Hoy tengo toda la sal de Italia en mis lagrimones.
Hoy tengo toda la sal de Italia quemando las heridas que Il Condottiere Berlusconi abrió y mantuvo abiertas con su cínica sonrisa, con su plácido encogimiento de hombros, en las miles de heridas abiertas que dejó en la piel y la carne transalpinas antes de abandonar el poder por la puerta de atrás.
Hoy tengo toda la sal de Italia escociendo el rostro romano, piamontés, napolitano o calabrés abofeteado por Silvio cuando dilapidó sus múltiples créditos electorales y su mando de la nave usando su lujoso camarote sardo de Certona para perder el título de Cavaliere entre los brazos y las piernas de menores de edad seducidas por dinero.
Hoy tengo toda la sal de Italia impidiendo crecer los verdes pastos en las ruinas del Quirinal que el magnate de terno perfecto derruyó haciendo de su palabra ley y rehaciendo la ley según su palabra, burlando a Europa en sus fronteras, despreciando la miseria en Lampredusa e ignorando la justicia y la razón en las salas de pleitos, las calles y los poblados gitanos.
Hoy tengo toda la sal de Italia en mis lagrimones. En los míos y en los de Elsa Fornero, la ministra que lloró por tener que serlo.
Hasta los italianos, amigos como nadie de librarse por las bravas de gobernantes absolutos, de abrir de parte a parte de Duces, de apuñalar a césares y de envenenar a papas y de asaetear a príncipes, son plenamente conscientes de que Silvio Berlusconi no es el causante de la crisis.
El condottiere caído no era dueño de los mercados, no ha originado la caída del imperio económico que nos sostenía, como Tiberio, Nerón o Calígula no fueron los responsables de la caída del otro imperio, el clásico.
Pero su continuo nepotismo, su constante desidia por las cosas de El Quirinal en favor de los casos de Villa Certona, su desafiante arrogancia al ignorar la realidad intentando cambiarla en su provecho y el de sus empresas, su egoísta dictadura mediática y legal que ocultaba los hechos para no hacerse responsable de ellos, han hecho que esa crisis, que hubiera sido inevitable de todos modos, sea además dolorosa, lacerante, prácticamente irreversible.
Su incapacidad, su narcisismo egoísta y la aquiescencia de los mercados para con él son las que han hecho llorar a Elsa -perdóneme señora ministra si la llamo por su nombre, pero cuando alguien me llora en público se me acerca demasiado como para no apearle el tratamiento-.
Muchos dirán que Elsa llora por los sacrificios que está anunciando, porque ve en el rostro de los trabajadores, de los pensionistas, de los funcionarios -que también son trabajadores, no lo olvidemos- y de todos los italianos que están allí y que se han tenido que ir porque ya no se podía seguir allí, el sufrimiento que las letras negras sobre el papel blanco de sus leyes van a causar en Italia.
Y no es para menos. Es para llorar que miles de italianos tengan que pagar lo que no han hecho, tengan que devolver lo que no han robado y tengan que reponer no lo que no han dilapidado.
Pero es muy posible que Elsa, la buena de Elsa que puso en pie un instituto de estudio de las pensiones para tener ahora que recortarlas, llore por otras muchas cosas.
Tal vez Llore de rabia por la injusticia que supone que los mercados, convertidos en gobernantes por arte de esa nueva dictadura que nadie quiere ver y que pocos reconocen, le impongan hacer sufrir a muchos, sacrificar a miles, quizás a cientos de miles, cuando sonrieron sin tregua y sin pudor las continuas acciones e inacciones de Berlusconi, mientras estas les llenaban los bolsillos a sus inversores. Quizás llore porque Italia es castigada por los desmanes de Silvio al mando de la nave, mientras sus empresas siguen siendo consideradas como valores seguros por los mismos analistas británicos y estadounidenses que han convertido la deuda pública italiana en papel para encender la pira en la que está ardiendo de nuevo Roma.
Es posible que llore de impotencia porque descubre, cuando revisa la redacción de sus nuevas medidas, que tanto dolor, que tanto esfuerzo, que tanto sacrificio, no servirá para nada. Que la inmolación de miles de italianos en el holocausto sagrado en el altar al déficit cero y la contención del gasto es algo que ha fallado antes y que ella sabe que fallara ahora, porque los nuevos dioses mercantiles y mercantilistas no serán aplacados, no serán satisfechos en su insaciable ansia de beneficios.
A lo mejor llora de desesperación porque Elsa, tan como está de la Roma vaticana, sabe que en esta ocasión el nuevo dios invisible de los mercados no detendrá su brazo cuando el cuchillo vaya a caer sobre la garganta de sus amados hijos como hiciera el viejo de la zarza con Abraham. Quizás sus lágrimas constaten el secreto conocimiento -ahora ya no tan secreto- de que ese nuevo dios mercantil le exigirá degollar a sus vástagos y se bañará en su sangre sin recurso alguno a la piedad.
Es probable que llore de frustración porque no quiere hacer lo que va hacer. Porque, pese a su deseo y su voluntad, se encuentra encorsetada por unas normas estructurales europeas que la impiden hacer algo radicalmente distinto, que quizás mande al carajo a los mercados, sus beneficios y sus deseos, pero que podría abrir un atisbo de esperanza en los pensionistas, los trabajadores, los funcionarios, los comerciantes...los italianos.
Cabe la posibilidad de que llore de abatimiento porque su condición de tecnócrata y no de ideóloga la impele a aplicar las normas que van a arrasar su país y la imposibilita para idear, aunque lo desee con toda su alma, algo radicalmente nuevo. Algo que no ha sido probado antes, y que podría, solamente podría, salvar su país en lugar de volver a meterlo en el círculo infinito de crisis continuas y recurrentes y sacrificios de muchos para no poner en riesgo los beneficios de unos pocos. Algo que les saque del sistema.
Y a lo peor llora de pena. A lo peor sus lágrimas son el húmedo prisma de la tristeza por el que ve pasar una tras otra todas las dictaduras que lo han sido y que no hay manera de que dejen de serlo. Quizás sus sollozos, apenas contenidos, resuman el paso de la dictadura imperial a la papal, de la papal a la monárquica, de la monárquica a la fascista, de la fascista a la mafiosa, de la mafiosa a la mediática y de la mediática a la mercantil sin que haya cambiado nada. Sin que nada pueda cambiar. A lo peor sólo llora de tristeza.
Pero llore por lo que llore Elsa, la ministra buena -que aún no sé si es buena ministra-, hoy, junto con ella, soy como Antonio, el poeta que hizo camino caminando, soy como Machado, aquel que a nadie debía nada porque todos le debían cuanto escribía.
Hoy, tengo toda la sal de Italia en mis lagrimones. En los míos y en los de Elsa.
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