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viernes, junio 17, 2011

Siria llora a la oposición que le matamos

Hay ocasiones en las que hablar de lo conocido, de lo que se sabe, de lo que se siente, de aquello a lo que se está llamado a volver porque nunca se debió abandonar, es lo que más se demora, es lo que se evita con una reiteración obsesiva. Quizás porque hay guerras que sientes tuyas. Quizás porque duelen como todo, pero curan como nada.
Pero un demonio que clama por la responsabilidad, que aboga por la realidad, no puede ampararse en su dolor ni en sus recuerdos. Sólo una ciudad y una mujer han conseguido eso en este demonio escribiente. Nunca hablaré aquí de la mujer, aunque algunas defiendan que  en estas líneas hablo para ella.
Así que, por eliminación y por definición, hoy toca, por fin y aunque escueza, hablar de Damasco, hablar de Siria.
Entre tanta guerra, entre tanta revolución y tanta represión, nosotros, los occidentales atlánticos que creemos estar a salvo de todo, hasta de nosotros mismos, pasamos algo por alto, ignoramos la esencia y la presencia de lo que está ocurriendo y de lo que aún está por ocurrir en las tierras del califato.
E gobierno de Siria, el centro de la actividad árabe, se desmorona -o se recompone, según se mire-, pero todo parece estar desajustado, ocurriendo a unos ritmos impropios de la situación. Pareciera que, incluso en esto, los sirios, los seculares defensores de ese califato eterno e histórico, están haciendo las cosas de otra manera. Más dolorosa, pero de otra manera.
Y es que, aunque la ferocidad de Bachad El Assad en aferrarse al poder hace que se parezca a Libia, Siria no es Libia; aunque la absoluta inoperancia de la diplomacia internacional y la pasividad del Occidente Atlántico hace que se asemeje a Yemen, Siria no es Yemen; aunque la furia de las gentes y su impulso resistente contra tanques y disparos hace que las imágenes de Jisr al-Shughur o cualquier otra malhadada localidad damacena se nos antojen como las de Túnez,  Marrakech o El Cairo, Siria y lo que pasa en ella no es, ni será nunca como la antigua Cartago, las arenas de los dioses bereberes o la tierra de los viejos faraones.
Un solo detalle la hace diferente, un detalle que, entre tanta muerte, tanta sangre y tanto cambio a los que nos estamos acostumbrados, hemos pasado por encima. Un pequeño detalle que o no captamos o nos empeñamos en ocultar.
En Siría hay manifestaciones pero no hay portavoces, hay cambio pero no hay interlocutores, hay revueltas pero no hay organizadores. En Siria hay gobierno, un mal gobierno, pero no hay oposición. Ni siquiera una mala.
Y eso es lo que hace el fuego en el califato mucho más ardiente. Eso es lo que hace que las llamas que inundan el cielo de Damasco amenacen con quemarnos los bigotes a los que ahora parece que estamos a salvo aquí, en el mismo origen de ese y todos los conflictos.
Conocemos los rostros de las mujeres y hombres que han capitalizado la imagen de la revolución musulmana en la faz de Arabia y del Magreb. Conocemos a los jeques que se oponen al dictador yemení, a los intelectuales que plantaron cara al nepótico Mubarak y a los estudiantes que desafiaron al cleptócrata Ben Alí. Puede que todos nos parezcan iguales, puede que no entendamos lo que dicen y se nos antojen una pandilla de yihadistas -que todo el que grita, se queja o protesta en el mundo musulmán tiene que ser yihadista, por supuesto-. Pero existen, están ahí.
Les vemos con sus gafas occidentales y sus sonrisas o sus gestos adustos en los telediarios, en los periódicos. Si quisiéramos, podríamos identificarles. Pero en Siria no. En Siria nadie capitaliza los réditos de esa marea de riesgo y de agonía que ha puesto en marcha el pueblo del califato para librarse de lo que no quiere.
El Asad dice y repite que son yihadistas, pero no vemos mulahs, ayatolás ni nada por el estilo dirigiendo mensajes de ira, venganza y furia divina a las multitudes. Podemos imaginar que son demócratas, pero no vemos ningún sesuso hombre medio calvo o ninguna mujer con hijab hablando del futuro, la libertad y la paz.
No los vemos porque no los hay. Porque nosotros los hemos matado. Así de sencillo.
El régimen de El Asad era necesario para que los presidentes estadounidenses pudieran seguir recibiendo el dinero del lobby judío que precisaban para sus campañas. Era un régimen laico y moderno. Así que nosotros permitimos que depurara la oposición. La oposición yihadista cayó, la oposición nacionalista cayó y eso era bueno. Eso tranquilizaba a Occidente. E eso dejaba pasar el aire que Israel precisaba para respirar.
Pero en ese camino también cayeron los demócratas, también cayeron los opositores que criticaban al presidente por su naturaleza despótica, no por su renuncia a la guerra de dios, cayeron los que alzaban su voz contra los El Asad por su incapacidad para anteponer el gobierno al poder, no por las ansias de recuperar la gloria perdida ni Los Altos del Golán.
Esos también murieron, esos también se fueron. Y a nosotros, los occidentales que no sabíamos lo que estaba pasando allí, no nos importó. Al fin y al cabo un pueblo libre puede pensar por sí mismo y eso en el caso de Siria sería un gran contratiempo.
Y ahora cuando, pese a nuestra inmensa capacidad de resistencia al cambio, esa parte angular del mundo árabe comienza a moverse, la civilización atlántica busca algo con lo que detener ese movimiento, busca una brújula que dirija las naves damascenas en la dirección que le conviene y no la encuentra. No la encuentra porque no le importó que se perdiera.
Así que mantenemos a El Asad. La falta de intervención mantiene a EL Asad, la censura informativa mantiene a El Asad, las quejas fatuas, las sanciones pírricas, las declaraciones grandilocuentes y las portadas trágicas mantienen a El Asad. No porque nos guste, no porque ya nos sirva, sino simplemente porque no tenemos otra cosa que poner en su lugar.
Y esa situación es lo que hace a Siria radicalmente distinta del resto de las revueltas, revoluciones, rebeliones y guerras civiles árabes, musulmanas y magebríes.
Eso es lo que la hace esencial para el futuro y temible para nosotros, los que queremos que el futuro se exactamente igual que el presente.
Porque todos esos detalles no percibidos, ignorados, no contados nos llevan a otros, nos conducen de forma irremisible a una pregunta que es verdadera respuesta al motivo por el que occidente no puede gestionar la crisis siria. Si no hay oposición, si no hay rostros ni nombres a los que seguir ¿qué y quién está moviendo a los sirios en última batalla de una guerra que empezó con el califato?
No hacemos la pregunta porque no podemos intuir la respuesta.
En Egipto y Túnez todavía hay pueblos que ignoran que Mubarak o Ben Alí ya no están al mando del poder, En Yemen hay tribus nómadas enteras que, perdidas en el desierto, llegaron un día a una ciudad y se toparon de frente con las revueltas. Pero en el antiguo reino de Saladino la cosa funciona de otra manera.
Damasco está casi apacible mientras el ejército -el mayor y más moderno ejército del mundo árabe, junto con Egipto, no lo olvidemos- corre de una aldea a otra, de un extremo al otro del país, sofocando revueltas, disparando a las gentes, aplastando manifestaciones. Lugares en los que, por pura lógica social, la historia debería ir más despacio, la actualidad debería ser algo lejano y no rabioso, se convierten en focos repentinos y aislados de lucha y de horror.
Eso no se llama estallido social, se llama guerra de guerrillas. Lucha de desgaste.
La propaganda y la censura del régimen mantienen una férrea mordaza de silencio. Pero cuando algo se filtra a Occidente, cuando se supone que se elude el silencio, no pasan las imágenes de los ajusticiamientos o de la represión policial, no se filtran escenas de fusilamientos, lo que se desliza ante nuestros ojos son las fotografías de los policías muertos -dato que, por cierto, es la siria la única revuelta en la que se ofrece-, de los militares represores que han caído a manos de los manifestantes -con tres tiros en la espalda, ¡que casualidad!- Vemos policías muertos, militares muertos por disparar contra las gentes y nos llegan noticias de brigadas que se pasan a los insurgentes para no tener que hacerlo. Eso no se llama censura de medios. Eso se llama propaganda sediciosa.
La revuelta siria es una guerra encubierta entre los que quieren la independencia de Siria para decidir su futuro y los que defienden que hay que esperar a que Occidente -porque es bueno llevarse bien con Occidente- otorgue el visto bueno al cambio. Y los dos bandos, que han existido siempre y existirán siempre se buscan y se atacan a lo largo de todo el país, Informan y contra informan al extranjero. El Asad ya no importa, ya no es factor. Es solo una excusa, una cortina de humo, como lo eran los cadáveres ocultos de los líderes de la extinta Unión Soviética mientras se dirimía el cambio de poderes. El que fuera el brazo ejecutor de la tranquilidad que demandaba occidente en las tierras sirias ya está muerto, claro que, como todo dictador, él va a ser el último en enterarse.
Es tan antiguo como la política del serrayo y la mezquita, es tan antiguo como Salāh ad-Dīn Yūsuf ibn Ayyūb y su famosa frase de " cuando hables con él, pregúntale a Allah cuántas batallas ganó antes de que yo dirigiera sus ejércitos". Es tan viejo como el califato 
Y todo eso es porque Siria se mueve pero lo hace desde dentro y una dirección que se han asegurado que occidente sea incapaz de controlar.
Desde el DNI, la inteligencia interior siria, hasta la mítica Mukhabarak Askariyya -¿no han oído hablar de ella?, es lo que tiene un servicio secreto, un buen servicio secreto-, pasando por otros muchos estamentos sirios han decidido que es el momento del cambio aunque occidente no estuviera preparado para ello o precisamente porque occidente no está preparado para ello.
Y el cambio no es solamente la salida de El Asad, no es la instauración de la democracia, aunque probablemente pase por todo eso. El cambio es asegurarse de que piensan y van a pensar por si mismos de ahora en adelante. Que nadie les dirigirá, ni en nombre de su dios ni en nombre del progreso, hacia ningún sitio al que no quieran ir.
Y si lo hacen que lo harán no podremos echarles la culpa de que su cambio no se mantenga dentro de nuestros referentes, de que sus nuevos líderes no acepten nuestras reglas del juego. Nosotros les robamos esos referentes y al hacerlo les demostramos que ni siquiera nosotros creemos en esa democracia y esa libertad de los pueblos cuando no nos viene bien
Así que cuando todo esto acabe y todo aflore en las calles de Damasco, el califato nos mirará y se encogerá de hombros. Ya no tendremos nada que decirle.

