El UveQ se ha vuelto negro
Las botas de Lynag marcaban el ritmo de sus pasos como gotas de látex cayendo en una córnea modificada.
Eran nuevas. Cuero de aleación blindada paramilitar sobre suelo de trescientos créditos la baldosa. El mármol estaba veteado del verde de la fibra óptica que se conectaba con el perímetro de seguridad. Había empezado con una. Ahora ocho torres de cemento de captación y cristal metalúrgico de alta densidad rodeaban su casa. Todas ellas con lanzadores de plasma de fusión y una de ellas con pulso EM.
El pasillo estaba vacío salvo por él y sus botas. Había acompañado a los últimos invitados a la puerta. Los servos de sus brazos habían protestado del trabajo extra al introducir casi literalmente en sus Toyota de levitación a los cuáqueros de la Smitson que le habían visitado de incógnito.
Sus chóferes, vapms vudú con rastas de fibras capilares sensocromáticas convertibles en enlaces de corcex y neurolátigos, se afanaban con la memoria central de los vehículos para activar las ruedas hasta que llegaran a la autopista magnética de la costa que les conduciría al aeropuerto. De allí volarían, probablemente en cazas polifuncionales de velocidad media, hasta Gante o Brujas, para descargar la grabación de la reunión de sus enlaces a la memoria sim del ordenador central de la compañía. Sus jefes incluso olerían el humo del cigarrillo malayo de Lynag.
Un escalofrío le atravesó el cuerpo y se perdió en el suelo como una descarga canalizada a través de la toma de masa de sus servos. Se giró en el pasillo desierto y escuchó las risas a lo lejos. Alguna de las chicas de la Travesera había decidido ganarse un sobresueldo con el servicio. Estaba bien. Por lo que escuchaba, los gustos de sus cocineros, incluían mujeres vagamente mayores de edad. Había que explorar esas tendencias. Su corcex lo anotó.
Las profesionales de La Azotea habían desaparecido hacía tiempo, volviendo a sus jardines simulados en la parte alta del área acuática de la ciudad. Ya estarían sumergidas en sus sueños de drogas y sus baños de hormonas para mantener en forma y a punto sus herramientas de trabajo hasta que volvieran a ser contratados sus servicios.
Se paró ante la penúltima puerta. Una jamba de metacrilato verde oscuro, a juego con la fibra óptica, albergaba los mecanismos detectores y los sensores Hitachi de seguridad doméstica. Elementos modificados por los paramilitares que tenía contratados para la seguridad.
Su cuerpo, delgado y fibroso, se envaró y los bultos apenas perceptibles que los servomotores de su endoarmadura Lenovo le hicieron cosquillas ante el escaneo.
Con un zumbido sordo, el sistema le garantizo el acceso al tiempo que su propietario mascullaba una maldición en maorí que su corcex de doble fibra Fitashi se empeñó en traducir sin éxito.
-Vaya mierda- las palabras hacían referencia a su hastío pero también podrían haber servido de definición a lo que veía. Pisar restos de una pizza de salami de calamar de las granjas danesas y noruegas es lo más parecido a pisar mierda.
Lynag apartó de una patada varias cajas de pizza y envoltorios refulgentes de concentrado energético con sabor a chocolate, sintetizados en alguna nave de las afueras o en las cadenas de síntesis que ocupaban las islas indonesias. Los había de todos los sabores, en el suelo y en las tiendas de setenta y dos horas de la carretera de salida al aeropuerto. De todo menos de frambuesa. Habían podido con la mora y los otros frutos del bosque. Pero la frambuesa se les había resistido. El Conglomerado Europeo había prohibido su síntesis artificial. De algo tenía que vivir Estados Unidos tras El Colapso. De eso, de los arándanos y del maíz para las pieles sintéticas de los orbitales.
Las tupidas cejas rubias de Lynag se juntaron sobre su frente cuando contempló a mesa. Un diseño de Rosscini, funcional y delicado, en el que el metacrilato de alta densidad se mezclaba armónicamente con la imitación de acero. Los huecos para la inserción de enlaces y terminales se encontraban delicadamente disimulados entre tachuelas de piedra y remates de plástico templado transparente. Del centro y hacia atrás partían los brazos de los monitores. Un árbol de cinco ramajes, montado con titanio hueco en el que se ocultaban los servomotores que movían los brazos y las células ópticas y auditivas que respondían al control del teclado CrioCo que las manejaba y de la voz de Guillermo, el psicocorso, para quien Lynag había hecho esta inversión.
