En estos días nuestros de involución forzada a los tiempos en los que la única forma de decirle a los gobiernos lo que quería la sociedad era gritarlo a pleno pulmón por calles y avenidas, se ha instalado entre nosotros una nueva especie humana.
En realidad no es nueva pero prolifera al abrigo de los tiempos. Es tan antigua como el instinto humano de supervivencia individual, tan vieja como nuestro ancestral egoísmo, tan atávica como el más profundo de nuestros miedos resignados: son los amoldados.
En un país en el que no dimite político alguno haga lo que haga, en el que no renuncia al cargo y al poder nadie aunque se le saque el rubor de su mezquindad, su inutilidad o su corrupción cada mañana y cada tarde, hay demasiada gente que dimite de su condición de ciudadano a las primeras de cambio, al primer revés, o simplemente para evitar esos reveses.
Son el coro infinito de los que antes de cada protesta preguntan a mil voces ¿y de qué va servir? son la coral perversa que inquiere en arpegio cansino tras cada manifestación ¿y de qué ha servido?
Y así siguen sus vidas ignorando que estas ya no van por el mismo camino, que están siendo cambiadas, que deben hacer algo.
Pues hoy, desde Castellón, le llega a esas aves de agüero resignado otro de esos bofetones planos con la mano abierta que la realidad se empeña en asestar a aquellos que la niegan de antemano.
La Consejería de Sanidad de la Comunitat Valenciana -nada sospechosa por otra parte, como buen gobierno del Partido Popular, de ser permeable a los requerimientos sociales y ciudadanos a las primeras de cambio- paraliza la la privatización del servicio de radiodiagnóstico y medicina nuclear del hospital de Castellón.
Los responsables de la política sanitaria valenciana habían visto que los servicios ya privatizados de resonancias magnéticas no eran del todo rentables para sus socios sombríos y las empresas a las que habían decidido beneficiar y así encontraron la solución: privatizar más servicios para que sus colegas de cenas y gastos de representación obtuvieran más beneficios.
Era una buena solución para ellos y los suyos y mala para los pacientes, que verían sus radiografías, mamografías -algunas de las cuales ya había que pagar- y ecografías realizadas fuera de la gestión pública del hospital.
En ese punto, los heraldos de la pía resignación hubieran encogido sus hombros y se hubieran encomendado al albur de que nunca les tocara necesitar esos servicios. Pero los profesionales sanitarios no lo hicieron.
Pusieron al descubierto los manejos que ya existían en el servicio de resonancias magnéticas, se movilizaron y anunciaron uno de esos accesos que últimamente tenemos los ciudadanos de este país de "antiespañolismo radical e irresponsable" en defensa de algo que las generaciones anteriores ganaron para nosotros y que nos quieren quitar de un plumazo.
Y lo lograron.
Evitaron que, para que una empresa de un amigo de un político que luego contribuirá bajo cuerda a su campaña y le buscará acomodo en algún consejo de administración cuando pierda las elecciones ganara 40 millones de euros, las ecografías, mamografías y radiografías de los pacientes valencianos experimentaran el envite de la ley -que no es sagrada, por más que se empeñen- de la oferta y la demanda.
Y además han forzado a la Generalitat valenciana se ha visto forzada a recuperar lo ya privatizado, las resonancias magnéticas.
Porque claro, si no son rentables la empresa pues no las quiere para nada, aunque nadie diga que ese es el verdadero motivo.
¿Y todo eso porque un puñado de personal sanitario la ha liado en el Hospital de Castellón?
No. Todo eso porque los que necesitan del silencio, la opacidad y la aquiescencia resignada de los ciudadanos para sus manejos se han visto venir con las primeras protestas el cuadro que han pintado otras muchas resistencias ciudadanas en todo el mapa sanitario de España.
Porque han recordado las paralizaciones judiciales de la privatización forzadas por la marea blanca madrileña; porque les ha venido a la memoria las suspensiones del cierre de las urgencias rurales que tuvo que digerir la santa de Cospedal en Castilla La Mancha cuando esas "gentes de pueblo" se echaron a la calle; porque les han sido traídos a la memoria los rostros de Lamela y Güemes imputados por corrupción en su gestión de la sanidad madrileña por mor de datos filtrados y recogidos por los que se resistían a sus manejos.
Y el rostro de Mas en Catalunya teniendo que garantizar la atención en el extranjero y colorado por la vergüenza de ver a los pacientes catalanes tirados en colchonetas en los ambulatorios de Mataró; la marcha atrás de Mato en algunos copagos sanitarios; El deglutir culpable de Núñez Feijoo en Galicia cuando un ayuntamiento le cierra una clínica ilegal a uno de los suyos o cuando los médicos de Pontevedra rechazan el desvío de pacientes a Santiago de Compostela o las constantes reconvenciones de la OMS sobre el riesgo sanitario que suponen las privatizaciones.
Y un sinfín más de pequeñas o grandes victorias que nunca se hubieran logrado si en la primera manifestación hubiéramos pensado ¿y de qué va a servir ir? o si tras la primera protesta, huelga o encierro hubiéramos encogidos los hombros diciendo ¿y de que ha servido acudir?
Pero los que se refugian para ocultar su innato egoísmo y su culpable apatía social en la resignación no pueden ver eso, no quieren verlo.
Son demasiado fieles a ese sentimiento tan occidental atlántico de conseguir las cosas por las buenas, de no ponerse en riesgo, de que algo que no se consigue a las primeras de cambio no merece la pena el cansancio y el sufrimiento que a veces cuesta obtenerlo.
Son los mismos y las mismas que deciden que un amor no lo es si no cae en tus brazos rendido de pasión en la primera cita, que una vocación no tiene salida si necesitas varios años de estudio, trabajo y dedicación para llegar a ella.
Quienes cogen su trole y vuelven a casa de sus padres a la primera discusión con su pareja por el lugar de vacaciones; quienes nunca obtienen un aumento por no perder un día de su sueldo apoyando una huelga; quienes pierden amigos por no esforzarse en mantenerlos en los malos momentos; quienes sufren familias imposibles por no intentar cambiarlas.
Quienes han decidido en todos los ámbitos de su vida que insistir es pecado, que esforzarse es baldío, que si no llega a la primera no ha de llegar nunca.
Que, si no es suficiente con un me gusta en Facebook y un retwitt en Twitter para lograr los objetivos toda lucha, toda causa, está condenada a la derrota. Quienes olvidaron o nunca supieron que la resignación es un suicidio cotidiano, que diría Balzac
Por fortuna la marea blanca sanitaria -y la verde de Educación y todas en su conjunto- demuestran cada día que existe otra cultura.
Que, aunque pocos y a veces abandonados a su suerte por esa mayoría que hace de la resignación una excusa plausible, los hay que aún son capaces de perseverar, no solo para lograr lo suyo, sino también para facilitar el camino a los que después tienen que reclamar lo propio.
Una dicotomía que desgraciadamente no da muchas opciones: esforzarse o morir. Insistir o dejar que te maten.
Eso es lo que hicieron muchos de nuestros antepasados para nosotros. Eso es, ahora que se ha puesto tan de moda en los labios de ministros de Educación liberales y soberbios, la auténtica cultura del esfuerzo.
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