Sé que muchos pensarán al leer el título de este nuevo endemoniado post que ¿y a quién no le hace falta? Pero no se trata de eso.
Los dones y doñas de la cumbre de la Unión Europea no precisan a la misteriosamente hermosa actriz, que ya lo era a una edad tan temprana que nos hacía sentirnos incómodos admirándola, para realizar los sueños y fantasías en las que todos, malpensados patológicos, hemos pensado. Al menos no sólo para eso -¡Que Berlusconi no asiste ya a esas reuniones!-.
Los líderes que no lo son de la Unión Europea precisan cursar invitación a la Connelly -¿por qué no resulta raro referirse a las actrices con el artículo por delante?- para poder ahondar en el ejercicio de saber lo que son y recordar lo que han dejado de ser.
La cumbre europea, que pondrá la cruz en el ataúd y las flores en el catafalco del continente aunque se crean que en realidad están poniendo, como dirían ellos, "las bases de un futuro mejor", comienza bajo las presiones de Francia -normal-, bajo las exigencias de Alemania -y eso ya es una patología-, bajo los regates de España -¡un clásico!-, bajo los problemas de Portugal, Grecia y los socios del Este -una constante-, bajo la supervisión de Estados Unidos -una necesidad-, bajo el interés de los emergentes -una novedad- y bajo la indiferencia de todos los demás.
Nada de eso es digno de mención, nada de eso es en realidad relevante porque lo único que cuenta en esta cumbre es que los próceres europeos se sientan, en sus cada vez más ardientes sillones de piel, bajo la amenaza de unos individuos sin nombre y sin rostro de los que solamente se conoce su sede social.
La cumbre europea comienza con la amenaza de Standard & Poors de rebajar la calificación de la eurozona en su conjunto. Déjenme que me recree. ¡Bajo la amenaza de Standard & Poors!
Y por eso necesita urgentemente la participación de esa inefable belleza irlandesa llamada Jennifer Connelly.
Porque ahora mismo la cabeza política de la Unión Europea es lo que fuera la actriz en ese su primer ataque de fama junto al camaleón de ojos distintos que se dio en llamar Dentro del Laberinto.
Porque ahora mismo Europa, los europeos y los que dicen gobernarles son igual que el personaje adolescente que encarnara la belleza de las consonantes repetidas en esa extraña película de Jim Henson.
Temerosos de que las sociedades se les rebelaran, ansiosos por dejar de escuchar los llantos continuos de aquellos dejados a su cargo y que no se conformaban con nada, que se levantaban cada día y se acostaban cada noche pidiendo derechos y reclamando potestades, alzaron al bebé de Europa en el aire ansiando recordar el ensalmo adecuado, el hechizo correcto, para librarse de todos esos problemas, para cubrir todas esas necesidades, para recobrar la calma en su hogar y poder dedicarse a lo suyo. Al poder, al gobierno, al cohecho o la que fuera en cada caso.
Entre balbuceos y quejas, alzaron al bebé que era la Unión Europea, que era la unión monetaria, que era el futuro de un continente y, aún sin saberlo, recitaron por fin el encantamiento correcto: ¡Ojala viniera el Rey de Los Mercados y se te llevara... Ahora mismo!
Y el monarca invocado, en este caso no un desfilado de melena y siempre esquelético Bowie, respondió a la plegaria y lo hizo. Se llevó Europa a su reino bajo promesa firme y sólida de no devolverla jamás.
Y desde entonces llevan los dirigentes europeos, temerosos del posible error cometido, intentando recuperar a su niño.
Pero el Rey de los Mercados no lo devolvió por las buenas. Como todos los reyes que se han conocido, impuso condiciones, exigió esfuerzos para aplicar su condescendiente misericordia y devolver aquello que realmente no le pertenecía pero que le había sido entregado por error u omisión.
Como la joven Connelly, los creadores de la nueva Europa aceptaron las condiciones y entraron en el juego, quizás porque no tenían la capacidad suficiente para idear otra forma de hacerlo, quizás porque no tenían la fuerza o el valor necesarios para intentarlo o quizás porque, como el personaje de la morena irlandesa, estaban secretamente -y no tan secretamente- fascinados hasta el enamoramiento adolescente por Su Majestad.
Claro que en el caso del cambiante y magnético Bowie llega a comprenderse. En el caso de un trajeado calvo de La City la cosa es más difícil de entender.
Así, desde que Europa empezara a ser acunada en los brazos del monarca -con bastante diversión y alegría por su parte, todo hay que decirlo-, emprendieron un camino que tenía que atravesar todo el laberinto de privatizaciones y desregularizaciones que la prueba impuesta por el ladrón del bebé imponía; iniciaron una travesía en la que había de sortear toda suerte de olvidaderos -esos agujeros sin salida ni entrada- electorales, de trampas y acertijos que se resolvían con fórmulas de déficit cero, de puertas selladas entre las que había que elegir y que daban a un agujero sin fin si se las abría con la frase "gasto público" y a un jardín bien cuidado si eran empujadas con la fuerza de un "libre competencia" dicho a tiempo.
