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martes, noviembre 08, 2011

Cagney (Rubalcaba) y Costner (Rajoy) convierten el debate electoral en un remake de las Thermópilas.

Mientras el G20 se disfraza de los antiguos pueblos helenos -Grecia, últimamente siempre es Grecia- y abandona a su suerte a Europa, disfrazada a su vez de Leónidas y sus trescientos, en la defensa de unas Thermópilas económicas tan innecesarias como imposibles de defender, nosotros nos ponemos en modo electoral y estamos de debate.
Dos candidatos se sientan uno frente a otro con unas reglas de otro tiempo, con un decorado de otro tiempo, con un moderador de otro tiempo. Y claro, lo único que puede salir de tan atávico ejercicio de regresión es una discusión de otro tiempo, sobre programas de otro tiempo que aportan soluciones de otro tiempo.
Porque hubo un tiempo en el que este, nuestro agonizante sistema económico, social y personal, podía ser salvado. Pero hoy no. Ya no.
Y al final, nuestros candidatos, que son nuestros porque se presentan en nuestras elecciones, no porque los hayamos elegido nosotros, se suman a la falange de Leónidas, que sigue defendiendo lo indefendible cuando ya no merece siquiera la pena defenderlo.
Por fin somos europeos, justo cuando Europa se desmorona, pero somos europeos.
Porque lo que anoche hicieron el ínclito Mariano y el proceloso Rubalcaba es el mismo ejercicio de reanimación de un cadáver que ha intentado inútilmente el G20 el pasado fin de semana. Es el mismo golpeteo rítmico y desesperado con el puño contra el pecho de un sistema intentando, contra toda lógica, volver a hacer latir su corazón muerto.
Los hoplitas de Merkel se volvieron el pasado domingo a aquellos a los que creían sus aliados y les pidieron, de hecho les exigieron, ayuda.
Y, al igual que acadios, iridios, macedonios, cretenses, focios, tesalonicenses, tebanos y toda la pléyade de pueblos helenos que recibieron la convocatoria de los mensajeros de Leónidas, los brasileños, chinos, rusos, indios, coreanos y demás pueblos emergentes en esto de la economía de mercado les dieron la espalda.
Y no lo hicieron por maldad, por intransigencia o por desidia. Lo hicieron por pura lógica. Porque, en su furia salvadora de Europa, Sarkozy y Merkel han cometido el mismo error que cometiera el mítico y mitológico rey espartano.
Leónidas olvidó que ningún pueblo le apoyaría en su absurda defensa de algo que no podía ser defendido porque los esclavos que acompañaban a sus huestes a la batalla de forma obligada eran de esos pueblos y Europa ha cometido el mismo error.
Nuestro sistema se ha construido y reconstruído de todas sus cíclicas crisis cada vez más intensas a costa de esos pueblos, de esas gentes. Europa se ha hecho grande económicamente a lo largo de los siglos manteniendo en la miseria a Brasil, en la indigencia a La India, en el bloqueo a Rusia -aunque antes se llamara Unión Soviética-, en el ostracismo a China, en la división a Corea...
Y ahora, ignorando que nuestra riqueza se basaba en su pobreza, que nuestro bienestar se apoyaba en su miseria, nos volvemos a ellos y les pedimos ayuda para salir de una crisis, la crisis definitiva,  que es el resultado de haber malgastado nuestros recursos y los suyos, sin preocuparnos de la repercusión que en ellos tenía ese sistema nuestro que parecía el único posible.
¡Claro que nos van a dejar a nuestra suerte! Ellos están naciendo precisamente porque nosotros estamos muriendo. No van a renunciar a su incipiente vida en aras de nuestra pasada gloria.
Puede que dentro de un tiempo histórico hasta nos recuerden con cariño, pero no van a impedir nuestra muerte.
Sería algo tan absurdo como ver  a íberos, galos, pictos, bretones y hebreos corriendo en defensa de las murallas de Roma cuando Genserico las asedió.
