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lunes, junio 30, 2014

Felipe VI o la venta de buhonero de la Casa Irreal

Resistido se han estás endemoniadas líneas a albergar una opinión sobre el nuevo monarca proclamado de este país nuestro al que una vez más le ha tocado danzar con alguien sin que nadie le preguntara si quería bailar con ella. Con él, en este caso.
Con toda la prensa nacional remozando la casa de los borbones -que de real tiene poco por lo lejos que vive de la misma- es momento de hablar de Felipe y su hermana, de su esposa y sus hija. Más bien de sus títulos, sus privilegios y todo lo demás. Que ellos, como personas son y serán siempre un misterio.
Hasta los rotativos y medios en general que otrora defendieran la dignidad republicana y el falso concepto de la memoria histórica ideado por y para regocijo del pasado y contra del futuro, parece haber llegado el turno de hacer lo del verso de don Antonio -Machado, se entiende-, aquello de:

Y repintar los blasones, 
hablar de las tradiciones, 
en su casa, 
a escándalos y amoríos
 poner tasa,
sordina a sus desvaríos.

Y para ello nos han colocado, vendido, puesto ante los ojos y agitado ante el hocico todo tipo de trapos y muletas por si nos apetecía comprar o embestir alguno.
Empezamos con el nuevo Felipe, que hace el sexto de su estirpe. Una estirpe que desde siempre, como todo monarca que se precie, ha convertido la Casa Real de su país en la mas irreal de las moradas.
Porque ese es y sigue siendo, pese a que se vayan los padres y vengan los hijos, pese a que se alejen las tías y crezcan las sobrinas, pese a que se muden las griegas y se alojen las cántabras, el más grande problema de la casa que tiene su sede y domicilio en el Palacio de la Zarzuela. Es la Casa Irreal
Como irreal es la venta de buhonero, que agita ante los aturdidos aldeanos sus frascos de pociones que lo mismo sirven para quemar verrugas que para alzar miembros viriles, hacen de su nuevo patriarca.
Nos le venden como un soplo de aire fresco valorado y querido por todos. Y claro obvian el hecho de que tanto aire corría por las calles de Madrid el día de su proclamación que es raro que no muriese de una pulmonía antes de empezar a reinar como alguno de sus más añejos ancestros. La irrealidad comienza a cobrar forma.
Luego nos la intentan colar con aquello de que no tira de obispos y jerarcas eclesiásticos en su proclamación, de misa mayor en ningún lado ni nada por el estilo. Y se agradece, no crean que no. Los que son españoles, ciudadanos y  no ven el mundo a través de los ojos de una profecía lo agradecen.
Pero el asunto se disipa en cuanto se hace pública su agenda. Su primer viaje oficial es al Vaticano. Y claro, en el irreal mundo en el que vive la casa de aquellos que se creen reales, es lo lógico. 
Sus católicas majestades, protectores de la cristiandad -¿de verdad creemos que los títulos otorgados hace siglos se han perdido tan solo porque dejan de usarse?- deben hacer su primer viaje a las lindes de Roma.
Su irrealidad les obliga a ser fieles a una tradición que hace que sea prácticamente obligatorio que se gasten el dinero de todos en viajar a San Pedro para que un papa que lo más parecido que ha visto a un reino es una pampa y lo más cercano a un rey a Messi o Maradona les conceda la bendición y el respaldo de un dios que no existe a una corona que no lucen en la frente.
La irrealidad comienza a apropiarse de todo punto de vista posible.
Y para rematar la faena de la venta en rebajas adelantadas de la Casa Irreal, culminan con el hecho de que Felipe, amado y santo nuevo rey de España, es un tipo inteligente, moderno, hasta ilustrado. Lo demuestra el hecho simbólico por demás de que ha colgado en su despacho el retrato de Carlos III, ese gran rey que construyó la puerta de Alcalá.
Y tan irreal es el mundo en el que viven y se han acostumbrado a vivir que creen que eso nos tiene que dejar tranquilos, que tiene que hacernos suspirar de alivio.
El ejemplo que sigue nuestro nuevo monarca es el de un rey que intentó forzar a los madrileños a dejar de beber en los bares, que decidió que vistieran de un modo diferente por decreto real -que no es lo mismo ni de lejos que un Real Decreto de los de ahora-, que intentó llevar a todos, como hacía todo rey por entonces, a donde él quería que estuvieran. 
