En año de Gracia de vuestro señor Jesucristo de 1430, Jean Sebastien de Dunois, Duque de Dunois y bastardo de alta cuna fue hecho prisionero por los más grandes paganos de la historia mientras defendía la causa de Dios y de Francia frente a las murallas de París.
Los ingleses pusieron de inmediato, como era costumbre cuando la guerra era civilizada, precio a su rescate. Y también lo pusieron al de Juana de Orleáns. El Rey se rascó los bolsillos para rescatar a su primo. Era una cuestión de familia. Pero no hizo el más mínimo ademán de emplear un solo doblón del tesoro de la corona, que la visión de Juana y la espada de Dunois habían puesto sobre su cabeza, para rescatar a la doncella.
El 30 de mayo de 1431, mientras Juana ardía a manos inglesas acusada de herejía, Dunois entró por última vez en el salón del trono del Rey de Francia. El conde dejó su dignidad a la Corona, su orgullo a la Oriflama y su herencia a su segundo hermano que, como todos los segundos hermanos, no había nacido ni sido educado para ser conde, pero que tenía ese título como único objetivo en la vida.
Durante los 38 años siguientes, en los que Francia siguió sangrando el sudor de sus soldados y sudando la sangre de sus campesinos, el que fuera conde de Dunois recorrió el Languedoc taponando heridas sangrantes, entablillando brazos y remendando tajos.
Por muchos fue tenido por un santo y no era para menos. Fundó once conventos, dos órdenes religiosas, una orden de caballería y tres hospitales. Si el Bastardo de Orleáns no estaba haciendo el trabajo de Dios es que nadie en el mundo lo hacía.
Dunois murió, como se esperaba de cualquier buen noble francés, a manos de los ingleses. Desde ese día todo francés del Languedoc escupía al suelo cada vez que escuchaba el nombre del Jean Sebastien de Dunois.
Los ingleses nunca supieron porque lo hacían. Bueno casi ninguno.
La partida que acorraló y mató a Dunois si sabía el motivo. Cuando uno de los soldados ingleses se acercó al antiguo conde para matarle, bromeó diciéndole: “Has hecho durante años el trabajo de Dios. Alégrate, ahora podrás verle”.
Dunois recordó entonces su entrenamiento militar, su descaro militar y su mala lengua militar y tras quebrar el brazo de su atacante, escupió al suelo y dijo.
He hecho el trabajo de alguien, eso es cierto. Pero ¡Al diablo con Dios! ¡Veré a Juana!
Los ingleses pusieron de inmediato, como era costumbre cuando la guerra era civilizada, precio a su rescate. Y también lo pusieron al de Juana de Orleáns. El Rey se rascó los bolsillos para rescatar a su primo. Era una cuestión de familia. Pero no hizo el más mínimo ademán de emplear un solo doblón del tesoro de la corona, que la visión de Juana y la espada de Dunois habían puesto sobre su cabeza, para rescatar a la doncella.
El 30 de mayo de 1431, mientras Juana ardía a manos inglesas acusada de herejía, Dunois entró por última vez en el salón del trono del Rey de Francia. El conde dejó su dignidad a la Corona, su orgullo a la Oriflama y su herencia a su segundo hermano que, como todos los segundos hermanos, no había nacido ni sido educado para ser conde, pero que tenía ese título como único objetivo en la vida.
Durante los 38 años siguientes, en los que Francia siguió sangrando el sudor de sus soldados y sudando la sangre de sus campesinos, el que fuera conde de Dunois recorrió el Languedoc taponando heridas sangrantes, entablillando brazos y remendando tajos.
Por muchos fue tenido por un santo y no era para menos. Fundó once conventos, dos órdenes religiosas, una orden de caballería y tres hospitales. Si el Bastardo de Orleáns no estaba haciendo el trabajo de Dios es que nadie en el mundo lo hacía.
Dunois murió, como se esperaba de cualquier buen noble francés, a manos de los ingleses. Desde ese día todo francés del Languedoc escupía al suelo cada vez que escuchaba el nombre del Jean Sebastien de Dunois.
Los ingleses nunca supieron porque lo hacían. Bueno casi ninguno.
La partida que acorraló y mató a Dunois si sabía el motivo. Cuando uno de los soldados ingleses se acercó al antiguo conde para matarle, bromeó diciéndole: “Has hecho durante años el trabajo de Dios. Alégrate, ahora podrás verle”.
Dunois recordó entonces su entrenamiento militar, su descaro militar y su mala lengua militar y tras quebrar el brazo de su atacante, escupió al suelo y dijo.
He hecho el trabajo de alguien, eso es cierto. Pero ¡Al diablo con Dios! ¡Veré a Juana!
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