Desde que la solución tradicional del democratismo español a las crisis, o sea, votar a los otros, la colocara al frente de un gobierno autonómico, María Dolores de Cospedal se ha convertido en un ejemplo.
Todo el mundo la usa como paradigma de esto, la interpreta como definición arquetípica de aquello otro o la presenta como modelo ejemplarizante de lo de más allá.
El Partido Popular se mira en sus formas aparentemente firmes para mostrar lo que será su política económica de recortes, tijeratazos y ahorro a ultranza, a costa de lo que sea y de quien sea. Nos la pone como paradigma de la actitud de inflexible firmeza y de transparencia cristalina que van a poner en marcha cuando el trámite electoral les catapulte al gobierno que ya creen tener en sus manos por derecho propio -El PP todo lo tiene y obtiene por derecho propio, no lo olvidemos-.
El Partido socialista nos la vende como botón de muestra de que lo que nos espera, de lo que hemos de aguardar en excusas malintencionadas, en políticas neocon de rango salvaje, en pérdida del Estado de Bienestar, en desestructuracion social y en supresión de servicios públicos, en aras de cuadrar un déficit que, curiosamente, no han originado los servicios públicos sino los fiascos financieros privados.
Y la realidad, la denostada realidad que nadie mira y que todo el mundo pretende interpretar, nos la coloca en el epicentro regular de un ejemplo coral mucho más doloroso, mucho más perceptible, mucho más reiterado. Mucho más nuestro.
La virgen de los dolores castellano manchega se ha convertido en el remedo, en la sustituta 2.0, de la ínclita presidenta de la comunidad madrileña.
No porque sea el nuevo azote neocon de los servicios públicos, no porque sea la última en sumarse al carro de la criminalización funcionarial, sino porque Nuestra Señora de Cospedal y su déficit son verdaderamente lo que quiso ser la presidenta madrileña:
Espejo de lo que somos.
Maria Dolores de Cospedal es el ejemplo perfecto de la política que nos ha muerto y matado desde Jovellanos y el Marqués de La Ensenada, desde Canovas y Sagasta, Desde Indalecio Prieto y Calvo Sotelo, desde Fraga y González.
Una política que nos hace perdernos en diatribas, en luchas de cifras, en intentos baladís de quedar por encima, de demostrar nuestra veracidad, de ganar a cualquier precio aunque eso nos haga perder fuerzas, hacer el ridículo, demorar los esfuerzos y poner en tela de juicio cualquier cosa, cualquier elemento, cualquier institución, con tal de demostrarle al mundo y sobre todo al rival que nosotros y solamente nosotros tenemos razón.
El déficit castellano manchego ha variado sus cifras más que el Ibex 35 -aunque no siempre a la baja como la bolsa española- y la toledana virgen de los dolores siempre ha estado en medio.
El quijote -o Sancho, que no lo tengo muy claro- Barreda también, pero ella ha sido la que ha capitalizado esa polémica, la que ha demostrado ser como cualquiera de nosotros seríamos. La que se ha enredado, la que se ha enganchado. La que se ha perdido.
Porque ella es la que ahora ejerce el gobierno, es la que ahora tiene la responsabilidad. Ya no es más la vecina molesta que protesta por todo, ya no es más la oposición intransigente que no se aviene a nada, ya no es más el PP. Ahora es Castilla La Mancha.
Y eso debería importarle mucho más que tener la razón.
Pero ella no ha podido hacerlo, el tiempo que le sobra entre sus misas no ha sido suficiente para que se de cuenta de ello.
Y como no tiene experiencia, como no sabe y ni siquiera presume lo que es el gobierno, ha tirado de lo que es. Ha tirado de lo que somos. Ha convertido el déficit castellano manchego en un clásico Madrid - Barça de futbol a doble partido.
Pero en uno de los de Mourinho.
Ha empezado por exagerar, por buscar excusas para perder antes de haber perdido, por elevar un día antes del partido -el 30 de junio- a 7.700 millones de euros un déficit que luego se ha comprobado que, como mucho, era la mitad.
Porque nosotros, los españoles, hacemos política así, hablamos de política así, decidimos sobre política así. Nosotros no votamos, vamos a las urnas a ver ganar a nuestro equipo.