Alguien que ordenó a la Guardia Valona disparar contra la multitud que se manifestaba reclamando algo tan ilógico y poco patriótico como el derecho a vestir como les diera la gana -nada real, por cierto-.
¡Claro que era ilustrado!, ¡Claro que era moderno! ¡claro que es el ejemplo perfecto de lo que quiere Felipe VI para su reinado!
No en vano Carlos III renunció a sus pretensiones al trono de Polonia, que creía suyo por derecho de sangre materna, antes de ser rey de España por un motivo más que revelador: por que era un trono electivo y tenía muy pocas posibilidades de que el parlamento polaco le eligiera -¿curioso, no?-.
No en vano llevó a su máxima expresión un lema que aún se repite en las escuelas. Ese de "todo para el pueblo pero sin el pueblo". No en vano se le estudia dentro de un periodo conocido como el Despotismo Ilustrado.
Puede que allá por los años remotos del S.XVIII la población pensara "bueno, es despotismo, pero al menos es ilustrado" pero en estos años procelosos del S.XXI los ciudadanos piensan más bien lo contrario: "Vale, es ilustrado, pero sigue siendo despotismo".
Así que para vendernos la sucesión como algo beneficioso para la democracia nos pintan a un monarca amado por el pueblo, pío e ilustrado.
Para los siervos y aldeanos de allende los tiempos eso era suficiente. Para nosotros no.
Alguien a quien quiero un poco sin querer y que es muy de Casa Real, aunque lo diga poco y con la boca pequeña, se le velan un poco las miradas cuando se hablan de estos temas y suele decir "lo han hecho mal con la Casa Real"Y no me queda más remedio que darle la razón.
Lo han hecho mal porque la han convertido en la Casa Irreal.
Permitiendo que una infanta tenga un sueldo de una entidad privada y una asignación que sale de las arcas públicas a través de su padre, consintiendo que pidiera una hipoteca de siete millones de euros con 300.000 de pago trimestral cuando ni siquiera llegaba a esa cantidad la suma de los ingresos anuales de ella y su marido; permitiendo que un rey, una reina, un príncipe, y el número de infantes y de infantas que nos toquen estén más allá del toque de la ley aún cuando dejan de serlo; dejando que el rey abdicado concediera préstamos a sus hijas morosas con un dinero que al final era de todos y le era dado para sufragar la representación del Estado, no los agujeros de las economías familiares de sus vástagos; asumiendo que una niña de ocho años tenga una asignación de dinero público equivalente al salario anual medio de cincuenta españoles.
La casa que habita en la Zarzuela se ha vuelto irreal porque vive tan alejada del mundo en el que vive que cree que ser ilustrado tapará el hecho de que no ha sido elegido.
Y porque esa vida más allá del tiempo y el espacio en el que habitan les impide ver que hay otra forma de hacerlo.
Si Felipe, el sexto con su nombre, hubiera colgado en su despacho el retrato de Manuel Azaña o Ruiz Zorrila o Estanislao Figueras, no por ser de izquierdas o derechas, sino por ser jefes electos del Estado y luego se hubiera cruzado de brazos ante el parlamento y hubiera negado su proclamación hasta que los españoles decidieran libremente si querían un rey si le querían a él de rey, entonces los medios si podrían vendernos un monarca moderno, un jefe del Estado comprometido con las personas que forman ese Estado no con símbolos y tradiciones irreales y vacíos que sirven poco más que para magnos eventos deportivos.
A un rey así sí le habría votado.
Porque eso habría sacado a su casa, su estirpe, su reinado de la irrealidad en la que vive instalada la monarquía española en estos tiempos. Eso y no que la reina haya o no haya sido aristócrata, periodista o cualquier otra cosa o que esté preparado y hable no sé cuántos idiomas o que diga que admira a su padre pero no reinará como él o que se reúna con los colectivos LGTB en una agenda diseñada para dar buena imagen. una imagen moderna, una imagen ilustrada.
Pero el riesgo de la realidad es inasumible para aquellos que han hecho dela irrealidad el eje de sus vidas le pese a quien le pese.
Y si el palacio de la Zarzuela sigue y seguirá albergando a nuestra borbónica Casa Irreal.

