sábado, septiembre 10, 2011

Cuando a Netanyahu le crecen los zelotes

Mucho hemos hablado y escrito de los cambios que han sacudido este mundo desde los países árabes y magrebíes. Y mucho nos queda por escribir.
Pero entre tanto cambio, tanta revolución, tanta sacudida, no nos ha dado tiempo para poner nuestros ojos sobre aquello que ni muta, ni está preparado por dentro ni por fuera para cambiar.
Hoy un par de miles de egipcios nos han obligado a posar nuestras ateridas miradas sobre el elemento inmutable del mundo árabe. Hoy se ha producido el primer producto del cambio que se han fabricado los egipcios para si mismos.
Mientras Mubarak, el que fuera intocable, el que estuviera en las fotos y en las mentes de nuestro occidente como imagen de Egipto, es juzgado en un juicio falso y manipulado contra el que no podemos decir nada porque nosotros hicimos lo mismo para poder colgar a Sadam Huseín y seguir durmiendo la siesta sin remordimientos, unos cuantos miles de egipcios se han encargado de demoler la primera linea de defensa de aquello que no cambia nunca en ese espacio del mundo llamado por nosotros Oriente Próximo.
El ataque a la embajada de Israel escenifica el verdadero cambio temido y no deseado por occidente, escenifica el verdadero motivo por el que Egipto y su gente quiere juzgar y condenar al que fuera su máximo mandatario y uno de los brazos armados de la política occidental en la zona.
Y no hay más que un motivo: Israel o, para ser más exactos, la estúpida locura inmovilista de los halcones sionistas de Israel.
Pese a todas las fotografías, las entrevistas y los apretones de manos, Egipto nunca fue amiga de Israel. No lo fue porque su presidente solamente pretendía serlo para mantenerse en el poder con la ayuda de un Occidente que precisaba -nadie sabe muy bien por qué- que Israel tuviera amigos en la zona. Aunque ella se empeñara en no saber hacerlos, mantenerlos ni cuidarlos.
El asalto a la legación diplomática  de Israel -si es que el gobierno israelí sabe hacer diplomacia- saca a relucir la soledad a la que están condenados aquellos que hacen de la historia una excusa y de las armas su único elemento de defensa.
Egipto ya no finge ser amigo de Israel o al menos tolerarla; ya no se conforma con abrir y cerrar los túneles secretos que llegan a Palestina, ya no mira a otro lado cuando un misil perdido mata a alguno de sus soldados o cuando los aviones israelíes violan sistemáticamente su espacio aéreo para poder tener más ángulo para sus bombardeos nada selectivos de la tierra Palestina.
El cambio en Egipto no ha sido un cambio hacia la democracia, ha sido un cambio hacia la libertad, hacia la elección. Y la primera elección de los egipcios ha sido retirarle la paz a aquellos que no han hecho absolutamente nada por mantenerla. A aquellos que solamente saben pensar en la victoria.
Por ese cambio -el único cambio que se sabía que llegaría tarde o temprano- es por lo que Europa y Estados Unidos temen el otro cambio: el de Siria.
Por eso se mantienen tibios con El Asad, por eso parecen ni sentir ni padecer lo que ocurre en Damasco, en Homs o cualquier otra ciudad del antiguo califato.
Más allá de las disensiones internas y de las luchas intestinas que demoran y alargan el conflicto civil preparando el escenario que surgirá tras la caída -ya sentenciada e inevitable a todos los efectos- de El Asad, la demora en la solución de la revolución califal se debe a que Occidente, nuestro occidente atlántico, teme y sabe que, con la caída del cacique damasceno, Israel se quedará definitivamente abocada a la soledad.
Porque, si ya ha perdido la falsa alianza de Egipto y el incomprensible apoyo de Turquía en su obsesión por caerle bien a Europa, ahora perderá la tibieza de Siria en su eterna guerra congelada contra el Estado Hebreo.
Y así, la tierra que los halcones sionistas están llevando al desastre se verá obligada a llorar y recitar,cómo diría el Cyrano de Roostand,"Eramos asediantes y somos asediados".
Entre tanto cambio que nos hace perder y temer perder el control de aquello que nunca controlamos llamado Oriente Próximo -Medio para los estadounidenses, que están algo más lejos-, no nos hemos dado cuenta de que algo que no cambia, que no quiere cambiar, que no sabe como hacerlo.
Israel no cambia o, de nuevo para ser más exactos, el gobierno israelí no la deja cambiar.
Netanyahu, quizás por su incompetencia, quizás por sus vagamente contenidos delirios de grandeza, ve que el cambio se precipita en Siria y sigue enrocado en su postura de mantener su ejército alineado en orden de batalla a lo largo de la línea del río Jordán; ve que la mutación cobra cuerpo en Egipto y sigue empeñado en no retrotraerse a las fronteras de 1967, que ya son de por sí mucho más de lo que en realidad era el único Estado de Israel aprobado por las Naciones Unidas.
Ni la voz de Obama, ni la desidia de una Europa acuciada por otros asuntos, ni la sacudida dolorosa de sus embajadas en El Cairo, ni nada, hace que se baje de los inescrutables mandamientos bíblicos del sionismo político del tanque y la invasión territorial, del progomo y el expansionismo. De la guerra y la victoria.
Quizás sea por su tendencia teocrática de gobierno o quizás por el hecho de que siente la necesidad de llevar a su pueblo a sufrir y vencer en nombre de Adonaí pero, de repente, se convierte en el evangélico Caifás. En el sumo sacerdote que no escucha a nadie salvo a sus adlateres y que se ve acuciado por Zelotes y gentiles.
