Tenía yo a Oyón en la mente desde hace muchos años como referencia a otras cosas, a las mías. Como epítome de adolescencias perdidas y cuñadas taimadas, como un símbolo distante y distinto de algo añorado por alguien que estuvo pegado a la piel de mi pericardio tanto tiempo que llegó a morder y masticar un pedazo del músculo que me mueve las acciones.
Pero el pueblo riojano, o alavés, o ambas cosas al tiempo, se ha trasformado de pronto en otra cosa, se ha mudado de esfera, se ha cambiado de registro, se ha engrandecido para hacerse pequeño, mucho más pequeño, mucho más indefenso y miserable. La realidad siempre es más pequeña que la ficción dramática que imponen nuestros recuerdos.
Oyón se ha convertido en Ravena. En esa Ravena del año 445 donde el último intento de salvación de un imperio ya extinto, pero aún agonizante en su desaparición, atacó a los bárbaros que empujaban sus fronteras hasta el colapso con el único arma, con la única estrategia, en la que aún se sabía superior, en la que no era superado en fuerza y en número por lo que había de llegar: el dinero.
Oyón, y con él Benasque, Calypo, San Vicente, Castrourdiales, Azuqueca y todas esas ciudades y pueblos de pronto fronterizos en un estado en el que las fronteras internas no deberían existir desde la Hispania de Séneca o, como mínimo, desde la España de Carlos, el emperador alemán, se han convertido en las cabezas de playa del desembarco del mensaje que nos manda la última guerra de salvación de un sistema económico que para perdurar aplica a pies juntillas los mandamientos que su dios le impone desde la invisibilidad culpable de los parqués y de los despachos londinenses y neoyorquinos.
Teodosio y los dioses romanos prometieron, engañaron y dividieron a aquellos que no creían en la necesidad de su gobierno utilizando el dinero, las tierras y los pastos, prometiéndoles que si se separaban, si dividían sus ejércitos, si se enfrentaban entre ellos, podrían ser parte del futuro glorioso de un imperio que todos rechazaban.
Tras los muros de Rávena, empeñados entonces, como nuestros heroicos dirigentes europeos ahora, en la salvación de lo insalvable a través de la traumática amputación de las partes que habían tenido la desgracia, por debilidad o por exposición, de caer gangrenadas y necrosadas en primer lugar, los emperadores de antaño buscaron la salvación en convencer a todos de que la victoria era formar parte del imperio moribundo y no enterrarlo.
Nuestros dioses actuales, los mercados, hacen lo mismo con nosotros y con el dinero. Nos prometen la salvación segura dentro de su imperio mercantil si nos enfrentamos, si lavamos la cara de su déficit y el cuerpo de su gasto público, si protegemos su imperio.
Teodosio usó la sangre y los estómagos, los inefables mercados usan con nosotros nuestras toses y nuestros páncreas. Hace dos milenios la comida. Hoy, la salud.
Y nosotros, o al menos los que mandan en nuestras tribus, hacemos lo mismo que Segimero y Hemman hace mil quinientos años. Presionados por una campaña a la que no le vemos fin, sintiendo la mengua constante de nuestro ardor guerrero, aceptamos sin pestañear los argumentos y los mandamientos de los nuevos dioses.
Ya no es "hacer del mundo Roma", ahora las tablas de la ley, inscritas en el reverso tenebroso de los bonos basura y las listas de calificación, nos imponen otra nueva máxima incontestable: "sálvese quien pueda".
A ello nos ponemos y, por primera vez desde que oí el nombre de Oyón hace más de una década, la broma se convierte en realidad. Convertimos el pueblo riojano, o alavés, o ambas cosas a la vez, en tierras bárbaras. En un puesto fronterizo. En el límite interno del imperio.
Hace cuatro años, ¡que digo cuatro, dos!, ¡que digo dos, hace seis meses!, hubiera sido impensable que alguien tuviera que ir a un hospital a un centenar de kilómetros de distancia cuando escupía en las afuera de su pueblo y la saliva manchaba la entrada de otro hospital cercano; hubiera sido increíble que un alcalde iniciara una huelga de hambre reclamando no que le hicieran un centro de salud, sino simplemente que atendieran a sus conciudadanos en el hospital más cercano; hubiera sido indignante que se negara atención especializada a pacientes que la necesitaban y hospitalización a enfermos que la precisaban por una cuestión de fronteras internas que no están siquiera dibujadas en los mapas.