El CrioCo estaba dormido. Las luces azules del control de energía eran dos ojos asiáticos en sus dos ejes, que recordaban su procedencia y las dos únicas muestras de actividad. Sin embargo, cinco de los ocho monitores de bioplasma Fitashi con extensiones de pantalla fluctuante, también de CrioCo, estaban activados. Túneles de luz sobre un negro brillante que anunciaban el camino de una mente hacia el contacto con el UveQ. Destino corporativo de una compañía que se mostraba como un bloque de dorado apagado en el horizonte lateral de las pantallas.
Lynag arrojó la ceniza de su cigarrillo al suelo. Algo más de suciedad no iba a notarse en la habitación. Las chicas del Margen llegarían por la mañana, manejando los robots de limpieza que se llevarían la ceniza, los restos de pizza y la ropa desechable de la habitación. Y los cadáveres del salón de la fiesta.
No harían preguntas. Su contrato lo impedía. Aunque las hubieran hecho no hubiera importado. Antes de abandonar el complejo, los analizadores de las torres de vigilancia invadirían sus corcex de baja calidad y volcarían sus recuerdos en la CrioCo central del sistema de seguridad, que los sustituiría por otros. Mujeres semidesnudas despertándose de un sueño sin sueños inducido por el sexo y las drogas. Hombres vomitando en las esquinas y algún otro tipo de actividad, típica de una mañana posterior a una fiesta en la zona alta de la ciudad.
Imágenes grabadas en algún otro encuentro festivo en el salón. Nada de los hombres de Gante ni de los cadáveres. Las unidades Zanussi de limpieza habrían reducido los cadáveres a pulpa biológica irreconocibles, antes de que nadie pudiera darse cuenta de que habían sido seres humanos. Casi humanos. Material para los criaderos de flores y animales del extrarradio. Los cerdos del Margen no eran precisamente muy exigentes con las condiciones éticas de su dieta.
El picor de la pimienta malaya ascendió por su nariz desde la calada de su cigarrillo, al tiempo que se sentaba en la silla de trabajo de Guillermo, también diseñada por el creador italiano a juego con la mesa arbórea de trabajo. Sus dedos se deslizaron por el panel frontal hasta que dieron con la extensión del enlace auditivo Saitama que disimulaba una cavidad malva de metacrilato. Extrajo el conector y lo ajustó a la salida de brazo CrioCo, que tenía implantada junto al servo del brazo derecho. Como reacción automática, su corcex se puso en modo audio.
Lo primero que escuchó a través del enlace fueron los jadeos de Guillermo.
Las botas de Lynag marcaban el ritmo de sus pasos como gotas de látex cayendo en una córnea modificada.
Eran nuevas. Cuero de aleación blindada paramilitar sobre suelo de trescientos créditos la baldosa. El mármol estaba veteado del verde de la fibra óptica que se conectaba con el perímetro de seguridad. Había empezado con una. Ahora ocho torres de cemento de captación y cristal metalúrgico de alta densidad rodeaban su casa. Todas ellas con lanzadores de plasma de fusión y una de ellas con pulso EM.
El pasillo estaba vacío salvo por él y sus botas. Había acompañado a los últimos invitados a la puerta. Los servos de sus brazos habían protestado del trabajo extra al introducir casi literalmente en sus Toyota de levitación a los cuáqueros de la Smitson que le habían visitado de incógnito.
Sus chóferes, vapms vudú con rastas de fibras capilares sensocromáticas convertibles en enlaces de corcex y neurolátigos, se afanaban con la memoria central de los vehículos para activar las ruedas hasta que llegaran a la autopista magnética de la costa que les conduciría al aeropuerto. De allí volarían, probablemente en cazas polifuncionales de velocidad media, hasta Gante o Brujas, para descargar la grabación de la reunión de sus enlaces a la memoria sim del ordenador central de la compañía. Sus jefes incluso olerían el humo del cigarrillo malayo de Lynag.
Un escalofrío le atravesó el cuerpo y se perdió en el suelo como una descarga canalizada a través de la toma de masa de sus servos. Se giró en el pasillo desierto y escuchó las risas a lo lejos. Alguna de las chicas de la Travesera había decidido ganarse un sobresueldo con el servicio. Estaba bien. Por lo que escuchaba, los gustos de sus cocineros, incluían mujeres vagamente mayores de edad. Había que explorar esas tendencias. Su corcex lo anotó.
Las profesionales de La Azotea habían desaparecido hacía tiempo, volviendo a sus jardines simulados en la parte alta del área acuática de la ciudad. Ya estarían sumergidas en sus sueños de drogas y sus baños de hormonas para mantener en forma y a punto sus herramientas de trabajo hasta que volvieran a ser contratados sus servicios.
Se paró ante la penúltima puerta. Una jamba de metacrilato verde oscuro, a juego con la fibra óptica, albergaba los mecanismos detectores y los sensores Hitachi de seguridad doméstica. Elementos modificados por los paramilitares que tenía contratados para la seguridad.
