Tenía que llegar el día en el que, acuciados como estamos por la vida y por la muerte, varados sin posibilidad de navegar entre nuestros miedos y nuestras desidias, llegáramos a un punto en el que diéramos el salto al vacío de la autodestrucción. En el que por fin nos atreviéramos a poner el píe en el alambre de funambulista que atraviesa el abismo de nuestra extinción.
Y ese primer paso, ese lanzarse a un vacío en el que no podremos sujetarnos a nada salvo al débil equilibrio entre nuestros placeres y nuestros miedos, se ha dado Bélgica. El país de las tres lenguas ha decidido dar potestad a los menores para quitarse la vida. Para pedirle al Estado que lo haga.
Cualquier menor que padezca una enfermedad incurable podrá contratar un verdugo para que acabe con su vida, para que le practique la mal llamada eutanasia. Sin límite de edad por abajo, sin cortapisa o restricción alguna. Con consentimiento de los padres, eso sí.
Más allá de lo que significa darle esa capacidad de decisión a los padres, que supone convertirlos en señores de horca y cuchillo de sus propios vástagos, como si la paternidad y la maternidad fueran un título de propiedad expedido en sus bastiones de las costas de Sierra Leona por los comerciantes esclavistas del siglo XIX, la decisión resulta tan aterradora como la aquiescencia con la que la ha recibido la sociedad belga.
Un 74% de la población belga está a favor, dicen las encuestas y la falsa progresía, que hace de estos asuntos -como casi de todo- una cuestión de derechos y de libertad aplaude la situación. Todos tenemos derechos a una muerte digna, dicen. Y parece que el argumento es irrefutable, que no tiene nada que cuestionar. Hasta que te preguntas ¿qué es una muerte digna? Hasta que la respuesta te hiela la sangre en las venas.
Este Occidente Atlántico nuestro ha obtenido el premio final a generaciones poniendo el acento en el individualismo furioso, colocando la tilde de sus vidas y de sus muertes en el egocentrismo indolente. Tras siglos en los que la huida hacia adelante se ha considerado progreso y la elusión de cualquier responsabilidad onerosa como un derecho inalienable a la felicidad, hemos logrado por fin una definición de dignidad nueva, sorprendente y ajustada a nuestras necesidades: la dignidad es la ausencia de dolor.
Suena tan nuestro que da lástima. Suena tan cobarde que da rabia.
Si la muerte digna es la que no es dolorosa, la que no te produce sufrimiento ¿significa eso que todos los que murieron de forma dolorosa a manos de aquellos que no querían darles lo que ganaron para nosotros, desde la libertad hasta la jornada de ocho horas, fueron muertes indignas?, ¿significa que la muerte de alguien que lucha contra el dolor de un cáncer o de una enfermedad para terminar muriendo en la mesa de operaciones es indigna?, ¿significa que los que murieron a tiros intentando luchar, desvelar la verdad, defenderse o defender a los demás han muerto indignamente?, ¿significa que el que muere en medio de la calle, agarrotado por los dolores flagelantes que un infarto provoca en su músculo cardíaco o por la parálisis dolorosa que envía un ictus a su cerebro, ha muerto indignamente?
Nuestra demostrada persistencia en mostrarnos incapaces de integrar la frustración, el dolor o el sufrimiento como hechos que componen el mapa de nuestras vidas, como hitos que hemos de atravesar si queremos que el atlas de nuestras existencias cobre sentido para nosotros mismos, nos ha hecho generar el falso sinónimo de la dignidad con la ausencia de dolor y de sufrimiento, de la muerte digna con la muerte reposada.
Nos ha hecho olvidar una verdad que ha dado fuerza a los seres humanos durante 10.000 años para buscar y lograr todo aquello que ahora parece que no es importante porque ya lo tenemos, todo aquello que ahora damos por sentado: La dignidad de la muerte no depende de como mueras. Depende de como hayas vivido.
No tiene nada que ver con el dolor o el sufrimiento, con la placidez o la agonía, con la voluntariedad o la obligatoriedad.
No existe la eutanasia como no existe la eugenesia.
No soy ni mucho menos de esos de la dignidad de la muerte por el martirio del dolor, a lo Camino, la heroína infantil del Opus Dei y la resignación cristiana, entre otros ejemplos, pero el sentido de la eutanasia no puede pasar del derecho a que no te mantengan vivo cuando ya no eres capaz de estarlo por tus medios. Toda otra eutanasia es inexistente
No soy ni mucho menos de esos de la dignidad de la muerte por el martirio del dolor, a lo Camino, la heroína infantil del Opus Dei y la resignación cristiana, entre otros ejemplos, pero el sentido de la eutanasia no puede pasar del derecho a que no te mantengan vivo cuando ya no eres capaz de estarlo por tus medios. Toda otra eutanasia es inexistente
Es un concepto forzado, inventado por nuestra imperiosa necesidad de rebatir el hecho de que, como diría el grupo popero, la respuesta no es la huida; de que el carpe diem, tan de moda en nuestros tiempos, no significa que convirtamos todo momento de nuestra existencia en una suerte de disfrute sin fin en el que se elude todo lo que no nos gusta.
Una creación artificial que justifica una postura vital en la que el trabajo se convierte en el tiempo entre los ocios, en la que el amor se omite porque exige esfuerzo y compromiso y se sustituye por una serie interminable de danzas sexuales que no nos causan problemas y nos dejan como al principio: en disposición de seguir huyendo de nuestras vidas para que nunca nos alcance el sufrimiento.
Una creación artificial que justifica una postura vital en la que el trabajo se convierte en el tiempo entre los ocios, en la que el amor se omite porque exige esfuerzo y compromiso y se sustituye por una serie interminable de danzas sexuales que no nos causan problemas y nos dejan como al principio: en disposición de seguir huyendo de nuestras vidas para que nunca nos alcance el sufrimiento.
Y ahora, orgullosos de lo conseguido, firmes en el convencimiento de que la vida es solamente la parte de la vida que nos gusta vivir, traspasamos esa experiencia a nuestros descendientes y les vendemos que tienen derecho a dejar de vivir si su vida no les gusta, que el mejor camino para afrontar los rigores de la existencia es no pasarlos, es tumbarse y morir.
Nos negamos a intentar otra cosa, a asumir algo que en el fondo sabemos y que no queremos reconocer que, como diría la mítica semidiosa de los Warchowski, "nuestras vidas no nos pertenecen. Del vientre a la tumba estamos unidos a otros del pasado y del presente. Y con cada crimen que cometemos y cada gesto amable
alumbramos nuestro futuro y el sentido de nuestra muerte". Y lo otro no es eutanasia ni muerte digna. Es solamente tumbarse y morir.
Y eso es lo que hacemos, como sociedad y como especie, con esta decisión. Tumbarnos y morir. Será la muerte y será pacífica e indolora.
Pero ni será buena, ni será digna.
La indolencia nunca ha sido ninguna de esas dos cosas.
La indolencia nunca ha sido ninguna de esas dos cosas.
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