Y durante todo ese trayecto, durante todas esas idas y venidas, durante todo ese recorrido incierto y elusivo, su memoria fue olvidando cosas.
Como la jovencita de la película estuvo a punto de olvidarse del bebé perdido, los timoneles del bajel europeo olvidaron de dónde venían, a donde querían llegar, apartaron de su memoria el hecho de que aceptaban las premisas de un rey que ellos no habían coronado, al que no tenían obligación ninguna de jurar fidelidad, del cual no habían nacido ni crecido siervos.
Olvidaron que el Rey de los Mercados lo era porque ellos le habían llamado, porque ellos le habían convocado con su ruego lastimero, con su ensalmo accidental.
No tuvieron en cuenta que los residentes en los áticos del Soho reinaban sobre sus destinos sin haber demostrado su línea de sangre, que los despachos de Wall Street ejercían su mayestática influencia sobre ellos sin que hubieran presentado prueba alguna de su ascendencia real y, lo que era más importante, sin que asamblea alguna de nobles o plebeyos hubiera alzado sus espadas y sus horcas para aprobar su ascenso, repentino e inesperado, al trono desde que el que dictaban sus sentencias y sus normas en forma de criterios de evaluación y calificaciones de riesgo.
Como a la pobre Jennifer, les cambiaban las baldosas después de marcar la dirección, les hacían desaparecer las puertas. En un momento sus acciones eran recompensadas con un aumento de calificación y un instante después, utilizando la despótica magia de las "coyunturas económicas", esas mismas acciones eran castigadas con una letra menos en la definición de los bonos de su deuda.
Del mismo modo que le sucediera a la jovencita dentro del laberinto del rey Bowie, las reglas eran cambiadas, el tiempo acelerado repentinamente por un informe de riesgos, los esfuerzos y sacrificios de toda una nación ignorados por carentes de resultados.
Intentando recuperar Europa seguían en un laberinto en el que las reglas y sus cambios no se movían y se trasformaban de una forma lógica. En un camino en el que la justicia no existía. Solamente la voluntad del rey. Exclusivamente los deseos del dinero.
Y ellos hacían el papel de esa bala de cañón ciega y afilada que, en manos del genial marionetista Henson, daba bandazos de un lado a otro preguntando estridente: "¿Le he dado a algo?, ¿sí?, ¿no?"
Pero pese a todo, o quizás porque al Rey de los Mercados que había retenido Europa le hacía gracia, han conseguido llegar al centro del laberinto donde se asienta la fortaleza impenetrable e invisible del malhadado soberano.
Ahora se sientan alrededor de las hogueras del asedio en la última asamblea de aliados forzosos para planificar el asalto al castillo. Como hicieran los cruzados frente a las murallas de Jerusalén, como hicieran las razas de La Tierra Media junto a las puertas de Mordor -¡ya que vamos de películas de fantasía!-
Y desde las murallas de ese castillo, disfrazado de cristales y parqué, el monarca, que comienza a estar desesperado porque percibe la mengua de sus pecunios privados y la rebelión del bebé que vuelve a sus llantos y sus pataleos, lanza su última amenaza.
Standard & Poors -que no es otra cosa que el heraldo del rey- amenaza con rebajar la calificación del a zona euro si no se respetan las estrictas leyes que su soberano autonombrado ha impuesto. Las reglas sesgadas de ese juego que hacen imposible que se derrote al rey por mucho que se juegue.
Pero eso es demasiado prosaico, demasiado directo, así que de nuevo la magia de ese laberinto transforma el mensaje en otra cosa, en otras frases que suenan distintas y sugerentes a los oídos de los asediantes que vuelven a ser asediados.
Como hiciera el rubio cambiante mirando a los profundos ojos de su rebelde princesa pronuncia una promesa: "Dime que eres mía y tendrás todo lo que quieras. Dime que soy tu dueño y yo seré tu esclavo".
Y por esas palabras, por esa frase, los líderes de Europa, reunidos en su última cumbre, precisan de la asistencia y el consejo de la bella en la imagen y la memoria Jennifer Connelly.
Si no quieren acompañarla como comparsas en la interpretación que la revindicó como actriz más allá de su belleza y entonar a 27 voces Réquiem por un Sueño, tienen que callar ellos y acallar las voces de los mercados y escucharla.
Porque ella es la única que alcanzó la verdad.
Ella es la única que, cuando parecía que el sometimiento y la aceptación de la envenenada bola transparente de la esclavitud eterna -aunque gozosa, según parecía- eran la única forma de recuperar al niño, descubrió la frase que completaba el hechizo y que la permitiría salir con el bebé en brazos, salvo sino sano, pero completamente dueña de sus actos.
Ella fue la que abrió sus labios y su mente y recordó la realidad:
"No tienes poder sobre mí".
Así de sencillo. Arriesgado y doloroso, pero sencillo.
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