Alguien ha ironizado en fechas recientes diciendo que tal y como se han puesto las cosas en este país nuestro para conseguir una beca de investigación hay que haber conseguido ya el Premio Nobel.
Y no está lejos de la realidad. Porque ese es el falso discurso de las becas como premio a la excelencia sobre el que cabalga por el que la corte moncloita, con José Ignacio Wert en la vanguardia, para justificar todo el dinero que detrae de la educación y de la ciencia para dárselo a lo que ellos consideran importante, es decir a la tauromaquia y a las entidades financieras que han Estado dos décadas robando para ellos.
De hecho, se ha llegado a decir que "las becas de investigación tienen que ser para proyectos demostradamente viables y que que tengan una aplicación en el rendimiento económico".
Y es aquí donde los amantes del liberalismo económico empiezan a hacer genuflexiones y los falsos adalides de la excelencia asienten motivados con la cabeza.
Es justo en este momento donde deciden matar la ciencia.
¿Proyectos demostradamente viables? Si son demostradamente viables ¿qué hay que investigar?.
No me imagino yo a la Secretaria de Estado que ha hecho estas declaraciones comprobando, entre twitt y retwitt de su seguido perfil virtual, setecientos folios de fórmulas matemáticas para dar por analizar si existe una desviación de una milésima en un diferencial que vincula la teoría de cuerdas con el archifamoso bosón de Higgs para lograr una energía limpia e infinita.
Porque es la teoría lo único que puede demostrar un proyecto antes de investigar en él. Porque si el investigador ya ha tenido acceso a un acelerador de partículas, ha conseguido la fusión del bosón de marras con un electrón de hidrógeno al otro lado del velo del espacio tiempo y tiene en su casa un mini generador de esa energía ¿para qué quiere la beca?, si ya ha viajado a Oslo para recibir el Premio Nobel, ¿que falta le hace el dinero público para investigar?
Este ejemplo de ciencia ficción cómica se antoja ridículo. Pero no es la ciencia ficción lo que lo hace dantesco. Es el concepto de cuando y bajo qué condiciones se obtiene la ayuda para investigar. Justo cuando ya no es necesaria.
Pero tampoco es sorprendente. Los políticos -y sobre todo las mesnadas genovesas que nos pusimos como gobierno en las últimas elecciones- no son entes alienígenas venidos de allende nuestra sociedad. Han crecido con nosotros y se han hecho fuertes amantados por nuestros vicios sociales y personales y se han hecho poderosos porque son los que mejor o con más descaro ponen en práctica esos vicios redundantes y mayoritarios.
Lo que la Secretaria de Estado de Educación exige a la investigación y a los investigadores es lo mismo que nosotros exigimos a los demás cada día y cada hora en todos nuestros entornos. La excusa a la que se aferra la Secretaria de Estado Gormendio, mientras se agarra del brazo de su jefe y nueva pareja -lo siento, esto último no es relevante pero, ¿puede un blog resistirse al cotilleo?-, es la misma exigencia que utilizamos nosotros todos los días: la necesidad absoluta de certeza.
Atados a nosotros mismos por esos falsos eslóganes de la nueva religión de la autoayuda, en lo afectivo exigimos a los demás que nos amen antes de amarlos, que nos demuestren sus intenciones antes de poner en juego las nuestras; en lo profesional exigimos que nuestra vocación -si es que hay gente que todavía toma decisiones vocacionales- esté recompensada con la certeza absoluta de éxito; en lo vital nos escudamos en la falta de seguridad absoluta en nuestros horizontes de futuro para cumplir la cuarentena viviendo a costa de nuestros padres o saltando de cama en cama porque no sabemos si tendremos recursos económicos para vivir en pareja.
Exigimos al mundo y a la vida una seguridad que no puede darnos y la usamos de excusa para no vivir, para no arriesgarnos, porque nadie nos da esa garantía por escrito, por triplicado y con compulsa oficial de la Unión Europea.
Pedimos y exigimos seguridades y certezas imposibles, olvidando que convivimos por naturaleza con la incertidumbre de un mundo en el que ni siquiera es seguro cuando nos acostamos que el sol vaya a volver a salir para mantenernos vivos a la mañana siguiente.
Pedimos y exigimos seguridades y certezas imposibles, olvidando que convivimos por naturaleza con la incertidumbre de un mundo en el que ni siquiera es seguro cuando nos acostamos que el sol vaya a volver a salir para mantenernos vivos a la mañana siguiente.
Gormendio se pretende ahorrar el riesgo en millones de euros por si la investigación en curso sale mal o no va a ninguna parte del mismo modo que nosotros le ponemos fecha de caducidad a las relaciones para evitar el riesgo de que se deterioren, del mismo modo que nosotros queremos ser pintores, literatos, músicos, ingenieros o abogados pero terminamos siendo administrativos porque nadie nos asegura de antemano que comprarán nuestros cuadros, publicarán nuestros relatos o nos aprobarán Álgebra, Derecho Romano o cualquier otra asignatura hueso con la que nos topáramos en el camino hacia nuestra meta.
Nuestro gobierno, descendiente directo de nuestros vicios más enraizados, sacrifica una posibilidad de un futuro mejor simplemente para evitar una cosa: el riesgo.
De nuevo el gran aliado de la forma occidental atlántica de percibir el mundo y la vida se enseñorea de las acciones de aquellos que nos dirigen.
El miedo, nada salvo el miedo. El miedo al sonrojo, el miedo al fracaso, el miedo al error.
El mismo miedo que nos está matando en el presente como sociedad y como individuos, haciéndonos vivir parapetados tras falsas seguridades y necesidades patológicas de certezas absolutas, amenaza con enterrarnos el futuro junto al pútrido cadáver de nuestra investigación científica.
Porque la investigación es valor, es riesgo y es incertidumbre y ni nuestro gobierno ni nosotros recordamos cuando fue la última vez que fuimos capaces de lidiar tranquilamente con esas tres realidades vitales que nos convierten en seres humanos
Nuestro gobierno, descendiente directo de nuestros vicios más enraizados, sacrifica una posibilidad de un futuro mejor simplemente para evitar una cosa: el riesgo.
De nuevo el gran aliado de la forma occidental atlántica de percibir el mundo y la vida se enseñorea de las acciones de aquellos que nos dirigen.
El miedo, nada salvo el miedo. El miedo al sonrojo, el miedo al fracaso, el miedo al error.
El mismo miedo que nos está matando en el presente como sociedad y como individuos, haciéndonos vivir parapetados tras falsas seguridades y necesidades patológicas de certezas absolutas, amenaza con enterrarnos el futuro junto al pútrido cadáver de nuestra investigación científica.
Porque la investigación es valor, es riesgo y es incertidumbre y ni nuestro gobierno ni nosotros recordamos cuando fue la última vez que fuimos capaces de lidiar tranquilamente con esas tres realidades vitales que nos convierten en seres humanos
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