Ayer os hablaba de que somos incapaces de ver el mundo en la inmensa gama cromática que los "ismos" nos proponen. Nuestra exclusiva preocupación por nosotros mismos nos impide matizarlos, mezclarlos, adherirlos, así que sólo nos quedan tres tipos de respuestas. Sólo nos permitimos afrontar el cambio del mundo, afrontar nuestro propio universo ideológico de tres formas.
1.- El estanco bicromático.
Eludiendo las propuestas de metodología que algunos de esos propios “ismos” proponían e incluso ignorando la tradición de síntesis intelectual de nuestra propia cultura, hemos recurrido a la sencilla opción de estancarnos en el mundo en blanco y negro que los ismos del XIX propusieron como punto de partida. Pero nuestros mundos se han hecho tan reducidos, nuestras circunstancias tan ajenas y nuestras perspectivas tan cerradas que, lo que para los ideólogos del XIX eran puntos de partida y fotografías estáticas de un momento determinadas, se han convertido en finales convenientes que evitan toda posibilidad de evolución.
Puede parecer un ejercicio de compromiso pero si lo miramos en detalle se trata de posturas heredadas, ya sea por emulación o por reacción, que no sólo nos responden a nuestras expectativas reales de existencia, sino, lo que es más grave que no nos permiten mover el pincel de nuestras vidas hacia otros colores, hacia la mezcla con el arco iris que debería jalonar el universo de nuestras ideologías y creencias.
2.- Grises sin horizonte
El cansancio de no reconocernos en esas tinturas maniqueas en blanco y negro. En ese mundo de buenos y malos en el que los buenos somos siempre nosotros y el negro es todo aquello que no coincide con unos criterios que usamos por reiteración aunque ya no nos sirvan, nos conduce a buscar una salida y la única salida en una paleta invadida por dos colores antagónicos es mezclarlos, buscar una nueva tintura de dos que resultan imposibles de percibir por separado
Hemos recuperado para pervertirlo el concepto clásico del término medio, buscando una virtud que no nos satisface pero que simula conferir a nuestra existencia un equilibrio que nos hace huir de la falta de sentido que hemos generado en nuestro universo.
Nos convertimos en niños pequeños manoteando entre sus temperas y mirándonos las manos buscando un nuevo sentido al color sucio que vemos impregnado en nuestras palmas.
Eludiendo las propuestas de metodología que algunos de esos propios “ismos” proponían e incluso ignorando la tradición de síntesis intelectual de nuestra propia cultura, hemos recurrido a la sencilla opción de estancarnos en el mundo en blanco y negro que los ismos del XIX propusieron como punto de partida. Pero nuestros mundos se han hecho tan reducidos, nuestras circunstancias tan ajenas y nuestras perspectivas tan cerradas que, lo que para los ideólogos del XIX eran puntos de partida y fotografías estáticas de un momento determinadas, se han convertido en finales convenientes que evitan toda posibilidad de evolución.
Puede parecer un ejercicio de compromiso pero si lo miramos en detalle se trata de posturas heredadas, ya sea por emulación o por reacción, que no sólo nos responden a nuestras expectativas reales de existencia, sino, lo que es más grave que no nos permiten mover el pincel de nuestras vidas hacia otros colores, hacia la mezcla con el arco iris que debería jalonar el universo de nuestras ideologías y creencias.
2.- Grises sin horizonte
El cansancio de no reconocernos en esas tinturas maniqueas en blanco y negro. En ese mundo de buenos y malos en el que los buenos somos siempre nosotros y el negro es todo aquello que no coincide con unos criterios que usamos por reiteración aunque ya no nos sirvan, nos conduce a buscar una salida y la única salida en una paleta invadida por dos colores antagónicos es mezclarlos, buscar una nueva tintura de dos que resultan imposibles de percibir por separado
Hemos recuperado para pervertirlo el concepto clásico del término medio, buscando una virtud que no nos satisface pero que simula conferir a nuestra existencia un equilibrio que nos hace huir de la falta de sentido que hemos generado en nuestro universo.
Nos convertimos en niños pequeños manoteando entre sus temperas y mirándonos las manos buscando un nuevo sentido al color sucio que vemos impregnado en nuestras palmas.
Para nosotros el mapa de nuestra existencia se convierte en un inmenso cúmulo de grises, como si los tonos intermedios fueran capaces de decorar y matizar una existencia que los dos tonos básicos y puros son incapaces de llenar.