jueves, junio 05, 2014

Cuando el PSOE cerró la tapa de su propio catafalco

Hay ocasiones en que la realidad, ese monstruo multicéfalo que se niega a plegarse a nuestras necesidades y devora una por una todas nuestras mentiras, nos obliga a recordar que somos lo que hemos decidido ser. Y sobre todo que eso coincide muy pocas veces con lo que decimos que somos.
Y eso es lo que le está pasando al Partido Socialista Obrero Español en estos días.
En pleno desastre electoral de unas proporciones mayúsculas, en plena danza de cuchillos y espaldas contra la pared apenas contenida como es en todo partido político tradicional un cambio de liderazgo, les llega la peor noticia que podía llegarles: la abdicación de un rey.
Y tienen que reaccionar de la manera en la que ningún mastodonte político que se ha acostumbrado a la inercia de un sistema casi decimonónico de cesantías puede hacer. 
Tienen que moverse cuando están acostumbrados a la indolencia opositora en espera del desgaste del rival -como hace el Partido Popular cuando se encuentra en idéntico lugar del hemiciclo-. 
Tienen que decidir cuando están habituados a que la indefinición y el nado entre dos aguas sea la forma habitual de hacer política en el esquema que han construido junto con los otros grandes partidos en España.
Les llega el momento de resolver la ahora ineludible ecuación entre ser lo que quieren ser, lo que dicen ser o lo que les conviene ser.
De aferrarse a lo que fueran sus señas de identidad o de desecharlas definitivamente en aras del mantenimiento de un sistema que casi le garantiza su regreso al poder tras una travesía del desierto más o menos larga.
Porque el PSOE mira hacia atrás y no ve nada. Porque vuelve la mirada al lugar de donde viene y solo vislumbra una bruma que le oculta todo lo que se supone que tenía que tener claro.
Uno por uno ha ido perdiendo sus atributos a lo largo de los años hasta que, pese a decir y gritar en los mítines electorales los mismos eslóganes, ya no queda nada.
Perdió su condición de socialista en ocho años de gobierno de políticas sociales de salón, destinadas a colectivos muy concretos y a lobbies electorales que no lo eran, mientras no abordaba la autentica reforma social que suponía el cambio de modelo económico sobre el que había diseñado nuestro futuro el gobierno más neocon que ha tenido España.
Se deshizo de su condición de defensa de las políticas sociales y lo decoró con leyes de gestos -como la del matrimonio gay o la reforma del aborto- que pese a ser necesarias y posiblemente beneficiosas no podían ser prioritarias sobre una reforma económica que exigía controlar la especulación rampante que campaba a sus anchas por las finanzas españolas, la burbuja inmobiliaria o cualquiera de los otros pilares de barro sobre los que se apoyaba una sociedad que ya comenzaba a tambalearse.
Intentó decorar su falta de interés por acometer una auténtica reforma social con leyes más que cuestionables -La de Violencia de Género, como principal ejemplo- que pretendían engrandecer ante nuestros ojos problemas existentes y magnificarlos para que no nos diéramos cuenta de que, mientras hablaba de políticas sociales, ese mismo gobierno estaba aprobando reformas laborales que son el germen de la precariedad que ahora padece el mercado laboral español y cuya reforma en otro sentido hubiera sido realmente una política social más allá de los gestos que realizó cara a la galería.
Así, entre el humo de una miriada de salvas disparadas para ocultar sus carencias, de un millar de fuegos de artificio lanzados al aire para ocultar sus zonas oscuras, el Partido Socialista Obrero Español desapareció, perdió la conexión consigo mismo.
Y ahora, sin líder, sin consenso, sin poder y sin seguridad -por primera vez en los últimos 30 años- de ser capaz de volver a ese poder, le llega la posibilidad de ser quien es o de intentar seguir siendo lo que le conviene ser.
Un partido que ha defendido y puesto en marcha una Ley de Memoria Histórica -desde el punto de vista menos saludable e integrador que se puede defender, por cierto-, que ha defendido sus raíces republicanas durante más de un siglo, que ha enviado a sus principales representantes a los homenajes a los militares republicanos a lo largo y ancho de toda la geografía española, que ha defendido la herencia republicana, que con toda justicia ha asignado pensiones a los militares republicanos, de repente ve como abdica un rey.
Un partido que dice defender el derecho a decidir sobre su propia vida a todos los ciudadanos en todos los ámbitos de su existencia, que ha pretendido recuperar -otra vez de forma harto desacertada, desde luego- ese periodo histórico en los libros de texto para reivindicar lo reivindicable del gobierno de la II República Española y a veces hasta lo que no lo era tanto, ahora se encuentra literalmente en un interregno propio y nacional. Se halla ante la posibilidad de mantener la única seña de identidad que mantiene con lo que fue y lo que se suponía que quería ser.
Y, como tristemente era de esperar, no la mantiene. Prefiere plegarse a sus necesidades internas, a sus dinámicas de poder, a sus expectativas de mantenimiento dentro de un sistema político diseñado por ellos y para ellos, a demostrar que es lo que siempre dijo ser: republicano.
Todo esto no significa que una república sea mejor que una monarquía, no significa que un referéndum por la república vaya a solucionar de un plumazo una economía destruida y un tejido social abocado a la miseria por la desidia indolente de sucesivos gobiernos, que solamente se han preocupado de que unos cuantos mantuvieran y engrandecieran su riqueza y no de que esa riqueza se distribuyera.
Lo único que significa es que el Partido Socialista Obrero Español después de más de cien años siendo republicano ha decidido no serlo ahora, cuando más sentido tiene serlo. Ha decidido mostrar por fin que no es ni quiere ser aquello que dice ser.
Y para rematar la faena apela a una explicación a la que no debería apelar ninguna fuerza política que se colocara el marchamo de democrática: a la responsabilidad, a la estabilidad.
Se convierte en un dictador que decide tutelar a los ciudadanos que viven bajo su mando porque ellos no están capacitados para decidir por su cuenta lo que les conviene. 
Un partido que ha hecho bandera de que nadie tutele a las mujeres en sus decisiones, a los menores en sus abortos, a los seres humanos en la elección de su tendencia sexual, ahora decide convertirse en juez tutelar de toda la ciudadanía española a la que parece considerar aún menor de edad y decidir por ellos.
Como si no fuéramos capaces de cambiar de forma de organización del Estado de forma pacífica, como si no fuéramos capaces de reflexionar sobre el tipo de Estado y representación que queremos de forma adulta, ellos deciden por nosotros.
Los autoproclamados defensores de la libertad, los que van a elegir a su nuevo líder por votaciones abiertas y secretas nos niegan al resto de los españoles la posibilidad de hacer lo mismo con respecto a la cabeza visible del Estado.
Y con eso pierden el último vestigio, ya pequeño, anquilosado y escondido desde hace años, de lo que fueron.
Eligen la estabilidad en un sistema que se está yendo a pique porque es la única tabla de salvación que ven para intentar mantener la situación que más les conviene para asegurarse su retorno al poder. Un poder que ya no podrán decir nunca, por más discursos y ponencias que aprueben en su congreso, que ejercen o pretenden ejercer en beneficio de los ciudadanos.
Yazca en su catafalco el Partido Socialista Obrero Español y que desde Pablo Iglesias -el de antaño- hasta Nicolás Redondo les recuerden lo que querían ser y lo que pudieron ser antes de decidir ser lo que son.
Es posible que ni les reconozcan.

