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jueves, febrero 13, 2014

El progreso de dejar a los niños que se maten

Hay situaciones que se antojan absurdas e irreales desde que se conocen y que alcanzan el nivel de locura cuando te das cuenta que se llevan a la práctica.
Y hoy nos desayunamos con una de esas locuras sociales que han hecho de nosotros lo que somos. Sociedades encerradas en sí mismas sin capacidad alguna de reacción, de lucha, de resistencia, ni de mejora. Que nos han abocado a una lenta y centenaria decadencia.
Bélgica aprueba por fin algo que la humanidad no debería siquiera plantearse, ni siquiera discutir. Algo que no debería caber en nuestras mentes: Ayudar a los niños a morir si así lo eligen.
Lo podrán llamar suicidio asistido a menores, eutanasia activa, sedación paliativa -definitiva, supongo, porque de la sedación uno se despierta-, pero en realidad no es otra cosa que ayudar a los niños a morir si así lo eligen.
Y en estas endemoniadas líneas podría preguntar ¿cómo hemos llegado a esto? o ¿en qué estamos pensando? o utilizar cualquier otra fórmula más retórica y diplomática para hacer la pregunta. Pero en realidad no hay retórica que cubra lo que Bélgica aprueba.
¿Es que somos idiotas?
Arrastrados por el falso mito de la libertad personal de elección como valor absoluto, nos hemos convertido en diletantes en nuestras propias vidas y sobre todo de las vidas de los otros, en paseantes que se encogen de hombros ante el sufrimiento y la desesperación y que simplemente se escudan en ese malentendido respeto de la libertad individual para ignorarlo todo y decir: "Si quiere morir, que muera, es libre de elegir".
Pero es mentira. Es una mentira tan profunda que no nos atrevemos a pensar en ella, que la disfrazamos de progreso y de ideología de defensa de la libertad porque nos da un miedo atroz reconocer que es tan falsa como lo es todo lo que damos por sentado gracias a ese impenitente individualismo egoísta que nos ha llevado a donde estamos y que parece que nos va a llevar a lugares aún peores. Empezando por Bélgica.
¡Son niños, por aquello que sea en lo que creáis aunque creáis que no creéis en nada, son niños!
No tienen libertad de elegir en qué ciudad viven, con qué familia crecen, en qué colegio estudian. Nosotros no se la concedemos. Ni pueden elegir su menú diario, no les dejamos elegir la hora de regreso a casa, no tienen libertad de tránsito sin sus padres o de entrada en ciertos sitios, o de ver determinadas películas o de consumir ciertos productos pero ¿de repente, les damos la libertad de elegir que quieren morir?
Y para más inquina y absurdo se la damos en el momento en el que menos libres son. Lo sabemos o deberíamos saberlo, pero no nos importa. 
Ya ha llegado el punto de no retorno en nuestro viaje hacia la decrepitud como sociedad, hacia la decadencia como civilización, en el que con tal de no responsabilizarnos del sufrimiento ajeno, con tal de no vernos abocados a esforzarnos en evitarlo, hemos decidido ignorar lo más obvio.
El dolor, el sufrimiento, la falta de horizontes, mata la mente, mata la capacidad de raciocinio, mata la libertad. 
Así que, por más que el legislador belga quiera cubrir sus vergüenzas y su conciencia con la manida frase de que demuestren "capacidad de discernimiento" y que el sufrimiento "sea solamente físico, no psicológico", no lo consigue.
Han dado en el clavo en todo. Desde el auxiliar sanitario más abnegado hasta el torturador más cruel saben que precisamente es el dolor físico, el sufrimiento físico continuado, el que más nubla el discernimiento humano. Por eso unos intentan evitarlo antes de comenzar a curar y otros pretenden provocarlo, acentuarlo y mantenerlo para que su víctima no pueda pensar con claridad o simplemente no pueda pensar.
Y en esas circunstancias, cuando solamente se desea que el dolor pare, que el sufrimiento se detenga a cualquier precio, es cuando nosotros, miembros de esa sociedad occidental atlántica que ya no es capaz de ver más allá de sus propias necesidades, les tendemos la mano a nuestros niños y les decimos: "muy bien deja de sufrir, mátate, nosotros te ayudamos".