Quiera la historia que cuando empiece a ser lo que decida ser, Siria no vuelva sus ojos hacia Jerusalén como un día hizo su califa. Israel sabe que si lo hace no será tan misericordiosa como el sultán Kurdo. Con las miradas de Egipto, Siria, Palestina, Irak, Irán, Líbano y Jordania puestas directamente sobre su carótida, Sión no tendrá tiempo ni para organizar la tercera diáspora.
Y los presidentes estadounidenses se quedaran sin fondos para su campaña.
PD: si no sabeís leer árabe, mala suerte -yo tampoco, perotengo la traducción-. Es el plan de acción de la Mukhabarat siria. No pregunteís

jueves, marzo 31, 2011

Damasco o la implacable piedra angular

Mientras nosotros seguimos lo que nos llega desde cerca -que no lo creemos que nos toca de cerca-, mientras nos esforzamos por comprender y seguir la intervención que no lo es del todo en Libia y nos obligamos a olvidar las reglas básicas del reparto universal de justicia para indignarnos por la absolución de El Cuco, el cambio en el mundo ha llegado donde tenía que llegar. Donde a nadie le interesaba que llegara.
La mutación, el movimiento, la crisis, han llegado a la piedra angular del arco voltaico que es ahora el mundo árabe, el mundo magebí, el mundo musulman. La revolución sacude los cimientos de Damasco y si Damasco tiembla, lo musulmán se estremece, lo árabe se convulsiona, lo magrebí se retrae.
Si Damasco se pone a cambiar y termina cambiando, cambia El Califato y eso para un buen puñado de seres humanos no es decirlo todo. Pero es decir mucho.
Su situación geográfica, su historia, su posición religiosa, su lugar en el inconsciente colectivo de varios miles de millones de árabes y musulmanes hacen de Siria un lugar especial, uno de esos puntos que por su absoluta obviedad nos pasan desapercibidos a nosotros, los lánguidos componentes del Occidente Atlántico. Pero Siria no es Los Altos del Golán, no es el turismo afectado y controlado de Palmira. Siria es Damasco.
De Damasco partieron las órdenes y las tropas que llevaron al Islam al único califato unitario que vio la historia. A ese gobierno de Dios sobre la Tierra que los yihadistas furiosos recuerdan y anhelan volver a implantar en un orbe en el que ya no tiene cabida  porque nunca la tuvo para un gobierno impuesto desde cualquiera de los cielos a los que miran los hombres.
De Damasco partieron los conocimientos, las leyes, la ciencia y la cultura que los verdaderos musulmanes ansían recuperar, en sus gobiernos y sus poblaciones, para poner freno a esa ola enfurecida que amenaza con devorar todo lo que ellos y su profeta quisieron que fuera su religión y su mundo.
En Damasco creció el mito del hombre que impuso contención a sus propios mulahs y ayatolas y que desparramó respetó entre sus enemigos más acerrímos. En Damascó reinó alā ad-Dīn Yūsuf ibn Ayyūb, aquel al que nosotros, en nuestra incapacidad de comprensión y adaptación a su mundo, que a estas alturas ya se ha hecho patólógica, nos vimos obligados a llamar Saladino.
Todo eso es Damasco y todo eso está cambiando. Por ello, más que los avances y repliegues en el desierto libio, más que las matanzas consentidas en Yemen, más que las tropas desplegadas en Bahréin, más que los arrestos domiciarios en El Cairo o los gobiernos inestables en Túnez, su cambio va a sacudirnos hasta los cimientos. Aunque aún no sepamos verlo.
Porque todo el mundo necesita a Damasco y al que fuera su califa. Todos quieren hacerlos suyos, todos necesitan que el movimiento del centro del arco se vuelva hacia ellos. Y, hoy por hoy, nadie sabe hacia donde va a moverse.
Siria no es su presidente vitalicio, heredado y autoimpuesto, Siria no es su Primera Dama, hermosa, elegante y totalmente occidentalizada en portadas de Vogue y Cosmopólitan; Siria no es su guerra enquistada con Israel por Los Altos del Golan, ni su control, prácticamente sin paliativos, de Libano y las varias  facciones que se mueven entre Beirut y el Valle de La Becah.
Todo eso cambiará si Damasco cambia. Pero todos, hasta nosotros, los que creemos no necesitar a nadie, necesitamos a Damasco por lo que fue y por lo que será, no por lo que es ahora.
Los kurdos la necesitan porque Saladino, el califa Adbasí, el único califa real, era kurdo y reinó en Damasco; los insurgentes irakíes de Bagdad -el otro califato que, en realidad, no lo fue- le reclamán para sí porque nacio en Tikrit -¿recuerdan qué otro ilustre ahorcado era natural de tan exigua población irakí?-.
Los sunnitas necesitan Damasco y el recuerdo de Saladino para dejar claro que la única vez que el poder religioso y político estuvo en las mismas manos en el Islam lo fue imponiendo los criterios sumnitas de interpretación de El Corán.
Los chiíes reclaman los tiempos de la grandeza damascena y su califa porque él llevó el verde del profeta en la afilada punta de su cimitarra -lo hizo para defenderse, pero para cualquier amante de la guerra es mejor una guerra defensiva que ninguna guerra-.
Los magrebíes se acuerdan de él porque permitió que, arropados por el Islam, se hicieran grandes hasta desembocar en Al Andalus; los árabes porque Damasco y Saladino fueron los primeros, mucho antes que Lawrence, el inglés, que les recordaron que eran uno, dividido en muchas tribus, pero uno. Aunque luego lo olvidaran y tuvieran que llegar Peter O'Toole e Israel a recórdarselo.
Así que todos en eso que ahora llamamos como antaño mundo musulmán necesitan a Siria, necesitan a Damasco. Para sus amores o para sus odios, para su grandeza o para su miseria, para su admiración o para su envidia. Pero todos en el mundo arabé y magrebí han mirado  alguna vez hacia el horizonte damasceno para darse cuenta de donde estaban ellos.
¿Y nosotros? ¿Para qué necesitamos nosotros a Siria? ¿Por qué habría de ser importante para nosotros la capital de El Califato?
Porque siempre lo ha sido, porque siempre la hemos necesitado.
En esa antigua Edad Media, que algunos se niegan a abandonar y otros pretenden recuperar, Damasco fue importante por era como queriamos ser.
Era poderosa, culta, condescendiente, moderna. Eran infieles, eso sí, pero algo malo tiene que tener todo el mundo. Por eso la necesitabamos. Porque alguien en Damasco tuvo la cordura de no bañar dos veces Jerusalén en sangre, aunque hubiesen empezado otros; porque de Damasco partieron las leyes que permitieron el acceso a todos a La Ciudad Santa, aunque otros la habían cerrado a todos de antemano. Porque, en su fuero interno, hasta el más cristiano de los reyes quería ser Saladino.
Pero si en el pasado remoto se necesitó a Damasco por que era lo que queriamos ser en el pasado reciente, ese que estámos viendo morir ahora, necesitamos a Siria porque es como nosotros queríamos que sea.
Damasco era la capital de una Siria occidentalizada, con presidente en lugar de rey o emir, con un sistema presidencial. Era un país que podía mantener una guerra a la forma tranquila y moderna en la que se mantienen ahora las guerras. Era un régimen contenido que ejemplarizaba esa contención en la bella Asma Assad y en la imagen de ingeniero occidental de su presidente.
Occidente necesitaba a Damasco para que la lucha por Los Altos del Golán no desembocara en otra Guerra panarbista. Para que, con sus tropas en las calles de Beirut, les negara a los chiíes el control total de Libano a través de Hezbolah, para que mantuviera el eterno enfrentamiento entre lo suní y lo chií que mantiene debilitado al mundo musulmán. Para que Israel viviera con la relativa tranquilidad de saber que su enemigo era civilizado, aunque fuera su enemigo, para que el mundo árabe viviera con la tranquilidad de que ningún rey que se sentara en el palacio de Damasco iba a verse afectado por los recuerdos y los efluvios del poder de un monarca kurdo de la Edad Media e iba a intentar imponer sobre sus cabezas, sus cuentas ciorrientes y sus pozos petrolíferos un nuevo califato universal.
Para todo eso necesitaba Occidente a Siria y a Damasco hasta hoy. Por todo eso era importante para nosotros. Por todo eso el cambio en Siria nos hace temblar. O al menos debería hacernos temblar.
Porque si, perdido Egipto para la causa -si es que occidente puede tener aún alguna causa- si la piedra angular del arco musulmán gira hacia el yihadismo se llevará a otros muchos con ella. Otros muchos, reyes y presidentes, que ahora son contenidos porque Siria lo es, que ahora no son yihadistas porque Damasco lo vería mal, que ahora no son panarabistas porque nadie se para a mirar demasiado al califato. 
Israel sabe que si eso ocurre, por más aliados, por más armamento y por más superioridad estratégica de la que supuestamente disponga, estará muchos años cantando cada día el Kaddish por sus muertos. Y luego a lo peor hasta desaparece.
Porque si gira hacia el panarabismo poco tendrán que hacer o que decir los ínfimos emires y reyes contra una población que se sentiría más grande como parte de algo enorme que como miembros menospreciados de un pírrico reino.
Porque si gira hacia lo religioso y lo sunita, Irán tendrá que decir adios a su influencia en la zona y Occidente tendrá que dejar de tirar de islamofobia y pánico yihadista para explicar la mayoría de sus acciones en zonas del mundo en las que se extrae la energía de nuestras sociedades y en las que interviene principalmente por ese motivo; pero si gira hacia lo religioso y lo chiíta, Libano será chiíta, Palestina será chiíta y es posible que muchos de los estados del Golfo dejen de poder reprimir y controlar a esas poblaciones, ahora numerosas pero sin poder en sus territorios.
Porque si Damasco gira hacia la democracia y se lleva con ella al mundo árabe y al mundo musulmán ya no podrá controlarse nada. No podrá evitarse la unidad árabe si la quieren, no podrá evitarse que hagan lo que quieran hacer. No podrá evitarse El Segundo Califato. Aunque tenga parlamento y el Califa sea elegido cada cuatro años.
Hace años le pregunté a alguien porque Siria había abandonado el panarabismo y había decidido mantener su actual postura. esa persona me contestó, como suele hacerlo mucha gente en Damasco con una referencia directa a Saladino
"Vosotros recordaís que El Califa era mesurado y contentido. Nosotros también recordamos que era implacable. Mesurada y contenidamente implacable".
Y así es Siria. Implacable. Como lo fue su califa. Por eso la dictadura de los Assad ha sido implacable en su represión, como lo fuera en su ascenso al poder y en su opresión. Por eso la revuelta es implacable y no da ni un paso atrás pese a los pistoleros, los gestos pacificadores, las balas y la sangre.
Damasco es Implacable, como lo fuera alā ad-Dīn. Elija el camino que elija será igual de implacable que lo ha sido siempre y eso nos da miedo porque hace mucho tiempo que nosotros perdimos la capacidad de serlo. Y si un cambio es implacable, cambia el mundo. También el nuestro.

