martes, diciembre 30, 2008

El Occidente Incólume

Últimamente me da por escribir. He recuperado un vicio que la desidia y la televisión -entendida como puesto de trabajo- me robaron. Cuando escribo pienso y no a la inversa, así que en ocasiones mis textos van de un lado a otro sin que la idea inicial tenga mucho que ver con el producto final del deambular de mis dedos sobre el teclado. Espero que este no se a el caso.
Últimamente me ha dado por pensar. Algo que no hacía de manera sistemática desde que la cotidianeidad y mi propia frustración me apartaron de los teclados que son las herramientas de mi pensamiento. Y cuando vuelvo a pensar, vuelvo a intentar abarcar la totalidad de lo que veo, lo que escucho y lo que percibo. Siempre he pensado de dentro hacia a fuera. Nunca le he encontrado sentido ha pensar de fuera hacia adentro. Me ha perecido en exceso egoísta.
Últimamente me ha dado por vivir. Una actividad a la que renuncie cuando decidí que la vida me había quitado todo aquello que yo le había dado. Y me ha dado por vivir para la vida. No para mí, no para otros. No para nadie.
Y escribir, pensar y vivir así no me hace necesariamente correcto con aquellos que debería serlo, ni obligatoriamente irrespetuoso con aquellos que se lo merecen. Me hace escribir lo que pienso, pensar lo que vivo y vivir -o al menos intentarlo- lo que escribo.
Todo este prefacio nos lleva al comienzo de un texto que necesita una introducción no por su longitud, ni por su relevancia. Sino porque es algo que nunca he hecho y que he sido impelido a hacer por mi propia necesidad. El Occidente Incólume es un ensayo y como todo ensayo, es evidente que tendrá sus errores. Pero es la primera sistematización de al menos una parte de mi pensamiento. La que hoy por hoy es la más importante.
Aquellos que tengan la desdicha de leer este texto nunca más podrán decir de mí que no conocían lo que pensaba del mundo y sus habitantes. Lo que pensaba de mí
No se trata de describir a nadie, no se trata de acusar ni de señalar, se trata de pensar, de observar y pensar.
Como es regla general, la mayoría pensará que nada de esto va con ellos.

La primera pregunta que se antoja en algo que pretende estar organizado es cuestionarse qué somos. Los comos y los cuandos ya sabemos que son montajes para los observadores y los porqués son espectáculos privados para las mentes de aquellos que se paran a reflexionar sobre ellos. Así que sólo nos queda una forma de empezar ¿qué somos?

Y la pregunta está bien hecha, es intencionada, no ¿quienes somos? sino ¿qué somos?


LA DINAMICA DE LA ELUSION
1.- Hacedores del Sinsentido
“Somos los primeros habitantes de un mundo sin sentido”. La frase de Gabriel Albiac, aunque vagamente descontextualizada, podría servir para resumir lo que estamos haciendo ahora en el mundo, pero para mi no es mas que una muestra de cómo, hasta los más clarividentes de los pensadores de nuestro tiempo, eluden una responsabilidad que sólo nos corresponde a nosotros.
De la aseveración de Albiac podría deducirse que hemos heredado un mundo sin sentido sin ninguna responsabilidad y, por supuesto, sin ninguna culpa en ello. Pero eso no es así. No hemos heredado un mundo sin sentido: Somos los hacedores de un mundo sin sentido.
Nuestras constantes renuncias, nuestras continuas desidias y nuestros permanentes abandonos han construido, piedra a piedra, la muralla que rodea ese mundo carente de todo sentido en el que habitamos por propia voluntad y que mantenemos y perpetuamos con cada una de nuestras acciones cotidianas.