Porque, para colmo de los males de esa doctrina políticamente aciaga, marchita e impermeable a la evolución que es el sionismo, a Netanyahu le crecen los Zelotes.
Los israelíes por fin parecen haberse dado cuenta de que son un pueblo, no una diócesis, de que son una nación, no un rebaño religioso, de que necesitan un gobierno, no un mesías.
Los israelíes -ya no israelitas, ya no judíos, solamente israelíes- por fin parecen haberse dado cuenta de que la guerra les está matando y necesitan la paz. No una victoria.
Y de pronto, como los míticos zelotes de los malhadados Simón y Barrabás se lanzan a la calle a pedir gobierno, a pedir trabajo, a pedir cordura.
Un millón de ellos -el equivalente proporcional a que 12 millones de españoles se manifestaran por las ciudades- salen a la calle para exigir que su gobierno deje de hacer el trabajo de Sión, deje de ejecutar medidas mesiánicas y haga lo que tiene que hacer, lo que le pagan por hacer: que gobierne.
Se manifiestan hartos de que los presupuestos de Israel se desangren en dar cobertura a un puñado de colonos que solamente aportan fanatismo y problemas a una sociedad, mientras miles de ciudadanos normales pierden sus puestos de trabajo, caen en la miseria y no se hace nada.
Se manifiestan cansados de servir de carne de cañón en un estado militarizado por la soberbia, la arrogancia y la incapacidad diplomática de los sucesivos halcones que han hecho del sionismo un acto de fe.
Los zelotes - ellos zelotes y nosotros indignados. Lo bien que suena la tradición bíblica- de Netanyahu no le dejan opción a permanecer estático, a no cambiar. Sabe que los necesita en un estado que se va a ver arrojado a la soledad en breve. Precisa de ellos en un estado de apenas seis millones de personas cansadas de una guerra interminable, que solamente pretende mantener unos territorios que todos saben que, no solamente nunca fueron suyos, sino que además no les sirven para nada, salvo para alimentar su soberbia bíblica de pueblo elegido.
Así que todo cambia alrededor del Caifás del Likud. Los gentiles que le apoyaban, ahora prácticamente le exigen que entre en razón; los gentiles que fingían tolerarle ahora ponen de manifiesto públicamente su aversión hacia él y su concepto político; los gentiles que se enfrentaban a él "limpia y ordenadamente" están a punto de dar un giro radical en su concepto de enfrentamiento. Y encima los zelotes internos dejan de pensar en el mandato divino y empiezan a pensar en el pan que les falta y el futuro que se les cierra.
Netanyahu y todo lo que él representa saben que todo eso solamente les deja una salida: la evolución.
Pero, lamentablemente para ellos, el sionismo teocrático no está preparado para la evolución. Tendría que aprender a hacer algo que no ha hecho desde mucho antes de Caifás, desde mucho antes de David, desde mucho antes de Adán.
Tendría que aprender a hacer amigos.
En 1959 podrían haber entrado en la tierra ancestral que les otorgaron las Naciones Unidas repartiendo parabienes, pero lo hicieron enviando comandos de limpieza étnica por delante de ellos para limpiar las aldeas y los campos de palestinos; podrían haber colaborado con las ciudades asignadas a los árabes, pero las invadieron y arrojaron a sus niños por las murallas; podían haber convertido Jerusalén, por primera vez desde Saladino, en una ciudad abierta, pero la cerraron a piedra lodo e intentaron purgarla de musulmanes y gentiles.
Pese a todo ello podrían haber llegado a hacer amigos si hubieran evitado su primera guerra de invasión, si hubieran tratado el terrorismo palestino desde un enfoque policial, si hubieran dejado en paz Líbano, si hubieran colaborado con los gobiernos de su alrededor pese a que no fueran de los suyos. Pero optaron por la invasión, por la retención de territorios que no les pertenecían, por enfrentarse al terrorismo con misiles contra civiles, con progromos y con milicias genocidas, por invadir Líbano, por los asentamientos palestinos, por la militarización de los Altos del Golán, por mantener una situación de guerra permanente sin posibilidad de paz.
El sionismo -no dijo Israel, no digo los judíos- no sabe hacer amigos. Por eso no los tiene. Tiene aliados, enemigos, socios y compañeros de viaje. Pero no tiene amigos.
El sionismo tira de deuda histórica para justificarse, pero ya nadie le cree, habla de antisemitismo pero ya nadie le escucha -sería más que raro que un árabe, que es semita, fuera antisemita-.
Y esa incapacidad para las relaciones sociales afectivas de Netanyahu y de todos los que le precedieron en la galería de la fama del sionismo político está a punto de condenar a Israel a una nueva diáspora sangrienta cuando, dentro de unos pocos días -en tiempo histórico, se entiende-, alce la cabeza y se encuentre definitivamente sola, rodeada de gentiles que le dieron múltiples oportunidades para sellar la paz y de zelotes que le asistieron en la guerra y que están ahora tan cansados como ella del enfrentamiento. De eso y de la constante derrota de no lograr la paz.
Quiera el dios de la zarza en el que creen que esta vez los zelotes si sean capaces de lograr que el auto proclamado mesías de turno se ocupe de los asuntos mundanos y no solamente de los falsos mandatos divinos de gloria y victoria.
Quiera quien sea que el Caífás de hoy escuche la voz del zelote agotado y no la del glorioso Adonaí de la victoria. Quiera el destino que se avenga a cambiar.

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