viernes, marzo 18, 2011

Libia: El alfíl motuorio de Occidente

Occidente se ha movido. Al ritmo mastodóntico y enajenantemente lento al que ha decidido hacerlo, en un mundo que estalla deprisa por lo humano y que se quiebra a toda velocidad por lo geológico, pero parece que se ha movido.
Las Naciones Unidas han aceptado la intervención militar en Libia. Han aprobado que es justo y necesrio evitar que la aviación y la artillería pesada de un dictador deje de matar a aquellos que tomaron las armas para descablagarle del desabrido y furioso corcel de un poder que le ha conducido al mesianismo y la locura.
Se ha movido en contra de las reticencias de China que de repente -¡gran casualidad!-  han dejado de serlo; en contra del universal encogimiento de hombros de sus poblaciones ante la tragedia efectiva de los que mueren en el desierto.
Se ha movido lentamente -esperemos que no tardíamente-, pero, aunque lo parezca, el Occidente Atlántico no se ha movido para cambiar el mundo. Se ha movido para que el mundo no se mueva, para que deje de hacerlo.
¿Qué diferencia existe entre la votación de hace unos días, cuando se vetó la zona de exclusión aérea y cualquier intervención militar, y esta última, en la que se autoriza prácticamente hasta que un comando de élite se plante en la casa Gadaffi y le descerraje un tiro en la sien mientras duerme?
Muchas pero ninguna de las que se antojan evidentes.
Podría decirse que es porque ahora los rebeldes tienen todas las de perder, podría decirse que es por el fiasco enérgetico que está provocando la ocurrencia del globo terráqueo de borrar medio Japón de la faz de la tierra; podría decirse que es porque China necesita que se restablezca cuanto antes el flujo petrolífero desde Trípoli y Bengasi, ahora interrumpido.
Y se acertará parcialmente en todo, porque todos esos motivos son meros síntomas de una misma enfermedad, el mal que le ha hecho a Occidente demorar su extertor, la dolencia que le hace tomar decisiones con la velocidad de un anciano artrítico y la desesperación de un nonagenario asmático.
Todo lo que ha hecho y está haciendo el Occidente Atlántico responde a la única enfermedad que le está matando, que ya le ha matado: la parálisis.
Un movimiento tiene un objetivo, exige una continuidad, eso es el cambio. Eso es jugar una partida. Se mueve un peón en la espera de que algo ocurra, de que haya una respuesta para luego poder contrarestar esa respuesta -aunque, si se es buen jugador, se intenta anticipar esa reacción-.
Y eso es lo que hizo Francia cuando se le escaparón las cosas de su sitio en Libia. Hizo un movimiento, una apertura, sacó un peón de su escaque. Reconoció al gobierno rebelde de Bengasi. Asumió un riesgo, controlado o no, pero lo asumió.
Francia, en esto suele ser otra cosa. Su revolución reinventó Occidente, Taillerand inventó la diplomacia moderna multilateral, pero, como los ingleses con el fútbol, inventar una cosa no supone necesariamente prácticarla de forma ortodoxa y brillante.
Pero el resto de las potencias, esas que ahora dejarán en manos de los mirage y los Rafel franceses la responsabilidad de las operaciones de exclusión aérea y en las pistolas de la legión Extranjera el honor del tiro de gracia sobre el descerabrado cráneo de Gadaffi, siguen quietas y lo seguirán.
Su movimiento no es otra cosa que un extertor, que un ataque de tos. Ellas no quieren jugar la partida. Ni si quieren que haya partida. Por eso terminan interviniendo, por eso hacen un movimiento obligado y a regañadientes de sus piezas.
Alguien -seguramente un árabe, seguramente uno de esos opositores de Bahréin ahora detenidos- dirá que es un contrasentido que se permita la intervención armada de terceros países para defender a un régimen absolutista, medieval e injusto como es el de su país, mientras se apoya a una rebelión que se enfrenta a un tirano idéntico, por idénticos motivos en la otra esquina del mundo musulmán; Alguien -probablemente algún disidente chino-, dirá que es una incoherencia que se acepte la intervención militar en el mundo árabe y ni siquiera se plantee el apoyo explicito a la disidencia en la Gran China; Alguien -probablemente algún desaforado pacifista occidental con su ojo ecologista puesto de reojo en Fukushima- dirá que toda intervención armada es perniciosa y que es una hipocresía insoportable que se hable de democracia y se tire de bombardeo cada dos por tres.
Pero todos se equivocarán. Porque el mastodonte occidental ha hecho en todos esos lugares, con todas esas acciones el mismo movimiento ajedrecistico buscando exactamente la misma situación.
Mientras el mundo árabe mueve peones en busca de ganar la partida, nuestro occidente atlántico ha sadado en un sólo movimiento sus alfiles y sus caballos -acogiéndose al mítico privilegio del rey en las partidas de ajedrez de dos movimientos por uno- para ocupar los escaques clave y conseguir que su rival no pueda mover por miedo a ser comido. Y así forzar las tablas, medrar en la paralísis. Poder morir tranquilo.
Bahréin y Libia pretenden conseguir lo mismo. Que el mundo no se mueva. En un sitio se consigue manteniendo al déspota y en el otro derribándolo. Pero el objetivo primario es el mismo, lograr de una vez que las cosas sigan como están.
Que el petróleo siga fluyendo, que China siga salvando nuestras enmohecidas economías, que el mundo no occidental y no atlántico siga creyendo y percibiendo que estamos al mando. Colocamos un alfil sobre negro para que los revolucionarios sepan que no han de moverse si eso nos cambia el paso; colocamos otro alfil sobre blanco para que los tiranos sepan que no pueden perpetuarse en contra de nuestros intereses. Colocamos nuestros caballos en mitad del tablero para que nadie se mueva por miedo a caer en un escaque al que tengan acceso nuestras monturas.
Puede Francia sea una excepción y haya tratado -y aún esté tratando- de ganar la partida para sus fines, pero las Naciones Unidas y las potencias que las componen y las manejan lo único que han hecho es exponer su deseo de terminar la partida cuanto antes, es lograr que deje de jugarse.
Por eso no hizo falta intervenir en Túnez, para que la partida acabara pronto. Por eso no se apoyó a un títere que había manejado Egipto con la supervisión occidental, para que acabara cuanto antes; por eso se permite que las tanquetas saudíes y kuwaitíes desmoronen la protesta civil de Bahréin, para que finalice apresuradamente. Por eso se apoya a los rebeldes en Bengasi, para que no se extienda en el tiempo. Por eso se deja que China machaque a la disidencia y que Rusia desmorone Chechenia piedra a piedra, para que la partida nunca empiece.
Porque sabemos que nuestro ritmo, nuestra ancianidad como civilización y nuestra completa parálisis como sociedad nos impide jugarla. Que la única manera de no perderla es demorarla, que la única forma de seguir vivo en un juego que no hemos empezado y que no queríamos empezar es forzar el inmovilismo típico de unas tablas de ajedrez.
El  Occidente Atlántico tiene tan poca tolerancia al movimiento, tan ínfima capacidad de cambio, que la única forma de permanecer agonizantemente vivo, de mantenerse en el mundo y en la realidad, es contagiar al universo del virús de la parálisis que está acabando con nosotros.
Por rápido que se desplacen nuestras flotas, por veloces que sean nuestros cazabombarderos de usos múltiples, por rápidas que sean nuestras unidades de despliegue táctico, no nos movemos. Estamos congelados en el tiempo. Somos una fotografía. Somos una esquela mortuoria.
Y el que piense que China está como nosotros se equivocará también. Los niños que empiezan a andar y los ancianos artríticos se mueven muy despacio. Pero sus motivos y sus expectativas son radicalmente diferentes.