El sentimiento occidental de encontrarse en un mundo en el que las cosas “ya no son como deberían ser” no parte de un anhelo de cambio, parte fundamentalmente de un intento de ocultar la responsabilidad que como individuos, como sociedad y como principales actores del drama de nuestras propias vidas, tenemos en ese sin sentido.
Amparados en nuestro propio dolor, escudados en nuestros propios recursos y con la gruesa pincelada que nuestros pinceles han dibujado a lo largo de varias generaciones, hemos plasmado un paisaje de desdicha y de desasosiego interior y exterior en el que luego nos hemos colocado para gritarle al mundo nuestra desgracia por tener que vivir en ese paisaje, rodeados de sombras y de lagunas estigias, donde nuestra vida diaria se convierte en un vagar sin rumbo; en un caminar que sólo nos conduce a un nuevo amanecer de un sol más mortecino que el que alumbraba el día anterior. Pero ese sentimiento, esa nueva “cosmoagonía” ha crecido mamando de nuestra propia leche y por ello somos responsables de nuestro de nuestro propio sinsentido, de nuestra egoísta desdicha.
Muchas son las formas y las maneras en las que hemos logrado fabricar el sinsentido de nuestras existencias, en las que hemos llevado a cabo el diseño estructural y lógico de un lienzo artístico que no nos complace pero que, como autores reticentes a reconocer su propia falta de genio y de inspiración nos negamos a rasgar.
Hemos asentado en nuestras mentes, nuestros cuerpos y nuestras almas, en caso de que las tengamos, un sinfín de significados que nos han llevado a ser lo que somos, pero que sobre todo nos han impedido ser lo que no somos. Las figuras del cuadro que hemos pintado en el mundo están paradas, hieráticas y estáticas sin ni siquiera una sombra de movimiento, un amago de profundidad. No hemos perdido la perspectiva del mundo, simplemente nos hemos dedicado a cambiarla de manera que cuando nos volvemos a él, tras olvidar las nuevas leyes que nosotros mismos hemos diseñado, somos incapaces no sólo de reconocer el paisaje sino incluso de reconocer las escena y los personajes que la habitan. 

Somos pintores que se empeñan en pintar sin recordar que ellos mismos cambiaron las leyes de la perspectiva, eliminaron la persistencia de la visión y acabaron con las leyes cromáticas que regían el mundo. Somos artistas que intentan copiar un paisaje estando ciegos.


a) La perspectiva cercenada
Nuestro cuadro, el óleo que pintamos a ciegas en nuestro mundo, nos resulta incompresible porque hemos cercenado la perspectiva universal que mantenía el mundo, la línea que, perdiéndose en el horizonte, nos permitía cuadrarnos ante nosotros mismos y saber en que plano se encontraban las cosas.
Y el cincel que ha desgajado esa parte del arte de vivir, la gumía que ha eliminado ese nudo dejando nuestra existencia como una tabula rasa sin forma; el aguafuerte que ha desleído los trazos de esa perspectiva generada en el mundo por siglos de esfuerzo y de combate, tiene siempre indefectiblemente el mismo comienzo. Distintas terminaciones, pero el mismo nombre: auto.
Desde que, en los años setenta del pasado siglo, surgiera lo que podría definirse como el nuevo Corpus Hermeticum de las ciencias, oscuras y ocultas, de lo auto, nos hemos afanado en tejer el encantamiento que ha privado al mundo de la mayor parte de su sentido.
La autoayuda, la autoestima, la autovaloración, el autoconocimiento y la infinidad de “autos” que les han acompañado desde entonces han formado una telaraña de afinidades y ritos que, como los que se heredaran del Hermes Trismegisto de la antigüedad, se nos presentaron como la fórmula arcana de reformar el mundo, de cambiar la realidad y de transformarnos a nosotros mismos, pero se han ahogado y perdido en la contrarreforma que aquellos que un principio estaban llamados a ser los artífices de esos cambios, o sea nosotros mismos, emprendieron cuando se dieron cuenta que ese nuevo hermetismo exigía algo a lo que no estábamos dispuestos.
La perspectiva que han generado los “autos herméticos” sobre el cuadro del mundo no sólo ha acortado la perspectiva que se usaba hasta entonces y que abarcaba todo el mundo en lo social y lo personal. No sólo ha hecho que la línea del horizonte se convierta en un ínfimo guión de escasos centímetros que impide observar las distancias apropiadas de las cosas, sino que ha cercenado de un tajo el mismo concepto de la distancia.
Todos los autos estaban llamados, por su propia naturaleza, a distorsionar la imagen del mundo, a acortarla hasta destruir el mismo concepto de circunstancias, que Ortega y Gasset se esforzara tanto por crear para el ser humano.
Y lo ha destruido para sustituirlo por un voluntarismo indómito que parecía ser capaz de vencer todos los obstáculos. Eso estaba en la naturaleza de una filosofía, que hacía que el individuo dependiera exclusivamente de si mismo para afrontar un mundo en el que sus circunstancias se convertían en algo que podía ser simplemente modificado por la aplicación casi mágica de los mantras y letanías que componían el nuevo cuerpo oculto de la literatura de la autoayuda y todos sus primos.

