Si es que tenía que pasar. Cuando tanto se niega uno a ver la realidad, cuando tanto se insiste en una forma de hacer las cosas muerta y enterrada, no sólo por tiempo sino por todas las veces que la hemos intentado y todas las veces que ha terminado fracasando, al final pasa, las historias se repiten y con ellas se repiten sus finales.
Y eso es lo que ha pasado con Ypf, la compañía petrolera argentina que esta noche ha sido por fin expropiada después de un "se veía venir" que duraba ya varios meses.
Pasa porque tenía que pasar, pasa porque el Occidente Atlántico cae una y otra vez en los mismos errores y llega a los mismos finales, aquejado de un gusto por la repetición trágica de sus fracasos que se ha convertido en una patología en esta civilización.
Tenemos un sistema económico que precisa un nivel de combustible y de energía desconocido en la mayoría de los cuadrantes estelares de la vía láctea. Y nos resulta necesario para mantener unos mínimos que a nosotros nos resultan necesarios pero que son a todas luces exagerados. Y para mantener esos niveles de consumo necesitamos un combustible que no tenemos, que no es nuestro y que no nos pertenece. Es decir, necesitamos a otros.
Y necesitar a otros y relacionarse con otros es algo que siempre se le ha atragantado al Occidente Atlántico y a los occidentales.
Más allá de los vicios nepotistas de una presidenta argentina que piensa más en su pecunio personal que en el bien de su propio país, más allá de lo propio o lo impropio de la decisión, la expropiación de Ypf es un fracaso más de los modos y maneras occidentales de hacer las cosas.
Porque Repsol ha hecho lo que se ha hecho siempre en nuestra agónica civilización y le ha fallado como nos falla siempre.
Cuando estaba casi ahogada, cuando era una empresa menor en su sector que se limitaba al ámbito nacional y con mucha competencia, cuando lo pasaba mal, quiso dejar de hacerlo, quiso dar el salto y empezar a gozar de beneficios y presencia internacional, de expansión y de buenos números en sus cuentas de resultados. Quiso, en una palabra empezar a gozar de ser empresa.
Y lo hizo, como suelen hacerse estas cosas y como es lógico que se hagan, apoyándose en otros, utilizando la fuerza de otros. En este caso el petróleo de otros que para algo Repsol es una empresa de hidrocarburos.
Y ese no es el error. El error fue no saber apoyarse en ellos, utilizar los modos y maneras heredados de fórmulas que ya habían fallado al menos una docena de veces en Latinoamérica, en Asia y en África. Incluso hace unos cuantos siglos en Europa.
En lugar de optar por el camino largo y difícil en ocasiones de una relación como iguales, de una fórmula en la que todos jugaran al mismo juego porque querían jugarlo, se apoyó en otras cosas, buscó lo que necesitaba y no lo que le era necesario. Que puede parecer lo mismo pero, cuando el tiempo pasa, uno termina dándose cuenta de que no lo es. Aunque generalmente tarde.
Y así recorrió las tierras argentinas, desde Tierra de Fuego hasta el Estuario de la Plata, llenando de lisonjas y dádivas a los gobernadores, untando diputados y políticos -incluidos los Kirchner- y buscando apoyos para una compra de una empresa nacional que no pertenecía ni a esos diputados ni a esos gobernadores sino a aquellos que los habían elegido.
Logró su objetivo como suele hacerlo ese remedo de colonialismo corporativo que se ha llamado transnacionalidad y entonces fue feliz. Por fin disfrutaba de su condición de empresa grande, de su posicionamiento -no sé porque no se dice posición en el mundo empresarial-, de sus beneficios.
Y no se preocupó de que los argentinos, los verdaderos dueños -por casualidad geográfica y genética, eso sí- del petróleo que la estaba haciendo feliz también lo fueran. No se preocupó, como ninguna empresa se preocupa en el mundo occidental. También nuestras empresas son como somos nosotros.
El petróleo argentino había sacado a Repsol del abismo, la había soportado en los tiempos oscuros, se le había hecho necesario pero esa repentina felicidad recuperada, ese estallido de éxito, de beneficios, de alegría empresarial floreciente y florecida no se compartió con aquellos que habían sido necesarios para conseguirlo. Cuando llegó el momento de disfrutar las vacas engordadas con la ayuda y soporte de los argentinos, Repsol se volvió hacia otros para celebrar el momento de gozo y de disfrute: hacia sus accionistas.
En lugar de optar por el esfuerzo que supone afianzar su implicación en la sociedad y la vida argentina, que eran al fin y al cabo los que habían contribuido a su recuperación, se volvió hacia sus accionistas y sólo se preocupó de ellos.
Convirtió en su prioridad a aquellos que no habían estado presentes en los malos momentos, a aquellos que tan solo se acercaban a ella porque ahora les garantizaba unos dividendos alegres y gozosos que se habían producido con la participación de otros, con la ayuda de otros.
Por no aceptar el esfuerzo de construir algo con aquellos que habían puesto los cimientos de su nuevo apogeo se hizo esclava de aquellos que tan solo la requerían a última hora, cuando todo lo demás había fallado, para su propio beneficio y que, en cuanto dejaran de obtenerlo o vieran otro mayor en algún otro sitio, la abandonarían, dejándola de nuevo sola y en la estacada.