jueves, marzo 03, 2011

El poker a la China de la guerra libia

Mientras nosotros nos empeñamos en no dejar de parecernos a nosotros mismos, el mundo sigue cambiando y corremos el riesgo de no reconocerlo cuando nos volvamos a él, abandonados nuestros continuos recursos al victimismo feminista del 8 de marzo y el estancamiento histórico que algunos intentan imponer en Euskadi.
Y Estados Unidos también cambia. Pero cambia para volver a ser como era. Cambia para parecerse al recuerdo de sí mismo.
Muchos dirán que todo eso lo ha provocado o lo está provocando la revolución libia. Pero se equivocan. No es la sublevación de los libios la que está demostrándonos que el mundo cambia, ha cambiado y está por cambiar. Es la resistencia del dictador, otrora revolucionario amado y amante de su pueblo, la que nos está levantando las cartas de la nueva partida que se juega en este planeta.
Las revoluciones cambian a las gentes, pero son las guerras las que cambian el mundo. Así de civilizados somos.
Y lo que hay en Libia es una guerra, una guerra en toda regla. Una guerra con mayúsculas. Y las guerras obligan a tomar partido, a posicionarse, a defenderse o a atacar. No se pueden observar y esperar que pasen sin tocarte. No se pueden ignorar, eludir ni evitar. Si quieres seguir vivo hay que participar.
Por eso Estados Unidos vuelve a parecerse a si mismo y quiere participar. Y necesita participar. Necesita demostrar que está vivo. Moribundo, pero vivo. Agonizante pero no muerto.
Obama se olvida en esto del Yes, we can porque ya se ha demostrado que Estados Unidos puede pero no quiere.
Y la Secretaría de Defensa estadounidense deja claro que la metrópolis de la civilización atlántica ansía entrar en esta guerra, desea participar en esta guerra, se muere por tomar parte en ella y necesita formar parte del conflicto.
Algunos dirán que es por el petróleo. Y no les faltará razón. Otros dirán que es por acabar con un secular enemigo con el que los misiles teledirigidos no pudieron terminar en su momento. Y sólo estarán parcialmente equivocados.
Otros, los más ingenuos y estadounidenses de los miembros de la civilización atlántica, afirmarán que es por defender la democracia y la libertad. Esos se equivocarán de medio a medio.
Estados Unidos no podía permitirse intervenir en Egipto porque era un país aliado y necesitaba que siguiera siéndolo. Porque necesitaba -para defender a un estado que se gana cada día a pulso que nadie quiera defenderle- que Egipto no fuera democrático, no fuera libre. Pero no podía decirlo abiertamente.
El gobierno estadounidense no tenía nada que ganar ni que perder con el gobierno de Ben Alí en Túnez ni con el desgobierno posterior. Los estadounidense ni siquiera van de vacaciones a Túnez.
Pero en Libia hay una guerra. Y una guerra marca vencedores, marca vencidos. En una guerra la neutralidad no es el valor límite.
Puede que la nación que manda sobre Barack Obama haya superado en parte, pese al paro galopante y a la crisis económica,  su problema con el complejo militar industrial; puede que ya no tenga ínfulas imperialistas al estilo clásico, que denuncia, por activa y por pasiva, el visionario líder venezolano de la estampita mariana y la revolución bolivariana. Pero Estados Unidos, como cualquier otra nación o individuo, no puede renunciar a la vida, a la supervivencia.
Y la supervivencia, en el caso del centro neurálgico de la Civilización Occidental Atlántica, se resume en una palabra: poder.
Obama se ve obligado a dejar de parecerse a si mismo y amenazar con bloqueos aéreos, con intervenciones militares para derribar a Gadaffi y su impulso de resistencia mesiánica y asesina.
Es por el petróleo, porque es mejor gastar el petróleo de otros que el propio, pero eso no es supervivencia.
Es por el complejo militar industrial, porque es mejor tener a las buenas gentes de América -su América- fundiendo y ensamblando helicópteros de combate que revolucionados por las calles pidiendo -exigiendo, en su derecho- trabajo, pero eso no es supervivencia.
Es por la situación del mundo musulmán, porque es mejor tener como enemigo a un tirano pseudo comunista, visionario y personalista que a un conglomerado yihadista que percibe la mera existencia de Estados Unidos como un insulto a su malinterpretado dios. Pero eso no es supervivencia.
La nación que no hizo caso del Yes, we can pero no estuvo dispuesta a poner el esfuerzo para llevarlo a cabo no necesita que Gadaffí caiga, no necesita que los rebeldes triunfen. necesita que, ocurra lo que ocurra, ella esté en el bando vencedor.
Y no lo necesita por el petróleo, ni por el yihadismo, ni por el paro, ni por el complejo militar industrial. Y, por supuesto, no es por la democracia. Lo necesita por China.
Porque el petróleo libio es Chino, aunque Occidente no se haya enterado todavía. Porque no es el antiamericanismo de Gadaffi lo que le roba presencia en el magreb, es China. Porque la muerte de Estados Unidos es que los rebeldes triunfen con el apoyo de China -¿alguien se ha preguntado de donde han sacado las armas con las que se oponen a Gadaffi?- y no con el suyo.
Porque si los rebeldes no le deben la victoria al glorioso ejército de los Estados Unidos de América y a su exclusión aérea, se le deberán a China y a sus buques de guerra y aviones militares de fabricación rusa -¿por qué Rusia siempre aparece cuando las gónadas de estados Unidos están encima de la mesa?-.
Y eso demostrará que China es una potencia, que puede derribar a un dictador al que ni siquiera los misiles estadounidenses pudieron tumbar con toda su tecnología, su sexta flota -¿siempre me he preguntado donde están las otras otras cinco?- y su cuerpo de Marines -¡Semper Fi!-.
Y los países árabes podrían volverse al gigante asiático, que nunca hizo una cruzada. Y los dictadores del mundo podrían concederle prevendas al país del dragón a cambio de mantenerles en el poder. Y las multinacionales estarían dispuestas a ganar dinero con el gobierno mandarín, pasando por alto todo eso que es sagrado para la civilización atlántica, como es el libre mercado, la competencia, la propiedad privada y la democracia -por ese orden, no nos engañemos-.
Así que Estados Unidos necesita ser él el que pueda pasarle la factura de su libertad al pueblo libio y que no sean los chinos que, por cierto, no han tenido problema alguno en desplegar buques de guerra sin necesidad de pasar por el oneroso tráfico del Consejo de Seguridad de la ONU -¡zarandajas occidentales!-. Porque si no es así no será Estados Unidos quien tenga el poder para ayudar a cambiar las cosas. No podrá seguir vivo.
Mientras Europa habla de castigar la represión de Gadaffi, de tribunales penales internacionales, de democracia y de esperar acontecimientos, Estados Unidos se resiste a morir, usando los bloqueos aéreos, las amenazas y todo lo que el arsenal y el constructo colectivo occidental ha definido como síntoma de poder y China demuestra al mundo que puede con un sólo acto demostrar que por fin -sí, por fin- está viva.
De modo que Libia, no la revolución libia, sino la guerra en Libia, demuestra que China ha sido alumbrada, después de milenios de embarazo, para la historia de la humanidad, que Estados Unidos se resiste a morir y que Europa está muerta.
¡Bienvenidos al mundo de Orson Scott Card. Bienvenidos al siglo XXI!

