos, se pierden en el limbo, es decir, las corporativas; más allá del ridículo de las cábalas que ahora hacen todos los políticos antes de dar su voto para ver si ellos entrarían en el impuesto o no; más allá del hecho de que Rajoy ha cambiado su niña, su amada niña, por los abuelos de la misma y una casi imposible herencia en la ancianidad -¿a qué años se han muerto los padres de esos buenos señores para que les haya llegado una herencia en el ocaso octogenario de sus existencias?-, Rajoy pone el dedo en la yaga.
No se da cuenta pero aprieta en la pústula supurante que ha necrosado el sistema hasta pudrirlo, en la sepsis que ha coagulado nuestra capacidad de supervivencia económica, en la septicemia que ha infectado definitivamente hasta el último rincón del vía crucis social que se ha dado en llamar liberalismo económico.
Rajoy pone el dedo en los rentistas. Aunque él no sabe o prefiriere no saber que ellos son la yaga.
Tras la nueva imagen electoral generada por la siempre calenturienta mente del líder otorgado del Partido Popular de dos abuelos comprando la ofertas en el DÍA, sobreviviendo con el alquiler que cobran por su lujoso piso en el barrio de Salamanca o en Puerto Banús -no olvidemos que la casita de marras tendría que tener un valor mínimo de 700.000 euros- se esconde la figura, la sombra que realmente debería ser tratada en todo esto.
El rentista, aquel o aquella que pasa toda su vida ganando dinero sin hacer nada, sin aportar nada al flujo de riqueza de un país o de una sociedad, jugando con el capital, medrando con la incertidumbre, navegando por los mercados y capeando las tormentas que él mismo genera mientras cientos de naves se hunden a su alrededor.
Puede que la mente histórica nos arroje al petimetre de puñetas de gasa y pañuelo de seda o al hijo pródigo novecentista de tertulia cultural, alfiler de corbata, chistera, bastón de puño de hueso y pistolas de duelo. Puede que el inconsciente emotivo nos arroje al casero octogenario que recauda la renta y siente como un insulto personal la obligación de arreglar la caldera.
Pero esos no son los rentistas. Hoy los rentistas son los que calzan zapatos de 140 euros, trajes de Armani y juegan cada día, cada hora, cada minuto, con el futuro de las empresas, con los objetivos de los estados, con la estabilidad del sistema económico, sin aportar nada más que incertidumbre. Sin dar nada y tomándolo todo.
Vamos, lo que, en el fondo, todos querríamos hacer.
Los rentistas se sientan hoy en las juntas generales de accionistas, en los consejos de administración y toman decisiones que nada tienen que ver con las empresas y sí con sus carteras. Son los que al final del año comprueban sus cuentas de dividendos y se dan cuenta de que han recibido un dinero que, por la lógica social más aplastante, por la justicia general más básica, no deberían percibir.
Unos rendimientos que detraen de los beneficios que deberían recibir otros, de las inversiones que deberían hacer otros, en un pago y una retribución eterna y continua por arriesgar su dinero -que probablemente había sido obtenido de idéntica manera- en un momento puntual y que ya han amortizado con creces.
Esos son los rentistas. No la casera de kilo de patatas a 1,35 euros en el DÍA.
Los rentistas son los que mandan a su lobos a los parquets de todo el mundo en una inacabable cacería en la que todo está permitido, en la que, por mas comisiones, síndicos y juntas que se creen, sigue sin haber reglas.
En la que se puede acorralar de repente el trabajo de un empresario y los empleos de cientos de personas para lograr beneficios sin moverse del sofá -de buena piel, por supuesto, nada de mariconadas del Ikea- .
Los rentistas son los que inflan mercados y empresas que no tienen estabilidad ni solidez para que los rendimientos de sus acciones suban y luego desinflan burbuja tras burbuja -la virtual, la inmobiliaria, la tecnológica, ¿cuantas burbujas llevamos ya?- para embolsarse los beneficios de la operación.
Esos son los rentistas. No el niño de papá que dilapida en putas y viajes la herencia paterna.
