Hay principios y elementos que se antojan sacrosantos, incuestionables, como lo era, antes de Lutero, la virginidad de María; como lo fue, después de Einstein, la linealidad del tiempo. Una de esas máximas imposibles de contradecir en el mundo de los medios de información -que de comunicación nunca fueron- es la protección de las fuentes.
Pero ahora, de repente, ese axioma de existencia inegociable se nos vuelve custionable, se nos pone en entredicho. Como el desliz evángelico de Juan hiciera con la honrra de la madre nazarena, como la persistente investigación de Plank hiciera con la recta del tiempo.
Y lo hacen aquellos que hace unos meses eran el paradigma periodístico, los defensores de la verdad, los que eran defendidos y defendibles como los paladines de la claridad y la transparencia.
Lo hace Asange, el creador de Wikileaks que cometió el pecado nórdico de fornicar sin preservativo.
De repente dice que va a publicar los cables, los famosos cables filtrados de la diplomacia estadounidense, de forma integra y sin proteger a las fuentes.
Y los medios escritos y virtuales -que también son escritos, no lo olvidemos- lo lamentan, lloran, patalean, se indignan.
Los mismos que multiplicaron por diez sus entradas gracias a espacios especiales en sus webs con enlaces a Wikileaks, los mismos que vertieron ríos de tinta cuando los gobiernos lo querían cerrar, los mismos que aprovecharon el filón para dar material a sus columnistas y a sus foros de debate, ahora les vuelven la espalda, publican reportajes misteriosos sobre la mutación que Wikileaks ha experimentado, que casi la ha transformado en una secta. Cargan a sable y alabarda, escudados en misterio incuestionable de las fuentes, contra Asange y los suyos.
No voy a decir que no tengan razón, no voy a defender a Asange, no voy a especular sobre si ese vicio estadounidense de sectarizar las organizaciones ha contagiado o no a los chicos de los cables secretos. Pero mi vicio de la pregunta y la respuesta me lleva al daño colateral, a preguntarme sobre el mandamiento divino de la protección de las fuentes.
Se da por sentado que la protección de las fuentes beneficia a las fuentes. Y parece una perogrullada que no merece explicación.
Impide que las presionen, dificulta que las amenacen, pone serias trabas a aquellos que quieran recurrir al repetido y recurrente modus operandi de lograr el silencio cerrando la boca del que habla. Cerrándola para siempre, claro está.
Pero, en realidad, a los medios de información eso no les importa lo más mínimo. Nunca les ha importado.
Eso les importa a los fiscales, a los enjuciadores, a los policías que investigan, a las comisiones gubernamentales y a todos aquellos que buscan el castigo a los culpables de los delitos o faltas que denuncian las fuentes ocultas, los informadores anónimos o los testigos protegidos.
Si los medios se preocuparan altruistamente por la vida de aquellos que denuncian falsedades, delitos o faltas, si estuvieran realmente pendientes de su seguridad, no publicarían los nombres y apellidos de miles de activistas que no se ocultan en países donde no ocultarse es una temeridad.
Esconderían, aunque no se lo pidieran, las identidades de personas que dan la cara con nombres y apellidos en rincones del mundo donde es un riesgo dar la cara.
Los medios de información defienden la protección de las fuentes, su secreto, sus listas secretas de informadores para protegerse a sí mismos, para proteger su actividad, para reservar su derecho inviolable a no tener fuentes.
Porque un sistema de fuentes abiertas e identificadas -no digo de fuentes publicadas- hubiera hecho imposible el fiasco de News of the World, hubiera hecho imposible el escándalo de pagos, sobornos y escuchas con tal de lograr información.
Porque el soborno ha de ser secreto, porque el pesebre ha de estar oculto. Porque la protección de las fuentes es la única manera de obtener información de forma ilícita.
Y realmente eso es lo que les preocupa.
Porque un sistema de fuentes identificadas destruiría el emporio mediático actual desde el periódico más serio al programa vespertino de víscera y cotilleo más cochambroso. Porque aquellos que se formaron y forjaron para la información pública han basado los pilares de su existencia en una sola cosa: el secreto.
Identificar a las fuentes supone que las audiencias y los lectores tienen argumentos para pensar. No tienen la obligación de creer a pies juntillas los evangelios infromativos que los medios les presentan.
Porque los consumidores de excrecencias televisivas podrían darse cuanta de que un matón de discoteca no tiene modo de saber quién se acuesta con quién, de que un portero de urbanización no es fiable a la hora de afirmar que no sé quien pega a no sé quien otra u otro, de que las afirmaciones categoricas provienen de fuentes que sólo recogen los rumores escuchados en conversaciones de borrachos, en intercambios de libaciones nasales en el baño o en apariciones furtivas en reservados de sexo y coca.