Su cuerpo, delgado y fibroso, se envaró y los bultos apenas perceptibles que los servomotores de su endoarmadura Lenovo le hicieron cosquillas ante el escaneo.
Con un zumbido sordo, el sistema le garantizo el acceso al tiempo que su propietario mascullaba una maldición en maorí que su corcex de doble fibra Fitashi se empeñó en traducir sin éxito.
-Vaya mierda- las palabras hacían referencia a su hastío pero también podrían haber servido de definición a lo que veía. Pisar restos de una pizza de salami de calamar de las granjas danesas y noruegas es lo más parecido a pisar mierda.
Lynag apartó de una patada varias cajas de pizza y envoltorios refulgentes de concentrado energético con sabor a chocolate, sintetizados en alguna nave de las afueras o en las cadenas de síntesis que ocupaban las islas indonesias. Los había de todos los sabores, en el suelo y en las tiendas de setenta y dos horas de la carretera de salida al aeropuerto. De todo menos de frambuesa. Habían podido con la mora y los otros frutos del bosque. Pero la frambuesa se les había resistido. El Conglomerado Europeo había prohibido su síntesis artificial. De algo tenía que vivir Estados Unidos tras El Colapso. De eso, de los arándanos y del maíz para las pieles sintéticas de los orbitales.
Las tupidas cejas rubias de Lynag se juntaron sobre su frente cuando contempló a mesa. Un diseño de Rosscini, funcional y delicado, en el que el metacrilato de alta densidad se mezclaba armónicamente con la imitación de acero. Los huecos para la inserción de enlaces y terminales se encontraban delicadamente disimulados entre tachuelas de piedra y remates de plástico templado transparente. Del centro y hacia atrás partían los brazos de los monitores. Un árbol de cinco ramajes, montado con titanio hueco en el que se ocultaban los servomotores que movían los brazos y las células ópticas y auditivas que respondían al control del teclado CrioCo que las manejaba y de la voz de Guillermo, el psicocorso, para quien Lynag había hecho esta inversión.
El CrioCo estaba dormido. Las luces azules del control de energía eran dos ojos asiáticos en sus dos ejes, que recordaban su procedencia y las dos únicas muestras de actividad. Sin embargo, cinco de los ocho monitores de bioplasma Fitashi con extensiones de pantalla fluctuante, también de CrioCo, estaban activados. Túneles de luz sobre un negro brillante que anunciaban el camino de una mente hacia el contacto con el UveQ. Destino corporativo de una compañía que se mostraba como un bloque de dorado apagado en el horizonte lateral de las pantallas.
Lynag arrojó la ceniza de su cigarrillo al suelo. Algo más de suciedad no iba a notarse en la habitación. Las chicas del Margen llegarían por la mañana, manejando los robots de limpieza que se llevarían la ceniza, los restos de pizza y la ropa desechable de la habitación. Y los cadáveres del salón de la fiesta.
No harían preguntas. Su contrato lo impedía. Aunque las hubieran hecho no hubiera importado. Antes de abandonar el complejo, los analizadores de las torres de vigilancia invadirían sus corcex de baja calidad y volcarían sus recuerdos en la CrioCo central del sistema de seguridad, que los sustituiría por otros. Mujeres semidesnudas despertándose de un sueño sin sueños inducido por el sexo y las drogas. Hombres vomitando en las esquinas y algún otro tipo de actividad, típica de una mañana posterior a una fiesta en la zona alta de la ciudad.
Imágenes grabadas en algún otro encuentro festivo en el salón. Nada de los hombres de Gante ni de los cadáveres. Las unidades Zanussi de limpieza habrían reducido los cadáveres a pulpa biológica irreconocibles, antes de que nadie pudiera darse cuenta de que habían sido seres humanos. Casi humanos. Material para los criaderos de flores y animales del extrarradio. Los cerdos del Margen no eran precisamente muy exigentes con las condiciones éticas de su dieta.
El picor de la pimienta malaya ascendió por su nariz desde la calada de su cigarrillo, al tiempo que se sentaba en la silla de trabajo de Guillermo, también diseñada por el creador italiano a juego con la mesa arbórea de trabajo. Sus dedos se deslizaron por el panel frontal hasta que dieron con la extensión del enlace auditivo Saitama que disimulaba una cavidad malva de metacrilato. Extrajo el conector y lo ajustó a la salida de brazo CrioCo, que tenía implantada junto al servo del brazo derecho. Como reacción automática, su corcex se puso en modo audio.
Lo primero que escuchó a través del enlace fueron los jadeos de Guillermo.
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