jueves, febrero 17, 2011

Cuando no moverte te impide salir en la foto -apuntes de Bahréin-

Mientras el gobierno y la oposición de este país se empeñan en congelar el tiempo de nuestra historia, intentando impedir la evolución democrática necesaria en Euskadi al tiempo que intentan que se revise la condena de Miguel Hernandez -como si al poeta muerto le importara lo más mínimo su memoria-, el mundo cambia.
Mientras nuestros políticos más cercanos se enredan en lo que más les gusta, que es, a la sazón, arrojarse los trapos sucios de sus respectivas metidas de mano en la caja pública, el mundo sigue cambiando. El mundo que está vivo, por lo menos.
Y ahora le toca el turno a Bahréin.
Casi no nos enteramos a tiempo de los motivos de Túnez y tardamos en comperender las circunstancias de Egipto. Pero lo que ocurre en el Reíno de Bahreín nos demuestra que somos incapaces de entender lo que está ocurriendo en el mundo, que no vamos a comprenderlo en mucho tiempo. Que no podemos enfrentarnos a ello.
La historia es movimiento y nosotros, el mundo occidental atlántico, permanecemos eternamente quietos como en una fotografia familiar, como en una cápsula criogénica. Como en una esquela mortuoria.
Bahréin estalla en una nueva revolución, la enésima en el mundo árabe. Y los esquemas se nos rompen, se nos deshacen. Y los lugares comunes se nos vuelven oscuros.
No tenemos nada a lo que recurrir para interpretar, en los treinta segundos que le dedicamos en el telediario, lo que pasa . No podemos echar mano de nada para explicar, en la media página del periódico que usamos para ello, por qué está pasando.
Porque Occidente hace mucho tiempo que ha recuperado ese impulso maniqueo que nadie -ni siquiera el más potente aparato eclesial de varios siglos de duración- logró arrancar de su inconsciente colectivo. Porque nos hemos vuelto a convertir al arrianismo y, en esa recuperada profesión de fé de los dos poderes enfrentados, no sabemos quiénes son los buenos y quiénes los malos. Y necesitamos saberlo.
En Bahréin un gobierno suní aplasta una incipiente revolución con tanques, disparos y vehículos pesados. Y los que piden justicia y libertad son los chiíes. Entonces los sunís son los malos y los chiíes los buenos. La cosa va bien.
Pero, de repente, la referencia crece, se contempla en su conjunto. Aparecen Irak, Irán, Yemen, Argelia, Marruecos, Jordania, Siria y todo comienza a volverse turbio. La película se nos lía, el argumento se nos pierde. El relato y el momento histórico se nos desdibujan.La cosa se nos complica. 
Deja de ser una cinta de acción de Hollywood, con sus buenos y sus malos, cada uno a un lado de la arriana línea del poder, para empezar a ser un culebrón venezolano, en el que nadie es bueno ni malo, sino exactemente eso mismo y todo lo contrario.
En Irak, los sunís son el gobierno que lucha contra la insurgencia chiíta, que pone bombas en los mercados; en Túnez, no sabemos quienes son chiíes y suníes, porque ambos combaten a un gobierno laico; en Egipto, son los chiíes los que capitalizan la transición política y forman parte de la revolución, en Iran, un gobierno de ayatolas chiíes aplasta la revuelta que los estudiantes suníes levantan en las calles de Teherán; en Libia, suníes y chiíes se levantan contra un gobierno en el que Gadaffi tiene a suníes y chiíes; en Argelia los chiíes ganaron las elecciones y ahora protagonizan la revuelta porque no les dejaron gobernar los militares, que pusieron un gobierno títere suní; en Marruecos todos son salifítas y se levantan contra un monarca salafí. En Yemen los suníes vuelven a ser el gobierno que aplasta a los chiíes y se niega a desalojar el poder.
En fin, que nos volvemos a aquellos que tienen que darnos las respuestas -porque nosotros hemos declinado hace tiempo la responsabilidad de pensar por nuestra cuenta en estos asuntos, que no nos afectan a las carteras ni a las gónadas- y preguntamos ¿quiénes son los malos?, ¿quiénes son los buenos?, ¿quiénes tienen razón?
Y el eco del silencio nos responde porque el poder occidental no lo sabe, no puede saberlo. El guión de maldad y bondad que el mundo atlántico dibujó minetras el Sha de persía era barrido de su trono y mientras la embajada de Estados Unidos en Irán era secuestrada se ha emborronado, se ha enredado. Ya no sirve.
Occidente decidió que el chiísmo era integrista y peligroso y el sunismo era un mal -siempre un mal- necesario y utilizable. Y por eso apoyó al, ahora llamado monstruo, Sadam Husein en la guerra contra los ayatolas iraníes; por eso se alío y alimentó de orgullo, dinero y cobertura  a las monarquías petrolíferas de Arabia Saudí, de Yemen, de Bahréin y los despotismos encubiertos de Egipto, de Tunéz.
Por eso impidió que el GIA accediera al poder en Argelia, por eso permitío un golpe militar en Turquía. Por eso ignoró a Marruecos y  permitió que Gadaffi se mantuviera en el poder, pese a haber sido tratado durante una década como el enemigo número uno de Estados Unidos. Todo vale contra el malvado.
Y todo eso dejó de servir cuando Sadam les dió la espalda; se mostró inútil cuando Bin Laden tiró abajo las Torres Gemelas, es antojó absurdo cuando los talibanes salieron de las cuevas de Kandahar para someter a un país al terror religioso; cuando el gobierno irakí permitío el aumento de la cristianofobia, cuando los monarcas saudíes recuperaron los juicios de la Sharia  y la monarquía jordana se transformó en el refugio de los perseguidos religiosos de la zona. 
Los que ejercen el poder en el Occidente Atlántico no pueden contestar a nuestra desesperada cuestión sobre el bien y el mal porque, en el fondo, saben que todo lo que ocurre es producto del diseño que, en su ataque de providencia divina, idearon para esa parte del mundo. Por acción o por reacción todos los gobiernos de la zona, todos los gobiernos árabes, magrabíes y musulmanes son producto de los manejos, los proyectos y los deseos de los grandes centros de poder occidental.
Así que la respuesta es sencilla: ¿quiénes son los malos? Nosotros. Al menos parcialmente.
El mundo árabe se mueve y se seguirá moviendo, ajeno a nuestras necesidades, inasequible a nuestros miedos, impermeable a nuestras divisiones maniqueas que servían para que nos lo explicasen los telediarios y los periódicos. Y nosotros veremos lo ocurre pero seremos incapaces de saber por qué está ocurriendo.
Porque ya no hay buenos y ya no hay malos. Porque ya no hay amigos y no hay enemigos. Porque esa parte del mundo -del mismo modo que el oriente más lejano- ya no nos mira y nosotros la miramos, pero no podemos verla en su totalidad ni en su esencia. Porque ya no respetan nuestros ritmos, nuestras pausas. Porque ya no se mueven según nuestros comandos y nuestras necesidades.
Porque ya no quieren ser nosotros y nosotros hace tiempo que hemos renunciado a ser algo distinto de lo que somos. Porque ellos cambian y nosotros necesitamos toda nuestra energía sólo para permanecer. Porque ellos han descubierto que la historia no es una fotografía. Es un vídeo de imagen en movimiento. Ahora saben que no moverse no es la mejor manera de salir en la foto de la historia.
Porque ya no quieren ser los buenos o los malos. Porque les hemos contagiado nuestro maniqueismo arriano y ven el mundo  dividido entre ellos y nosotros. Y, ahora, quieren ser ellos. Y eso nos da mucho miedo.

miércoles, febrero 16, 2011

Ruby nos demuestra que no somos Egipto

No voy a caer yo, después de años despachándome en estas endemoniadas y demoniacas líneas contra los linchamientos públicos y las crucifixiones privadas, en el error de declarar culpable a alguien antes de que lo hagan los tribunales.
No lo voy a hacer, no porque me merezca respeto el personaje del que hablo; no porque me merezcan respeto los modos y maneras en los que se imparte y se reparte la justicia en el Occidente Atlántico y civilizado. No voy a hacerlo, simplemente, porque me merece respeto mi propia coherencia.
Pero, pese a ello, hoy toca hablar de Il Cavaliere. Hoy toca hablar de un Berlusconi. De ese del que, cada día que pasa, hay menos gente se traga lo apropiado de su apodo.
El inventor y principal beneficiario de la dictadura mediática italiana está en horas bajas y lo está porque, por fin, su país le ha dado la espalda, porque, por fin, el sistema judicial italiano ha encontrado un resquicio por el que meterle mano, porque, por fin, va a ser juzgado en un proceso ante un tribunal por uno de los muchos delitos de los que se le han acusado y que no se le han podido probar. Entre otras cosas porque él se ha encargado de que no se puedan probar.
E Italia se alza contra él. Las italianas se alzan contra él, los italianos se alzan contra él. Aquellos que murmuraban ahora gritan; aquellos que susurraban ahora jalean. Aquellas que se indignaban ahora exigen.
Y por un momento parece que una jovencita de origen magrebí, unos cuantos democratas convencidos y unos escasos pensadores, insistentes, muy reputados y poco escuchados han logrado, por fín, hacer prender la llama de la justicia y la protesta en un pueblo tan cansado y adormecido como lo estamos todos los pueblos de esa civilización occidente incólume que se hace llamar Occidente.
Por un ínfimo instante, global y feliz, parece que han conseguido despertarnos y acercarnos a aquellos que se han desperezado antes que nosotros. Por un látido breve e ilusionado creemos que Italia se parece a Túnez, a Egipto, a Yemen y a todos esos pueblos resignados que de repente han dejado de serlo. Por un momento parece que incluso podría llegarnos a nosotros.
Pero, pasado ese momento de simil sentimental y esperanzado, nos damos cuenta de que no. De que hemos errado el tiro por miles de kilómetros de distancia, por cientos de años de historia. Por varias toneladas de desidia.
Nos damos cuenta de que, pese a la similitud, la deseable y aparentemente inminente caída de Il Cavaliere no nos acerca un ápice al Egipto que ha derribado a Hosni Mubarak ni al Túnez que ha expulsado a Ben Alí. Comprendemos que, en realidad, nos aleja irremisible e infinitamente de ellos.
Porque lo que le está ocurriendo a Berlusconi, sus horas bajas y su posible descabalgamiento del alazan revoltoso del poder en Italia, es lo contrario de lo que les ha ocurrido a los despotas árabes y magrebíes en el enfrentamiento con sus pueblos.
Esas muchedumbres enfervorecidas y airadas protestaban contra sus gobernantes, contra sus gobiernos y contra los vicios públicos e injustos de esos gobiernos y nosotros, en este caso, Italia, no lo hemos hecho.
Nosotros hemos recurrido a un vicio privado, a una perversión inconfensable, para encendernos contra un mal gobernante que lo era y lo había demostrado ser, mucho antes de que se le acusara de introducir en su lecho de sexo y poder a una mujer menor de edad. Una vez más hemos dado más importancia a lo privado que a lo público. Aunque lo público fuera igual de depravado que lo que podía llegar a ser lo privado.
Porque Mubarak ha caído por alterar la constitución egipcia en su beneficio, por mantener el Estado de Excepción, por manipular el sistema judicial para que emitiera las sentencias que a él le convenían en cada momento .L o ha hecho y ha sido rechazado por ello.
Y Silvio lo ha hecho y lo ha querido hacer durante años, modificando leyes fundamentales a su antojo amparado en sus mayoría parlamentarias, desprestigiando a los tribunales y fiscales que le acusaban de cualquier falta o crimen, refugiándose en su condición de Primer Ministro para eludir presentarse en los tribunales y responder de sus supuestos delitos. Y el pueblo italiano no le ha descabalgado de su sillón del Quirinal.
Porque Ben Alí ha sido expulsado porque los ciudadanos de su país se han cansado de ver como la economía de Túnez se estructuraba solamente para el beneficio personal del gobernante, como los réditos del el trabajo de todos, en forma de divisas por el turismo, iban directamente a engordar las cuentas cifradas de los familiares, amigos y afectos al gobernante.
Y Berlusconí lo ha hecho también durante varias legislaturas, creando un sistema en el que los beneficios del oro publicitario de los medios de comunicación públicos y privados iban directamente a sus bolsillos sin posibilidad de competencia. Poniendo en marcha un entramado que le permitia engrosar su pecunio privado a través de leyes y acciones ejercidas desde su cargo público que, en teoría, tendría que estar al servicio de todos y no de él mismo. Y el pueblo italiano no ha hecho nada en su contra, amparandose en el axioma de la vana esperanza de que si su gobernante ganaba dinero no tendría que robarlo y sin querer darse cuenta de que estaba ganando dinero porque ya lo estaba robando.
Así que aunque Il Cavaliere, que ahora tiembla en su silla de montar, haya hecho lo mismo que los dictadores depuestos, nosotros -y digo nosotros porque Italia es como nosotros, como todo el occidente  civilizado y moderno- no hemos hecho lo mismo que esos pueblos. Aunque termine cayendo como ellos ya ha demostrado que nosotros no somos capaces de actuar en lo colectivo como los pueblos que ahora arden en cambios y revueltas
Porque Mubarak sobornaba secretamente y amenzaba publicamente para mantenerse en el poder y ha sido depuesto por eso y Berlusconi ha sobornado publicamente y amenazado en privado para eludir una moción de censura ye Italia le ha permitido ha seguido gobernando.
Porque Ben Alí manipulaba las elecciones y no las convocaba para evitar que los sufragios le desposeyeran del poder y Berlusconi no ha tenido que hacerlo. Porque pese a hacer lo mismo que los otros, e incluso actos peores, era reelegido sistemáticamente.
Porque Egipto y Túnez han expulsado a los que regían sus destinos porque han demostrado ser malos gobernantes. Pero Italia y nosotros damos por sentado que eso es normal, que no tenemos motivo alguno reaccionar contra ello. Sólo reaccionamos cuando nuestro gobernante demuestra que es una mala persona.
Porque estamos tan adocenados y ensimismados en nosotros mismos que no reaccionamos ante la injusticia pública más notoria y flagrante y sí lo hacemos ante el cotilleo más miserable y decadente que afecta a la vida privada de otros.
Así que Il Cavaliere, aunque caiga, nunca podrá ser Mubarak porque nosotros, aunque mejoremos, aún no tenemos la fuerza, las ganas y la conciencia colectiva necesarias para ser Egipto.

