Hay ocasiones en que por más que lo miremos, por más que lo estudiemos, un hecho nos deja con la boca abierta y nos hace subir al paladar esa grado de amargura que apenas sabemos identificar. Existen ocasiones en las que la locura en la que nos hemos convertido como sociedad y como civilización se hace tan patente que casi no hay palabras para relatar lo que supone la irrisoria fijación de nuestra supervivencia a lo dinerario, que hemos engrandecido hasta la paranoia.
Hay momentos en que nuestra obsesión con el dinero como elemento de supervivencia se hace patética hasta la crueldad.
¿Qué puedo hacer si tengo 210 diez dólares? Puedo hacer muchas cosas, entre otras, matar a un civil en Afganistán.
Si soy un gobierno occidental puedo hacerlo, si soy una compañía de seguridad privada contratada por un gobierno occidental puedo hacerlo, si soy un militar afgano del gobierno apoyado por Occidente puedo hacerlo. Porque esa es la cuantía mínima que abonan todas esas estructuras militares o paramilitares porque un disparo, una granada o cualquier otra rúbrica de muerte acabe con la vida de alguien que tiene como delito vivir en un país que fue llevado a la locura por unos cuantos locos que veían a su dios donde no estaba y al diablo en los rostros de sus propias esposas y que fue conducido a la guerra por toda suerte de intereses occidentales que poco o nada tienen que ver con eso.
Es un absurdo que lleva siglos desangrándonos que se cuantifiquen las vidas humanas en dinero e indemnizaciones, pero es que llevamos siglos poniendo el foco en el dinero hasta tal punto que hemos conseguido que nos parezca correcto y necesario.
Y es una crueldad innecesaria y baldía que se cuantifique el precio de una vida humana en 210 dólares, que se crea que con eso se detienen los desgarros que una muerte forzada provoca, los dolores que una ausencia innecesaria produce.
Pero, a estas alturas de nuestra decadencia y nuestra indiferencia, ya nos hemos acostumbrado a que los estados sean crueles e indiferentes porque nosotros los hemos hecho así, ya estamos de vuelta de que los gobiernos, los ejércitos y las estructuras sean fríos y calculadores e impongan sus intereses a los sentimientos, sus necesidades a la justicia, porque nosotros los hemos hecho así.
Si los criticamos a ellos es como si nos criticáramos a nosotros.
Pero lo que resulta patético hasta la más triste conmiseración, es que una ONG, una organización que se supone que debe preocuparse de la vida y la justicia, ponga su lente distorsionada, la misma que la nuestra, en ese sustrato dinerario y se queje de que se pagan 210 euros por muerte en Afganistán a unos y 50.000 a otros.
Porque eso es dar por sentado que esas muertes son inevitables, que en realidad no pueden impedirse y que por tanto el único elemento que está en cuestión es la justa retribución por el papel de extras sin frase que están desempeñando los civiles afganos en el montaje bélico que ha organizado en occidente atlántico en sus tierras.
Es crear el sindicato profesional de carnes de cañón.
Protestan amargamente por esa injusticia, por la poca trasparencia de las indemnizaciones, por la diferencia de trato entre unos y otros. Como si la condición de daño colateral fuera una condición necesaria para el afgano, como el trabajo o la responsabilidad familiar en nuestras tierras occidentales, y la única disquisición se planteara sobre la diferencia de trato económico con respecto a esa inevitable realidad.
Dan por perdida la vida en aras de garantizar la supervivencia.
Y lo más triste es que Civic -así se llama la ONG- lleva la discusión a ese punto no por indiferencia o frialdad, lo hace desde su, me imagino, más profunda buena intención, desde su más comprometido sentido de lo que tiene que ser la justicia.
Y eso es lo que da miedo. Eso es lo que infunde una desolación casi infinita. Eso es lo que nos demuestra lo que somos y lo que queremos ser.
Nos hemos creído hasta la médula de nuestros huesos que la supervivencia y todo aquello que la garantiza, o sea el dinero, es lo principal, es lo fundamental, es algo sin lo que no se puede acceder a ninguna otra cosa y por supuesto sin lo que no se puede acceder a la felicidad.
Y puede ser verdad en parte. Existen unos mínimos, en tiempo y en esfuerzo, que deben dedicarse a esa tarea. Pero nuestro instinto de seguridad ha terminado poniendo el foco solamente en ello.
Lo hemos llevado a lo más alto de la cadena alimenticia de nuestras prioridades y pretendemos que rija nuestros destinos hasta que esté por completo garantizada en los niveles que nosotros consideramos adecuados. Que, por cierto, cada vez son más altos y no dejan de crecer.
Nuestra casi paranoica necesidad de estabilidad económica como punto de partida para la felicidad nos impide ver otras realidades, nos impide ver el círculo vicioso en el que hemos convertido la supervivencia y que este nos aleja de la vida, así con mayúsculas, sin anestesia ni nada.
Porque rechazamos la felicidad sin estabilidad y eso nos hace infelices porque no tenemos estabilidad, lo que nos lleva a emplear tiempo y dinero en encontrar, adquirir y disfrutar sustitutos parciales de esa felicidad vital que sabemos que solamente puede encontrarse de una forma pero que nos negamos a intentar por miedo a fracasar.
Y ese gasto de tiempo y de dinero en simular una felicidad que no buscamos porque creemos que no podemos hacerlo si no estamos establemente asentados en nuestra economía nos impide asentarnos económicamente y el ciclo de la supervivencia vuelve a empezar.
Y ese punto de partida con respecto a lo económico es lo que motiva que hasta el más bienintencionado de los seres humanos del occidente atlántico ponga su foco en el dinero cuando de lo que se está hablando es de la vida, pida indemnizaciones justas cuando lo que debería pedirse, exigirse, es que no hay muertes; reclama compensaciones económicas suficientes para que los afectados puedan tapar su infelicidad en lugar de que se les deje intentar ser felices sin matar a nadie de los que contribuyen a ello.
Por ello pedimos cuantificaciones cada vez más altas para la vida humana, pero siempre en dinero, siempre en aquello que creemos que no facilitará la vida mientras nuestra obsesión por ello lo único que hace es restando el tiempo y el espacio para vivirla, el impulso para conseguirla y la presencia de ánimo para disfrutarla.
Supervivencia y vida han de ser simultáneas. Ni la segunda espera a la primera, ni la primera garantiza la segunda. Se mueven, se luchan, se logran y se pierden de forma simultánea en el tiempo pero independiente en los corazones. Su relación, como casi todas las nuestras, siempre fue casual, nunca causal.
Es un riesgo, lo sé, pero siempre fue así y es lo que hay. Bueno, es lo que debería haber, aunque parece que si tienes entre 210 y 50.000 dólares en Afganistán, la cosa cambia.
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