Y lo más triste, lo mas incomprensible, es que esa forma de ver el mundo, ese recalcitrante egoísmo patológico que nos hace llegar a esas conclusiones, parte de gentes que tendrían que tener la mente vuelta hacia otras concepciones, hacia otra forma de ver el mundo, hacia la solidaridad, hacia la ayuda a los demás, y no hacia el encogimiento de hombros social.
“Nuestra responsabilidad es permitir a todo el mundo vivir y morir con dignidad”, afirma la diputada socialista francófona Karen Lalieux, cuyo partido ha promovido este cambio legal.
¡Y se queda tan ancha!
Y para lograr eso, en lugar de clamar porque se abran los horizontes de esos niños enfermos, porque se investigue para mitigarles o eliminarles el dolor, que la sociedad se vuelque con ellos y saque el sufrimiento de sus mentes para que sean realmente libres, lo que defiende es que se les ayude a morir. 
Ella, que desciende ideológicamente de aquellos que prohibieron a los nobles franceses matar a niños que nacían con malformaciones con el mismo argumento que ahora utiliza para defender que se ayude a morir a los niños enfermos, antepone su falsa obligación de defender la libertad de los niños a morir a su real responsabilidad de dar dignidad a la vida de los que sufren y tiene dolor. 
Desde Danton a Marat, desde Rosseau a Rosa Luxemburgo, desde Gandhi a Steiner se revolverían en sus tumbas si vieran lo que nuestro egoísmo y nuestra indolencia están haciendo con su concepto de libertad personal.
Porque en realidad esto va de eso. Va de que no queremos escuchar los llantos de un niño que sufre, que no estamos dispuestos a dedicar tiempo ni esfuerzo personal o social en cuidar de aquellos que requerirán nuestra ayuda durante toda su vida. Va de que es mejor que desaparezcan porque suponen una molestia para nosotros, porque nos dificultan dedicarnos a ese falso Carpe Diem en el que nos hemos arrojado como sociedad y como individuos.
En realidad, nos hemos inventado el derecho a la muerte digna porque no estamos dispuestos a esforzarnos en que los que peor lo tienen para ello tengan una vida digna pese a sus sufrimientos, dolores y enfermedades. 
¡Enhorabuena, ya lo hemos empezado a conseguir! ¡Ya estamos muriendo, voluntariamente, pero muriendo! Empezando por nuestros niños. Hay que estar orgulloso.
Y a quien se le ocurra mentarme a dios, la iglesia o la moral cristiana solo puedo decirle que se vuelva a leer el post o que vuelva al colegio y repita sus clases de comprensión lectora. Somos precisamente los que creemos en esta vida y solo en esta vida los que tendríamos que poner mucho más énfasis en mantenerla y dignificarla que en librarnos de ella.
Y, por más que lo repitan como un mantra, no hay muerte, ningún tipo de muerte, que dignifique la vida 
Ni la de los otros, ni la nuestra.

domingo, diciembre 22, 2013

Y el humo del nonato oculta la miseria del nacido

Puede que sean esas fiestas que se avecinan, en las que la familia entendida como clan vuelve a tomar protagonismo, o puede que sea otra fórmula estudiada con la cual los inquilinos de Moncloa tratan de distraer la atención de lo que están haciendo amparados en los votos que se les dieron para otras cosas. Pero sea como fuere en estos días no se habla de otra cosa que de aborto.
Y la cortina de humo sigue haciéndose más densa a medida que ese debate baladí e insustancial se asienta en nuestras mentes, nuestras plumas y nuestros teclados. Nos ponen el capote delante de la cara y nosotros entramos al trapo como un vitorino ante un diestro arrodillado a puerta gayola.
El Colegio de Médicos madrileño se desgañita hasta la afonía gritando que faltan pediatras en los ambulatorios madrileños, que nuestros niños, los ya nacidos, los que necesitan cuidados y alimentos para crecer, no tienen los suficientes especialistas porque no se cubren las bajas ni se reponen las jubilaciones. Pero nosotros hablamos del aborto.
Por la tremenda nos "externalizan" la sangre -bueno la recogida de sangre- sin especificar qué personas la harán, sin hacer hincapié en las condiciones laborales o de formación de quienes se dediquen a ello. Pero nuestros contertulios televisivos hablan del aborto.
