viernes, diciembre 02, 2011

Niños de Córdoba y Ley de Enjuiciamiento Popular

Ya lo estamos haciendo de nuevo.
Y no me refiero a refundar Europa -¿cómo se puede refundar algo que nunca fue fundado?-, ni a reorganizar los mercados -¿cómo se puede reorganizar algo que nunca ha estado organizado?-, ni a devolver a España a la cabeza de Europa -¿cómo se puede devolver nada a un sitio en el que nunca estuvo?-.
Lo que estamos haciendo de nuevo es algo mucho más grave, mucho más desgraciadamente cotidiano, mucho más nuestro.
Aún no se han apagado los ecos de nuestro último linchamiento en las llanuras -que un linchamiento no deja de serlo por el hecho de que a quienes colguemos hayan robado en efecto los rocines-, aún ni siquiera hemos ajustado el nudo corredizo sobre las gargantas de los que hemos marcado como cuatreros y ya lo estamos haciendo de nuevo.
Como se nos está acabando el crédito para seguir actuando de investigadores sin pruebas, de jueces sin toga, de analistas sin datos, de jurados sin convocatoria y de fiscales sin nombramiento, corremos a buscar entre las portadas y los sucesos, entre los sumarios y el morbo en la pantalla, algo que pueda extender nuestra posibilidad de ser testigos expertos en casos y cosas de las que no hemos sido ni siquiera testigos.
Como se nos está acabando el jucio de Marta del Castillo no tenemos problema alguno en activar y reactivar -en este caso sí- nuestra participación popular en la desaparición de los niños de Córdoba.
Hay veces que resulta incomprensible que no seamos capaces de extraer conclusión alguna ni siquiera de nuestras acciones más cercanas. Nunca deja de sorprender que no seamos capaces de aprender nada.
Y de nuevo seguimos el mismo proceso. Algo que parece eterno e inmutable, algo que parece un recurso repetido, un círculo del que no salimos porque no queremos hacerlo.
Porque preferimos comportarnos como una turba y no como una sociedad. Porque nos resulta más comoda la acusación que la reflexión, la opinión que el conocimiento, la conclusión que la investigación.
Porque siempre, desde que somos nosotros, nos ha resultado mucho más sencilla la percepción que la realidad. La lapidación que el enjuiciamiento, la crucifixión que el procesamiento. La viscera que el razonamiento.
Y de nuevo nuestras portadas, nuestras charlas de café, nuestros espacios televisivos, reclaman el papel popular en algo que no debería tener papel popular alguno.
De nuevo nos creemos jueces.
Como han desaperecido dos niños alguien tiene que haberlos hecho desaparecer. Eso es un delito y en todo delito -mucho más si es un crimen- tiene que haber un culpable.
Pero no tenemos condiciones, mecanismos, herramientas ni conocimientos para buscar un culpable. No tenemos datos, no tenemos pesquisas, no tenemos referencias previas, ni perfiles expertos. Ni ganas de esperar a todo eso para definir nuestro papel.
El proceso de culpabilizar es mucho más sencillo. Tiene que serlo. Porque si fuera complicado nosotros no tendríamos arte ni parte en él porque necesitariamos multitud de conocimientos y recursos de los que nos diponemos.
Así que tiramos de titular, de fotografía de un hombre con esposas y ya está. La magia de nuestra necesidad de poner rostro al miedo obra el milagro. Ya tenemos culpable. Ha sido el padre. Tiene que serlo.
Cualquier otra explicación nos arrojaría a la realidad de que nosotros no formamos parte del proceso de enjuiciamiento. Nos abofetearía con la palma abierta con el hecho  de que no tenemos derecho a participar en él porque nuestro derecho está delegado en aquellos que sí saben impartir justicia -y, aún así, también a veces se equivocan-.
A partir de ese momento se pone en marcha una nueva Ley de Enjuciamiento Criminal. La nuestra, la que nos coloca en el centro de la decisión sobre la culpa.
A partir de ese instante ya no buscamos un culpable, buscamos todo lo necesario para convencernos de que aquel que hemos elegido como culpable lo es.
Y los medios de comunicación, nuestros autoerigidos portavoces en esta materia, nos devuelven lo que queremos, generan por nosotros esas excusas.