martes, junio 03, 2014

Y Juan Carlos se fue como llegó

Después de los titulares, los chistes, chascarrillos y demás dimes y diretes originados por tan magno evento como es una abdicación llega el turno de hablar.
Juan Carlos se va. Se va como llegó, en mitad de un periodo convulso que clama por el cambio y que lo exige a gritos en las calles y cada vez más -ya no pueden decir lo contrario- a sufragios en las urnas. Y su abdicación, como todo en la vida, como todo en este Occidente Atlántico nuestro que ha hecho de sí mismo, sus necesidades y su beneficio la única bandera de su ética, puede tener múltiples lecturas.
Los que llevan sabiendo esto desde el 31 de marzo y han tenido tiempo para tirar de historias preparadas, relatos biográficos y todo tipo de especiales comienzan a decorar a marchas forzadas su figura, a taparle las grietas y a magnificar la imagen de su reinado.
A los que esto les pilló en medio de la calle, en medio de sus vidas y de sus cada vez más estrechos márgenes de supervivencia, se les sube el cambio a la garganta y claman por algo nuevo ahora que el viejo rey yace en su catafalco -metafóricamente, se entiende-.
Y se habla de república, se habla de sucesión, se habla de monarquía constitucional, se habla de muchas cosas salvo de las dos que deberían hablarse, salvo de las dos únicas varas de medir que se pueden usar para calibrar una abdicación y casi cualquier hecho político: dignidad y democracia.
Antiguamente se media a los monarcas que, desde luego, nada tenían de demócratas ni podían tenerlo, por su dignidad. 
Carlos I, el peor monarca de Inglaterra, se ganó el respeto de los que eran sus enemigos al colocar en silencio y dignamente el cuello en el tajo de Cromwell mientras que Luis XVI se granjeó el desprecio hasta de los más acérrimos monárquicos al subir lloriqueando al patíbulo. Todo siempre es cuestión de dignidad entre los que dicen que tienen la hemoglobina turquesa.
Para aquellos que no son elegidos, para aquellos que son colocados en un puesto sin que aquellos a los que pretenden representar hayan dicho nada al respecto, la dignidad es la única herramienta para demostrar su valía.
Y lamentablemente para Juan Carlos su abdicación es tan indigna como lo ha sido su reinado.
Ayer cuando se puso ante las cámaras para anunciar su marcha tenía la última oportunidad y la desperdició tan miserablemente como ha desperdiciado otras muchas, como ha desperdiciado 39 mensajes de navidad, como ha desperdiciado centenares de inauguraciones, de entregas de premios y de discursos dados.
Porque el rey, el rey de ahora, no hace nada, no puede hacerlo, pero habla. Y ayer no dijo nada. 
Malgastó la última oportunidad que tenía de hacer lo que los reyes de otrora decían , aunque no hacían, que era su deber: defender a su gente. 
Ayer debería haberse levantado, desechado el discurso que le habían escrito y pedido perdón.
No por los elefantes cazados, que también; no por los exabruptos públicos, que desde luego, no por su rampante falta de criterio de los últimos tiempos, que por supuesto. Debería haber pedido perdón por haber asistido en silencio al desmoronamiento de una sociedad que ahora galopa a pasos agigantados hacia la miseria.
Debería haber pedido perdón por no haber defendido y hablado en favor de las gentes de España, de los ciudadanos de este país en casi cuarenta años. Por no defendernos. Por no hacer su trabajo.
Por no decir una palabra contra una guerra que nos llevó al desastre y a la muerte trágica de centenares de personas; por asistir en silencio a una sucesión de gobiernos de uno y otro signo que dejaban un rosario de corrupciones y corruptelas. Por seguir dando la mano y recibiendo a unos gobernantes inmersos solamente en sus propios negocios.
Perdón por no haber sido él mismo quien pidiera eliminar su propia inimputabilidad para dar ejemplo de transparencia, perdón por no haber llevado de la oreja él mismo a su hija a declarar ante el juez por el caso Noos, perdón por no haber abofeteado en público -eso siempre es muy aristocrático- a su yerno ladrón, perdón por no haberles negado el pan y la sal a todos los corruptos y nepotistas que acudían a visitarle.
Perdón por no habernos dado ni una sola vez la voz y la palabra a los españoles y siempre otorgársela a nuestros gobernantes. 
Por haberse limitado a leer lo que le escribían, a decir lo que le pedían que dijera o a afirmar aquello que en cada momento venía bien al gobierno de turno.
Perdón, en definitiva, por ser como nosotros. Por haber antepuesto las necesidades de su casa al bien común, la permanencia de su linaje en el trono a las necesidades del país al que representaba. Por haber hecho lo que le exigían que hiciera para asegurarse que su hijo heredaría su trono y su corona.
Perdón por pensar más en lo suyo que en lo de todos.
Y eso es lo que le ha negado hasta el último ápice de dignidad al monarca que se va.
Y en cuanto a la democracia, pues poco hay que decir. 
Si verdaderamente fuera demócrata estaría entre los que piden como mínimo el refrendo democrático al nuevo monarca, entre los que comprenden que una elección entre un rey y la nada hecha por una sociedad que salía de una dictadura posterior a una guerra civil no es un baremo de aceptación en nuestros días, entre los que, independientemente del resultado del mismo y de su postura sobre la forma de configuración del Estado, piden que los habitantes de este país decidan sobre algo que les compete como es quién y de qué modo les representan.
Pero claro, eso era de esperar. 
Si hubiera sido demócrata nunca hubiera aceptado ser rey.

jueves, enero 09, 2014

La chica de los cafés para la infanta


Nobleza obliga, Cristina, nobleza o patíbulo obligan.