Y nuestros candidatos, ahora ambos ostrogodos porque han sido elegidos a espada alzada y aclamación  por unas élites políticas que nada tienen que ver con nosotros, comenten y cometieron anoche el mismo error.
Se sentaron el uno frente al otro y se dedicaron a un ejercicio cinematográfico de atrincheramiento doctrinal que curiosamente, aunque ellos no lo reconocerían nunca, les colocaba en la misma trinchera.
Y digo lo de cinematográfico porque los roles que adoptaron les llevaron al esperpento de asumir personajes cinematográficos tan pasados de tiempo como el sistema que los dos dicen defender y querer revivir.
Rubalcaba, el secreto y silencioso último vencedor de ETA, se disfrazó -quizás por su tradición policial en Interior- de interrogador implacable. De ese comisario de las oscuras películas del cine negro de James Cagney que apunta, corbata descorrida y mangas arremangadas, con el flexo al rostro de su antagonista exigiéndole una confesión, demandándole una declaración de culpabilidad.
Y lo hizo bien. Porque su rival es tan culpable que aunque hubiera confesado su participación en el magnicidio de Dallas nadie le hubiera creído. Porque está tan acostumbrado a ocultar lo que hace, a avergonzarse de lo que está dispuesto a hacer, que cualquier práctica inquisitorial le pone nervioso, le crispa, le enloquece.
Pero el interrogatorio de Rubalcaba era falso, era ficticio, era una trampa para ocultar algo que sabe y que no quiere que los demás sepan. Era tan absurdo como si Jack Ruby hubiera interrogado a Harvey Oswald.
Cada vez que Rubalcaba preguntaba ¿qué hará para salvar las pensiones? jugaba con ventaja, apostaba a ganador, porque sabía que cualquier cosa que dijera el siempre tintado de pelo y ponderado Rajoy sería mentira.
Porque nada puede salvar las pensiones. Las actuales a lo mejor, pero las nuestras, como diría el poligonero, ni por el forro.
Y lo mismo con la educación y la sanidad públicas, y lo mismo con las inversiones estatales, con las coberturas sociales, con el empleo, con la dinamización industrial... Y lo mismo con cualquier cosa que Rajoy le lanzara a la cara.
Porque Rubalcaba sabe que su antagonista en ese debate que, por forma y decorado, debería haber moderado José Luís Fradejas, no podrá hacer nada simplemente porque el sistema ya no le permite hacer nada.
Porque, mientras se sigan manteniendo los beneficios empresariales sin control, mientras se sigan obteniendo réditos limpios de la inversión financiera, mientras las entidades de evaluación de la deuda puedan llevar a la ruina a los países, mientras los inversores bursátiles sean el barómetro y el termómetro de una economía en la que no colaboran y de la que solamente extraen beneficios, nada de eso será salvable.
Y Rubalcaba lo sabe o al menos debería saberlo. Pero resulta mucho más sencillo que proponer a un pueblo cambiar su forma de ver el mundo y de enfrentarse a él intentar aparentar que esa imposibilidad parte de la ineptitud de su rival político. Rajoy no será el causante del desastre. En todo caso conseguirá que sea más rápido.
¿Y el bueno de Rajoy?
En fin, Don Mariano, que siempre ha sido más de comedia sensiblera con niña desamparada que de cine negro, se difrazó ni más ni menos que de Kevin Costner.
El mediocre actor que nos hiciera creer en su futuro en JFK protagonizó en pleno apogeo de su cinegenica carrera un bodrio llamado Campo de Sueños. Pues bien, Don Mariano anoche era Kevin Costner en Campo de Sueños.
