Nobleza obliga. No "nobleza escapa"; no "nobleza exime"; no "nobleza excusa". Ni siquiera "nobleza salva de todo". Estoy casi seguro que era algo así como nobleza obliga.
Como estoy seguro de haber leído en algún sitio, en el corpus legal, alguna legislación, alguna norma, decreto, reglamento o conjunto de órdenes que "la ignorancia no exime de culpa".
Así que, aunque hayamos superado tiempo ha los momentos épicos de Azincourt o las Thermopilas en los que la nobleza acudía al auxilio de sus tierras y sus gentes aunque supiera que iban a perder la batalla, nobleza obliga, Infanta de España, nobleza obliga.
Si su esposo, alto guapo, medallista olímpico, brazo de oro del balonmano español, se ha enriquecido gracias a su nombre y apellido, nobleza obliga; si su marido, que paso de lateral zurdo a duque y grande de España, ha utilizado su título, su blasón, su coronada imagen y su tálamo conjunto para amasar fortunas fraudulentas, nobleza obliga; si su consorte le ha pagado alquileres, clases de baile, viajes, expediciones de compras y pisos en París o Nueva York con dinero robado a los demás españoles, defraudando impuestos y utilizando, como antaño, el sello y el lacre real para pactar negocios secretos y comisiones privadas, nobleza obliga, infanta de España, nobleza obliga.
Y ampararse en la ignorancia de la ley, en el desconocimiento de la norma, en la incapacidad manifiesta que ha demostrado prácticamente cualquier Borbón a lo largo de la historia -salvo quizás Felipe V y tal vez Carlos III- de entender el sometimiento del monarca y su familia a la ley no es otra cosa que la más rastrera, mezquina y canallesca -canalla, que palabra tan grande que explica tan poco, por cierto- de las villanías, como se diría en ese lenguaje nobiliario que solamente usan los que aún creen que su sangre les coloca por encima de los demás cuando les conviene.
La Infanta Cristina, que de repente se ha olvidado de esa nobleza que obliga y de su pertenencia a esa aristocrática familia cuyo patriarca nos abrasa "en estas fechas tan señaladas" hablando de ejemplaridad, se escuda en su falta de conocimientos fiscales y contables para eludir su imputación en el caso Noos, Aizoon, como quiera que se llame la última ramificación de este desmedido entramado judicial.
¿Cristina, la infanta, se ha alquilado a sí misma su propio palacio porque no sabía hacer ni leer un balance contable?, ¿ha usado para gastos personales dinero de la empresa Aizoon porque no sabía que así estaba eludiendo al fisco?
Es casi seguro que no. Pero aunque así fuera eso no la libra de nada. El sistema legal es claro, no saber que se incumple la ley no implica que no se esté incumpliendo. No evita el castigo, ni mucho menos la imputación por un delito.
Como la esposa del traficante de armas que interpreta magistralmente Nicolas Cage en El Señor de la Guerra, la infanta Cristina se coloca ante el mundo cuando se descubren las actividades de su marido y se indigna con él porque ella "no sabía a lo que te dedicabas, no sabía que era dinero de sangre y muerte".
Y, como Yuri Orlov, nosotros le contestamos con una respuesta que se le clava en la piel de su irresponsabilidad hasta alcanzar los tuétanos de su falsa inocencia: "puede que no lo supieras, puede que no quisieras saberlo. Pero lo único cierto es que no te importaba".
Y eso resume todo lo que se puede decir de la Infanta Cristina y de su supuesta ignorancia en este asunto.
Y no es culpa suya. Al menos no es solamente culpa suya.
Es culpa de una sociedad que por miedo o tradición permitió durante la Transición que toda una linea dinástica viviera a costa del Estado pero sin ninguna responsabilidad hacia él. Que permitió que sus padres Borbón y Grecia la criaran en un sistema en el que se sabían más allá de la ley, impunes en todo acto o exceso, reconocidos de forma expresa como irresponsables ante la ley.
Es producto de una sociedad que permite que la Fiscalía anti corrupción actúe como abogado defensor de una imputada por el mero hecho de llevar sangre Borbón y Grecia en las venas, como antes lo hizo negándose a recurrir un fallo exculpatorio de un político corrupto, como era su obligación.
Es el resultado de gentes, gobiernos e ideologías que valoran más la imagen que ellos tienen de lo que debe ser España y La Corona que la realidad de lo que es y lo que está siendo.
Una vez más y no se sabe ya cuantas van la irresponsabilidad de aquellos que supuestamente nos representan internacionalmente según la Constitución es reflejo y aumento de la nuestra, de nuestra incapacidad para aprender de la historia y darnos cuentas que en ninguna ocasión en la que se ha colocado a alguien más allá de la mano de la ley, este ha sido capaz de actuar responsablemente, simplemente porque sabía de antemano que no iba a tener que asumir las consecuencias de sus actos.
Así que, si el orgulloso Enrique VIII pudo a travesar la nave de Westminster y arrodillarse cual penitente para pedir perdón por haberla cagado con Tomás Moro; si Jorge III pudo colocar el peso de la corona sobre los hombros de su hermano, tímido y casi tartamudo, porque prefirió la elección de su esposa a su reino, la infanta de España puede y debe abandonar el reducto de defensa tras su título, recorrer el pasillo de la sala de un juzgado y sentarse en el banquillo para defenderse de las acusaciones y aceptar lo que la ley y la justicia quieran determinar sobre ella.
Claro que, desde los tiempos de Juan sin Tierra, los habitantes de la Pérfida Albión tienen una amplia tradición de forzar a sus monarcas a someterse a la ley y de descabalgarles del trono y auparles al patíbulo si se empeñan en no hacerlo.
Quizás, al final, eso obligue más que la nobleza.
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