En tierras castellanas despiden a todos los encargados del servicio de atención de llamadas de urgencias para substituirlos por otros que son la mitad en número y que carecen completamente de experiencia en la gestión de urgencias sanitarias con el riesgo que eso supone para que los que llaman al 112 en situaciones límite. Pero las portadas de nuestros periódicos siguen escribiendo la palabra aborto a cuatro columnas en cuerpo setenta y dos.
Las listas de espera para cirugía crecen un 30% en Madrid en un año mientras los poderosos, sus adeptos y afectos se cuelan en las unidades quirúrgicas por la puerta de atrás de lo privado saltándose su turno; cinco mil personas engrosan la en ocasiones desesperada espera quirúrgica en un solo mes porque se han cerrado quirófanos, se han jubilado cirujanas, anestesistas, enfermeros y todos los profesionales necesarios para llevar a cabo una operación.
Pero nuestros políticos siguen debatiendo sobre el aborto.
Una oposición desgastada ideológicamente y en liderazgo tira de sus viejos arquetipos teóricos para ocultar todas sus carencias, lanzándose a una guerra que ahora es absolutamente inútil; un Gobierno agarrotado por la incapacidad de reacción, acogotado por la constante y continua corrupción y desgastado por su puro ejercicio de soberbia y falta de previsión, abre ese frente de batalla para apartar nuestra vista de todos los otros en los que retrocede en desbandada.
Ambos nos presentan un combate floral mientras lo esencial sigue cayendo en picado, sigue siendo destruido y demolido. Y nosotros nos lanzamos a él como la población de Roma, ávida de ver a los gladiadores enfrentarse a sangre y espada, llenaba las gradas del Circo Máximo.
Nos conocen. Nos conocen demasiado bien.
Y saben que si hacen eso distraerán nuestra atención. Saben que aquellas que se han arrobado la representación de las mujeres sin que nadie las haya elegido ni votado solamente verán la palabra aborto e iniciarán su carga. 
Saben que aquellos que se han autonombrado defensores de la vida sin que nadie les haya concedido ese título ni les haya otorgado esa condición leerán la palabra aborto y organizarán sus huestes para la lucha.
Y así parecerá que es importante, que tenemos que tomar partido, que tenemos que preocuparnos de ello y solamente por ello.
No importa que la gente muera de frío en las calles, no importa que miles de niños no tengan pediatra y que otros tantos solo puedan comer macarrones todos los días del mes. No importa que los centros de acogida de menores estén abarrotados de infantes que son queridos por sus padres y madres pero que tienen que ser atendidos por el Estado porque sus progenitores no pueden hacerse cargo de ellos.
Nada de eso debe importarnos. Solamente el derecho de los no nacidos o el de las mujeres que no quieren que nazcan.
Podemos hacerles el juego y adentrarnos de nuevo en debates ya agotados o podemos seguir intentando salvar nuestra sociedad para que luego pueda decidir libremente qué es lo que quiere hacer con respecto a esa cuestión en concreto.
Porque si no lo trabajamos en ese orden, pensemos lo que pensemos sobre el aborto, cuando nos queramos dar cuenta seremos una sociedad de siervos sometidos que tendremos que aceptar con una reverencia y una genuflexión lo que los señores del castillo digan sobre el asunto. Sobre ese y sobre cualquier otro.
Tendremos que aceptar que el gobernante de turno decida sobre la vida y la muerte sin tomarse siquiera la molestia de preguntarnos al respecto.
¿No es lo que están haciendo ya?, ¿defensores o detractores del aborto han pedido en alguna ocasión un referéndum en el que la sociedad Española decida sobre el fondo legal en el que se fundamenta el aborto?, ¿no intentan unos y otros vender como universal su punto de vista sin tener en cuenta la opinión de la sociedad española, sin ni siquiera preguntarla?
Solo para que conste. No se trata de hablar del aborto o sus condiciones. Hay que exigirles que nos dejen hablar y decidir sobre él. 
Y hasta que algún político defienda esa postura no habría que considerar este debate como otra cosa que como un baile versallesco que pretende ocultar otras muchas miserias.
¿Qué si estoy a favor o en contra?
