Es un vicio antiguo y eterno. Es algo que siempre hemos hecho los seres humanos y siempre volveremos a hacer. Es una reacción que surge de nuestra incapacidad para soportar mirarnos al espejo cuando no estamos guapos, hacer balance cuando presuponemos que va a ser negativo o pensarnos las cosas cuando el resultado de tal pensamiento amenaza con ser aquello que no queremos que nos salga de dentro.
Es algo tan antiguo como negarnos el reconocimiento de que no somos perfectos y no estamos en disposición de alcanzar la perfección.
En estos tiempos en los que nuestra imposibilidad manifiesta para el cambio como sociedad y nuestra negativa a evolucionar como economía nos abocan al desastre hay demasiados espejos en la calle, hay demasiados cristales pulidos por la rugosa lija de la necesidad en los que mirarnos, en los que contemplar nuestras imperfecciones.
La calle se ha poblado de seres ambulantes que andan sin paradas para que nadie descubra que no tienen lugar a donde ir, de durmientes infinitos y extemporáneos que nos cortan el paso en los cajeros, que nos cierran el descanso en los bancos del parque, de mujeres y hombres que soportan las esquinas nocturnas y salen a la calle para no entrar si alguien no ha entrado antes en ellos pagando el peaje acordado.
La crisis, nuestro rápido y continuado descenso a la miseria aunque se nos congele el gesto al decir la palabra, nos ha poblado las calles de mendigos, de putas, de chaperos, de gente que pernocta en las bocas de metro, que pide en sus vagones, que canta, toca el violín o simplemente llora en sus largos pasillos de trasbordo.
Más allá de sus falsas historias, de sus malas canciones, de sus tristes ofertas de placer, nos mandan un mensaje, nos envían un pulso a la artería que debería irrigar esa parte del cuerpo que tenemos dormida por no saber usarla, por no querer ponerla en marcha.
Nos dicen que en algo hemos fallado. Que hemos fallado en todo.
Y nosotros, que vemos cada día como la realidad nos tensa la brida y nos aprieta el bocado que nos impiden cabalgar en nuestra supuesta perfección como sociedad y bondad como individuos no queremos ni verlo.
Nos fingimos dormidos en el metro cuando pasa el mendigo con su bolsa, nos cambiamos de acera cuando se acerca el eterno paseante hacia ninguna parte, pagamos la comisión en el otro cajero con tal de no pasar por encima de aquel que está dormido con el cansancio eterno de la desesperante imposibilidad de ser él mismo, aceleramos y nos saltamos el semáforo, prefiriendo la multa a la oferta del chapero o la puta junto a la ventanilla.
Hacemos lo que sea, inventamos excusas internas o críticas plausibles para no pensar en la que vemos, para no contemplarlo de frente. Resulta hasta casi entendible. Es muy duro verse reflejado en los ojos cansados de un mendigo. Es doloroso poder reconocerse en la mirada falsamente brillante en maquillaje de una puta esquinera.
Reclamamos para nosotros mismos el derecho a dormir el sueño de los justos. Sabemos que no lo tenemos pues no hemos sido en ningún modo justos. Pero es la única forma de pasar ante ello sin tener que mirarlo. Sin caer en el riesgo de descubrir en cada una de sus falsas historias una mentira nuestra, en cada uno de sus dolientes caminares una huida protagonizada por nuestros propios pasos.
Y los que nos gobiernan, aquellos que siguen arrojándonos día tras día a caminos plagados de futura miseria y presente congoja, hacen para nosotros tres cuartas de lo mismo.
Los quieren retirar de las calles, penalizan con multas la mendicidad, prohíben en las calles la prostitución, recurren al arma milenaria de nuestra sociedad, el eterno dinero, para intentar acallar el mensaje que mandan sin querer los que pueblan las calles, los que llevan escritos en la frente, los labios o el escote, los mensajes que nosotros no queremos ni siquiera escuchar.
Modifican la lucha por la perfección por la apariencia de perfección en un acto elusorio que les convierte en cómplices voluntarios de todos los que confunden no mirar con no ver, de todos los que como el chimpancé o el niño de dos años creen que al taparse los ojos lo que queda al otro lado de sus manos desaparece y también deja de verles.
Ignoran que la multa tan sólo significa una molestia más para todos aquellos que viven en perpetua molestia porque no tienen con qué pagar su vida ni la multa; tan solo le supone un polvo más en mitad de la calle, en un coche o un portal a quien ya solo puede ganar el sustento que precisa con la venta de aquello que es suyo y que el comercio con él le arrebata también.
Pugnan por apartarlos de las calles, no de la miseria; luchan por hacerlos invisibles no por alejarles de la desesperación; gastan tiempo y recursos para que no molesten a los que pasan por las calles en el día camino del trabajo que ellos han convertido en un hito precario o de los ritos elusivos de copas, borracheras, quedadas y ligoteos que hacen que olvidemos que nos faltan las cosas que nos hacen la vida y empiezan a faltarnos las que tan sólo precisamos para la supervivencia.
Hacen lo mismo que nosotros. Ignoran que no ver no anula la existencia de aquello que no vemos.
Ahora que la vida, tras tres generaciones, nos pide, nos exige, nos suplica por fin, que hagamos algo, nosotros no sabemos qué hacer o, para ser exactos, sí sabemos qué hacer pero no queremos arriesgarnos a hacerlo.
Y decimos que son falsos mendigos, que no tenemos nada que darles, que hay alberges. Cualquier cosa que cargue sobre el otro la responsabilidad de lo que nos está diciendo con su mensaje, de lo que nos está enviando con sus acciones.
Como siempre que nos llega un mensaje que no queremos oír, como siempre que alguien en cualquier ámbito personal o social, nos reclama, con derecho o sin él, que hagamos algo, nos negamos a hacerlo.
Es más fácil mirar a otro lugar, refugiarse en el arte occidental de ignorar lo presente, que encerrarse en tu cuarto y pensar contra ti acerca de aquello que el cuerpo tumbado en el cajero, la mano extendida en el vagón o el escote apoyado contra la ventanilla te están diciendo a gritos. Porque si finjo que no lo veo, que no lo escucho, que no lo siento, no me veo obligado a contestar.
Así que nuestros gobiernos, nuestras autonomías y nuestros alcaldes se niegan a mirar de frente el problema al igual que nosotros y nos dan un consejo escondido en sus multas, sus leyes y sus decisiones.
Haced lo que queráis pero, como al mitológico Basilisco, como a la mítica Gorgona, nunca miréis a los ojos de frente a aquellos que se han convertido en las nuevas razas de noche y de día que pueblan nuestras calles. No lo hagáis porque os atrapará el triste anuncio que pregonan sus cuerpos, sus actos y sus vidas.
Y entonces tendréis que escuchar lo que dicen, tendréis que pensar detenidamente en ello.
Y, sobre todo, no podréis eludir la respuesta. Tendréis que tomar partido. Tendréis que despertar del sueño de los justos que os habéis autoimpuesto sin derecho a soñarlo.
Así que, es muy sencillo, apartad la mirada y tapad el espejo que os devuelve todo lo de vosotros que no os agrada ver. Así nunca tendréis que responder. Así podréis por siempre seguir sin hacer nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario