A Estados Unidos le crece una retirada de tropas a toda prisa y por la puerta de atrás -aunque no tanto como en Vietnam, todo sea dicho- donde hace nueve años había una hipotética y aplastante victoria. A Pionyang le crecen los tiranos y la muerte y la historia le sustituyen a un dictador cansado, anciano y sin ganas de casi nada por otro joven, pletórico y ansioso de ganarse un puesto junto a sus antecesores en la galería de la fama de la amenaza y la crispación mundial. A Europa le crece una unión fiscal en el desastre en la misma jardinera en la que debería estar creciendo otra cosa que hiciera referencia a éticas y pueblos y no a dineros y mercados. A Sudamérica la crece una unión económica que ya empieza a ser, como la nuestra, más económica que unión. Y a África no le crece nada. Nada salvo la guerra y el hambre, claro está.
Y entre tanta germinación cuasi primaveral en pleno invierno aterido y griposo a nosotros nos crece lo de siempre.
A nosotros nos crecen los enanos. ¡Uy perdón, los gobiernos!.
El otrora moderado y moderable Rajoy, que fuera delfín, que fuera ministro, que fuera líder de la oposición, ya es Presidente del Gobierno. Falta el trámite de la votación pero, a estas alturas, en España las votaciones son cada vez más un trámite prescindible, según se ve.
Y se nos torna épico y estético, se nos vuelve arrojado y valiente, se nos presenta incendiario y locuaz. Concreto no -que por muy presidente que sea no ha dejado de ser gallego-, pero todo lo demás sí.
Y en su discurso de investidura clama en el vergel de su mayoría absoluta para que todo el mundo le escuche, por aquello que hay que hacer, que no se ha hecho y que se hará. En un discurso digno del mismísimo Trillo -¡manda huevos!- nos pinta y nos dibuja el pasado, el presente y las necesidades del futuro. No el futuro en sí mismo. No la realidad de ese futuro sino lo que él querría que fuera esa futuro.
Y para lograrlo nos da tres pinceladas, tres normas fundamentales, tres primeros acercamientos al nuevo prisma por el que, al parecer, tendremos que pasar nuestra nueva realidad.
Y esas tres pasadas cromáticas de pintor de brocha gorda no nos dan solamente una imagen de lo que es Rajoy, de lo que será la política del gobierno del PP los próximos cuatro años, de lo que es la base ideológica en lo económico y ética en lo político de las huestes y los mandos de Génova, ahora en La Moncloa. Esos tres brochazos nos muestran lo que somos, lo que queremos ser y el motivo por el cual Rajoy ha sido aupado con nuestros sufragios al lugar que ocupa con toda legalidad.
Esos tres manchones nos demuestran que no queremos cambiar, que no lo hemos hecho y que hemos puesto al mando a alguien que quiere asegurarnos que no tengamos que hacerlo.
Para empezar a bombo y platillo, entre aplausos ensordecedores y constantes a los que solamente les falta la ola y el ritmo de las palmas tango, anuncia que subirá las pensiones.
Y eso parece bueno. Eso desde luego es bueno para los pensionistas. Nunca una campaña electoral para la reelección empezó tan pronto.
No voy a ser yo el que clame por una rebaja pero deja claro que hemos decidido pensar en el presente y abandonar a su suerte al futuro.
Recortamos salarios funcionariales, ajustamos plantillas, estudiamos condiciones de contratación con menos ingresos -y eso ya lo hacen los gobiernos autonómicos del PP, no es una profecía- pero subimos las pensiones. Damos en el presente intentando salvar el ahora, ignorando el futuro.
Porque con una población cada vez más vieja, con el 25 por ciento de nuestros jóvenes en pleno estado de doble Generación Nini -ni estudian ni trabajan, ni están, ni se les espera-, con nuestra lívido natalicia prácticamente al nivel del Estado Vaticano y claramente por debajo del de La Meca, cada céntimo, cada euro que salga ahora en dirección a las paupérrimas cuentas corrientes de pensionistas y jubilados es uno menos que dentro de diez o quince años tendrán para pagar a los que entonces extiendan su cartilla bancaria exigiendo lo que sus cotizaciones y su trabajo de este presente debería garantizarles en su vida por llegar.
Puede que Rajoy lo haga por electoralismo anticipado, puede que el PP crea que lo hace con convicción económica y puede que los pensionistas de hoy crean que se hace por justicia, pero en realidad Don Mariano, el señor Presidente del Gobierno, lo hace porque es como nosotros.
Porque es el espejo en el que se refleja esa sensación de que somos los últimos que vamos a habitar este planeta, de que toda la historia y todos los recursos deben destinarse a nuestro bienestar actual y presente. De que somos los únicos que tenemos derecho a la vida porque nuestros antecesores ya están muertos y nuestros vástagos aún no han nacido y nunca nacerán.
Mariano sube las pensiones actuales poniendo en riesgo las futuras por lo mismo por lo que nosotros firmamos hipotecas millonarias -en euros- apoyados en la posibilidad de una herencia futura, por lo mismo por lo que sacrificamos relaciones que exigen responsabilidad para no tener que privarnos de las copas del viernes por la noche o del polvo con fin de semana romántico en spa de cuatro estrellas de los sábados, por lo mismo que nuestro nivel de ahorro es el más bajo de Europa o que nuestro recurso a la liquidez continuada facilitada por los progenitores parece un derecho inalienable garantizado por La Constitución.
Por lo mismo que nos negamos a compartir la vida con nadie hasta que no haya un solo atisbo de riesgo de que algo salga mal, por lo mismo que hemos antepuesto unos miserables cien euros en la nómina de un mes a la estabilidad laboral de aquellos que vendrán tras nosotros, por lo mismo que hemos inmolado los derechos laborales de todos los que trabajaran o intentarán hacerlo dentro de una década para no poner en riesgo nuestro puesto de trabajo actual.
Mariano, al igual que otros hicieron antes que él, nos ha dado simplemente el reflejo de nuestro egocentrismo más absoluto, de nuestra falta de compromiso con las generaciones pasadas y futuras. De nuestro egoísmo.
Y esa es solamente la primera.
La segunda pincelada adelantada por Mariano también nos dibuja a nosotros mismos. También nos convierte en partenaires de la danza en el espejo que nuestro nuevo presidente baila con nosotros mismos.
El ínclito Rajoy ahorrará 16.000 millones de euros. Así para empezar.
Y claro, los perdedores -con muy mala baba, pensarán algunos- le preguntan que de dónde los va a sacar.
Don Mariano se resiste y permanece como buen gallego durante horas en mitad de la escalera para que no se sepa si sube o baja, se mantiene firmemente parado justo en la esquina para que nadie pueda intuir si va a seguir de frente o girar en alguna dirección.
Pero al final tiene que hacerlo. Es lo que tiene ser presidente. No puedes dejar de hablar cuando te viene bien.
Y es entonces cuando el proceloso gallego recientemente investido comienza a parecerse un poco más a lo que somos.
Habla de congelar y recortar sueldos funcionariales y lo hace después de considerar cuando se sentaba al otro lado de la bancada, buscando sufragios como un poseso, que era injusto hacer caer sobre los funcionarios el peso de la crisis; habla de no sustituir las vacantes de funcionarios cuando eso iba a paralizar la administración estatal si lo hacían sus antecesores; habla de una reforma laboral que flexibilice el mercado -no sé a estas alturas cual es el índice de flexibilidad del pobre mercado laboral antes de que se astille por el mismo centro- cuando en el fiasco sindical de mayo hizo incluso que sus seculares aliados de la conferencia episcopal llamaran a la huelga ante una reforma laboral que obligaba mucho menos a arquear su dolorida y artrítica espalda a nuestro mercado laboral; habla de eliminar administraciones redundantes cuando puso el grito en el cielo ante la propuesta de sus antagonistas en plena campaña electoral de eliminar las diputaciones provinciales.
Hasta dice que hay que flexibilizar la estabilidad presupuestaria cuando antes era partidario de meterle al presupuesto una vara de avellano por el esfínter y mantenerlo clavado al parqué de La Bolsa de Valores en el cuatro por ciento de déficit hasta que se aviniera a razones.
Y a lo mejor -o a lo peor- todas ellas son acertadas y viables. Pero ese no es el problema. Eso no es lo que convierte a Rajoy en el reflejo oscuro de nosotros mismos. No es lo que le hace uno de los nuestros. Es el cambio de postura.
La misma ética dimórfica y viciada que nos permite criticar una actuación injusta cuando nos perjudica para luego apoyarla cuando, por un vuelco del destino, nos beneficia; lo mismo que nos permite decir digo donde antes dijimos diego sin que nuestra conciencia se pelee en lo más mínimo con la almohada, lo que nos permite cuestionar que otros reciban algo pero defender cuando nosotros recibimos lo mismo en idénticas circunstancias, lo que nos hace negociar nuestros salarios a espaldas de los demás, lo que no nos deja pensar en contra nuestra cuando reclamamos un enchufe y nos aprovechamos de él pero sí nos hace pensar en contra de otros cuando hacen lo mismo; lo que nos permite escurrir el bulto siempre que podemos pero indignarnos cuando los demás aplican la misma dinámica.
Rajoy cambia el paso con sus recortes y ahorros igual que nosotros lo cambiamos siempre que nos viene en gana; del mismo modo que en la pareja somos capaces de exigir niveles de compromiso o de amor que no estamos dispuesto a dar; de idéntica forma que en la familia somos capaces de pedir fronteras infinitas de respeto hacia nosotros y nuestra intimidad que luego, cuando nos viene bien, somos capaces de traspasar sin problemas en detrimento del respeto y la intimidad de los otros; en la misma medida en la que exigimos en la sociedad todo el peso de la ley y del castigo para otros pero luego, cuando nos toca a nosotros, pedimos comprensión y la misericordia.
Del mismo modo que exigimos a gritos la expulsión del que ha pisado al delantero de nuestro equipo en el círculo central y luego silbamos distraídos cuando nuestro defensa le arranca la tibia en el área al delantero contrario, igual que aprovechamos la injusticia de una ley con denuncias falsas y luego exigimos que no se nos tenga en cuenta cuando nos pillan, de igual forma que exprimimos los gananciales en nuestro favor y nos indignamos cuando alguien exprime la separación de bienes en contra nuestra, del mismo modo que consideramos que nosotros podemos defraudar a hacienda pero nuestro empleador no lo tiene a eludir sus pagos a la Seguridad Social, de la misma forma que nos indignamos cuando alguien nos utiliza para su placer y nos deja en el camino olvidando cuando nosotros hemos abordado el fin de semana anterior plexos solares masculinos torneados o turgentes senos femeninos con idéntica intención sin tenerles en cuenta en lo más mínimo.
El Señor Rajoy es en sus recortes, como hicieran en otros ámbitos sus predecesores, un brillante reflejo de la forma en la que contemplamos la ética de nuestras vidas en esta pequeña porción del Occidente Atlántico en la que nos ha tocado vivir. Es reflejo de nuestra incapacidad para la firmeza ética. De nuestra resistencia instintiva e incentivada a pensar en contra nuestra. De nuestra incoherencia.
Y en la tercera pincelada de su programa de gobierno -por cierto, ¿eso no tenía que presentarse antes de las elecciones? ¡Cómo cambia el mundo!- es cuando Rajoy nos devuelve completamente la imagen de nosotros mismos.
El Presidente del Gobierno va a quitar los puentes. ¡Todo por el bien de la competitividad!
Rajoy de repente descubre el vicio que nos aqueja con mayor profusión, con mayor asiduidad, que se extiende como una plaga por todos los ámbitos de nuestras vidas y nos lo imita.
Se hace buen rollista.
Él sabe o al menos tendría que saberlo que eso no va añadir demasiado a nuestra competitividad, al menos no tanto como si impusiera la jornada continuada con el ahorro de energía y gastos que ello supondría, no tanto como si controlara los sistemas de calidad y de producción de las empresas, no tanto como si estableciera unos límites mínimos de reinversión estructural en las empresas después de beneficios, no tanto como si obligara a la contratación curricular estableciendo titulaciones obligatorias y estudios forzosos para cada puesto, no tanto como si limitara las exenciones fiscales al capital y las ampliara a la inversión real, no tanto como si estableciera criterios obligatorios de modernización para las empresas industriales, no tanto como si limitara y controlara la intermediación económica en los procesos productivos y comerciales, no tanto como si regulara la subcontratación en niveles laborales y de calidad, no tanto como si impulsara o impusiera unos mínimos de I+D en las empresas productivas, no tanto como si...
Y lo sabe. Pero decide ignorarlo y proponer un gesto. Como hiciera su antecesor con otras cosas, con los homosexuales, con las feministas, con los ateos, con casi todo.
Deja todo en un gesto, el mismo gesto inoperante y baladí que en esta ocasión está destinado a gentes distintas pero con el mismo fin. Lo que busca Rajoy con la eliminación de los puentes es poder guiñarle un ojo en la próxima cumbre de Bruselas a la rotunda fémina germana que atisba por encima de su hombro y decirle. "ves, yo también me preocupo por la competitividad".
Buen rollo, vamos.
El mismo buen rollo que nos lleva a nosotros a pasar la mano por el hombro del que sufre para que no se dé cuenta de que su sufrimiento no nos importa, a sonreír y asentir ante alguien a quien aborrecemos mientras tarareamos interiormente lo más alto posible el último rapeo enloquecido de Eminem.
El mismo buen rollo universal que nos oculta la vida de los otros para no sentirnos culpables de sus males, para no ser partícipes de sus necesidades. El mismo buenrrollismo de libro de autoayuda que nos permite simular que comprendemos cuando no lo hacemos, que somos amigos cuando no somos ni conocidos, que somos pareja cuando no somos ni tan siquiera amantes, que estamos en el mismo barco remando en la misma dirección cuando en realidad hemos propinado un hachazo por debajo de la línea de flotación del navío y estamos buscando como locos una chalupa que nos salve del naufragio a despecho de todos los demás.
Así que, después de todo, Las tres primeras medidas de Rajoy demuestran a las claras porque dispone de una mayoría absoluta incontestable. Porque es como nosotros.
Egoísmo, incoherencia y buen rollo, el trípode sobre el que se asienta la decadencia de nuestra sociedad. Algo que no queremos cambiar. Que no sabemos cómo cambiar.
Mas de lo mismo. Los gobiernos no cambian si los pueblos no cambian.
Y los hay que dirán que confío poco en las personas -al menos en las de este Occidente Atlántico nuestro- pero se equivocan. Confío plenamente en las personas. Lo único malo es que cada vez me cruzo con menos por la calle.
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