Después de los titulares, los chistes, chascarrillos y demás dimes y diretes originados por tan magno evento como es una abdicación llega el turno de hablar.
Juan Carlos se va. Se va como llegó, en mitad de un periodo convulso que clama por el cambio y que lo exige a gritos en las calles y cada vez más -ya no pueden decir lo contrario- a sufragios en las urnas. Y su abdicación, como todo en la vida, como todo en este Occidente Atlántico nuestro que ha hecho de sí mismo, sus necesidades y su beneficio la única bandera de su ética, puede tener múltiples lecturas.
Los que llevan sabiendo esto desde el 31 de marzo y han tenido tiempo para tirar de historias preparadas, relatos biográficos y todo tipo de especiales comienzan a decorar a marchas forzadas su figura, a taparle las grietas y a magnificar la imagen de su reinado.
A los que esto les pilló en medio de la calle, en medio de sus vidas y de sus cada vez más estrechos márgenes de supervivencia, se les sube el cambio a la garganta y claman por algo nuevo ahora que el viejo rey yace en su catafalco -metafóricamente, se entiende-.
Y se habla de república, se habla de sucesión, se habla de monarquía constitucional, se habla de muchas cosas salvo de las dos que deberían hablarse, salvo de las dos únicas varas de medir que se pueden usar para calibrar una abdicación y casi cualquier hecho político: dignidad y democracia.
Antiguamente se media a los monarcas que, desde luego, nada tenían de demócratas ni podían tenerlo, por su dignidad.
Carlos I, el peor monarca de Inglaterra, se ganó el respeto de los que eran sus enemigos al colocar en silencio y dignamente el cuello en el tajo de Cromwell mientras que Luis XVI se granjeó el desprecio hasta de los más acérrimos monárquicos al subir lloriqueando al patíbulo. Todo siempre es cuestión de dignidad entre los que dicen que tienen la hemoglobina turquesa.
Para aquellos que no son elegidos, para aquellos que son colocados en un puesto sin que aquellos a los que pretenden representar hayan dicho nada al respecto, la dignidad es la única herramienta para demostrar su valía.
Y lamentablemente para Juan Carlos su abdicación es tan indigna como lo ha sido su reinado.
Ayer cuando se puso ante las cámaras para anunciar su marcha tenía la última oportunidad y la desperdició tan miserablemente como ha desperdiciado otras muchas, como ha desperdiciado 39 mensajes de navidad, como ha desperdiciado centenares de inauguraciones, de entregas de premios y de discursos dados.
Porque el rey, el rey de ahora, no hace nada, no puede hacerlo, pero habla. Y ayer no dijo nada.
Malgastó la última oportunidad que tenía de hacer lo que los reyes de otrora decían , aunque no hacían, que era su deber: defender a su gente.
Ayer debería haberse levantado, desechado el discurso que le habían escrito y pedido perdón.
No por los elefantes cazados, que también; no por los exabruptos públicos, que desde luego, no por su rampante falta de criterio de los últimos tiempos, que por supuesto. Debería haber pedido perdón por haber asistido en silencio al desmoronamiento de una sociedad que ahora galopa a pasos agigantados hacia la miseria.
Debería haber pedido perdón por no haber defendido y hablado en favor de las gentes de España, de los ciudadanos de este país en casi cuarenta años. Por no defendernos. Por no hacer su trabajo.
Por no decir una palabra contra una guerra que nos llevó al desastre y a la muerte trágica de centenares de personas; por asistir en silencio a una sucesión de gobiernos de uno y otro signo que dejaban un rosario de corrupciones y corruptelas. Por seguir dando la mano y recibiendo a unos gobernantes inmersos solamente en sus propios negocios.
Perdón por no haber sido él mismo quien pidiera eliminar su propia inimputabilidad para dar ejemplo de transparencia, perdón por no haber llevado de la oreja él mismo a su hija a declarar ante el juez por el caso Noos, perdón por no haber abofeteado en público -eso siempre es muy aristocrático- a su yerno ladrón, perdón por no haberles negado el pan y la sal a todos los corruptos y nepotistas que acudían a visitarle.
Perdón por no habernos dado ni una sola vez la voz y la palabra a los españoles y siempre otorgársela a nuestros gobernantes.
Por haberse limitado a leer lo que le escribían, a decir lo que le pedían que dijera o a afirmar aquello que en cada momento venía bien al gobierno de turno.
Perdón, en definitiva, por ser como nosotros. Por haber antepuesto las necesidades de su casa al bien común, la permanencia de su linaje en el trono a las necesidades del país al que representaba. Por haber hecho lo que le exigían que hiciera para asegurarse que su hijo heredaría su trono y su corona.
Perdón por pensar más en lo suyo que en lo de todos.
Y eso es lo que le ha negado hasta el último ápice de dignidad al monarca que se va.
Y en cuanto a la democracia, pues poco hay que decir.
Si verdaderamente fuera demócrata estaría entre los que piden como mínimo el refrendo democrático al nuevo monarca, entre los que comprenden que una elección entre un rey y la nada hecha por una sociedad que salía de una dictadura posterior a una guerra civil no es un baremo de aceptación en nuestros días, entre los que, independientemente del resultado del mismo y de su postura sobre la forma de configuración del Estado, piden que los habitantes de este país decidan sobre algo que les compete como es quién y de qué modo les representan.
Pero claro, eso era de esperar.
Si hubiera sido demócrata nunca hubiera aceptado ser rey.
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