Era ilógico que una diosa llegara desde donde llegó ella. Pero lo hizo y lo hizo con la suficiencia desmedida del que no alberga la más mínima duda sobre su divinidad.
Hubiera resultado absurdo que aquella que llegó sola, que creció sola y que se encumbró sola pidiera el respaldo del alguien, exigiera la lealtad de alguien. Pero lo hizo.
Clavó su mirada de ámbar en las pupilas del mundo y pidió amor. Su esencia reclamaba que lo exigiera; su naturaleza la impelía a que lo tomara; su nacimiento la obligaba a que lo creara y su muerte la invitaba a que lo ignorará.
Pero ella se plantó ante el mundo y lo pidió. Lo pidió con los ojos, lo imploró con las manos, lo demando con la sonrisa y lo suplicó con el llanto. Lo pidió y luego negó que lo hubiera hecho.
Pero, como no había nadie que pudiera escucharla, no había nadie que pudiera creerla. Así que sólo logró mentirse a si misma, como hacen los dioses siempre que alguien les coge en una mentira.
En esas irónicas condiciones de misticismo inverso, hubiera resultado lógico que nadie escuchara a esa diosa de la soledad barnizada de falsa furia; hubiera debido ser imposible que los oídos de las armas y el honor se prestaran a un susurro negado e irreconocible de unos labios desconocidos, de una divinidad sin adoradores.
Unos dicen que fue la belleza; otros que la pasión. Algunos que el azar y los menos que la necesidad. Pero lo cierto es que en aquel mundo no había rey, así que no había gobierno; no había escritura, así que no había ley y no había burocracia, así que no podía haber lógica.
Y por eso los oídos de aquellos que no escuchaban accedieron a aquello que no había sido pedido, que no podía ser pedido. Los caballeros y los escuderos, los gentilhombres y los hidalgos, los maeses y los villanos, los campesinos y los pastores y hasta la soldadesca y la canallesca, quizás estos los que más, escucharon la petición y accedieron a lo reclamado.
Hubiera sido ilógico que fuera de otra manera. La diosa desmedida recibió así una respuesta sin medida.
Y el mundo amó.
Amó sin saber a quién: amó a quienes no debía amar; amó mas allá del gobierno de un rey inexistente; por encima de la ley de una escritura aún no descubierta; amó más allá de la lógica de una burocracia innominada.
El mundo amó contra la inteligencia que le había creado y no gracias a ella; amó oponiéndose al instinto que le había garantizado su supervivencia y no a causa de él.
La diosa desmedida les pidió amor y ellos se lanzaron a él sin reservas, sin ambages, sin cortapisas y sin explicaciones.
Pero, pese a que de cualquier dios se espera que acepte a sus adoradores, de cualquier deidad se intuye que acoja a sus suplicantes, La Diosa Desmedida volvió a mirar a los ojos del mundo y se marchó como si nunca hubiera estado allí.
Cada año, cuando el invierno enfría los árboles, los rostros de las mujeres y los bajos de los hombres, la diosa vuelve exigiendo lo que no pidió y pidiendo lo que no deseaba. Pero ya no recibe nada. Como no puede ser de otro modo, cada año, en forma de besos, de brindis o de abrazos, la diosa desmedida recibe la respuesta sin medida de aquellos que la escucharon.
Así comenzó la era del hombre. Contra el instinto, contra la inteligencia, contra la ley, contra la diosa.
Hubiera resultado absurdo que aquella que llegó sola, que creció sola y que se encumbró sola pidiera el respaldo del alguien, exigiera la lealtad de alguien. Pero lo hizo.
Clavó su mirada de ámbar en las pupilas del mundo y pidió amor. Su esencia reclamaba que lo exigiera; su naturaleza la impelía a que lo tomara; su nacimiento la obligaba a que lo creara y su muerte la invitaba a que lo ignorará.
Pero ella se plantó ante el mundo y lo pidió. Lo pidió con los ojos, lo imploró con las manos, lo demando con la sonrisa y lo suplicó con el llanto. Lo pidió y luego negó que lo hubiera hecho.
Pero, como no había nadie que pudiera escucharla, no había nadie que pudiera creerla. Así que sólo logró mentirse a si misma, como hacen los dioses siempre que alguien les coge en una mentira.
En esas irónicas condiciones de misticismo inverso, hubiera resultado lógico que nadie escuchara a esa diosa de la soledad barnizada de falsa furia; hubiera debido ser imposible que los oídos de las armas y el honor se prestaran a un susurro negado e irreconocible de unos labios desconocidos, de una divinidad sin adoradores.
Unos dicen que fue la belleza; otros que la pasión. Algunos que el azar y los menos que la necesidad. Pero lo cierto es que en aquel mundo no había rey, así que no había gobierno; no había escritura, así que no había ley y no había burocracia, así que no podía haber lógica.
Y por eso los oídos de aquellos que no escuchaban accedieron a aquello que no había sido pedido, que no podía ser pedido. Los caballeros y los escuderos, los gentilhombres y los hidalgos, los maeses y los villanos, los campesinos y los pastores y hasta la soldadesca y la canallesca, quizás estos los que más, escucharon la petición y accedieron a lo reclamado.
Hubiera sido ilógico que fuera de otra manera. La diosa desmedida recibió así una respuesta sin medida.
Y el mundo amó.
Amó sin saber a quién: amó a quienes no debía amar; amó mas allá del gobierno de un rey inexistente; por encima de la ley de una escritura aún no descubierta; amó más allá de la lógica de una burocracia innominada.
El mundo amó contra la inteligencia que le había creado y no gracias a ella; amó oponiéndose al instinto que le había garantizado su supervivencia y no a causa de él.
La diosa desmedida les pidió amor y ellos se lanzaron a él sin reservas, sin ambages, sin cortapisas y sin explicaciones.
Pero, pese a que de cualquier dios se espera que acepte a sus adoradores, de cualquier deidad se intuye que acoja a sus suplicantes, La Diosa Desmedida volvió a mirar a los ojos del mundo y se marchó como si nunca hubiera estado allí.
Cada año, cuando el invierno enfría los árboles, los rostros de las mujeres y los bajos de los hombres, la diosa vuelve exigiendo lo que no pidió y pidiendo lo que no deseaba. Pero ya no recibe nada. Como no puede ser de otro modo, cada año, en forma de besos, de brindis o de abrazos, la diosa desmedida recibe la respuesta sin medida de aquellos que la escucharon.
Así comenzó la era del hombre. Contra el instinto, contra la inteligencia, contra la ley, contra la diosa.
Los hombres aman. No porque la diosa lo quiera, no porque la inteligencia lo damande. Los hombres aman porque su vida y su mundo no les han preparado para otra cosa. Pero a la diosa, no.
Los hombres sólo esperan, pacientes y cansados, que retorne la diosa para amar algún día a la mujer que buscó ser con ellos por pedirles amor, la humana encarnación en que se transformó por intentar compartirlo con ellos. Pero ya no soportan amar más a la diosa. No mientras sea diosa. Aman a la mujer.
Cuando no se espera una respuesta concreta no te puedes quejar de que la respuesta que te dan o no te dan no sea la que deseas.
Ni aunque no seas una diosa y pretendas actuar como una.
Ni aunque no seas una diosa y pretendas actuar como una.
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