No voy a hablar del aborto salvo para decir que tienen la obligación de preguntarnos sobre él. Y cuando lo hagan con urnas, papeletas y la pregunta adecuada será el momento de hablar.
Hasta entonces, no compremos su humo. No tiene valor.

sábado, octubre 19, 2013

Bélgica, eutanasia y la glorificación de la indolencia

Tenía que llegar el día en el que, acuciados como estamos por la vida y por la muerte, varados sin posibilidad de navegar entre nuestros miedos y nuestras desidias, llegáramos a un punto en el que diéramos el salto al vacío de la autodestrucción. En el que por fin nos atreviéramos a poner el píe en el alambre de funambulista que atraviesa el abismo de nuestra extinción.
Y ese primer paso, ese lanzarse a un vacío en el que no podremos sujetarnos a nada salvo al débil equilibrio entre nuestros placeres y nuestros miedos, se ha dado Bélgica. El país de las tres lenguas ha decidido dar potestad a los menores para quitarse la vida. Para pedirle al Estado que lo haga.
Cualquier menor que padezca una enfermedad incurable podrá contratar un verdugo para que acabe con su vida, para que le practique la mal llamada eutanasia. Sin límite de edad por abajo, sin cortapisa o restricción alguna. Con consentimiento de los padres, eso sí.
Más allá de lo que significa darle esa capacidad de decisión a los padres, que supone convertirlos en señores de horca y cuchillo de sus propios vástagos, como si la paternidad y la maternidad fueran un título de propiedad expedido en sus bastiones de las costas de Sierra Leona por los comerciantes esclavistas del siglo XIX, la decisión resulta tan aterradora como la aquiescencia con la que la ha recibido la sociedad belga.
Un 74% de la población belga está a favor, dicen las encuestas y la falsa progresía, que hace de estos asuntos -como casi de todo- una cuestión de derechos y de libertad aplaude la situación. Todos tenemos derechos a una muerte digna, dicen. Y parece que el argumento es irrefutable, que no tiene nada que cuestionar. Hasta que te preguntas ¿qué es una muerte digna? Hasta que la respuesta te hiela la sangre en las venas.
Este Occidente Atlántico nuestro ha obtenido el premio final a generaciones poniendo el acento en el individualismo furioso, colocando la tilde de sus vidas y de sus muertes en el egocentrismo indolente. Tras siglos en los que la huida hacia adelante se ha considerado progreso y la elusión de cualquier responsabilidad onerosa como un derecho inalienable a la felicidad, hemos logrado por fin una definición de dignidad nueva, sorprendente y ajustada a nuestras necesidades: la dignidad es la ausencia de dolor.
Suena tan nuestro que da lástima. Suena tan cobarde que da rabia.
Si la muerte digna es la que no es dolorosa, la que no te produce sufrimiento ¿significa eso que todos los que murieron de forma dolorosa a manos de aquellos que no querían darles lo que ganaron para nosotros, desde la libertad hasta la jornada de ocho horas, fueron muertes indignas?, ¿significa que la muerte de alguien que lucha contra el dolor de un cáncer o de una enfermedad para terminar muriendo en la mesa de operaciones es indigna?, ¿significa que los que murieron a tiros intentando luchar, desvelar la verdad, defenderse o defender a los demás han muerto indignamente?, ¿significa que el que muere en medio de la calle, agarrotado por los dolores flagelantes que un infarto provoca en su músculo cardíaco o por la parálisis dolorosa que envía un ictus a su cerebro, ha muerto indignamente?
Nuestra demostrada persistencia en mostrarnos incapaces de integrar la frustración, el dolor o el sufrimiento como hechos que componen el mapa de nuestras vidas, como hitos que hemos de atravesar si queremos que el atlas de nuestras existencias cobre sentido para nosotros mismos, nos ha hecho  generar el falso sinónimo de la dignidad con la ausencia de dolor y de sufrimiento, de la muerte digna con la muerte reposada. 
Nos ha hecho olvidar una verdad que ha dado fuerza a los seres humanos durante 10.000 años para buscar y lograr todo aquello que ahora parece que no es importante porque ya lo tenemos, todo aquello que ahora damos por sentado: La dignidad de la muerte no depende de como mueras. Depende de como hayas vivido.