Pero, claro, hace seis meses la atención sanitaria era universal, ahora solamente es universal el dinero. El dinero y los mercados.
Hay que recortar, hay que dejar de gastar para que los mercados no nos expulsen de la Tierra Prometida, para que no nos echen a patadas especulativas del Jardín del Edén donde el dinero fluye desde las pías manos de los inversores hasta nuestras paupérrimas arcas.
Y para eso todo vale. Y sobre todo hay que ir cada uno a lo suyo. Como nuestros nuevos santos redentores e intercesores, los inversores, como nuestros invisibles dioses, los mercados.
La Rioja no quiere atender a los que están a media hora de paseo de Logroño porque son alaveses, porque son vascos. Pero eso es una excusa, es un rocambole estético que le permite tener la conciencia limpia a sus habitantes y el sufragio asegurado a sus gobernantes. No quiere atenderlos porque pretende ahorrarse el dinero que le cuesta, porque quiere cuadrar las cuentas, porque quiere cumplir el mandamiento sagrado de reducción del déficit que evite que el ángel Azrael se le aparezca en forma de bono BBB- y le expulse del paraíso con la espada llameante de la calificación de riesgo apuntándole al pecho.
Y lo mismo entre Aragón y Catalunya, entre Madrid y Castilla -La Mancha, entre Murcia y Valencia, entre Extremadura y Castilla -León. Tenemos que cuadrar nuestros números solos, por nuestra cuenta. Tenemos que asegurarnos el grano y las reses para nuestra tribu porque nadie nos garantiza ya que podamos hacerlo en común. Así pensamos. Así hemos pensado siempre. Sólo que ahora está bien visto.
Porque los profetas del nuevo credo fanático del mercado han señalado con su dedo de Standard & Poors para acusar al Estado del bienestar; porque los santones mercantilistas han arrojado la primera piedra con el logo de Moodys contra el rostro del Estado de la solidaridad regional; porque los fariseos embozados en las capas de Fitch han pedido a gritos desde las últimas filas del parqué la crucifixión del Estado de Derecho.
Así que, ¿para qué esforzarnos en salvarnos juntos si, aunque lo que hasta ahora era un país y lo que podía ser un continente, pudiera ser salvado de otra manera, nosotros podemos cuadrar nuestras cuentas y presentarles los deberes hechos y los holocaustos realizados a quien corresponda?
Así no nos pasará lo que a Castilla - La Mancha o lo que a Andalucía, arrojados al final de la cola de la seguridad mercantil por los analistas de Fitch y Moodys.
Así quizás consigamos que nuestro nuevo gobierno -no al que hemos elegido, sino aquel del que aceptamos órdenes y amenazas aunque no figuran sus siglas en ninguna papeleta ni sufragio emitidos- nos diga: "de acuerdo, hijo bien amado, aunque tus hermanos no son buenos y no cumplen mis mandamientos, tú si lo has hecho, así que mantendrás tu calificación AAA+, mientras los demás arden en el infierno infinito de sus bonos basura. Puedes seguir en mi gratificante y rentable presencia"
De tanto intentar mantenernos dentro de un paraíso en el que el olor de los jazmines en forma de inversiones a espuertas y crecimiento económico solamente disimula el hedor a podrido de los miles de cadáveres necesarios para mantenerlo abonado, hemos transformado Oyón -y otros tantos lugares- en las mismísimas puertas del infierno.
Y lo hemos hecho y lo estamos haciendo con la sanidad. No con la defensa, no con la imagen, no con el desarrollo político, no con el ocio o el negocio. Lo hemos hecho y lo seguimos haciendo con la sanidad -y lo haremos con la educación- por un simple motivo.
Los mercados no pueden lidiar con la sanidad, con el gasto sanitario, con la inversión en salud presente y futura.
No son capaces de hacerlo, no porque sean perversos y nos quieran ver morir o padecer, sino porque la sanidad supone un concepto que no se puede desagregar en columnas de ingresos y gastos, de rentabilidad y riesgo: la solidaridad.
El concepto de atención sanitaria supone salvar una vida a cualquier precio, a cualquier coste. Supone intentarlo todo con tal de que alguien venza a la enfermedad, supone anteponer la vida humana a cualquier otra cosa.