Nobleza obliga ¿era así, verdad?
Nobleza obliga. No "nobleza escapa"; no "nobleza exime"; no "nobleza excusa". Ni siquiera "nobleza salva de todo". Estoy casi seguro que era algo así como nobleza obliga.
Como estoy seguro de haber leído en algún sitio, en el corpus legal, alguna legislación, alguna norma, decreto, reglamento o conjunto de órdenes que "la ignorancia no exime de culpa".
Así que, aunque hayamos superado tiempo ha los momentos épicos de Azincourt o las Thermopilas en los que la nobleza acudía al auxilio de sus tierras y sus gentes aunque supiera que iban a perder la batalla, nobleza obliga, Infanta de España, nobleza obliga.
Si su esposo, alto guapo, medallista olímpico, brazo de oro del balonmano español, se ha enriquecido gracias a su nombre y apellido, nobleza obliga; si su marido, que paso de lateral zurdo a duque y grande de España, ha utilizado su título, su blasón, su coronada imagen y su tálamo conjunto para amasar fortunas fraudulentas, nobleza obliga; si su consorte le ha pagado alquileres, clases de baile, viajes, expediciones de compras y pisos en París o Nueva York con dinero robado a los demás españoles, defraudando impuestos y utilizando, como antaño, el sello y el lacre real para pactar negocios secretos y comisiones privadas, nobleza obliga, infanta de España, nobleza obliga.
Y ampararse en la ignorancia de la ley, en el desconocimiento de la norma, en la incapacidad manifiesta que ha demostrado prácticamente cualquier Borbón a lo largo de la historia -salvo quizás Felipe V y tal vez Carlos III- de entender el sometimiento del monarca y su familia a la ley no es otra cosa que la más rastrera, mezquina y canallesca -canalla, que palabra tan grande que explica tan poco, por cierto- de las villanías, como se diría en ese lenguaje nobiliario que solamente usan los que aún creen que su sangre les coloca por encima de los demás cuando les conviene.
La Infanta Cristina, que de repente se ha olvidado de esa nobleza que obliga y de su pertenencia a esa aristocrática familia cuyo patriarca nos abrasa "en estas fechas tan señaladas" hablando de ejemplaridad, se escuda en su falta de conocimientos fiscales y contables para eludir su imputación en el caso Noos, Aizoon, como quiera que se llame la última ramificación de este desmedido entramado judicial. 
¿Cristina, la infanta, se ha alquilado a sí misma su propio palacio porque no sabía hacer ni leer un balance contable?, ¿ha usado para gastos personales dinero de la empresa Aizoon porque no sabía que así estaba eludiendo al fisco?
Es casi seguro que no. Pero aunque así fuera eso no la libra de nada. El sistema legal es claro, no saber que se incumple la ley no implica que no se esté incumpliendo. No evita el castigo, ni mucho menos la imputación por un delito.
Como la esposa del traficante de armas que interpreta magistralmente Nicolas Cage en El Señor de la Guerra, la infanta Cristina se coloca ante el mundo cuando se descubren las actividades de su marido y se indigna con él porque ella "no sabía a lo que te dedicabas, no sabía que era dinero de sangre y muerte". 
Y, como Yuri Orlov, nosotros le contestamos con una respuesta que se le clava en la piel de su irresponsabilidad hasta alcanzar los tuétanos de su falsa inocencia: "puede que no lo supieras, puede que no quisieras saberlo. Pero lo único cierto es que no te importaba".
Y eso resume todo lo que se puede decir de la Infanta Cristina y de su supuesta ignorancia en este asunto.
Y no es culpa suya. Al menos no es solamente culpa suya. 
Es culpa de una sociedad que por miedo o tradición permitió durante la Transición que toda una linea dinástica viviera a costa del Estado pero sin ninguna responsabilidad hacia él. Que permitió que sus padres Borbón y Grecia la criaran en un sistema en el que se sabían más allá de la ley, impunes en todo acto o exceso, reconocidos de forma expresa como irresponsables ante la ley.
Es producto de una sociedad que permite que la Fiscalía anti corrupción actúe como abogado defensor de una imputada por el mero hecho de llevar sangre Borbón y Grecia en las venas, como antes lo hizo negándose a recurrir un fallo exculpatorio de un político corrupto, como era su obligación. 
Es el resultado de gentes, gobiernos e ideologías que valoran más la imagen que ellos tienen de lo que debe ser España y La Corona que la realidad de lo que es y lo que está siendo. 
Una vez más y no se sabe ya cuantas van la irresponsabilidad de aquellos que supuestamente nos representan internacionalmente según la Constitución es reflejo y aumento de la nuestra, de nuestra incapacidad para aprender de la historia y darnos cuentas que en ninguna ocasión en la que se ha colocado a alguien más allá de la mano de la ley, este ha sido capaz de actuar responsablemente, simplemente porque sabía de antemano que no iba a tener que asumir las consecuencias de sus actos.
Así que, si el orgulloso Enrique VIII pudo a travesar la nave de Westminster y arrodillarse cual penitente para pedir perdón por haberla cagado con Tomás Moro; si Jorge III pudo colocar el peso de la corona sobre los hombros de su hermano, tímido y casi tartamudo, porque prefirió la elección de su esposa a su reino, la infanta de España puede y debe abandonar el reducto de defensa tras su título, recorrer el pasillo de la sala de un juzgado y sentarse en el banquillo para defenderse de las acusaciones y aceptar lo que la ley y la justicia quieran determinar sobre ella.
Claro que, desde los tiempos de Juan sin Tierra, los habitantes de la Pérfida Albión tienen una amplia tradición de forzar a sus monarcas a someterse a la ley y de descabalgarles del trono y auparles al patíbulo si se empeñan en no hacerlo.
Quizás, al final, eso obligue más que la nobleza.