Pero lo que realmente ha cercenado de golpe la perspectiva universal del ser humano es el uso que hemos hecho de ella. Es el aprovechamiento baldío que hemos hecho de los ensalmos de la bibliografía y la filosofía de lo auto.
Le hemos quitado el sentido a esa nueva magia de agoreros y videntes de orla universitaria porque simplemente hemos utilizado nuestra libertad y nuestra capacidad de análisis para cortar por la mitad todos los principios que esos conocimientos arcanos del siglo XX preconizaban. Y lo hemos hecho sin tener en cuenta que al cortarlos destruíamos de forma definitiva toda posibilidad de perspectiva en el mundo que estábamos reflejando en el lienzo de nuestras vidas.
Hemos hecho un valor del auto conocimiento en si mismo y nos limitamos a decir “la solución está en conocerse a si mismo” ¿La solución a que? Ni siquiera nos preocupamos de plantear el problema. La auto aceptación es la llave de una vida plena; la autoayuda te permite superar todas las contrariedades vitales; la autoestima te de la fuerza para afrontar cualquier reto.
Y sobre esas muletas, sobre esa yunta de bueyes ciegos y castrados, cargamos el peso del carruaje de nuestras existencias, ignorando la segunda parte, mucho menos hermética y más radical que aportaban todos esos arquetipos sapienciales comenzados por auto que inundaron nuestras librerías.
El autoconocimiento nos plantea por principio la exigencia del cambio. No basta con saber lo que somos hay que cambiar lo que no debemos ser. La autoayuda nos exige solucionar los problemas sabiendo que, en muchos casos, somos los causantes de los mismos. La autoestima nos permite afrontar los retos, pero sólo aquellos que realmente estamos preparados para afrontar y la auto aceptación es imposible cuando su hermano mayor, el auto conocimiento ha encendido una linterna roja de aviso, por pequeña que sea, en cualquiera de los puertos de nuestro ser.
Hemos utilizado la excusa del universo hermético que abría ante nosotros toda la filosofía de la “auto” para asentarnos en un universo que ha perdido el sentido a medida que hemos dejado avanzar por los salones de nuestra casa a los, como diría el Jedi, reversos tenebrosos de esas artes mágicas que nos ofrecieron los psicólogos y charlatanes de los años setenta.
Aquellos que estaban destinados a desfilar por las amplias avenidas de nuestras vidas como un batallón de relucientes húsares imperiales presto a la asistencia de aquel que los convocara se han transformado, por mor de los hechizos recitados a medias y las enseñanzas transmitidas en retazos cortados, en cosacos que galopan alocadamente por los más retorcidos y recónditos callejones de nuestras existencias, cortando a curvo golpe de sable toda posibilidad de descubrir la perspectiva del mundo.

Hemos transformado la autoestima en auto arrogancia, el autoconocimiento en auto engaño, al autoayuda en auto satisfacción y la auto aceptación en auto complacencia y los hemos soltado a cabalgar por los tapices de nuestras existencias para romper cualquier hilo que nos vincule con algo diferente a nosotros mismos.
Y durante unas décadas hemos sido felices contemplando tan sólo el retazo parcial del inmenso retablo de la existencia que nuestras artes y pinceles, cercenados de perspectiva, nos permitían dibujar. Pero ahora, cuando contemplamos el mundo no entendemos el retablo en su conjunto. Se nos antoja sin sentido, se nos vuelve un absurdo en sus trazos y pinceladas.
No porque esté mal pintado, ni siquiera porque los colores no correspondan con los que deberían decorarlo, sino porque, nuestras vidas, pasadas por el crisol de un conocimiento arcano y mutilado, no pueden ser interpretadas por los demás y nosotros no podemos interpretar las vidas de los otros.
Porque la eliminación de la perspectiva ha colocado a todas las figuras de los lienzos murales que explican nuestras vidas a una distancia invariable en su condición de infinita de cada uno de los autores de ese lienzo. Los trozos del retablo no cuadran entre si no porque sean de distintos mundos o de distintos artistas sino porque, sin perspectiva, somos incapaces de colocar las obras, o sea las vidas, de los otros en el lugar adecuado del cuadro general del universo y porque, como en todo lo hermético, hace falta una clave para discernir lo que expresan. Clave que no nos hemos preocupado de encontrar.
El mundo no se nos antoja sin sentido porque esté mal pintado. Sino porque ha sido pintado por millones de autores que, ejerciendo su hermético egoísmo, guardan para si mismos la clave que explica lo que expresa la parte por ellos dibujada.
No vivimos en un mundo sin sentido. Eso entraría dentro de una lógica que podríamos sobrellevar, pese a los ritos y los mitos de los “auto”.
Lo que hace que todo se difumine y pierda el sentido ante nuestros ciegos ojos es que cuando un planeta superpoblado y hambriento clama por una solución colectiva; cuando una civilización agonizante y desbocada exige una respuesta coordinada y global, el orbe ha dejado de ser un mundo habitado por siete mil millones de personas para, pese a las apariencias, transformarse en siete mil millones de mundos habitados por una sola persona, pendiente siempre de mantener, ampliar y fortalecer sus fronteras en su relación con cada uno de los otros miles de millones de mundos privados que coexistían con el suyo.
Pero no podemos darnos cuenta de ellos porque desconocemos el significado de los otros seis mil millones novecientos noventa y nueve mi novecientos noventa y nueve mundos que no son el nuestro.
Eso es perder la perspectiva.
b) La coloración taimada
La mística hermética de las “autos” nos ha arrancado la perspectiva del universo como fresco unitario y común para sustituirla por la ciega percepción de los cuadros individuales. Eso nos impide fabricar un universo nuevo, empezar de cero. Cada uno comienza una y mil veces su propio cuadro, pero la falta de perspectiva le impide comprender o siquiera plantearse, como encaja esa nueva proyección en la perspectiva general del arte que construye el universo.

