Hay días que cuando van llegando se anuncian como la hora de aterrizaje de un vuelo transoceánico. Miramos al cielo, escuchamos el impacto sónico de los motores en la atmósfera y nos preparamos para ver aparecer el aeroplano mucho antes de que este siguiera esté en condiciones de llegar.
Puede que esta no sea la imagen retórica más adecuada cuando se va a hablar y escribir -por enésima vez- del nunca olvidado y nunca olvidable 11-S. O puede que sí lo sea.
En un par de días se cumplen diez años del golpe bélico que los locos furiosos del cuñado del profeta le asestaron al centro financiero de la civilización occidental atlántica. Y por eso parece que toca hacer balance, recuerdo, efemérides y recuento de lo que fue y está siendo ese suceso. Para nosotros, por supuesto, que para el resto del mundo tanto da.
En este tiempo nuestro acelerado parece que diez años es mucho tiempo. Al bueno de Enrique V no se le hubiera ocurrido hacer balance de su guerra contra Francia diez años después de la toma de Hafleur. Todavía le quedaban noventa años de guerra.
A los principes de Bohemia no se les hubiera pasado por la cabeza hacer recapitulación una decada después de la Segunda Defenestración de Praga, aun quedaban cuatro lustros más de muertos, odio y sangre, para la Paz de Westfalia.
Pero para nosotros, empeñados en correr hacia nuestro futuro a la misma velocidad que Usain Bolt perdiendo el autobús, diez años es tiempo más que suficiente para creernos en condiciones de hacer balance.
A lo mejor en este caso y sin que sirva de precedente esa premura occidental está en lo cierto, esa aceleración atlántica es acertada.
Estar más de diez años parado puede ser demasiado. Demasiado incluso para una sociedad que ya ha decidido que no puede hacer otra cosa salvo languidecer.
Porque si pensamos en el 11-S, en el único 11-S de tiempo apocapado, si hacemos balance sobre él como un punto aislado en nuestro calendario de efémerides, si nos acercamos a él para descubrir qué ha pasado desde que la locura yihadista hiciera arder y caer -pese a las opiniones cospiranoicas, claro está- los símbolos aparentemente estables de la locura liberalista y no somos capaces de escuchar el eco del impacto que supuso, entonces, sólo nos queda una reflexión que hacer, diez años después de que nuestras mandibulas cedieran a la ley gravitatoria, absortas y maravilladas por la hipnótica atracción del desastre.
Hay quien dice que ese día cambió el mundo; hay que afirma con tino que, como diria la mítica Mafalda de Quino, "no fue el acabose, sino el continuose del empezose" de nosotros mismos. Y los hay que, más dados a la fantasía sin pruebas, se lanzan al universo conspirativo de escala planetaria, si no galáctica. También los hay que, reafirmando lo obvio, nos hielan la sangre con un titular a cinco columnas que resalta lo evidente, que el once de Septiembre de 2001 sólo tiene de especial que fue el día en que la guerra llegó a América.
Pero los hay que, en estas lineas endemoniadas, creemos que el mundo no cambió, ni continuó ni llegó a ninguna parte. Que el 11 de septiembre de 2001 fue el día en el que el mundo, en su versión occidental atlántica, simplemente se detuvo.
Porque, desde que las Torres Gemelas dejaron huérfana la línea del horizonte de la ciudad de Nueva York, el mundo está parado. Al menos nuestro mundo.
Está parado porque, como les ocurriera a los Babilonios con los Egipcios, a los griegos con los Persas, o a los romanos con los godos, hemos encontrado la excusa perfecta para languidecer en la decadencia. El argumento deseado para no cambiar.
Desde que los absurdos seguidores de un dios que no comprenden tiñeran de sangre vagamente inocente los jardines de un paraiso inexistente, nosotros nos hemos dedicado a negar la mayor, a cercenar los pocos impulsos de cambio que aún nos quedaban.
Hemos colocado la rodilla sobre el asta de la lanza y nos hemos empeñado en defender, cual irreductible Guardia Real, lo indefendible, amparándonos en el miedo a cambiar eso y escudándonos tras el inmenso hoplos de que lo contrario significaria dar la razón a aquellos que quieren imponer su locura por encima de la nuestra.
Así que ya no cuestionamos ninguno de los puntos de partida, de destino ni de regreso de nuestra civilización atlántica, aunque nos estén matando de hambre, paro y falta de futuro. No lo hacemos porque aquellos que nos devolvieron el ataque también lo hacen.
Nos hemos quedado parados en la defensa de lo nuestro, aunque lo nuestro sea a todas luces prácticamente imposible de defender.
Lo hacemos porque tenemos -o creemos tener- la excusa perfecta de que los fríos asesinos yihadistas también quieren cambiarlo. Los que quisieron asesinarnos nos han servido en bandeja de plata, como la cabeza del profeta, la coartada incuestionable para nuestro suicidio.