jueves, abril 04, 2013

Cristina Federica, Amalia, Eva y la Marca España

Nuestro gobierno, nuestro porque nos lo echamos a la espalda nosotros solitos en las urnas no porque se preocupe por nosotros lo más mínimo, tiene una preocupación en la mente. Da vueltas sobre ella en sus ejecutivas nacionales y autonómicas, le obsesiona en sus noches de insomnio, la busca y la persigue con insistencia enfermiza y recurrente, como hiciera el ya famoso ojo omnipresente de Sauron con el dichoso anillo único de la saga fantástica de Tolkien.
Esa obsesión es la imagen.Como si nuestro país fuera una estrella de rock o una damisela novecentista, le importa más la imagen pública, el qué dirán, la visión que de España se tiene, que el fondo de las cosas; se obsesiona con la Marca España en lugar de con el país España, la sociedad España y la Realidad España.
 Y en esa obsesión por la imagen de marca destinada a atraer a esos nuevos dioses arcanos llamados inversores internacionales tras una eterna cadena de sacrificios propiciatorios en forma de recortes al pie del altar de sus dineros y sus dividendos hay dos cosas que en estos días traen de cabeza a la corte moncloita inquilina de nuestro Gobiernos.
Dos cosas y cuatro personas: La imputación de la infanta y los escarches. Cristina Federica y José Castro y Amalia Torres y Eva Durán.
Piensan Rajoy y sus chicos -y no pocos de los que ocupan las bancadas de Ferraz también- que eso de que se impute a Cristina Federica es malo para la imagen de España, para esa marca de fábrica que pretenden crear de la nada a golpe de candidatura olímpica y trofeo futbolístico.
Y uno se pregunta por qué ¿no sería malo para la imagen de España no imputarla? ¿no diría cualquiera de esos occidentales atlánticos vecinos nuestros que somos un país medieval si no lo hiciéramos con los indicios que la inculpan?,  ¿no pensarán que no hemos avanzado nada desde los tempestuosos tiempos de Witiza y los visigodos en los que un monarca podía matar en presencia de testigos con sus propias manos a su sucesor y nadie podía hacer nada contra él porque estaba por encima de la ley?
¿No dirán que somos como esos emiratos perdidos y consentidos por su producción petrolífera en los que  Su Majestad el Emir ajusticia a maridos para poder, como en los pasajes más tórridos de las leyendas artúricas y los tiempos bíblicos patriarcales, yacer con sus esposas?
Es muy probable que cualquiera que tenga dos dedos de frente para proteger un puñado de neuronas lo haga y vea como la imagen de nuestro país cambia ante sus ojos para mal.
Pero eso no le importa a nuestro gobierno. Por eso ha aparcado la Ley de Transparencia  por eso no le importa que estemos por debajo de Niger en el ranking de transparencia administrativa, por eso promete mostrar sus cuentas de partido, sus declaraciones de la renta y todo lo que haga falta y luego las mantiene escondidas, probablemente en la misma caja de seguridad helvética donde tienen sus fondos de emergencia que se cuentan por millones de euros.
Porque nuestro Gobierno no busca dar esa imagen. Busca ofrecer en bandeja de plata, junto con nuestros derechos laborales y nuestras expectativas de futuro, la imagen que precisan los inversores que busca para venderles nuestro país. Los mismos con los que sus líderes gallegos se fotografían en sus yates. 
Quiere promocionar una imagen en la que este país sea el lugar ideal para medrar si se tienen los contactos necesarios en las esferas políticas, en el que no se tengan que preocupar de verse involucrados si tiran de nepotismo, sobornos bajo cuerda o negocios cuestionables con la élite gobernante para aumentar sus cuentas de beneficios y sus cuentas en Suiza. Y que el Juez José Castro impute a Cristina Federica en el caso Noos no ayuda para nada.
Porque Génova y Moncloa no buscan dar una imagen de legalidad. Buscan dar una imagen de impunidad.
Y más o menos pasa lo mismo con los escarches. Y si el juez que imputa a Cristina Federica es el ejemplo  de una imagen que no quiere el gobierno del Partido Popular para España, Amalia Torres, Eva Duran y los escarches son el epítome de otra que tampoco le conviene que se tenga.
Amalia Torres   iba a ser desahuciada y los que cada día intentan e intentamos parar el desequilibrio de la Ley Hipotecaria escenificado en los Desahucios acudieron con ella a una junta madrileña de distrito. Protestaron, gritaron y "escarcharon hasta que Eva Durán, concejala de distrito, la recibió. Y Eva la escuchó, descolgó el teléfono  movió sus contactos y logro que Bankia parara el desahucio.
Y si no hubiera habido escarche, Eva no se habría enterado de la existencia de Amalia ni de su desesperada situación. No es cuestión de dudar de que la concejala hubiera hecho lo mismo de otra forma y de que sea más o menos buena persona -que no es aquí donde se cuestionará a nadie simplemente por pertenecer a un partido político o a otro- pero sin la presión del escarche en su oficina y las expectativas de un escarche domiciliario continuo a lo mejor lo había dejado pasar, a lo mejor no habría hecho todo lo posible, a lo mejor hubiera preferido contribuir a la salvación financiera de Bankia que al rescate vital de Amalia.
Y eso tampoco es lo que quiere el Gobierno, no es la imagen que pretenden exportar a los parqués bursátiles de todo el mundo.
Porque la imagen que quiere ofrecer a sus inversores es la de un país donde las preocupaciones y los problemas de los ciudadanos no importan cuando es enfrenta a la obtención de beneficios empresariales, donde la miseria y la dignidad de las personas no es relevante cuando están en peligro los intereses económicos de los socios y amigos de los gobernantes están en juego.
No pretende que la Marca España sea un sinónimo de equilibrio social, político y económico, quiere que los arcanos inversores invisibles la perciban como un compromiso de feudalismo y servilismo social en aras del beneficio empresarial.
Porque los gobernantes y su partido no buscan dar una imagen de justicia. Buscan ofrecerla de rentabilidad.
Así que, una vez más las preocupaciones de Rajoy, su gobierno y su partido, nada tienen que ver con le realidad. Su ojo de Sauron no está buscando mejorar la imagen de España, esta buscando aclimatarla a sus intereses económicos y los de sus adláteres y socios.
José Castro, Cristina Federica y la imputación en el Caso nos nos deshacen la imagen, nos la refuerzan, Amalia Torres, Eva Durán y los escarches no nos empeoran la marca, no la lucen.
Aunque la hagan menos rentable para los inversores y menos impune para los especuladores y eso sea lo único que le preocupa el Gobierno del Partido Popular.