El actor interpreta a un campesino de Idaho que escucha constantemente una voz reiterativa que le persigue entre los maizales y le impele a hacer algo. Y pasa el metraje, entre rictus de agonía y explosión de desesperación, hasta que lo hace, hasta que consigue hacerlo. Se trata de construir un campo de beisbol y cuando lo construye todos los espíritus de los grandes jugadores muertos lo pueblan, entre ellos el de su padre -Pobre Ray Liotta, ¡lo que hay que hacer para ganarse la vida en Hollywood!-
A lo que vamos, Rajoy, el de la barba blanca y el flequillo de Farmatín complex, ayer recurrió a ese mantra cada vez que su oponente le pasaba la pelota: "si lo construyes, él vendrá; si lo construyes, él vendrá".
El mantra que perseguía a Costner entre el maíz de Idaho y el centeno de Salinger era la única respuesta del moderado y moderable gallego.
Su solución era siempre la misma: se ayuda a las empresas y se crea empleo que genera consumo, que deriva en impuestos y dinero para el estado.
 ¿La sanidad?, si lo construyes, él vendrá; ¿la educación?, si lo construyes, él vendrá; ¿la dinamización industrial?, si lo construyes, él vendrá; ¿las pensiones?, si lo construyes, él vendrá...
 El mantra se repetía una y otra vez ignorando el hecho, por él sabido, de que la premisa era errónea por imposible.
El sistema no puede generar empleo. Para ello hace falta un sector que sea el buque insignia de la economía de nuestro país y no lo tenemos. Lo quemamos en la última crisis de la que salimos con esa fórmula. Se llama Construcción.
Es posible que, mientras haya guerra, Estados Unidos pueda recurrir a su complejo militar industrial para aplicar esa fórmula; puede que a Alemania le queden un par de cartuchos por quemar con la aeronáutica y la biotecnología; a lo mejor Sarkozy o su sucesor pueden recurrir al sector energético francés como salva de honor última en la muerte de esa forma de salvación, puede que a Japón le quede la microelectrónica, la informática y los videojuegos. Pero nosotros, y como nosotros la mayor parte de los países hasta ahora industrializados, ya no tenemos nada.
Pero es más fácil negar esa mayor y acusar al rival de haber destruido un sistema que hace aguas por si mismo en todo el mundo.
Eso es mucho más sencillo que intentar convencer a un país de que tiene que cambiar de arriba a abajo todos sus criterios económicos y personales para poder sobrevivir.
Rajoy, el PP, y toda la clase política europea por extensión, saben que aunque construya ese campo y ponga a jugar en él a Adam Smith de catcher, a Stuart Mill de sor stopper y al mismísimo John Mainar Keynes de pitcher no habrá nada que pueda evitar que la historia batee fuera de límites un sistema económico que se niega a repartir de forma justa y obligatoria la riqueza generada.
Así que, aunque parezca lo contrario, nuestros dos candidatos están en la misma trinchera. Los dos son paramédicos novatos que intentan aplicar corriente a un corazón económico muerto, aún a riesgo de calcinar la piel y la carne que le rodean, en lugar de certificar la hora de su muerte y ponerse al esfuerzo de crear algo nuevo.
Toda Europa está en lo mismo.
Merkel, agobiada por el mismo conocimiento que poseen nuestros candidatos, acusa a Grecia de ser el país que más dinero le ha hecho gastar a Europa y ser un país de vagos, ignorando que su amada Alemania ha provocado en el mundo a lo largo de la historia más gasto en reconstrucciones post bélicas que ninguna otra nación de La Tierra.
Sarkozy tira de oratoria para exigir a aquellos a los que durante siglos el sistema liberal capitalista convirtió en semi esclavos miserables que contribuyan a salvar un sistema que les pretende mantener en el mismo lugar.
Y nuestro Cagney y nuestro Costner particulares se emperran en sentarse el uno frente al otro en un escenario de los años setenta, para defender unas políticas de los años ochenta y que ya fracasaron en los años noventa. Todo ello del siglo pasado. Todo ello muerto.
