Cuando las situaciones se suceden en cascada, de forma casi torrencial, corremos el riesgo de percibirlas como un todo en su conjunto y pasar por encima de las peculiaridades de cada una de ellas en particular.
Eso es lo que nos está pasando con esto de los llamados ajustes, que son recortes y al final se convertirán en nudos sobre nuestra garganta económica y social que nos impedirán respirar correctamente.
Y los últimos anunciados, los que afectan a la Sanidad y a la Educación han llegado tan completos, tan tumultuosos que se analizan como un todo, como un conjunto indivisible y homogéneo. Pero no son uno, son muchos y no todos son lo mismo, significan lo mismo ni pueden ser tratados de igual forma.
Digamos por un momento que la contención en el gasto público es la salida para esta crisis de empleo, recursos e identidad económica que sufre Europa en particular y el Occidente Atlántico en general. Sabemos que no es así, pero finjamos por un momento que lo creemos.
Puede entonces que sea necesario y justificado que los pensionistas paguen un 10 por ciento de los medicamentos, que los medicamentos se financien por un copago exiguo e insuficiente que supondrá una ínfima recaudación de 165 millones de euros anuales; puede que sea necesario ahorrar 600 millones de euros en hospitalizaciones.
Y con la educación pasa tres cuartas de lo mismo.
Puede que, si nos creemos que el objetivo del déficit público es el camino que hay que seguir para solucionar todos los males que la apertura de la caja de pandora de la especulación financiera y bancaria ha soltado en nuestra economía, sea entonces necesario el aumento de horas docentes, el incremento de alumnos por aula o los recortes económicos para actividades extraescolares.
Pero entre todo eso, que sería creíble y aceptable si de verdad el retorno al liberalismo ultramontano que predica Merkel -ya sin ni siquiera apoyo de los sacrosantos mercados- y nuestro gobierno acepta como buen pagano recientemente evangelizado, hay cambios, hay mutaciones, hay recortes que no pueden ni siquiera pasar el tamiz del liberalismo, de la estrategia económica.
Hay cosas que ni siquiera la más profunda necesidad puede hacer justificables.
Porque el copago de los medicamentos por niveles de renta trae de la mano una de las discriminaciones más dolorosas y crueles que se pueden concebir.
Es más que posible que evite las prescripciones innecesarias para quitarse de encima a los ancianos que han convertido en un deporte colectivo acudir al ambulatorio, es probable que aligere la presión de los enfermos por curarse un catarro en dos horas en lugar de en dos días, es cierto que hará que, si se instaura además la siempre demorada central de compras de medicamentos, imponga algo de cordura y responsabilidad en el sistema sanitario, algo de lo que solamente tiramos en este país y en esta civilización si nos tocan el bolsillo.
Puede que además permite que gracias al cruce de datos entre Hacienda y las sanidades autonómicas permitan aflorar fraudes -grandes o pequeños- que restan ingresos a unos o a otros.
Pero penaliza a los enfermos, a los de verdad. Cuanto más tiempo estás enfermo más dinero tienes que gastarte.
Y eso es algo que no se puede permitir. Porque con rentas cada vez más bajas, con salarios cada vez más pírricos, una enfermedad puede llegar a no ser curada porque no haya dinero para pagar las medicinas de uno y la comida de todos los demás.
Porque, aunque suene muy trágico, hace posible morir de enfermedad porque se está muriendo de pobreza. Puede que nunca llegue a ocurrir, pero un descuido, una demora burocrática, una conjunción de factores adversos -como dicen los políticos- pueden ocasionarlo. Porque, con esa fórmula, que ocurra eso es posible.
Y los recortes educativos también esconden uno que es injusto se interpreten las medidas como se interpreten. El aumento de las tasas universitarias.
Si un repetidor tiene que pagar 6.000 euros por seguir en la universidad es hasta una medida justa. Si quiere anteponer la percepción que tiene de sus capacidades intelectuales a la realidad de sus calificaciones, tendrá que costearse su incapacidad para colocar su autoestima en su punto real.
E incluso yo diría que ni eso. Has tenido tres convocatorias para poder aprobar y no lo has hecho. Como diría el castizo: a la tercera va la vencida, para bien o para mal.
Pero claro si no se le deja repetir y se ocupa su plaza con alguien que si tiene las condiciones intelectivas, de esfuerzo y voluntad para aprovechar esos estudios no se recaudaría. Y ahora de lo que se trata es de recaudar.
Pero aumentarlas en general para que de los ya 1.000 euros que se paga al año se pase a pagar casi 1.500 puede dejar a muchos sin posibilidades de estudiar una carrera simplemente porque sus familias no pueden pagarlo porque también tienen que alimentar a otros hijos y cubrir otros gastos y las becas universitarias se han reducido en 600 millones de euros.
Podemos negarnos a nosotros mismos demasiadas mentes y demasiados esfuerzos que nos serían necesarios. Podemos romper la justicia que existe en el simple axioma de que hay que facilitar el estudio a los que pueden aprovecharlos. En que debe estudiar el que vale no el que puede pagarlo.
Es de esperar que los desarrollos de esos recortes o de esas aumentos de tasas o pagos tengan en cuenta esas posibilidades que se abren porque, tal y como estamos, no podemos permitirnos el lujo de perder cerebros y mucho menos vidas para que nos cuadren las cuentas.
Si esa posibilidad no se evita lo único que se conseguirá intentando cuadrar el déficit es volver a la situación en que ni nuestro futuro ni siquiera nuestra vida dependa de nosotros mismos, solamente lo haga de la clase social o el entorno económico -llámese como se quiera- en la que hemos nacido en estos turbios tiempos.
Lo único que conseguiremos es volver al feudalismo.
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