Nos negamos al cambio económico porque hay que defender el modelo Occidental que ya ha fracasado una vez tras otra y que cada vez vuelve a fracasar con mayor velocidad.
No vaya a ser que nuestros enemigos tengan razón.
Nos negamos al cambio ideológico que lleva hacia la universalización porque no vamos a permitir que esa cultura que inventó parcialmente las matématicas, la astronomía y la legislación agraria -entre otras cosas- y que, ocasionalmente, ha tenido ramalazos de extremismo religioso -como la nuestra, por cierto- pueda aportar algo interesante a esos valores nuestros librecambristas, arteramente cristianos y falsamente democráticos.
No vaya a ser que entre tanto intercambio cultural, religioso y filósofico se nos cuele alguien que no dé por sentado que hemos de permanecer -nosotros, los occidentales atlánticos- en lo más alto de la cadena alimenticia de la humanidad.
Llevamos nuestro impulso a cero en la defensa de las libertades y permitimos persecuciones religiosas de bajo nivel, imposiciones de vestimenta, registros aleatorios, sospechas infundadas, restricciones absurdas en aras de defender a capa, espada e incongruencia una libertad en la que decimos creer y que no es otra cosa que el reflejo de nuestro miedo a la libertad ajena.
No vaya a ser que entre tanto burka, chador, rosario coránico, turbante y mezquita se nos cuele un terrorista.
El día que vimos arder las torres, de eso va a hacer diez años, soltamos un suspiro de alivio como sociedad y como civilización.
Puede que como individuos lo percibieramos como horror, indignación, deseo de venganza o justa ira. Pero socialmente tan sólo fue alivio.
El fuego del Word Trade Centre apagó definitivamente los escasos rescoldos de la llama de otras muchas cosas que habían encendido nuestros antepasados en las calles de París, en las fábricas de Liverpool, en los campos del Meresme, en los algodonales de Louisiana, En las pampas argentinas, en las playas gaditanas o en las minas de la Cuenca del Rhur.
La miriada de toneladas de tinta virtual y la infinidad de pulsaciones de ordenador empleadas para dar forma escrita al contraataque furioso, sangriento y macilento contra nuestro Occidente, hasta entonces incólume, nos permitió por fin firmar nuestra renuncia formal a otros testamentos heredados y onerosos desde el momento en el que decidimos preocuparnos solamente de nuestros egocéntricos universos personales.
Pudimos por fin obviar los trazos de pluma de ganso escritos en los gabinetes de los enciclopedistas, en las asambleas de los revolcuonarios franceses, en las furtivas reuniones de los indepentistas estadounidenses de las Trece Colonias. Tuvimos al fin un pretexto para ignorar el recuerdo de lo impreso en las linotipias de los sindicalistas, en las imprentas clandestinas de los anarquistas o en las pancartas pintadas de las sufragistas.
La demolición yihadista de las Torres Gemelas y sus tres mil holocaustos a un dios que no los quería y que nunca los pidió, nos dieron por fin el argumento deseado para pararnos. Para eludir todo impulso de movimiento como sociedad y como civilización. Para deternernos.
Para seguir siendo lo que hemos decidido ser y nos está llevando a la muerte.
Ya podiamos sacrificar la libertad por la seguridad, ya podíamos dejar de buscar integración en aras de la protección, ya nadie nos echaría en cara no enriquecernos con lo que nos aportan los demás por el miedo a que nos reclutaran para la locura yihadista.
Ya no había que cambiar el sistema económico para no ceder al chantaje del terrorismo contra los recursos; ya no había que reclamar derechos y justicia para todos -aunque sean terroristas- porque estaban en juego las vidas de los nuestros; ya no había que exigir apertura y respeto porque nuestros enemigos no los habían tendido y podiamos defender abiertamente que nuestra visión del mundo es la que hay que imponer porque nosotros no hemos arrasado ningún centro financiero de Qatar -que se sepa-.
Así que el mundo, ese mundo nuestro, se paró el 11 de septiembre de 2001 porque, cuando necesitamos un impulso para avanzar y reconocer que nos habiamos equivocado y teniamos que cambiar, nuestros enemigos -los enemigos que nosostros nos buscamos- nos dieron la excusa perfecta para no hacerlo: la guerra.
De manera que, como diria el, para mí, ya mítico personaje de Samuel L. Jackson en Amenazados, nosotros, los occidentales atlánticos de la cultura del individualismno, ya hemos perdido esta guerra. Un solo ataque nos detuvo. Nos dio la justificación perfecta para dejar de avanzar, para pararnos.
Puede que los locos de la Saria y el terrorismo suicida no buscaran eso precisamente. Pero lo consiguieron. Ya estamos quietos. Ya estamos muertos.
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