"La aparente frialdad de Bretón ha contribuido quizás a agrandar las sospechas en su contra. Hay a quien le extraña que no haya aprovechado la enorme expectación periodística para hacer un llamamiento al desalmado o los desalmados que tienen en su poder a los niños. No lo ha hecho. No se le ha visto derramar ninguna lágrima o sollozar en las entradas o salidas de comisaría. No lo ha hecho. Al no haber actuado así, hay más de uno que cree ver en eso algo más de lo que en realidad hay".
Eso escribe un periodista en un periódico. Él periodista está hablando de lo que opina la gente -que no se sabe porque de repente es relevante-, pero nosotros lo tomamos como una prueba, como un indicio cuando menos -los que saben la diferencia entre prueba e indicio, claro- de su culpabilidad.
Desconocemos en qué presupuestos psicológicos se encuadra su reacción, desconocemos todo sobre el estudio de las reacciones emocionales, pero para nosotros es una prueba que no haya llorado, que no se haya rasgado las vestiduras ante la desaparición de sus hijos.
Ignoramos explicaciones tan obvias que no se le pasarían por alto a nadie. Pero nosotros queremos que se nos pasen.
Ignoramos que estamos en una cultura que durante siglos ha preparado a los hombres para no llorar, para resistir con la cabeza alta y sin mostrar ningún signo de debilidad. Cuando hablamos de metroemotividad o de cualquier otra zarandaja, lo recordamos de inmediato. Pero ahora no.
Ignoramos que existen procesos pisológicos en multitud de seres humanos que identifican llanto con culpabilidad -incluso en culturas enteras como la india o la japonesa-, llanto con desesperanza -por lo que no se llora hasta que no se sabe que no hay remedio a la tragedia-. Y así un sinfín de situaciones que explicarían sin necesidad de ninguna complicación ese hecho.
Pero nosotros no podemos pararnos a pensar en todo eso, no queremos hacerlo. Porque eso nos devolvería al punto de partida. Nos dejaría sin culpable. Nos devolvería a nuestro miedo.
Al pavor, al atroz terror, de que mañana, mientras enterramos durante un segundo la cara entre las manos para encendernos un cigarrillo a resguardo del viento, nuestro hijo, nuestra hija, nuestro nieto o nuestra sobrina sea arrebatado de nuestro lado, en un parque o en una plaza, sin que podamos hacer nada, sin que podamos echarnos la culpa de nada. Sin que tengamos un culpable.
Lo que nos obliga a juzgar y a linchar a cualquiera antes de que hable ningún juez no es nuestra inmensa sed de justicia. Es la compulsiva necesidad de acallar nuestros terrores.
Y por eso, porque no sabemos vivir con el miedo que la sociedad que hemos creado nos impone, en nuestro procesamiento popular pasamos incluso por encima de lo obvio.
Cuando la policía le pone en libertad sin cargos nos enfadamos porque ha dejado en la calle a un culpable -nuestro culpable-; cuando los investigadores no encuentran nada en los registros de su casa, de su oficina, de las casas de sus familiares y amigos, recurrimos a complicidades ocultas sin descubrir; cuando sabemos que hay una grabación en la que se le ve pedir ayuda a un agente municipal para buscar a sus hijos, lo explicamos porque el tío se estaba montando una coartada; cuando nos dicen que no hay ni una fisura en su declaración, lo achacamos a que es frío y calculador -al fin y al cabo, en todas las películas yankies los criminales más peligrosos lo son, desde Hannibal Lechter hasta los agentes del Mossad o de la CIA y los terroristas yihadistas-.
Y así pretendemos sortear y esquivar todos los directos al mentón de nuestra percepción aterrorizada que lanza la realidad, la verdadera investigación, el verdadero enjuiciamiento. Así pretendemos no caer a la lona por el repentino knock out de no tener culpable y no poder levantarnos antes de la cuenta de diez por no poder vencer a nuestro más profundo miedo.
E incluso asistimos al rocambole de negar la evidencia
¿Cómo puede un padre perder en un parque a sus dos hijos?, ¡es increíble que no se diera cuenta!, preguntan los analistas, exclaman las conductoras de programa de sucesos, dejan en el aire todos aquellos que están intentando mantenernos dentro del proceso popular que nunca debería haber comenzado.
