Nosotros seguimos a lo nuestro. Seguimos intentando apuntalar las ruinas, adecentar el local y lavarle la cara a la casa en lugar de dar por derruido el tinglado, retirar los escombros, allanar el terreno y ponernos manos a la obra en la construcción de otra cosa.
Y esa insistencia en lo nuestro, en matener un guión que no sabemos interpretar porque nunca hemos confiado demasiado en el papel que nos tocaba, nos está incapacitando para avanzar, nos está impidiendo librarnos de un lastre que nos está ahogando: nuestro sistema económico.
Creemos que salvando la deuda, salvando la especulación de la inversión sobre los tesoros -¡qué medieval suena eso de tesoros!- públicos, salvaremos el sistema, salvaremos la moneda. Lo pondremos todo a salvo.
Y, de repente, la Vieja Europa, inmersa como está en esto de sobrevivir en un sistema económico que no asegura la supervivencia a casi nadie, se gira buscando a un Estados Unidos que está casi en las mismas, casi tan al borde del desastre que el fanatismo político les empieza a parecer una opción aceptable.
Se gira hacia él y no le encuentra. No sólo no aparece un nuevo Plan Marshall, como la mítica solución cincuentona para Europa que idearon los estadounidenses tras la Segunda Guerra Mundial, sino que de repente percibe entre la bruma de la política yankie cómo la Falla de San Andrés se va abriendo para convertir la economía estadounidense en otro abismo insondable en el que ya se percibe como una solución reconfortante en el desastre la dolorosa paz de chocar contra el fondo.
Y entonces, cuando nos debatimos en el vicio infinito de morir nuestra muerte por no saber cambiar de vida, en el horizonte aparecen cuatro sombras, cuatro siluetas imprecisas que vienen a ayudarnos, que acuden desde el limbo en el que las teníamos olvidadas a permitirnos seguir jugando a ser lo que somos sin pararnos a pensar que lo que somos es lo que nos ha conducido hasta donde estamos.
Como los ex amantes que nos calientan la cama ocasionalmente para permitirnos eludir la reflexión un verdadero fracaso amoroso, como los denostados hermanos mayores que acuden a nuestro rescate cuando nuestra irresponsabilidad o nuestra mala suerte se ceba con nosotros, como las antiguas compañías y amistades que recuperamos en las redes sociales para volver a intentar experimentar la juventud que no ansiaríamos si hubiéramos aprendido a vivir en la madurez, cuatro siluetas que abarcan el mundo acuden al rescate de Europa, esa vieja Europa que ya no sabe lo que será porque se niega a dejar de ser lo que está siendo.
Y los nombres de los fantasmas, las banderas que lucen en su pecho, nos hacen preguntarnos qué ha pasado, cómo es posible, cuando empezó a ocurrir lo que ahora estamos descubriendo que ya ha ocurrido.
Rusia, Brasil, China e India acuden al rescate y nosotros, en un escaso momento de lucidez, nos preguntamos si son los cuatro ángeles de los vientos o los cuatro jinetes del Apocalipsis.
No nos damos cuenta de que esos cuatro países -sin contar los habitantes de toda la esfera de influencia rusa- suman la mitad de la población de La Tierra, no sabemos percibir la lógica aplastante que supone que no podamos seguir adelante sin contar con ellos.
Durante tanto tiempo lo hemos hecho, durante tantos siglos hemos creído que el mundo eramos nosotros, que el futuro era solamente nuestro y que la Civilización Occidental Atlántica podía sobrevivir sin nadie más que ella, que ahora, cuando la mano tendida de aquellos que siempre debieron contar y que nosotros no quisimos que lo hicieran nos recuerda que somos apenas un veinte por ciento de los habitantes del mundo, nos sorprende, nos choca, nos deja en un perpetuo fuera de juego anonado e incrédulo.
Nos preguntamos cómo pueden apoyarnos países en los que la miseria está tan a la orden del día que hay ONGs que trabajan día y noche sólo para enterrar a los muertos de las calles; como pueden ayudarnos aquellos que tienen focos de pobreza y marginalidad institucionalizados en sus capitales hasta el punto de que tienen gobiernos propios; como pueden salvarnos estados en los que los negocios mafiosos ponen y quitan lo que les viene en gana solamente controlados por la mano dura de antiguos espías y torturadores que son sistemáticamente apoyados por sus poblaciones; cómo pueden apuntalar las ruinas aquellos que no toleran la disidencia, manejan a la población como fichas de dominó y son incapaces de asegurar la alimentación básica a su siempre creciente demografía.
Y la respuesta, que debería atronarnos los oídos hasta enloquecernos y ensordecernos, se queda en un susurro que escuchan solamente unos pocos, que interpretan menos y que no quiere creer nadie.
Los cuatro alados jinetes emergentes del Nuevo Orden Mundial pueden hacer lo que hacen porque han aprendido a jugar a nuestro juego mucho mejor de lo que nosotros hemos llegado a jugar nunca.
Porque han aprendido que, en las fronteras de la Civilización Occidental Atlántica, lo único que cuenta para propios y extraños, para ciudadanos y gobiernos, para personas y sociedades, es el dinero. Y ellos lo tienen en cantidades ingentes. No lo reparten bien, no lo gestionan adecuadamente. Pero lo tienen.