jueves, febrero 03, 2011

La Revolución de la Moneda Fracionaria

En estos días, los bares están llenos de arabistas con café y sin cigarrillo; los informativos están plagados de reportajes sobre libertades y despotismos, los periodicos están repletos de columnas sobre pasados coloniales y futuros yihadistas.
En estos días, todo el mundo habla de lo árabe, opina sobre lo musulmán y diserta sobre lo magrebí. Todos hablamos de revuelta y de revolución. Pero, como suele ser habitual en muchos casos, no siempre el que habla mucho de algo es el que más lo práctica - sé que la comparación sugerida es obvia, procaz y evidente. Lo siento, no he querido evitarlo-.
Las idas y venidas de las sublevaciones y las revueltas árabes, musulmanas y magrabíes nos tienen descolocados.
Entre los rabiosos perseguidores de Ben Alí, los opositores egipcios o los detractores de Alí Abdalá Saleh en Yemen no atisbamos el verde sempiterno del Islam; entre los sospechosamente marciales partidarios de Mubarak y los, no menos sospechasamente, indolentes policías tunecinos no contemplamos pañuelos con sumnas coránicas ni vestimentas negras; entre los gritos de los estudiantes de Hammamet, de los trabajadores cairotas y de los agricultores yemeníes no escuchamos ese mantra odiado y temido en Occidente de Allahu akbar que, para nosotros, pondría las cosas de nuevo en su sitio, las haría reconocibles aunque incomprensibles.
Si, como se nos ha dicho, lo que está destrozando el mundo islámico es el yihadismo, ¿por qué no vemos lapidaciones y no escuchamos los rezos de clérigos llamando a la Guerra Santa?; si lo que está volvienda loca y poniendo rabiosa contra nosotros a esa parte del mundo es el Islam, ¿por qué no vemos en Túnez mujeres escondidas tras sus burkas, en Egipto crisitanos crucificados y en Yemen quemas de Biblias?, si lo que está haciendo a Oriente próximo y El Magreb peligrosos para lo nuestro es la amenaza islamista, ¿por qué no escuchamos mulahs llamando a la vengaza contra los odiados y odiosos cruzados en los minaretes de Qayrawan? , ¿por qué no reconocemos tropas de muyahidines enfrentándose al ejército egipcio en Alejandría?, ¿por qué no vemos fotos de ayatolahs barbudos en las manos de las gentes que protestan en las calles de Sana?
 Alguien nos ha cambiado el peligro musulmán. Alguien nos ha dejado, otra vez, fuera de juego.
Y los políticos occidentales, los analistas internacionales, los gobiernos y los organismos de este mundo atlántico nuestro, se lanzan a explicar el fenómeno. Hablan de libertad, hablan de democracia, hablan de necesidad de cambio, de hartazgo por la corrupción y de gusto por el libre pensamiento. Hablan de lo que nosotros tenemos.
Hablan de gobiernos despóticos, de régimenes anquilosados y tiránicos, de administraciones nepoticas y cleptocráticas. Hablan de represión, de hostigamiento, de persecución. Hablan de todo lo que nosotros ya hemos dejado atrás.
Y así, por un momento, abrumados por las imagenes y seducidos por las palabras, llegamos a creer que todo este movimiento en el mundo árabe, todo este baño de sangre en el entorno musulmán, todo esta revolución en las tierra magrabíes, son producto de sus ganas de tener lo que nosotros ya hemos conseguido, de abandonar lo que nosotros ya hemos olvidado. Creemos que todos estos cambios les harán ser mucho más democráticos, más libres, más modernos, más occidentales -como si las revoluciones movieran los países en los mapas-. Les harán ser más como nosotros.
Y ese conocimiento tiende a dejanos tranquilos, a alejarnos fantasmas, a hacernos hablar de ello en los bares. Y ese mensaje comprendido y comprensible -¿quién no va a querer ser como nosotros?- nos hace cerrar el periódicos antes de llegar a la página treinta y cuatro, cambiar de canal antes de que el informativo  presente la sección de economía.
Esa tranquilidad nos impide recordar que el principal denotante de toda revolución se mide en moneda fraccionaria.
Porque, los siglos, la épica y la mística, nos han borrado de la memoria el hecho de que Francia y los franceses no se alzaron cuando Rosseau publicó su teoría de la Separación de Poderes, no se levantaron cuando Luis XVI les quitó su libertad -que nunca habían tenido- o cuando maria Antonieta les impidió votar -concepto que desconocían-. Los franceses se alzaron por tres céntimos de sol.
Porque la teoría política, la Guerra fría y la caída del Muro del Berlín nos han quitado del pensamiento el hecho de que Rusia y los bolcheviques no se alzaron en aras de la dictadura del proletariado, no se revolucionaron cuando Lenin repartía octavillas en la puerta del Teatro de la Opera de San Petesburgo o cuando su zar Alejandro y sus cosacos les violaban a las hijas. Rusia y los rusos hicieron su revolución por cinco kopecks, medio rublo.
Porque el nacionalismo, la historia y el falso orgullo nos han hecho olvidar que hasta nuestra revolución, al española,  más infructuosa y quijotesca, no comenzó por defensa de los hijos del rey, no se inció porque nos quitaran nuestros signos culturales, no arrancó porque fueramos sometidos a un monarca extranjero con tropas extranjeras. España y los españoles se alzaron por la pírrica suma de medio real de a ocho.
Como la continua afluencia de imágenes de Egipto, Yemen y Túnez y de explicaciones de occidente nos envían impresiones de cambio a las retinas y sonidos de libertad a los oídos, no  llegamos a la página treinta y cuatro del periódico y no sabemos que la FAO nos dice que no hay dinero en el mundo para pagar toda la comida que necesitamos.
Como los análisis de los expertos y las declaraciones de los políticos nos hablan de ansias democratizadoras y de libertad, no aguantamos hasta la sección de economía del informativo y desconocemos que los precios de los alimentos son los más altos de la historia y eso no hay país pobre que lo soporte.
Como nuestro orgullo nos decora la historia, nuestra épica nos esconde las causas y nuestra imaginación nos diluye los motivos, ignoramos que las revoluciones, desde la francesa hasta la bolchevique, pasando por el éfimero Motín de Esquilache, no se han hecho en aras del sufragio universal, la división de poderes o de la dictadura proletaria. Han estallado por tres céntimos, cinco kopecs y medio real de a ocho. Han estallado por la subida del precio del pan, la harina y el grano.
Y todo lo que vino después, desde la fraternite hasta el comunismo, desde la separación de poderes hasta los planes quinquenales, desde el partido proletario hasta el sufragio universal, sólo buscaba una cosa: que el pan, la harina y el grano no subieran de precio y no volvieran a subir. No lo lograron, vale. Pero hay ocasiones en que la intención sí es lo que cuenta.
Todas esas circunstancias, todas esas impresiones, todos esos olvidos y todos esos saberes nos impiden descubrir que los árabes y los magrabíes no quieren ser lo que somos, no quieren tener lo que nosotros ya tenemos.
Simplemente quieren no tener lo que nosotros nunca hemos tenido y ya hemos olvidado: hambre.
No podemos llegar a la página treinta y cuatro ni a la sección de economía porque entonces quizás descubramos que su hambre es nuestra riqueza; que por debajo de los tambores de la libertad suenan los rugidos estomacales de la miseria, que acallados por los gritos de rabia del magreb y el mundo árabe, están los suspiros indiferentes y egoistas del Occidente Atlántico.
Si llegamos a esas páginas y escuchamos esas cifras quizás descubramos que no hace falta un iracundo dios mal entendido y perversamente explicacado para tomar la fuerza y el impulso necesarios para desposeer a aquellos que te roban y derribar a aquellos que te explotan.
Quizás a nosotros nos de por hacer lo mismo que los tunecinos, los egipcios, los yemeníes y los que vendrán detrás. Aunque seamos democráticos, aunque seamos cicvilizados. Aunque no pasemos hambre.
Por eso nuestros gobiernos mantienen controlado el precio de los productos de primera necesidad. Por eso la inmensa mayoría de nosotros no recordamos un solo día en nuestra vida en el que no tuvieramos nada que llevarnos a la boca. Por eso lo necesario sigue estándo barato.
Y por eso lo importante, aquello que, en nuestra indolencia y nuestro egoismo, consideramos importante sigue estando fácil y  perpetuamente a nuestro alcance. Por eso el sexo, la televisión y el ego siguen siendo gratuitos -casi siempre-.
El recuerdo de Francia, Rusia, España y todos los que fueron y la vista de Egipto, Túnez, Yemen y los que llegarán, hace que, para nuestros gobiernos y nuestros gobernantes, eso sea una cuestión de superviencia. La suya, no la nuestra.