Y no miró a Argentina. Cuando las cosas se hacían obvias y evidentes, cuando era puesto en riesgo aquello que Argentina le daba y ya creía incuestionablemente suyo, se volvía a mirarla y le ponía parches y paños calientes para pasar el trago. Si los sindicatos se le encendían, llamaba a algún ministro para que incluso hiciera uso de la fuerza para tranquilizarles, si la situación económica se le complicaba, movía algunos hilos para lograr que cayeran 1.000 millones de dólares en las arcas de un gobierno en bancarrota que no dejaba a los argentinos sacaran sus dineros del ya históricamente mítico corralito.
Movía los peones, cambiaba las jugadas, para que sus nuevos señores, aquellos que solamente estarían con ella si les daba lo que querían, justo en el momento en el que lo reclamaban y exactamente en el modo en que lo exigían, siguieran a su lado, arrinconando a aquellos que la habían permitido llegar a donde estaba, que le habían demostrado una y mil veces que siempre estaban ahí, trabajando para ella.
Y así pasó lo que tenía que pasar.
Y Repsol, cuando pasa, intenta refugiarse en aquellos que ya la levantaron una vez. Y envía videos a los medios hablando de las obras sociales que ha realizado, de las inversiones que ha llevado a cabo o estaba dispuesta a llevar. Pero de nada sirve porque los argentinos saben que ahora, cuando llega de nuevo el frío y crudo invierno de la soledad empresarial, se recurre a ellos para lograr el impulso, la resistencia y la victoria que luego será compartida con otros que nada han hecho para ello.
Y se queja de "técnicas mafiosas" porque la presidenta argentina ha callado, ha amenazado y ha diseñado una estrategia para que bajen las acciones y poder así expropiar a un precio menor que incluso ni siquiera pagará. Se queja de que Kirchner haga exactamente lo mismo que han hecho ellos para mantener contentos a sus nuevos amos. Se quejan de que la presidenta del Chanel y el nepotismo sea como ellos y tire de silencios, engaños y ocultaciones para beneficiarse.
Porque la inquilina de la Casa Rosada se comporta igual que Repsol cuando cambió balances, manipuló contabilidades, rebajó sueldos, aceptó inversores ficticios, dilapidó sobornos y toda suerte de ocultaciones, silencios y elusiones para tener contentos a aquellos que sólo en el placer del beneficio mutuo estarían con ella, mientras que aquellos que lo habían estado desde el triste principio perdían con cada una de esas acciones y omisiones.
Y el gobierno español reacciona con un ardor guerrero absurdo y desmedido, como el amigo que en lugar de decir un triste "te lo dije, tenías que haberlo hecho de otra forma si no querías perder aquello que quieres y que te hace falta" tan sólo da palmaditas en la espalda y apoyo incondicional, tratando como suyo un problema que sólo es de Repsol y de sus accionistas, porque así lo ha querido la empresa que cometió el error recurrente de Occidente de apoyarse en alguien o en algo sólo para lo que le viene bien y darle de lado cuando lo que demandan de él es algo que exige esfuerzo, atención y tiempo.
Y los nuevos amantes, aquellos por los que tanto se esforzó la compañía, por los que movió todo, por el placer de cuya compañía arrincono a aquellos que habían hecho el camino más duro junto a ella, ¿qué harán?. Lo único que saben hacer cuando arrecían los vientos y los fríos te cortan la epidermis. Se marcharán y ya se están marchando porque estar con Repsol ya no es tan divertido, ya no es beneficioso y no le debo nada. Retiro mi dinero y me voy a emplearlo en otro plan mejor e otra inversión más provechosa y si la empresa que me ha dado el placer de la ganancia ya no puede dármelo es su problema.
No es nada personal. Y esa es la tristeza. Nunca hay nada personal y no queremos que lo haya en la economía de este mundo atlántico. Ni otras muchas cosas.
Puede que Cristina Fernández lo haga todo por beneficio propio -de hecho es casi seguro-, puede que nada de eso le afecte en su decisión porque al fin y al cabo ella es como Repsol, es tan occidental como nosotros, y ve las circunstancias, las acciones, las empresas y las personas como piezas de un juego que solamente sirve a sus necesidades de poder, de beneficio o de ambas cosas. Y puede que la expropiación se deba a todo eso.
Pero el pueblo argentino no moverá ni un dedo para evitarla porque ya está cansado, porque Repsol no ha compartido con ellos nada de todo aquello han logrado entre ambos, porque se niega a hacer esfuerzo alguno con ellos por ganar un futuro que todos saben que es el deseable aunque no el sencillo. No moverá ni un dedo, no se quejará, porque sabe que nada de lo que gane para Repsol, de lo que se esfuerce para seguir consiguiendo para ella, será compartido con ellos cuando de nuevo el ciclo de los tiempos lleve el banquete opulento a la mesa de Repsol y a ellos vuelvan solamente a caerles unas pocas migajas a regañadientes.
Y los habrá que dirán que eso es lo lógico en las empresas, que eso es lo que deben hacer, preocuparse exclusivamente de sus beneficios y no mirar atrás, ni un lado, ni adelante, solo a su propio ombligo contable de dividendos.
Y quizás sea cierto. Al fin y al cabo nuestras corporaciones no tienen por qué hacer algo que no hagamos nosotros cada día.
Y quizás sea cierto. Al fin y al cabo nuestras corporaciones no tienen por qué hacer algo que no hagamos nosotros cada día.
Y puede que los haya que digan que todo esto es una explicación demasiado poética, filosófica o romántica de lo que ha pasado con Repsol e Ypf. Y seguro que también aciertan pero, ¿quién ha dicho que estuviera tan solo hablando de Repsol e Ypf?
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