Somos capaces de discutir por unas facturas sin pagar hasta la extenuación como si se tratara de una entrada fingida de Pepe en medio campo, como si se tratara de un codazo intuído de Busquets en el círculo central, como si fuera una zancadilla o un pisotón en la frontal del area.
Lo vemos, lo miramos con lupa, lo ampliamos a cámara lenta de slow motion y alta definición, pero no caemos en la cuenta de que no podemos cambiarlo, de que, por más que justifiquemos una derrota o una victoria con ese hecho, la victoria o la derrota ya se habrán producido y serán imposibles de cambiar.
Y Nuestra Ajustada Señora del Chanel de Cospedal ha hecho eso.
Y los otros, los sanchos que deberían obviar las quejas de capilla de su interlocutora, que deberían tirar del espíritu de traje con arrugas y rapado semiperfecto de Pep, se difrazan de Joan Gaspar, de Josep Lluis Nuñez y se quejan amargamente y entran en el juego y reclaman una tarjeta amarilla inexistente, un penalty que se fue al limbo...
Intentan justificar por qué Busquets soltó el codo, por qué Messí se tiro, por qué Victor Valdés se metió en una trifulca con el segundo entrenador del Madrid en la banda cuando ni siquiera debería haberse acercado a la banda.
Las cifras bailan en un baile de perros en el que, como diría el poeta urbano, los gatos no saben bailar porque no les importa nada salvo su verdad, salvo su necesidad.
A una, la santa dolores de Cospedal, su necesidad de justificar una política de recortes en la que cree pero en la que no tiene los reaños suficientes como para confiar como elemento electoral para dentro de cuatro años.
A los otros, los sanchopanzas de la élite guerrera de Barreda y su quijotesca defensora Cristina Garmendia, su necesidad de demostrar que no han generado déficit para justificar una política de servicio social en la que no creen verdaderamente porque saben que no todo el dinero se ha ido en servicios y no todos los servicios eran del todo necesarios.
Así que, esa incapacidad de defender en lo que se cree, esa imposibilidad tan nuestra de apechugar con lo que nos encontramos y no buscar excusas en los demás a nuestros actos, hace que haya un baile de cifras mareante, hace que el ciudadano sea incapaz de saber la cantidad exacta del dinero que se debe y en qué se debe.
Y encima la Sindicatura de Cuentas de Castilla La Mancha -¡si Felipe II levantara la cabeza y se enterara de lo que han hecho con su Sindicatura de cuentas!- se suma al clásico futbolístico y se disfraza de árbitro indolente y cobarde que no quiere amonestar ni a unos ni a otros, que no saca la tarjetas que debe, que no expulsa al agresor y que saca las faltas fuera del área para no verse obligado a pitar una pena máxima.
Así que parece que hay tres -o incluso cuatro- déficit castellano manchegos. Pero en realidad solamente hay uno. El problema es que nosotros no sabemos no tener razón.
En cualquier país civilizado -incluso en los occidentales atlánticos- una institución, una entidad, una autoridad da una cifra de deficit y todo el mundo trabaja con ella. Se acabó.
No se cuestiona, no se interpreta. No se engorda para ponerla como excusa ni se rebaja para utilizarla como mérito propio y demérito del sustituto.
Puede parecer autoritario, antidemocratico y oscuro y puede que lo sea. Pero es tan antiguo como los tirbunales de cuentas, tan antiguo como los quaestores romanos. Tan antiguo como las matemáticas.
Pero, como a Nuestra Señora de Cospedal no le gusta eso, lo más probable es que tire de la otra solución que Mou utiliza en los clásicos.
Dejar en el banquillo a todos aquellos que no siguen su política; privar del juego a los que saben jugar mucho mejor que ella pero nunca han jugado para ella.
A todos aquellos que llevan veinte años en el Real Madrid pero piensan que la gestión pública es algo más que el camino hacia la reelección y que las elecciones o las crisis no pueden impedirte hacer un correcto y ajustado servicio público.
Condenar a los entrenamientos en solitario fuera de la lista de convocados a todos aquellos que saben mover el balón y no quieren echarlo fuera, a todos aquellos que saben desmarcarse pero reconocen un fuera de juego para no poner en entredicho al árbitro. A todos aquellos que salen a un campo a jugar al fútbol porque no les importa quien gane mientras lo haga quien tiene que hacerlo.
A todos aquellos que sin ser de nadie no son de los suyos.
De hecho, creo que ya lo está haciendo.
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