No tiene nada que ver con el dolor o el sufrimiento, con la placidez o la agonía, con la voluntariedad o la obligatoriedad.
No existe la eutanasia como no existe la eugenesia.
No soy ni mucho menos de esos de la dignidad de la muerte por el martirio del dolor, a lo Camino, la heroína infantil del Opus Dei y la resignación cristiana, entre otros ejemplos, pero el sentido de la eutanasia no puede pasar del derecho a que no te mantengan vivo cuando ya no eres capaz de estarlo por tus medios. Toda otra eutanasia es inexistente
Es un concepto forzado, inventado por nuestra imperiosa necesidad de rebatir el hecho de que, como diría el grupo popero, la respuesta no es la huida; de que el carpe diem, tan de moda en nuestros tiempos, no significa que convirtamos todo momento de nuestra existencia en una suerte de disfrute sin fin en el que se elude todo lo que no nos gusta.
Una creación artificial que justifica una postura vital en la que el trabajo se convierte en el tiempo entre los ocios, en la que el amor se omite porque exige esfuerzo y compromiso y se sustituye por una serie interminable de danzas sexuales que no nos causan problemas y nos dejan como al principio: en disposición de seguir huyendo de nuestras vidas para que nunca nos alcance el sufrimiento.
Y ahora, orgullosos de lo conseguido, firmes en el convencimiento de que la vida es solamente la parte de la vida que nos gusta vivir, traspasamos esa experiencia a nuestros descendientes y les vendemos que tienen derecho a dejar de vivir si su vida no les gusta, que el mejor camino para afrontar los rigores de la existencia es no pasarlos, es tumbarse y morir.
Nos negamos a intentar otra cosa, a asumir algo que en el fondo sabemos y que no queremos reconocer que, como diría la mítica semidiosa de los Warchowski, "nuestras vidas no nos pertenecen. Del vientre a la tumba estamos unidos a otros del pasado y del presente. Y con cada crimen que cometemos y cada gesto amable alumbramos nuestro futuro y el sentido de nuestra muerte". Y lo otro no es eutanasia ni muerte digna. Es solamente tumbarse y morir.
Y eso es lo que hacemos, como sociedad y como especie, con esta decisión. Tumbarnos y morir. Será la muerte y será pacífica e indolora. 
Pero ni será buena, ni será digna.
La indolencia nunca ha sido ninguna de esas dos cosas.

jueves, junio 27, 2013

Niños a la carta y la inmadurez como derecho.

Acuciados como estamos por los constantes frentes que nos imponen aquellos que han decidido cambiar todo lo que somos en su propio beneficio, corremos el riesgo de dejar de prestar atención al verdadero motivo que nos ha llevado a la situación que padecemos.
No estamos como estamos -y barruntamos que vamos a estar peor- por causa de la corrupción política, la indolencia gubernamental, la avaricia financiera, la incoherencia en la administración del Estado, la irresponsabilidad en el ejercicio del poder y la intransigencia ideológica. Esos no son los motivos que nos están matando por dentro y por fuera como individuos y como sociedad. 
Sin duda, son los síntomas más preocupantes, virulentos y onerosos de la enfermedad que nos aqueja y nos destruye, pero no son las causas.
La principal causa de nuestros dolores y pesares somos nosotros mismos y aún no lo hemos comprendido. Sé que esto no gusta oírlo pero es así. Llamar a la lucha contra lo que nos imponen no tiene sentido si no se llama también a la lucha contra lo que nosotros nos hemos impuesto a nosotros mismos. No se puede ganar la batalla en el primer frente si no se hace la guerra en el segundo. Aunque no nos guste reconocer nuestros errores.
Si hubiéramos hecho la travesía del desierto ético al que nos han arrojado generaciones de civilización occidental atlántica anclada y enrocada en su individualismo egoísta, en su voluntaria y malhadada confusión entre deseos y derechos, en su constante y completa elusión de la responsabilidad hacia los demás, tanto los presentes como los futuros, no nos arrojaríamos ahora a un nuevo debate, a una nueva exigencia que ahonda más en todos esos elementos.
Parece que ahora hay que debatir sobre la posibilidad de elegir a la carta el sexo de nuestros hijos. Parece que alguien ha decidido que esa es nuestra última frontera, el último obstáculo de nuestra libertad, de nuestro derecho a decidir.
