Dice Battiato, el filósofo que pone música a su filosofía por no exponerla a palo seco, que hubo un tiempo en que había posadas prohibidas a españoles en las puertas de Catania.
Y dice que aún pueden escucharse, si pones la atención y el vino suficiente en el empeño, el ruido de las tropas de artillería y las voces de los malhadados tercios cerca del estrecho de Mesina.
Es posible que con más vino y más empeño, hasta se pueda imaginar la batalla de trirremes que cambió el rumbo de occidente, o la salida de la flota de galeras que nos dejó en Lepanto una victoria naval y un manco genial.
Es posible que, durmiendo trás el volcán, se pueda incluso imaginar a los colonos beocios y Euarcos que la fundaron. Es posible que sea posible leer y pasear, amar y descansar en sus calles y sus lechos.
Pero yo no lo sabré. De momento, no lo sabré.
Iincapacidad de convicción, cansancio, desinterés y una pareja de felinos parecen haberse aliado para impedirlo. Seguiré escuchando a Batiatto y preguntándome si alguna vez en el Reino de las Dos Sicilias hubo tabernas en las que se prohibió el acceso a los españoles; si aún siguen en su sitio Escila y Caribdis engendrando y pariendo monstruos.
No se puede tener todo.
Y como resulta evidente que hay quien lo tiene todo, el inquebrantable equilibrio asegura que hay quien no tenga nada. Es la irrefutable aritmética de la injusticia.
La aritmética de Catania.
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