Porque dejaría a las claras que nadie sabe en realidad de lo que está hablado y habla por hablar en la esperanza de que nadie le pregunte cómo lo sabe y en la certeza de que, si alguien lo hace, siempre podrá recurrir al inexcusable mandamiento de las protección de las fuentes.
Y eso sólo con respecto a ese subproducto periodístico llamado prensa del corazón que no es otra cosa que el resultado ineludible que del otro subproducto que nadie quiere reconocer que se ha dado en llamar Civilización Occidental Atlántica.
Pero para los medios que se consideran y son considerados serios -¡que quién sabe si lo son en realidad!- el problema es mucho mayor. Es irresoluble. Es infinito. Tan infinito como nuestra indolencia. Tan irresoluble como nuestro miedo.
Porque en ese caso, en la hipótesis aciaga de que el secreto de las fuentes no sea incuestionable, los medios y sus sociedades se verían obligados a hacer dos cosas que ya no saben hacer; a recuperar dos instintos humanos que se han anquilosado en el occidente atlántico a fuerza de no usarlos, de eludirlos, de cercenarlos, de esconderlos, de evitarlos.
Si las fuentes no están protegidas tenemos que currar y tenemos que pensar. Y eso no mola.
Porque se acabaron las miriadas de documentos sobre casos de corrupción, sobre escándalos financieros, sobre tramas políticas, recibidas por correo electrónico sin necesidad de buscarlas, explicadas por terceros y seleccionadas por nuestras fuentes.
Porque se terminaron los sumarios judiciales recibidos bajo cuerda, las sentencias adelantadas, las confesiones filtradas, los interrogatorios cargados en pen drives y sacados del juzgado..
Porque se acabaron las filtraciones de gente que ya no está protegida, de la que se va a conocer su nombre.
Nos podrán poner en la pista, nos podrán dar la llave de la caja de los truenos. Pero nosotros, los que decimos que informamos, tendremos que ir a los registros mercantiles, a los archivos municipales, a las secretarías judiciales a buscar los documentos que sean la prueba de lo que decimos. Tendremos que levantar el culo de nuestras sillas ergonómicas y patear las calles, las empresas.
Tendremos que hacer el esfuerzo de probar lo que otros, nuestras fuentes, nuestros confidentes, nos dicen. Y demás tendremos que saber interpretar los datos que descubramos.
Porque será la única manera de no tener que recurrir a su nombre para hacer pública la información y poder seguir manteniéndoles en nuestra nómina de informantes.
Así que el periodista, el medio de información, tendrá que hacer algo que ha olvidado hacer, algo que no se hace desde los albores del periodismo de investigación, desde el Watergate, desde el principio de los tiempos periodísticamente hablando: dedicarnos a contar lo que sabemos que es verdad, no a contar lo que alguien nos ha dicho que es verdad.
Y los demás, el resto de la sociedad, lo va a pasar mucho peor.
Si los periodistas tendremos que superar la indolencia, algo que se ha vuelto irrenunciable para muchos, los demás tendrán que superar una barrera que nuestro egoísmo y nuestra soberbia nos hace imposible atravesar: el miedo.
Porque, desde ese momento, para sentirse a gusto consigo mismo, para conseguir que triunfe nuestra verdad, nuestra justicia, tendremos, con nuestra actitud, que demostrar que es la verdad. Tendremos que dar la cara.
Tendremos que arriesgarnos públicamente por aquello en lo que creemos, por aquello que consideramos que es necesario, por lo que considamos justo. Ya no podremos refugiarnos en las profundas sombras del secreto de las fuentes para no poner en riesgo nuestro puesto, nuestro futuro o incluso nuestra vida.
Ya no podremos jugar la juego que se inventó la sociedad occidental atlántica de ganar sin riesgo, de denunciar sin publicidad, de conseguir un fin -por muy justo y necesario que sea- sin arriesgarnos, sin asumir las consecuencias de nuestros actos y decisiones. Sin crecer como individuos y como sociedad.
Ya no podremos vindicarnos y revindicarnos interiormente sin arriesgarnos exteriormente; ya no podremos lavar nuestra conciencia sin exponer nuestra imagen, nuestro futuro e incluso nuestra vida. Ya no podremos ser inocentes sin haber reconocido que forrábamos parte de los culpables.
Y eso nada tiene que ver con Asange, Wikileaks, los cables diplomáticos, los medios de información, el periodismo o la protección de fuentes.
Eso solamente tiene que ver con la indolencia que nos está imposibilitando sobrevivir como sociedad y con el miedo que nos impide progresar como individuos. Sólo tiene que ver con nosotros mismos.
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