Y aparte de ignorar el hecho de que ese debate lo alimentan y lo promueven las clínicas de fertilidad -la técnica genera una factura por la nada despreciable cifra de 200.000 euros-, ignoramos la parte más esencial de ese debate.
Argumentamos que tiene que ver con la libertad pero no, no tiene nada que ver con la libertad. Tiene que ver con el control. Aquellos y aquellas que defienden la necesidad de legalizar esa libre elección del sexo -o, a posteriori, de cualquier otra característica física de sus hijos e hijas- no están exigiendo que se les conceda libertad, están reclamando que se les garantice el control.
Ninguna necesidad de nuestros hijos, ninguna necesidad social, ninguna necesidad ética, queda cubierta por la elección de sexo de un vástago. Todas las necesidades que cubre ese supuesto derecho están en la mente y solo en la mente de los padres y las madres.
Y como ahora parece muy de moda escudarse en las excepciones para argumentar en los debates éticos, vaya por delante que de toda esta reflexión están excluidas de antemano las elecciones de sexo que tienen como objetivo evitar una enfermedad o un defecto congénito al niño que nace.
Hecha la salvedad, sigamos. Todo esto no tiene nada que ver libertad. Tiene que ver con la imposibilidad de aceptar la existencia del azar en nuestras vidas, es decir con el control; con la incapacidad para tolerar las frustraciones a nuestros deseos, con la creencia de que tenemos derecho a que nuestros cuentos de la lechera soñados sin tener en cuenta el azar se cumplan como oráculos necesarios del destino, es decir con la inmadurez.
Tiene que ver con ese derecho que nos hemos inventado de que los demás cubran nuestras necesidades, de usar al resto de la humanidad como peones sacrificables y utilizables en una partida de ajedrez de la que solo nosotros somos reinas y reyes y que solamente está encaminada a satisfacer nuestras necesidades por absurdas y enfermizas que estas sean. Es decir con nuestro más ancestral egoísmo.
Si defendemos esa elección del sexo como un derecho estamos defendiendo que nuestro egoísmo, nuestra inmadurez y nuestra necesidad de control son un derecho inalienable, que nuestros defectos son una marca de fábrica humana de la que no tenemos que desprendernos y que no tenemos que hacer nada para librarnos de ellos. Estamos diciendo que tenemos el derecho a ser egoístas y anteponernos a cualquier otra cosa. Justo el error que nos hacho quebrar como sociedad y como sistema y que ahora estamos padeciendo.
Y, aunque lo rechacemos de boca para afuera, sabemos que eso no es verdad. Que esa forma de pensar nos ha llevado a donde estamos. Que ese es el origen primigenio de nuestros problemas.
La defensa de esa elección nos coloca en la misma posición -menos cruenta, pero la misma al fin y a la postre- que aquellos que abandonan a las niñas en orfanatos en la lejana China porque quieren hijos varones, que aquellas matriarcas que, en los albores de la edad de hierro, sacrificaban al excedente de bebés varones, regando con su sangre las raíces de los árboles druídicos de la vida, para mantener el equilibrio, según ellas; que los nobles y reyes medievales, que se desentendían de sus hijas y las encerraban en conventos o las vendían en matrimonio para centrarse en la consecución de un heredero varón para su título y sus posesiones.
Elegir el sexo de nuestros hijos es solamente un derecho inventado para cubrir unas necesidades que son solamente nuestras y que no tienen justificación alguna en lo social, en lo ético ni en lo esencialmente humano.
Si una madre no es capaz de ser feliz con sus cinco hijos porque son todos varones y centra su felicidad en poder acunar en sus brazos una niña sencillamente tiene un problema. Un problema que se solucionará con terapia, un problema que podrá solucionarse enseñándola a aceptar el azar en su vida y demostrándole que sus cinco hijos le pueden aportar -y de hecho le estarán aportando ya, probablemente- lo mismo que la mítica niña que ha creado en su imaginación.
Si un padre es incapaz de ser feliz porque no tiene un niño al que llevar al fútbol, al que llevar al cine para ver películas de acción, lo que hay que hacer es intentar curarle de su incapacidad para soportar la frustración y enseñarle que madurar es integrar el azar en su existencia.