Al final los dos defienden lo que ninguno de los dos debería defender. Los dos dan por sentado que el barco se está hundiendo y acabará en el fondo del océano. Lo único que discuten es qué melodía debe interpretar la orquesta mientras el Titanic hace irremisiblemente aguas.
Y nosotros, ¿qué hacemos nosotros?
Nada. No hacemos nada. Nos empeñamos en el inútil ejercicio electoral de cambiar de tumbona en el Titanic.
Quizás sería mejor arrojarnos al agua helada y nadar en busca de una chalupa en la que tengamos que remar, por mas callos que nos salgan y más que sangren las palmas de nuestras manos, acarreando lo poco que nos han dejado de nuestras libertades y nuestras esperanzas.
Porque el hecho de no haber visto isla alguna desde la lujosa balaustrada del bajel que ahora hace aguas no implica necesariamente que no exista.
Pero eso exige esfuerzo. Y eso es algo para lo que no estamos preparados. Merkel, Sarkozy, Rajoy y Rubalcaba lo saben. Y nosotros también lo sabemos.
Y a nosotros tampoco nos importa.

jueves, septiembre 15, 2011

Los cuatro ángeles de la nueva economía mundial (Europa llama a los sepultureros)

Nosotros seguimos a lo nuestro. Seguimos intentando apuntalar las ruinas, adecentar el local y lavarle la cara a la casa en lugar de dar por derruido el tinglado, retirar los escombros, allanar el terreno y ponernos manos a la obra en la construcción de otra cosa.
Y esa insistencia en lo nuestro, en matener un guión que no sabemos interpretar porque nunca hemos confiado demasiado en el papel que nos tocaba, nos está incapacitando para avanzar, nos está impidiendo librarnos de un lastre que nos está ahogando: nuestro sistema económico.
Creemos que salvando la deuda, salvando la especulación de la inversión sobre los tesoros -¡qué medieval suena eso de tesoros!- públicos, salvaremos el sistema, salvaremos la moneda. Lo pondremos todo a salvo.
Y, de repente, la Vieja Europa, inmersa como está en esto de sobrevivir en un sistema económico que no asegura la supervivencia a casi nadie, se gira buscando a un Estados Unidos que está casi en las mismas, casi tan al borde del desastre que el fanatismo político les empieza a parecer una opción aceptable.
Se gira hacia él y no le encuentra. No sólo no aparece un nuevo Plan Marshall, como la mítica solución cincuentona para Europa que idearon los estadounidenses tras la Segunda Guerra Mundial, sino que de repente percibe entre la bruma de la política yankie cómo la Falla de San Andrés se va abriendo para convertir la economía estadounidense en otro abismo insondable en el que ya se percibe como una solución reconfortante en el desastre la dolorosa paz de chocar contra el fondo.
Y entonces, cuando nos debatimos en el vicio infinito de morir nuestra muerte por no saber cambiar de vida, en el horizonte aparecen cuatro sombras, cuatro siluetas imprecisas que vienen a ayudarnos, que acuden desde el limbo en el que las teníamos olvidadas a permitirnos seguir jugando a ser lo que somos sin pararnos a pensar que lo que somos es lo que nos ha conducido hasta donde estamos.
Como los ex amantes que nos calientan la cama ocasionalmente para permitirnos eludir la reflexión un verdadero fracaso amoroso, como los denostados hermanos mayores que acuden a nuestro rescate cuando nuestra irresponsabilidad o nuestra mala suerte se ceba con nosotros, como las antiguas compañías y amistades que recuperamos en las redes sociales para volver a intentar experimentar la juventud que no ansiaríamos si hubiéramos aprendido a vivir en la madurez, cuatro siluetas que abarcan el mundo acuden al rescate de Europa, esa vieja Europa que ya no sabe lo que será porque se niega a dejar de ser lo que está siendo.
Y los nombres de los fantasmas, las banderas que lucen en su pecho, nos hacen preguntarnos qué ha pasado, cómo es posible, cuando empezó a ocurrir lo que ahora estamos descubriendo que ya ha ocurrido.