Así, nos convertimos en funambulitas de nuestros propios impulsos y nuestras propias vivencias. Encontramos la virtud en no hacer nada completo, en mantenernos en constante equilibrio, aferrados a una barra que nos permite mantenernos rectos sobre el abismo pero que nos impide movernos para evitar que el peso de uno de los lados nos desequilibre trágicamente.
De modo que se trata de no caer en nada de forma completa, de mantenernos en el gris central de la existencia para evitar que cualquiera de los extremos maniqueos –que en realidad no hemos abandonado- nos capture y nos exija el compromiso y el esfuerzo.
Pero no nos damos cuenta que, una vez mezclados, el blanco y el negro que hemos ensuciado, no sólo no pueden separarse sino que no persisten como tales. Cuando ya hemos renunciado al cromatismo ideológico, al arco iris de los sentimientos y a la paleta afectiva nos damos cuenta que el gris siempre es gris y no puede dejar de serlo.
Nos damos cuenta de que no odiar demasiado supone no amar demasiado; de que no sufrir demasiado lleva aparejado no ser plenamente feliz; de que no esperar demasiado supone no recibir demasiado. Cuando ya hemos enfangado de gris el paisaje de nuestra vida nos damos cuenta de que los colores - aún el blanco y el negro- han desaparecido del horizonte.
Ya no podemos avanzar hacia el blanco nuclear ni retroceder hacia el índigo negro. No podemos movernos más que en escala de grises. No hemos mezclados las ideologías, las hemos perdido y no podemos recuperarlas porque los “ismos” a los que nos aferramos han dejado de mostrarnos un horizonte
De manera que el gris nos impele, al igual que la falta de perspectiva, al igual que el blanco y negro inicial a permanecer quietos en este caso porque no hay ningún lugar al que llegar.
3.- La gama monocroma
Pero incluso cuando suponemos que hemos salido de la bicromía de los “ismos” o que hemos conseguido subsumirla en la amalgama de grises en la que hemos macerado nuestras creencias e ideología; incluso cuando somos capaces de atisbar los colores que deberían servirnos para configurar nuestra paleta, los aplicamos de forma incorrecta.
Nuestra desidia a la hora de colorear nuestras vidas nos ha hecho que, incluso aquellos que recurren a la creencia o a la ideología para atisbar una visión del universo que la falta de perspectiva les ha negado sean incapaces de superar su propia existencia para plantearse la del mundo.
Abandonando la metáfora pictórica.
Hemos conseguido compartimentar las ideologías, las hemos matizados hasta extenuarnos; las hemos escindido hasta convertirlas en retazos; las hemos segmentados hasta que nuestras percepciones han sido capaces de asumirlas.
Incluso aquellos que son capaces de proyectarse más allá de las perspectivas individuales y seguir contemplando el mundo como algo general, son incapaces de acudir más allá de sus propias necesidades.
Así, nos convertimos en funambulitas de nuestros propios impulsos y nuestras propias vivencias. Encontramos la virtud en no hacer nada completo, en mantenernos en constante equilibrio, aferrados a una barra que nos permite mantenernos rectos sobre el abismo pero que nos impide movernos para evitar que el peso de uno de los lados nos desequilibre trágicamente.
De modo que se trata de no caer en nada de forma completa, de mantenernos en el gris central de la existencia para evitar que cualquiera de los extremos maniqueos –que en realidad no hemos abandonado- nos capture y nos exija el compromiso y el esfuerzo.
Pero no nos damos cuenta que, una vez mezclados, el blanco y el negro que hemos ensuciado, no sólo no pueden separarse sino que no persisten como tales. Cuando ya hemos renunciado al cromatismo ideológico, al arco iris de los sentimientos y a la paleta afectiva nos damos cuenta que el gris siempre es gris y no puede dejar de serlo.
Nos damos cuenta de que no odiar demasiado supone no amar demasiado; de que no sufrir demasiado lleva aparejado no ser plenamente feliz; de que no esperar demasiado supone no recibir demasiado. Cuando ya hemos enfangado de gris el paisaje de nuestra vida nos damos cuenta de que los colores - aún el blanco y el negro- han desaparecido del horizonte.