lunes, enero 31, 2011

Egipto prefiere La Bastilla a Micerinos

El Oriente Árabe y el Sur Musulman están ardiendo. Y, no nos engañemos, arderán por los cuatro costados y no dejarán de hacerlo hasta que el hartazgo y la lógica se impongan sobre la furia, la desesperación y  la exigencia de cambio. ¿Es bueno?, ¿es malo?
El Occidente Atlántico, ese occidente incólume atenazado por la necesidad judeocristiana de situar los actos y los hechos a un lado y a otro de la linea maniquea del bien y del mal, se hace y de deshace en preguntas de ese porte, ignorando el hecho de que la única verdad, la única realidad, es que, sencillamente, esa hoguera es inevitable.
Es inevitable porque el equilibrio del mundo no puede mantenerse sobre el pilar de la dicotomía perversa que obliga a que, para que la democracia y la libertad sean posibles en los países occidentales y sus aliados -¡premio para el caballero! Estoy pensando en Israel-, sean mantenidos, consentidos y apoyados gobiernos que cercenan, dificultan e incluso imposibilitan esas libertades en el mundo árabe y musulmán.
Resulta inapelable porque el hecho de que Egipto sea un estado tapón entre el mundo árabe radical -que mira con odio bélico hacia la tierra de Sión- e Israel,  forzorso aliado de este nuestro occidente, por complejo de culpa de unos y soledad autoimpuesta de los otros, no les importa a los miles de egipcios que pagan con su miseria los delirios faraónicos de un gobernante, que empezó bien y acabó mal.
Un gobernante que se acostumbró a ver que cualquier cosa que hiciera era consentida por los "vigilantes" occidentales con tal de que no se saliera del guión con respecto a Israel.
Que el mundo árabe arda se transforma en una condición obligatoria porque a los habitantes de Yemen les importa bien poco que el gas que fluye bajo sus pies sea la reserva guardada por Occidente para calentar sus cuerpos bajo la ducha y sus platos sobre el fuego, en el caso de que, el siempre impredecible gobierno ruso, cambie de opinión, de que Afganistan se pierda para la causa de la comodidad occidental o de que las repúblicas ex sovieticas decidan venderle su gas a China -ahora que pueden hacerlo porque han entrado en la Organización Mundial del Comercio-.
Porque a los yemenies no les importa que nos duchemos o no, si eso supone que ellos tengan que seguir en un estado medieval, feudal y despótico que les impide ser como quieren ser en lo religioso, lo sexual y en todo lo demás.
Que el Sur Musulmán estalle en llamas es una realidad necesaria, porque a los tunecinos no les importa que necesitemos sus playas para tomar el sol, sus costas para nadar y sus hoteles para copular, en aras de vivir una experiencia, controlada y sin riesgo alguno, de contacto con el mundo musulmán.
No les importa todo eso, si para ello tienen que soportar un sistema que impone el robo institucional como forma de gobierno, que hace del nepotismo un rango legal y que les fuerza a no tener trabajo, no encontrar salida a sus estudios universitarios o vivir continuamente bajo el umbral de la pobreza con un par de dinares al mes.
El Oriente Árabe y el Sur Musulmán tienen que arder hasta consumir todo rasgo de lo que nosotros queremos que sean, porque les hemos mostrado cómo tienen derecho a ser y luego hemos pretendido que sigan siendo lo que son, para que nosotros no corramos el riesgo de dejar de ser lo que queremos ser. Para nosotros parece un trabalenguas, pero ellos lo tienen muy claro.
Para nosotros Túnez es El Bardo, Cartago, romance y Hamammet; para ellos es hambre, falta de esperanza, cleptocracia e injusticia. Para nosotros Egipto es Keops, Historia, Tutankamon y El Nilo; para ellos es despotismo, miseria, falta de libertad e indignidad. Para nosotros Yemen es desierto, gas y puro y duro desconocimiento; para ellos es servidumbre, esclavitud y muerte.
El mundo árabe, cercanamente lejano, y el mundo musulmán, alejadamente cercano, tienen que arder para que, de los rescoldos de nuestro hastío sobre lo que somos, renazca su evolución hacia lo que desean ser. Para que en las brasas de nuestro egoismo sobre lo que tenemos derecho a ser se cocine su conocimiento de lo que realmente son. Para que, de las cenizas de nuestra renuncia a lo que deberíamos ser, se eleve el fenix de su esperanza en lo que ellos podrían ser.
Todo eso hace inevitable que lo arábe y lo musulmán crepite en llamas. 
La presencia constante del activismo yihadista, la obcecación de Israel con Palestina, el ascenso del islamismo teocrático, la falta de criterio a la hora de enfrentarnos al desarrollo histórico del mundo árabe, la manipulación iraní, la provocación vaticana, la cristianofobia religiosa, la islamofobia social, el mito del continuo antisemitismo, el fiasco estadounidense en Irak y Afganistán, el enconamiento civil Pakistaní,  la perpetua inestabilidad libanesa, la tibieza europea, la hipocresía saudí, el neutralismo jordano, el sionismo militar israelí, los delirios de grandeza sirios, la indiferencia omaní, la demagogia libia y la continua presión rusa, entre otras cosas, son los leños que permiten y hacen posible que la hoguera del Islam y de lo árabe haya ardido tan fuerte.
Por eso arde y las llamas llegan tan alto pero, ¿por qué no podemos y no podremos apagar esa hoguera?
No podemos pararlo porque Barack Obama pide que se mantenga el orden y no habla de justicia, porque Merkel se muestra procupada por el respeto a los ciudadanos extranjeros y no por el respeto a los ciudadnos nativos atacados por los tanques egipcios, las porras tunecinas o los látigos -sí, látigos- yemaníes; porque Zapatero habla de no violencia y no de castigar a los ladrones gubernamentales, encarcelar a los represores o juzgar a los torturadores; porque Sarkozy  habla de respeto a los bienes culturales y al Patrimonio de la Humanidad en lugar de hacerlo sobre el respeto a la disedencia o la necesdad de abandono de los gobernantes.
No podemos pararlo porque estamos mandando el mensaje de que consideramos más importante nuestras vacaciones, la arqueología, la historia, nuestra tranquilidad, nuestros miedos y nuestros romances exóticos bajo los azahares, que los derechos y las libertades de gentes que no lo han sido en mucho tiempo porque, entre otras cosas, a nosotros nos convenía y nos sigue conviniendo que no lo sean.
Porque consideramos que Patrimonio de la Humanidad son la muerte y la memoria de déspotas finados hace miles de años y no la vida de personas que habitan en el mismo tiempo y el mismo mundo que nosotros. Porque, como es habitual en nosotros, nos fijamos en lo supérfluo y olvidamos lo esencial, nos indignamos por lo secundario e ignoramos lo fundamental. Nos centramos en lo que nos afecta y dejamos de lado lo que destruye al resto del mundo.
Si las arenas del Sinai han de tragarse los muros de Massada y Jericó, sea. Si el fuego de la indignación ha de hacer arder las momias, sea. Si las arenas han de tragarse las pirámides o las aguas engullir los restos de Cartago o el museo de El Bardo, sea. No es lo más deseable, pero sea.
Al fin y al cabo nosotros hicimos arder Cartago, Roma, Jerusalén y Constantinopla por menos; quemamos Alejandría y su biblioteca por menos y saqueamos los museos persas y mesopotámicos de Bagdad por mucho, mucho menos.
Al fin y al cabo nosotros quemamos un bonito e histórico castillo llamado La Bastilla para luchar por lo nuestro
¡Qué distinto sería el mundo si nos hubiéramos preocupado entonces por el patrimonio cultural!, ¿no os parece?

sábado, enero 15, 2011

El fracaso del impulso de cuidarse la piel -o la moda de quitarse la camisa-.