Rusia, Brasil, China e India acuden al rescate y nosotros, en un escaso momento de lucidez, nos preguntamos si son los cuatro ángeles de los vientos o los cuatro jinetes del Apocalipsis.
No nos damos cuenta de que esos cuatro países -sin contar los habitantes de toda la esfera de influencia rusa- suman la mitad de la población de La Tierra, no sabemos percibir la lógica aplastante que supone que no podamos seguir adelante sin contar con ellos.
Durante tanto tiempo lo hemos hecho, durante tantos siglos hemos creído que el mundo eramos nosotros, que el futuro era solamente nuestro y que la Civilización Occidental Atlántica podía sobrevivir sin nadie más que ella, que ahora, cuando la mano tendida de aquellos que siempre debieron contar y que nosotros no quisimos que lo hicieran nos recuerda que somos apenas un veinte por ciento de los habitantes del mundo, nos sorprende, nos choca, nos deja en un perpetuo fuera de juego anonado e incrédulo.
Nos preguntamos cómo pueden apoyarnos países en los que la miseria está tan a la orden del día que hay ONGs que trabajan día y noche sólo para enterrar a los muertos de las calles; como pueden ayudarnos aquellos que tienen focos de pobreza y marginalidad  institucionalizados en sus capitales hasta el punto de que tienen gobiernos propios; como pueden salvarnos estados en los que los negocios mafiosos ponen y quitan lo que les viene en gana solamente controlados por la mano dura de antiguos espías y torturadores que son sistemáticamente apoyados por sus poblaciones; cómo pueden apuntalar las ruinas aquellos que no toleran la disidencia, manejan a la población como fichas de dominó y son incapaces de asegurar la alimentación básica a su siempre creciente demografía.
Y la respuesta, que debería atronarnos los oídos hasta enloquecernos y ensordecernos, se queda en un susurro que escuchan solamente unos pocos, que interpretan menos y que no quiere creer nadie.
Los cuatro alados jinetes emergentes del Nuevo Orden Mundial pueden hacer lo que hacen porque han aprendido a jugar a nuestro juego mucho mejor de lo que nosotros hemos llegado a jugar nunca.
Porque han aprendido que, en las fronteras de la Civilización Occidental Atlántica, lo único que cuenta para propios y extraños, para ciudadanos y gobiernos, para personas y sociedades, es el dinero. Y ellos lo tienen en cantidades ingentes. No lo reparten bien, no lo gestionan adecuadamente. Pero lo tienen.
Hemos esquilmado sus recursos a cambio de dinero, hemos consentido sus excesos a cambio de dinero, hemos cerrado los ojos y abiertos las manos -sobre todo a Rusia y a China- a cambio de dinero. Dinero y mercados, que viene a ser lo mismo. Ellos nos han mirado, nos han escrutado, nos han estudiado y han aprendido.
Ahora nos dan lecciones.

Comprarán nuestra deuda y frenarán la especulación privada con las deudas públicas que nos está llevando al agujero. Nos darán la estabilidad que necesitamos, la tranquilidad que precisamos, se convertirán en esos amantes ocasionales que nos ocultan que no tenemos verdadero  amor en nuestra vida, en esos sacrificados hermanos que, sonrientes, nos hacen olvidar que carecemos de responsabilidad en nuestros actos, en esos olvidados amigos de la infancia que nos permiten pasar por alto el hecho de que no hemos puesto un sólo gramo de madurez en nuestras existencias.
Europa  -y Estados Unidos en la escasa parte que le toca- ha olvidado que somos la cuna de muchas cosas, que teníamos y tenemos la responsabilidad histórica de cuidarlas y mantenerlas, de traspasárselas, mejoradas y aumentadas, a las siguientes generaciones. Ahora solamente somos librecambistas y a eso puede jugar cualquiera. Incluso mucho mejor que nosotros.