Pero lo que realmente nos impide arreglar lo que está pasando, lo que realmente nos impide encontrar los sentidos, los que nos mantiene en esa agonía auto impuesta y nos limita el paso de las quejas a las protestas y de estas a las acciones no es la falta de perspectiva. Es el uso viciado y perverso que hemos hecho y hacemos de las coloraciones de nuestra pintura individual.
Si las “autos” nos quitaron la perspectiva, los “ismos” nos han cercenado la paleta de colores.

Los “ismos” que se desarrollaron desde finales del siglo XIX y a lo largo de todo el siglo XX fueron los primeros que erradicaron los colores de la paleta con la que estábamos llamados a dibujar el universo; aquella que habría contribuido a que fuéramos capaces de decorarnos a nosotros mismo de forma que fuéramos reconocibles para nosotros y para los demás; de manera que nuestras circunstancias formaran parte de nuestra existencia y nuestra dignidad.
Los “ismos”, bienintencionados o no, acertados o equivocados, nos llevaron a percibir el mundo en blanco y negro. Un nuevo maniqueísmo social y económico que nos dibujo un entorno bicromático, cuajado de colores excluyentes que éramos incapaces de mezclar.
Una vez más pusieron ante nuestros ojos la tentación de lo simple disfrazada de todo tipo terminaciones ideológicas y una vez más nos convertimos en actores de nuestro propio desasosiego, de nuestra perpetua incomprensión, al renunciar al esfuerzo que suponía elaborar una nueva paleta cromática para el paisaje de nuestra existencia.
Sometidos al bombardeo de los “ismos” llegamos a la conclusión de que era necesario reaccionar ante ellos de alguna manera y lo hicimos, pero nuestra reacción generó formas realmente taimadas de utilizar esos colores que las ideologías ponían a nuestra disposición.
Las texturas y arco iris cromáticos que el mundo de los “ismos” puso a nuestra disposición nos forzó a elegir. En el pasado siglo, los seres humanos estaban aún preparados para ese ejercicio y lo realizaron de una manera u otra. Independientemente del color ideológico que eligieran, lo hicieron en relación con la perspectiva global que, aunque comenzaba a difuminarse, a hacerse ininteligible para muchos de ellos, aún era un punto de vista general, sino global. 

Aún mantenía una noción de paisaje compartido, de espacio común.Pero una vez que se ha pasado por la perspectiva del “auto” la ideología cambia, se somete a las nuevas tendencias cromáticas. Los colores cambian, reverberan en la luz de nuestra propia identidad descontextualizada e individualizada y por ello se convierten, el igual que todo el resto de las circunstancia universales, en un color propio, un color que no podemos mezclar con ningún otro porque no estamos en condiciones de asumir siquiera la posibilidad de que exista una gama cromática capaz de albergar todos los colores.
Así que sólo nos quedan tres caminos para afrontar el arco iris de los ismos, tres caminos que son fruto de nuestra autoproclamada incapacida para el eclecticismo. tres caminos de los que hablaremos más adelante.
Habrá más (letalmente aburrido, pero más) el pensamiento nunca suele ser divertido)

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