Si una mujer quiere tener una niña porque su androfobia no soporta la vista en su bañera de unas gónadas externas o un hombre quiere un varón porque su misoginia le hace imposible tratar con una niña, la sociedad no puede permitirse el lujo autodestructivo de reconocerle el derecho a mantenerse en sus defectos, permitiéndoles ocultarse a si mismos sus problemas de relación seleccionando el sexo de su retoños para sentirse cómodos y realizados.
¿Nos parecería lógico que no fuesen felices si su hijo no es una belleza al estilo Calvin Klein?, ¿nos parecería comprensible que fueran infelices si su hija no es un genio de la física cuántica? 
La incapacidad para aceptar a tus hijos tal y como son y lo que la genética y el azar han hecho de  ellos es un problema psicológico de los padres, no una imposición social. No se soluciona convirtiendo en derecho algo que no puede serlo. Se solventa con terapia, tratamiento y unas altas dosis de madurez.
¿Hemos luchado durante generaciones para sacar a los hijos de las garras del poder sus padres para esto?
¿Para esto hemos derogado los matrimonios acordados, la patria potestad absoluta que permitía golpear, violar, maltratar o humillar a los hijos sin castigo alguno, las leyes de clan que fijaban al individuo a las necesidades de sus progenitores, la sociedad estamental que te obligaba a seguir los pasos de tu familia, la obligatoriedad de obediencia a la autoridad paterna por encima de las leyes y las preferencias de los individuos?
¿Para esto hemos redactado los derechos de la infancia en oposición a los deseos ilegales de sus propios progenitores?
¿Como hemos llegado a esto, a la exigencia del control del sexo de nuestros hijos y su elección en virtud exclusiva de nuestros propios gustos y necesidades, después de recorrer todo este camino?
La respuesta es triste y sencilla. Tan triste que hace llorar, tan sencilla que enfurece cuando se comprende que siempre ha estado ahí, que siempre la hemos tenido delante de nuestras narices.
Hemos olvidado que los vástagos no pertenecen a sus progenitores, que no vienen al mundo para cumplir las expectativas y deseos de sus padres, para rellenar los espacios vacíos que su afectividad o sus carencias vitales han dejado. 
Hemos olvidado que nuestros hijos no nos pertenecen, se pertenecen a sí mismos y al futuro de esa especie animal y social llamada humanidad.
Hemos olvidado de nuevo que nuestro egoísmo y nuestras necesidades no son la medida de todas las cosas, no están garantizados por Constitución alguna.
Podemos soñar y fantasear con tener una niña y ponerla un nombre sonoro y cintas y lazos, podemos soñar con tener un niño y ponerle de nombre el apellido de nuestro astro favorito del deporte y vestirle con los colores de nuestro equipo de fútbol en la cuna. A eso tenemos derecho.
Pero lo que no tenemos derecho es a ser tan inmaduros, tan infantiles, como para colocar todos los huevos de nuestra felicidad en esa cesta, como para obviar todo el resto de nuestra felicidad y no sentirnos plenamente realizados si el azar hace que el sexo de nuestro bebé frustre esas expectativas. A lo que no tenemos derecho es a exigirle, incluso antes de nacer ,que cumpla nuestras esperanzas y ensoñaciones irreales para quererle y mucho menos para tenerle. Empezando por el sexo.
Tenemos que obligarnos a crecer antes de ser padres en lugar de exigirle a la sociedad y a la ciencia que nos permitan seguir siendo niños malcriados que no están contentos si no se cumplen todos sus sueños que, en realidad, dependen de un azar que ni siquiera deberíamos plantearnos controlar porque no es necesario que lo hagamos.
No es una cuestión de ética medica, no es una cuestión de moral religiosa -de la que siempre se tira a favor y en contra en estos casos-. Es una cuestión de pura y simple madurez. Y si no lo vemos quizás seamos nosotros los que tengamos que llevar chupete.
Ningún padre y ninguna madre debería precisar controlar el sexo de sus hijos para quererles y responsabilizarse de ellos. Y aquellos que lo necesitan no es que no sean padres o madres, es que ni siquiera se comportan como adultos. 
Puede que no nos guste escucharlo pero, tampoco en esto, tenemos derecho al egoísmo.

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