Todavía los hay que se quejan y dicen que China, que Rusia, que India -y supongo que incluso Brasil- no pueden entrar en el juego, no tienen derecho a salvarnos de nosotros mismos y de nuestro sistema económico. Así de soberbios somos.
Lo dicen porque, según ellos no son economías de mercado completas. ¡Claro  que no, por eso funcionan, por eso pueden acudir al rescate!
Ninguno de los sistemas de esos países se parece a nuestro pulcro catafalco de la economía de mercado y el liberalismo puro y duro neocon que estamos intentando salvar de una muerte tan anunciada como inevitable.
Ni China, ni Rusia, ni Brasil, ni, desde luego, La India, tienen nada que ver con nuestros mantras económicos irrenunciables del déficit cero y los beneficios intocables, de la flexibilización laboral y la inversión financiera incontralada, del reino del caos de los mercados puros ni de las privatizaciones y desrregulaciones.
No solamente no siguen esos mandamientos irrenunciables para nosotros sino que además no creen y nunca han creído en ellos.
Pero todo eso es lo sencillo, lo que podemos escuchar y saber con solamente ver aparecer en lontananza las siluetas de los cuatro ángeles de los vientos que acuden al rescate de Europa. El susurro que nadie oye o nadie quiere atender no tiene que ver -como siempre-con el cómo sino con el porqué.
El porqué que explica los motivos que llevan a los nuevos pilares del Orden Mundial -junto con el quinto pilar del que hablaré en breve (lo siento, por vosotros)- a ayudarnos a seguir siendo nosotros mismos. Las motivaciones que convierten a nuestros salvadores en nuestros sepultureros.
Y es que no solamente han aprendido el juego del dinero.
Después de experimentarlo en carne propia durante generaciones, de sufrirlo en su sangre y en su historia durante siglos, en su pasado y en su futuro durante la mayor parte de sus existencias como pueblos y como naciones, han aprendido otro juego de esos a los que creíamos que sólo sabíamos jugar nosotros.
Después de los 55 días de Pekín, de los Boxers -no los calzoncillos, claro-, de la Enciclopedia de Yongle, de la revolución de Octubre, de los Boyardos, de las joyas de la zarina, de la muerte de los Romanov, de los marajás, de la resistencia pasiva, de la Compañía Británica de Las Indias Orientales, del Raj, del Amanecer Zulú, de la Guerra de los Boers, de La Araucana y del Ave María Guaraní; después de Su Graciosa Majestad, del Imperio español del continuo sol, de Rasputín, de Gandhi, de Bolivar, de Porfirio Lobo, han aprendido a jugar al colonialismo. Y lo están haciendo de lujo.
Lo hacen porque su ayuda nos convertirá en los jefes de la tribu africana que comercian con esclavos para mantener la ficción de que son los más grandes señores guerreros del mundo; en los marajas que permiten a los británicos campar a sus anchas a cambio de vivir la ilusión de que siguen siendo los más ricos y poderosos del territorio; en el pequeño emperador que no mira más allá de los muros de La Ciudad Prohibida con tal de seguir experimentando la sensación de que es el elegido de los dioses para gobernar el mundo.
Los jinetes emergentes salen de la bruma para permitirnos seguir siendo nosotros mismos porque han descubierto que así no molestaremos, que de esa manera no sentiremos la espada de Damocles del cambio sobre nuestros occidentales cuellos. Que así seguiremos muertos, que es lo mejor que ha hecho la Civilización Occidental Atlántica con respecto al mundo desde La Segunda Guerra Mundial.
Una vez más, la forma de actuar de aquellos que, en nuestra ceguera y soberbia, seguimos llamando economías emergentes, nos demuestra que todo ha cambiado. Que el centro del mundo ya no estará nunca más en París, Madrid, Londres, Washington o Bruselas.
El centro del mundo está en Riberao Preto. Ya sólo falta El Hegemón. Y quien no sepa de lo que hablo que lea a Scott Card.

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