Pues va a ser que sí se puede.
Algunos dirán que no es la forma más adecuada, otros que tenemos los mecanismos suficientes para no llegar a esos extremos. Los más, mantendrán que es mucho mejor esperar a que la presión popular se exprese en las urnas. Y no les faltara razón.
Pero parece ser que se puede. El único problema es el de siempre, el que nos lleva quejando y aquejando desde que empezamos a ser civilizados. El único problema es que somos nosotros.
Lo que se ha dado en llamar la revolución de los descamisados en Túnez -referencia poética que nos lleva a otras revoluciones pretéritas- nos ha demostrado muchas cosas, nos ha recordado muchas cosas. Pero sobre todo nos ha quitado la razón.
Esa razón en la que nos refugiamos para decirnos a nosotros mismos que nada puede cambiar, que no merece la pena esforzarse para que cambie; que, hagamos lo que hagamos, las cosas seguirán siempre siendo lo que otros, los que los poderosos, los que han hecho de la política su razón de existencia y de subsistencia, quieren que sean.
Los hombres y mujeres descamisados de Túnez -supongo que el término por esas tierras será solamente literal en el caso masculino- nos han robado la razón que nos permitía seguir sentados sobre nuestras propias vidas sin haccer absolutamente nada por ellas.
Los sindicatos tunecinos no son eficaces. La mitad de sus representantes sindicales no es que estén acomodados, es que, simplemente, están comprados. No es que se hayan apoltronado en el egoismo de sus privilegios, es que, sencillamente, son familiares o amigos de aquellos personajes que en su día les colocaron en esos puestos para que todo funcionara como ellos querían que funcionase.
Y, pese a eso, los tunecinos hicieron una huelga general. Pese a eso nos han quitado a nosotros, a los que en la puerta del occidente atlántico miramos con asombro hacia el Mediterraneo, la excusa preferida de no rebelarnos contra nada porque los sindicatos son pesimos negociadores y eternos privilegiados.
Los políticos tunecinos no son .eticos. No es que sean absolutamente inoperantes a la hora de ejercer de correa de transmisión de la riqueza y la justicia, de las grandes cifras macroeconómicas, hacia su población, simplemente, no se preocupan por hacerlo. No es que no hayan ejercido de megáfono institucional de las necesidades de los habitantes del país, es que, sencillamente, intentan acallarlos. No es que se hayan dejado corromper por el poder, es que han creado un sistema de poder corrupto desde su origen.
Y, pese a eso, los tunecinos mantuvieron su huelga general. Pese a ello se empeñaron en robarnos de los labios y las conciencias, tranquilizadas y acalladas, esa pobre explicación de que no merece la pena hacer nada porque los políticos nunca harán lo que el pueblo quiere que hagan. Ese lamento lanzado al viento de nuestros propios oídos culpables de que no conseguiremos echarles, ni siquiera votando en su contra, porque, al fin y al cabo, todos son igual de malos y corruptos.
Los primeros trabajadores tunecinos que protestaron en las calles y en las puertas de las fábricas, no es que fueran sometidos a acoso laboral por sus empresarios -Túnez es demasiado poco occidental como para llamarlo moving-, es que, sencillamente, fueron despedidos. No es que perdieran un día o dos de sus pírricos sueldos, que les obligan a vivir con poco más de siete euros al día, es que, simplemente, perdieron todo el sueldo del mes y de los meses posteriores.
Los primeros estudiantes que se reunieron en las puertas de sus falcutades y que colgaron pancartas en las ventanas de sus paraninfos -o de cualquier sitio que haga en las universidades tunecinas esa función- no es que fueran mal mirados por sus egoistas compañeros y suspendidos en sus materias por sus profesores, es que, simplemente, fueron expulsados antes de que el gobierno cerrara las universidades.
Los primeros tunecinos que se manisfetaron por la calle contra un paro galopante del 30 por ciento -que llega al 60 por ciento en los universitarios- no fueron multados por escándalo público, no fueron expdientados por realizar un paro ilegal, no fueron  sancionados por realizar una manifestación no autorizada, sencillamente fueron detenidos y encarcelados.
Y, pese a eso, los tunecinos recrudecieron su huelga general. Y con ello nos quitaron de un plumazo la excusa del miedo a las reducciones de nómina, a las sanciones disciplinarias. Nos quitaron la pobre explicación que damos a los demás y nos damos a nosotros mismos, finjiendo que no merece la pena ser el primero porque nadie nos seguirá, porque lo único que es posible hacer es mirar por nuestro propio beneficio y no preocuparse del beneficio colectivo o futuro.
Los empresarios tunecinos no son consecuentes. No es  que sean injustos con sus empleados y hagan pagar siempre a los trabajadores, con despidos y congelaciones salariales, es que, sencillamente, les explotan con sueldos que les colocan por debajo del umbral de la pobreza. No es que no repartan los beneficios y no reinviertan en sus empresas para mejorar las condiciones de trabajo, es que, simplemente, sacan esos beneficios del país. No es que sobornen, paguen y manipulen en la sombra a los miembros del gobierno y al presidente para lograr sus objetivos y seguir engordando sus cuentas cifradas en Mónaco, Zurich o Caiman Brac, es que, simplemente, son miembros de su árbol genealógico.
Y, pese a ello, los tunecinos resistieron en su huelga general. Insistieron, robándonos con ello, el recurso a empeñarnos en no hacer nada porque, al fin y al cabo, los poderosos se protegen y siempre saldrán ganando.
La democracia tunecina no es perfecta. No es que tenga demasiados resquicios por los que se colaban los corruptos y los delincuentes para beneficiarse del sistema, es que, simplemente, se ha diseñado como un sistema feudal mafioso en el que es imposible no ser corrupto y no ser un delincuente. No es que se base en un modelo electoral que favorece a los partidos grandes y a los que ejercen el gobierno, que pueden utilizar los medios públicos para hacer propaganda electoral constante y encubierta, es que, sencillamente, está diseñada para que no exista oposición, para ahogarla y silenciarla. No es que sea un sistema con imperfecciones que está perdiendo a pasos agigantados la capacidad de criticarse, depurarse y controlarse a si mismo y a sus instituciones, es que simplemente, no existe en otra cosa que no sea la apariencia.
Y, pese a ello, los tunecinos se enrocaron en su huelga general. Y de esa manera nos destruyeron nuestra defensa siciliana de que el sistema no nos permitirá cambiarlo, de que de una forma otra, conseguirán, con una ley, con una prohibición o con un reglamento, hacer lo que ellos quieran aunque nosotros queramos que hagan lo contrario.
Las fuerzas del orden tunecinas no son un dechado de virtudes democráticas. No es que queden algunas reminiscancias de épocas preteritas que en ocasiones hagan que actúen de forma cuestionable, es que, simplemente, tienen permiso para detener y encarcelar a quien quieran a cualquier hora y en cualquier lugar sin necesidad de una orden judicial ni de una acusación formal. No es que no sepan contenerse a la hora de disolver manifestaciones, se excedan en el uso de balas de goma o en el empleo de las mal llamadas defensas -como si hiciera falta una porra para defenderse-, es que, sencillamente, usan gases lacrimógenos que dejan ciego y disparan balas que matan de verdad.
Y, pese a ello, los tunecinos las desafiaron en su huelga general. Y nos robaron el siempre plausible recurso a preocuparnios por nuestra seguridad personal, por nuestra integridad física. Nos quitaron la excusa de que estamos viejos para correr delante de la polícia y de que este tipo de cosas siempre acaban mal. 
El presidente tunecino Ben Alí no era un buen presidente. No es que fuera un utópico ideologizado incapaz de ver la realidad de la sociedad en la que vive, es que sencillamente era un despota. No es que fuera un político que ocultaba tras gestos grandilocuentes sus incapacidades de gestión y sus incoherncias de pensamiento, es que, simplemente, era un dictador. No es que fuera un gobernante que se refugiara en las mayorías parlamentarias y en los decretos ley para imponer, más allá de la negociación social y el consenso político, su forma de ver el mundo, los problemas y las soluciones, es que, simplemente, era un tirano.
Y, pese a ello, los tunecinos le enfrentaron con su huelga general y ha tenido que huir. Y con ello nos han callado todas las excusas.
Podriamos hacer una revolución de los descamisados, pero los hay que diran que ha habido pillajes, disparos y víctimas inocentes y que nosotros tenemos que ahorrarnos esas cosas. Puede que tengan razón.
Nos hemos gastado demasiado dinero, demasiado tiempo y demasiada vida en cuidarnos la piel, en protegerla, en hacerla perfecta para nuestros escotes de cara ropa interior, nuestros gimnasios de plexos solares perfectos, nuestras fiestas de apariencia, indolencia y olvido y nuestros polvos de no se sabe muy bien qué. Demasiado como para estar dispuestos a lucirla en condiciones que no sean las mejores.
Nos la hemos depilado tanto, nos la hemos embadurnado tanto de cremas y de aceites, que ahora cualquier pequeño soplo de viento nos la enfría, cualquier cambio de temperatura nos la irrita, cualquier calor o ardor nos la enrojece, cualquier esfuerzo no las aja. Cualquier cambio nos da alergia.
Nuestra única excusa es que nos hemos guardado tanto el pellejo que ahora no podemos o no queremos arriesgarlo en una revolucion de descamisados. Porque para hacer esas cosas resulta imprescindible jugarse la piel y, sobre todo, quitarse las camisas.

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