jueves, enero 05, 2012

Mi carta a Los Reyes en ausencia de paje por desfalco


Andaba yo en la idea de dedicar un post a las cien mi sutiles diferencias entre la alcaldesa Botella de Madrid y la ex ministra Chacón por eso de tener que currarse el cargo la una contra viento y marea del partido y obtenerlo la otra de rositas, sin lucha y sin voto de ciudadano alguno  cuando de pronto me di cuenta que era la víspera de Reyes y aún no había escrito yo mi carta a sus egregias majestades. Así que voy a ello.

Señores Reyes Magos
Quisiera yo pedirles varias cosas que paso a relatarles.
Para empezar deseo un manual o un libro o un simple folleto para poder practicar el muy de moda ahora arte del escapismo.
Espero que aún tengan existencias de sobra. Pues no quisiera yo que perdieran el suyo por traérmelo a mí. No vaya a ser que entonces no puedan esconderse cada vez que en su entorno familiar alguien mete la pata o pasar de puntillas por los temas que duelen en esos discursitos que nos dan en la noche en que al chiquito ese se le ocurrió nacer en pleno campo en Galilea.
Así que, si aún les queda por ahí algún que otro ejemplar referido al arte de Joudini, después de regalarlos por doquier a amigos y parientes, después de enviarlos por Seur hasta Washington, por valija a París y con lazos dorados y toisones a sus queridas hijas, mándenme uno pequeñito, que uno no quiere tampoco escaparse a lo grande, solo de algo pequeño, de un inspector de hacienda algo pesado. Que para grandes escapadas ya tienen ustedes a su yerno.
 Otra cosa que quería pedi,r es algo que echo mucho de menos y que, por su real y mayestática trayectoria, deduzco que poseen.
Desearía, a lo más tardar en unas fechas, hicieran llegar hasta mis manos una guía real de cómo elegir marido. No creo que les sea muy oneroso, pues creo que la suya no la usan demasiado últimamente.
Es que, teniendo yo dos hijas crecederas, querría descubrir el secreto de qué hacer si el rubio y vasco semental rubito de anchos hombros al fin nos sale rana. Porque mi idea era sustituirlo por otro más serio, más formal, más navarro quizás, y con un título, pero se me antoja, después de lo pasado, que tampoco es la forma. Porque si uno nos sale rana el otro nos sale bicho.
Así que me hallo un poco desconcertado y no sé qué camino elegir.
Por eso espero que esa guía básica que pido -a ser posible la que lleve anotaciones manuscritas de la reina- podría serme de una ayuda infinita.
Pero esos dos serían, por decirlo a sus majestades de algún modo, los dos regalos mínimos, los premios de consolación que les demando.
Si no pueden traérmelos tampoco se preocupen. Que sé que tienen mucho de escapar, montones de asuntillos que esconder y que, hoy por hoy, la palabra yerno les levanta un terrible dolor en la corona.
Lo que quiero de verdad que me traigan esta noche es un trono. Tampoco ha de ser uno versallesco, de hecho me basta un virreinato.
Soy consciente que puedo no cumplir los cánones y formas necesarios para acceder a él.
Sé que, al menos la última vez que me corte pelando ajos, mi sangre no es azul, pero tengo entendido que consumiendo algunas sustancias a un ritmo parecido al de su ex yerno aún puedo conseguirlo.
También sé que no tengo abolengo necesario, ni histórica tradición de lucha por la patria en mi familia.
Pero, hombre, si alguien criado a la espalda del pecho de un tirano, que no puso el pie en este país hasta que tuvo claro que sería monarca y que no da la cara aunque le duela puede llegar a serlo, yo creo que una oportunidad al menos tengo.
Si me traen el trono este año prometo ser jovial y campechano, partirme regularmente piernas, rodillas, codos y tobillos esquiando, salir bien en las fotos, comentar chascarrillos a ministros, contestar a Hugo Chávez, pasear mi palmito por el mundo, decir lo que me dicen, no decir lo que pienso y nunca dar la cara por el pueblo.