Ya no podemos avanzar hacia el blanco nuclear ni retroceder hacia el índigo negro. No podemos movernos más que en escala de grises. No hemos mezclados las ideologías, las hemos perdido y no podemos recuperarlas porque los “ismos” a los que nos aferramos han dejado de mostrarnos un horizonte
De manera que el gris nos impele, al igual que la falta de perspectiva, al igual que el blanco y negro inicial a permanecer quietos en este caso porque no hay ningún lugar al que llegar.
3.- La gama monocroma
Pero incluso cuando suponemos que hemos salido de la bicromía de los “ismos” o que hemos conseguido subsumirla en la amalgama de grises en la que hemos macerado nuestras creencias e ideología; incluso cuando somos capaces de atisbar los colores que deberían servirnos para configurar nuestra paleta, los aplicamos de forma incorrecta.
Nuestra desidia a la hora de colorear nuestras vidas nos ha hecho que, incluso aquellos que recurren a la creencia o a la ideología para atisbar una visión del universo que la falta de perspectiva les ha negado sean incapaces de superar su propia existencia para plantearse la del mundo.
Abandonando la metáfora pictórica.
Hemos conseguido compartimentar las ideologías, las hemos matizados hasta extenuarnos; las hemos escindido hasta convertirlas en retazos; las hemos segmentados hasta que nuestras percepciones han sido capaces de asumirlas.
Incluso aquellos que son capaces de proyectarse más allá de las perspectivas individuales y seguir contemplando el mundo como algo general, son incapaces de acudir más allá de sus propias necesidades.
Así, hemos desistido de las ideas o las creencias generales y nos limitamos luchar –incluso a combatir, los más arcaicos- por principios que aunque se nos antojan universales y eternos son sólo una expresión de nuestras necesidades individuales.
No nos presentamos ante el mundo con ideologías universales, sino con pequeños “auto ismos” que ni siquiera nos representan en nuestro conjunto como seres humanos, sino que sólo ponen el énfasis de nuestra lucha, nuestra solidaridad o nuestra reivindicación, en una faceta del mundo y en una faceta de nosotros mismos.
Con la evolución de los tiempos, hemos perdido las ideologías generales y nos defendemos en cuanto somos mujeres, hombres, homosexuales, individuos raciales, minusválidos, divorciados, agredidos, maltratados, lesbianas, inmigrantes o cualquier otro tipo de aspecto de una sociedad o un individuo, pero nunca planteamos conceptos generales.
Por ello cada reivindicación nos enfrenta a otro colectivo, cada petición nos enfrenta a las exigencias antagónicas de otro colectivo igualmente representado. Volviendo a la metáfora pictórica
Como solo elegimos un color –por muchos que tengan nuestras banderas y nuestros símbolos-, todos los demás colores no armonizan con el nuestro así que sólo nos queda la solución de mezclarlos con el color elegido para transformarlo en algo que nuestro ojo pueda percibir o simplemente ignorarlos como si no figuraran en la paleta. Somos incapaces de pintar con los colores de los demás. Somos incapaces de generar, inferir o deducir ideologías globales que puedan suponer que nosotros mismos como individuos o como colectivos no seamos el centro y los principales beneficiarios de las mismas.
Resumiendo que nos conformamos con ver el mundo en el maniqueísmo del blanco y el negro y cuando esa actitud deja de servirnos, porque somos incapaces de acceder a ninguno de los dos horizontes, intentamos teñirlo todo de unas medias tintas insustanciales que nos posibilitan permanecer en la inacción del falso equilibrio que nos ocasiona el punto medio –entendido este como mediocridad-. Cuando nos damos cuenta que la bicromía no nos conduce al final retornamos a los colores para elegir solo los de una gama rechazando la más cansada y frustrante posibilidad de intentar componer una pintura en la que nuestro color sea sólo un matiz del conjunto de las tonalidades.
Como con los “autos” nos hemos negado la perspectiva y con los “ismos” nos hemos cercenado la gama cromática, no encontramos la forma de dar profundidad al paisaje vital que queremos dibujar y el resultado es el único que cabía esperar: un dibujo plano y estático.
Lo que ha generado en nosotros, en nuestra sociedad y en nuestras existencias la dinámica del recurso a todos los “auto ensalmos” que jalonan nuestras decisiones no se ha limitado a impedirnos colocar las piezas del retablo por carecer de la clave en perspectiva que nos de las distancias.
Con el correr de los tiempos, de los últimos tiempos, hemos perdido algo más importante. El mundo que vivimos, de ese del que decimos que pierde su sentido, es un mundo parado.
(seguirá, para vuestra desgracia)
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