Y eso ya no es eludir la realidad. Es negarla por completo. Hasta eso llegamos para tener un culpable que nos aparte del terror.
Primer bofetón: En Estados Unidos desaparecen al año entre medio millón y un millon niños y la mayoría lo hacen en circunstancias parecidas, en parques, en piscinas, en centros comerciales. Negamos la evidencia de las fotos en los cartones de leche, de diez unidades especiales del FBI con más de 8.000 agentes que tienen como único objetivo encontrar a esos niños y no dan abasto. Lo ignoramos con un sencillo "esto no es Estados Unidos".
Segundo guantazo: En España se producen 20.000 denuncias de niños desaparecidos al año y la mayoría se registran a la salida del colegio, en un aparcamiento, o en lugares públicos en periodos de tiempo muy cortos. Hay más de 200 casos abiertos de desapariciones de más de un año y en la mayoría no se tiene noción alguna de cómo se han podido producir.
Sabemos que es muy sencillo, sabemos que siempre ocurre más o menos igual. Pero queremos ponerlo en duda porque también sabemos o imaginamos cual es el destino de los niños que así desaparecen. Y nuestro comprensible miedo nos hace rebelarnos ante esa realidad.
Y cuando todo eso nos falla, cuando nuestros razonamientos son tan inconsistentes que hasta para nosotros son insuficientes,cuando nuestras percepciones de culpabilidad de uno y otro actor del drama se difuminan demasiado, recurrimos a nuestra última herramienta, el último arma arrojadiza, la última piedra de la lapidación colectiva que ansiamos y deseamos que nos devuelva una calma, una falta de miedo, que realmente perdimos cuando el primer neardenthal decdió que era más sencillo matar a un compañero de tribu para robarle la comida que salir a cazar: la presión popular.
Organizamos concentraciones silenciosas, protestas ruidosas, sentadas o rezadas a la puerta del juzgado en en la nave central de la catedral. Mostramos nuestro apoyo público a la familia de la madre -a la del padre no, porque él es nuestra única esperanza de una culpabilidad rápida y comprensible-, mostramos nuestra indignación pública para que el caso no caiga en el olvido.
Pero en realidad no estamos haciendo eso. Y en lo más profundo de nuestro fuero interno lo sabemos. Y en lo más íntimo de nuestro miedo lo reconocemos.
Lo que exigimos es que nuestro miedo acabe pronto; para lo que presionamos es para que la justicia nos de una manta de seguridad cuanto antes, para que nos entregue un culpable posible y plausible que nos permita volver a llevar a los niños al parque sin miedo.
Lo que demandamos es una explicación que nos aparte de la posibilidad de que eso nos pase a nosotros y a nuestros vástagos.
Por eso ha de ser el padre, por eso ha de ser por odio, por locura, por venganza o por cualquier otra cosa que podamos explicar.
Porque si el culpable es alguien que arbitraria y aleotariamente elige a dos niños y se los lleva, entonces las fauces del terror que devoran nuestras entrañas nunca se cerrarán, nunca dejarán de mordernos. Entonces ya no estaremos seguros ni en lo más profundo de nuestra cueva. Y es de temer que siempre sea así.
Ya hemos empezado de nuevo, con epicentro en Córdoba, a realizar un juicio popular en el que un culpable, un chivo expiatorio -con razón o sin ella- nos devuelva la calma.
A lo mejor tenemos suerte y esta vez acertamos de nuevo.
Y a lo peor, mientras refundamos Europa, reorganizamos los mercados y recolocamos España, nos damos cuenta de que, aunque nos moleste oírlo, no tenemos derecho a opinar sobre un crimen, por más miedo que nos de, hasta que no hayamos leído y comprendido, los cargos, las pruebas, el sumario,  la sentencia y sus motivaciones.
A lo peor comprendemos que la justicia se inventó, única y exclusivamente, para castigar a los culpables una vez que se ha demostrado más allá de la duda razonable que lo son. Por eso no puede ser popular. Porque su función no es taparnos los miedos.

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