Vamos, los mínimos que son requeridos para representar una nación en monarquía.
También prometo el casar a las niñas con tipos infumables y casar al chaval con nenas arribistas, entrevistarme con todos los portavoces del Congreso para proponer como Jefe de Gobierno al que se ha ganado en las urnas ser Jefe de Gobierno, abrir y cerrar los periodos de sesiones, dormitar en silencio y de pie mientras pasan las tropas en los fastos castrenses e ir de vez en cuando a alguna que otra misa para dar por el saco a la Constitución y a esas zarandajas del maldito Estado laico.
O sea, lo que viene siendo un no hacer nada muy real y monárquico.
Y se preguntarán ustedes, reales majestades, a qué viene ese repentino deseo, ese ansía desmedida por alcanzar un trono. Pues yo se lo diré, aunque creo que ustedes ya habrán adivinado mis motivos.
Porque quiero asegurar el futuro de mis hijos, los hijos de mis hijos, las esposas y maridos de mis hijos, mis hermanos y algún que otro primo y amante,  sin que estos hagan ni que tengan porque hacerlo, a costa del trabajo y el dinero de los hermanos, los maridos, las esposas y los hijos de otros y de otras; porque quiero que me suelten 144.000 euros por año, después de mantenerme ya a toda prole, y además me suelten 150.000 más para los gastos, después de cobrarme de la teta infinita del Estado una gran mayoría de esos gastos; porque quiero que haga lo que haga siga ahí, nadie pueda moverme, nadie pueda siquiera cuestionarme; porque quiero que meterse conmigo aunque me lo merezca sea un delito grave; porque no quiero tener que hacer bien en mi trabajo para que no me despidan; porque no quiero pasar el susto y el disgusto cada cuatro años de que aquello que haya hecho y deshecho mientras representaba al Estado Español no haya gustado y me dan la patada unos plebeyos a los que alguien, seguro que por un triste error, les dio el privilegio de elegirme; porque no quiero que los excesos de los míos y de sus allegados me pasen la factura y puedan expulsarme del palacio; porque no me parece justo y respetable que tenga que ser juzgado si cometo un delito, multado si se me va la pinza o el pie en los pedales o esposado si se me van las manos en los bares.
Y como todo eso es bueno por eso me lo pido. Por eso se lo pido a Los Reyes y no sólo para mí, sino para todos aquellos que conozco.
Y para cinco millones de los que no conozco a todos pero de los que sé en que cola encontrarlos. Y para todos aquellos que han perdido la casa y aún pagan la hipoteca. Y para todos aquellos que viven con el sueldo mínimo más bajo de Europa o la pensión mínima en idéntico rango. Y para todos aquellos que ni con dos trabajos y unas ñapas llegan a fin de mes. Y para los que llegan pero tienen que callarse ante lo que está mal hecho por sus jefes por miedo a perder uno de los pocos trabajos que ya quedan. Y para los que tienen el sueldo congelado, los fondos de pensiones parados y las horas de trabajo aumentadas para cuadrar las cuentas de las administraciones para las que trabajan.
Y espero que sus majestades se den prisa y les traigan ese trono cuanto antes a todos, porque me temo que apenas queda tiempo, que se nos está acabando la famosa y necesaria clase media, que se nos va la crisis y se nos viene encima la miseria.
Y si sus majestades, como es lógico y normal, no tuvieran a mano 47 millones de tronos y coronas para distribuir de forma equitativa entre los españoles, les pido que tomen a sus hijas y sus yernos, sus escándalos, sus timos, sus negocios oscuros, sus incapacidades, sus demoras, sus insustancialidades y sigan su camino.
¿Qué les pido a los reyes? Es muy simple y sencillo. Que cojan la poca dignidad que le han dado a la historia y que abdiquen.

Lo pensado y lo escrito

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