Hemos esquilmado sus recursos a cambio de dinero, hemos consentido sus excesos a cambio de dinero, hemos cerrado los ojos y abiertos las manos -sobre todo a Rusia y a China- a cambio de dinero. Dinero y mercados, que viene a ser lo mismo. Ellos nos han mirado, nos han escrutado, nos han estudiado y han aprendido.
Ahora nos dan lecciones.
Comprarán nuestra deuda y frenarán la especulación privada con las deudas públicas que nos está llevando al agujero. Nos darán la estabilidad que necesitamos, la tranquilidad que precisamos, se convertirán en esos amantes ocasionales que nos ocultan que no tenemos verdadero amor en nuestra vida, en esos sacrificados hermanos que, sonrientes, nos hacen olvidar que carecemos de responsabilidad en nuestros actos, en esos olvidados amigos de la infancia que nos permiten pasar por alto el hecho de que no hemos puesto un sólo gramo de madurez en nuestras existencias.
Europa -y Estados Unidos en la escasa parte que le toca- ha olvidado que somos la cuna de muchas cosas, que teníamos y tenemos la responsabilidad histórica de cuidarlas y mantenerlas, de traspasárselas, mejoradas y aumentadas, a las siguientes generaciones. Ahora solamente somos librecambistas y a eso puede jugar cualquiera. Incluso mucho mejor que nosotros.
Todavía los hay que se quejan y dicen que China, que Rusia, que India -y supongo que incluso Brasil- no pueden entrar en el juego, no tienen derecho a salvarnos de nosotros mismos y de nuestro sistema económico. Así de soberbios somos.
Lo dicen porque, según ellos no son economías de mercado completas. ¡Claro que no, por eso funcionan, por eso pueden acudir al rescate!
Ninguno de los sistemas de esos países se parece a nuestro pulcro catafalco de la economía de mercado y el liberalismo puro y duro neocon que estamos intentando salvar de una muerte tan anunciada como inevitable.
Ni China, ni Rusia, ni Brasil, ni, desde luego, La India, tienen nada que ver con nuestros mantras económicos irrenunciables del déficit cero y los beneficios intocables, de la flexibilización laboral y la inversión financiera incontralada, del reino del caos de los mercados puros ni de las privatizaciones y desrregulaciones.
No solamente no siguen esos mandamientos irrenunciables para nosotros sino que además no creen y nunca han creído en ellos.
Pero todo eso es lo sencillo, lo que podemos escuchar y saber con solamente ver aparecer en lontananza las siluetas de los cuatro ángeles de los vientos que acuden al rescate de Europa. El susurro que nadie oye o nadie quiere atender no tiene que ver -como siempre-con el cómo sino con el porqué.
El porqué que explica los motivos que llevan a los nuevos pilares del Orden Mundial -junto con el quinto pilar del que hablaré en breve (lo siento, por vosotros)- a ayudarnos a seguir siendo nosotros mismos. Las motivaciones que convierten a nuestros salvadores en nuestros sepultureros.
Y es que no solamente han aprendido el juego del dinero.
Después de experimentarlo en carne propia durante generaciones, de sufrirlo en su sangre y en su historia durante siglos, en su pasado y en su futuro durante la mayor parte de sus existencias como pueblos y como naciones, han aprendido otro juego de esos a los que creíamos que sólo sabíamos jugar nosotros.
Después de los 55 días de Pekín, de los Boxers -no los calzoncillos, claro-, de la Enciclopedia de Yongle, de la revolución de Octubre, de los Boyardos, de las joyas de la zarina, de la muerte de los Romanov, de los marajás, de la resistencia pasiva, de la Compañía Británica de Las Indias Orientales, del Raj, del Amanecer Zulú, de la Guerra de los Boers, de La Araucana y del Ave María Guaraní; después de Su Graciosa Majestad, del Imperio español del continuo sol, de Rasputín, de Gandhi, de Bolivar, de Porfirio Lobo, han aprendido a jugar al colonialismo. Y lo están haciendo de lujo.
Lo hacen porque su ayuda nos convertirá en los jefes de la tribu africana que comercian con esclavos para mantener la ficción de que son los más grandes señores guerreros del mundo; en los marajas que permiten a los británicos campar a sus anchas a cambio de vivir la ilusión de que siguen siendo los más ricos y poderosos del territorio; en el pequeño emperador que no mira más allá de los muros de La Ciudad Prohibida con tal de seguir experimentando la sensación de que es el elegido de los dioses para gobernar el mundo.
Los jinetes emergentes salen de la bruma para permitirnos seguir siendo nosotros mismos porque han descubierto que así no molestaremos, que de esa manera no sentiremos la espada de Damocles del cambio sobre nuestros occidentales cuellos. Que así seguiremos muertos, que es lo mejor que ha hecho la Civilización Occidental Atlántica con respecto al mundo desde La Segunda Guerra Mundial.
Una vez más, la forma de actuar de aquellos que, en nuestra ceguera y soberbia, seguimos llamando economías emergentes, nos demuestra que todo ha cambiado. Que el centro del mundo ya no estará nunca más en París, Madrid, Londres, Washington o Bruselas.
El centro del mundo está en Riberao Preto. Ya sólo falta El Hegemón. Y quien no sepa de lo que hablo que lea a Scott Card.
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