Supone tratamientos costosos e impagables para recuperar la salud de alguien que solamente puede agradecértelo con un apretón de manos o una sonrisa y no con una firma en una factura millonaria. Supone tratar a miles de personas de pequeñas dolencias, recetar millones de medicinas que son necesarias.
Supone, en definitiva, anteponer el hombre al dinero. El ser humano a los números. Y con eso, los invisibles y fríos mercados no pueden tratar.
Y por eso ha empezado y va a continuar la guerra sanitaria -aunque lo que nos resta de cordura nos permita llegar a algún que otro acuerdo para salvar Oyón-, por eso las regiones se intentarán librar de pacientes, por eso ya hay 25.000 parados sin subsidio sin cobertura sanitaria, por eso se cerrarán centros de investigación, se dejan de pagar las guardias de los MIR, se clausuran centros de salud de entidades concertadas, se posponen sine die operaciones quirúrgicas, por eso se niegan tratamientos con retrovirales a enfermos de HIV cuando dejan de cotizar, por eso se amenaza una y otra vez y se ensaya por lo bajini con el copago, por eso se plantea cobrar las recetas a los enfermos crónicos que necesitan medicamentos toda su vida, por eso se cuestionan las cuentas del Fondo contra el SIDA.
Porque la sanidad, la cobertura sanitaria y la salud nunca serán económicamente rentables si se ejercen según los parámetros éticos que definieron desde Asclepio hasta Galeno, pasando por el siempre nombrado Hipócrates.
Claro que siempre se puede aumentar la calificación de riesgo del Juramento Hipocrático y convertirlo en un bono basura.
Y los hay que, atorados por la mirada de lo cercano, culparán de todo esto a la incompetencia de los gobernantes salientes o la ineptitud de los entrantes; arrojarán sus cuitas y demandas sobre la inmisericorde frialdad de los mercados y de los dineros.
Y a ninguno le faltará una parte de razón. Pero, como cada vez, como desde siempre, la responsabilidad sobre todas estas cosas la tenemos nosotros. Siempre la hemos tenido nosotros.
Porque el mandamiento sagrado del "sálvese quien pueda" que ahora resuena en nuestros oídos proveniente de declaraciones periodísticas y recomendaciones económicas es algo que siempre hemos tenido en la cabeza, es algo que siempre ha resonado en la parte más profunda de nuestras intocables y no tocadas conciencias como último eslabón de la cadena de soluciones éticas cuando todas las demás fallan.
Lo que han hecho y están haciendo los mercados y los adalides de la permanencia en este sistema económico, es decírnoslo a gritos, es decorarlo de necesidad y de ética para que nos sintamos, por fin, bien con él.
Los mercados hacen lo que han todas las deidades inventadas por el hombre. Toman lo que ya creemos y nos lo exponen entre milagros y amenazas para que nos sintamos bien haciéndolo. Nos dicen lo que queremos escuchar. Por eso les dejamos ser nuestros dioses.
Porque, como diría mi siempre mítico coronel Nathan. R. Jessep, en las partes de nosotros de las que no charlamos con los amiguetes -aunque últimamente parece que si lo hacemos- siempre hemos pensado que estamos en el derecho inalienable como individuos de buscar nuestra salvación en solitario antes que la más complicada y probablemente dolorosa salvación comunitaria.
Porque en lo familiar, en lo sentimental, en lo laboral, en lo social y en lo político siempre hemos creído que traicionar, huir, defraudar, eludir o incluso matar, estaban justificados si lo que se buscaba era la salvación personal y lo que ardiera en nuestra ética de tierra quemada y voladura de puentes era algo secundario que no debía quitarnos el sueño. Eran bajas colaterales.
De modo que, una vez más, la responsabilidad del cambio no la podemos arrojar sobre las espaldas de los políticos, de los mercados o de las agencias de calificación de riesgos, tenemos que dejarla caer a plomo y a doloroso peso sobre nuestros hombros.
Somos nosotros los que tenemos que decidir si somos Genserico y mandamos al cuerno el imperio para construir algo mejor aunque nos cueste y aunque tengamos que hacerlo entre todos, en contra en parte de nosotros mismos, o si somos Hemman y Segimero y seguimos haciendo guardia en las puertas del infierno que hemos abierto en Oyón para que se nos permita seguir formando parte de nuestro falso paraíso.
Quizás la historia ya ha decidido por nosotros. Hemman y Segimero al final también se sublevaron. Y además lo hicieron juntos.
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