Los bancos centrales inyectan liquidez y la bolsa sube. Y nosotros creemos que eso tiene algo que ver con nosotros, que eso es algo que nos beneficia, aunque sea indirectamente, a través de los estados y las empresas.
Pero no. La bolsa no tiene nada que ver con nosotros, no tiene nada que ver con las empresas que cotizan en ella.
Toda esa liquidez terminará indefectiblemente en las carteras y las cuentas paradisiacas de esos rentistas que encontrarán la manera de robarla del sistema a través de operaciones de accionariado, de opas o de cualquier otro mecanismo que dejará la situación igual o peor, pero que les hará a ellos más ricos.
Por más que nos la vendan o nos la hayan vendido como el baremo y el termómetro de nuestra salud, la bolsa, ese perverso club social de rentistas sin escrúpulos, es solamente el parte médico continuo de como avanza nuestra septicemia.
Pero esos rentistas permanecen en la sombra, nadie les mira y nadie les toca. Unos nos los venden como las grandes fortunas de jet privado y noche en el Liceo, El Real o El Arriaga y los otros nos los pintan como la reminiscencia plausible y tierna de la mítica Doña Estefaldina y sus aparcerías de la malhadada Cecilia.
Así que quizás Rajoy tenga razón y no haya que tocar los patrimonios.
Quizás haya que grabar las actividades; restringir el número de beneficiarios financieros por empresa y la cantidad de empresas de las que un solo individuo, una empresa o una corporación puede ser inversora financiera. Quizás haya que grabar tanto los beneficios de la especulación bursátil y financiera que ya no les resulte rentable jugar al paddle y consultar el iPhone mientras derriban y encumbran empresas, mientras destruyen nuestro presente y cercenan nuestro futuro. Quizás haya que controlar de verdad o incluso cerrar La Bolsa.
Y algunos me dirán que eso es imposible en este sistema. De acuerdo, yo no he dicho que tengamos que seguir en este sistema.
Quizás aquellos y aquellas que ni trabajan, ni crean empresas, ni realizan actividad productiva ninguna tengan que ver como las inmensas alas de la Agencia Tributaria se extienden sobre ellos, enviándoles el mensaje de que una sociedad que se precie no puede tolerar, por pura supervivencia, tanta gente que gana dinero sin hacer nada, sin crear nada, sin cambiar nada.
Pero ni el socialismo apologético de Zapatero y sus grandes fortunas de a 700.000 euros ni el populismo evangélico de Rajoy y su emblemática imagen del anciano rentista harán nada de eso.
Y no lo harán no porque ellos no quieran hacerlo. No lo harán sencillamente porque nosotros no queremos que lo hagan.
Porque, en el fondo, tanto hemos abominado del trabajo, tanto hemos aparcado la decisión vocacional sobre nuestros futuros, tanto hemos denostado nuestra responsabilidad para con nosotros mismos y nuestras posibilidades, que no nos molesta la existencia del rentista. Solamente nos molesta no tener invitaciones para unirnos a ese club.
Tanto hemos imbricado el egoísmo en nuestras mentes individuales que ya todos queremos ser ricos. No queremos hacer una cosa u otra.
Únicamente queremos ser rentistas. Hasta los mejores de nosotros sólo sueñan con vivir de las rentas. Así que no podemos consentir que el rentismo desaparezca.
No podemos permitir que se eche el cierre definitivo a la Bolsa de Valores y, sabiendo de antemano que no vamos a encontrar la paz egoísta en la suerte de las rentas, se nos arroje a la necesidad de soñar con la felicidad en el aprovechamiento de nuestras capacidades, nuestros esfuerzos y nuestras vocaciones.
No podemos consentirlo porque no exploramos las primeras, rechazamos los segundos e ignoramos o ni siquiera nos planteamos las terceras.
Porque creemos haber ganado con la sangre de otros, la vocación de otros y la lucha de otros, el derecho a ansiar un destino en el cual el mundo nos de todo sin que nosotros tengamos la obligación de darle nada.
Así que Rajoy sin saberlo ha puesto el dedo en la yaga. Y una vez más la yaga, a través de la que nos invade nuestra propia septicemia, somos nosotros mismos.
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