Hay quien dice que las forman te dan o te quitan la razón. Si te paras a pensarlo un instante es un absurdo, pero el pensamiento popular no deja de tener un resquicio de verdad. Las formas y los modos dicen algo, generalmente mucho, de aquellos que los ponen en práctica. No porque alteren los contenidos y los mensajes sino porque desvelan lo que son los continentes y los emisores de los mismos.
En nuestro gobierno se está volviendo algo habitual, algo casi patológico, recurrir a formas que les definen, que nos desvelan modos y maneras que les dejan al descubierto. Aunque, curiosamente, ellos pretenden utilizarlas para todo lo contrario.
Rajoy corriendo por los pasillos, Montoro en un mutismo casi recalcitrante ante cientos de micrófonos, Soria, el ministro de Industria, lanzando un video mensaje desde la lejanía retando al gobierno argentino en su endémico conflicto con la inversión española, de nuevo Rajoy emitiendo un comunicado de prensa para presentar unos recortes o anunciando en Seúl recortes en sectores públicos...
Parecen cosas que en principio no tienen nada que ver, o que solamente están relacionadas por los contenidos, pero por lo que están relacionados es por otra cosa. Es por las formas de relación que ha elegido este gobierno para con la sociedad, con el país y con el mundo en general.
Todo ello se puede reducir a dos factores comunes, a dos palabras: Unidireccionalidad y Silencio.
Esa es la política comunicativa de este gobierno. O mejor dicho la política no comunicativa. Porque esas dos herramientas solamente sirven para no comunicarse, no para todo lo contrario.
Mariano y sus chicos de Moncloa han decidido ser unidireccionales. Dicen lo que quieren o tienen que decir y no aceptan respuestas, preguntas, aclaraciones ni réplicas.
Eligen la forma más sencilla para ellos de hacerlo, la menos dolorosa, y una vez dicho su mensaje desaparecen como el viento para que nadie pueda cuestionarlo, para que nadie pueda rebatirlo.
Se convierten de repente en la madre furiosa que regaña a su vástago y, antes de que este pueda argumentar, se gira batiendo la melena y cierra la puerta de un portazo, dejando a su interlocutor con el aire cargado en los pulmones; en el amante despechado que envía una incendiaria misiva y luego elimina a su amada de la lista de correo para que el antispam le deje a salvo de su réplica, en la esposa enfadada que inunda por teléfono los oídos del esposo de recriminaciones por la traición y luego cuelga para no escuchar sus explicaciones o sus excusas; en el jefe que convoca una reunión de brainstorming -¡qué curioso anglicismo, por cierto!- y tras difundir sus quejas, sus puntos de vista y sus estrategias, la da por terminada sin que nadie más que él haya abierto la boca.
Y da igual que sea en una comparecencia cuajada de periodistas extranjeros al otro lado del mundo que no tienen posibilidad de preguntar, en un documento digital distribuido a través de la agenda de correo electrónico de Moncloa a los medios o en un video con fondo bucólico grabado en un lugar indeterminado de Polonia -que hace temer por lo siniestro que nuestro ministro haya sido secuestrado por un grupo de tuaregs en el Sahel-.
El rito es el mismo. Se alejan lo suficiente hasta que se sienten a salvo de la reacción inmediata, eligen el medio que haga esta reacción imposible e indolora para ellos, y luego lanzan el mensaje y corren a refugiarse tras la maraña de escudos y picas alzadas de sus, cada vez peor llamados, departamentos de comunicación.
Y esa unidireccionalidad lo que hace es matar la comunicación, la que es necesaria entre un gobierno y su sociedad, la que es imprescindible entre gobernantes y gobernados si de verdad se quiere que el proceso de gobierno sea algo que en su tiempo se llamó democracia.
Han tenido la oportunidad de hacerlo de otra manera, de presentarse ante los medios de comunicación e incluso de convocarlos, pero no lo han hecho.
No lo han hecho porque no quieren escuchar lo que se tiene que decir sobre ellos, porque temen lo que se vaya a decir, porque saben lo que les va a preguntar, lo que se les va a reprochar -con razón o sin ella- y no quieren escucharlo. Solamente quieren escucharse a sí mismos.
Y luego afirman que contestan, debaten o argumentan en el parlamento. Pero es mentira. Un parlamento con mayoría absoluta, sea de quien sea, no es otra cosa que un espejo en el que se reflejan fulgurantes todos los deseos de un gobierno.
Es como llamar a los amigotes para que te den la razón después de la ruptura, es como hablar con el pelota de turno para que te diga lo bien y firme que has estado en la reunión, es como tomar café con las amigas para que te consuelen y te apoyen después de la discusión de pareja que tú has provocado sin razón, es como irte de botellón y quejarte por los castigos de tus padres. Es como cambiar de estado en Facebook. Es hablar contigo mismo.
Nuestro presidente se convierte en el remedo conservador y barbudo de Eduardomanos tijeras, que exige espera y concentración absoluta minetras hace sus recortes en absoluto mutismo y sin explicar que es es lo que saldrá de ellos. Aunque todos sabemos que nada de lo que salga será tan bello y emocionalmente demoledor como los trabajos en los setos del mítico personaje cinematográfico.
Rehúsa la bidireccionalidad en las comunicaciones porque sabe que lo va a escuchar no le va a gustar. Pero no puede hacerlo. No puede hacer lo que hacemos nosotros como individuos. Escuchar solamente a los que refuerzan lo que creemos o pensamos, hacer caso solamente a aquellos que nos apoyan y nos siguen la corriente porque no les importamos lo suficiente como para criticarnos cuando lo merecemos.
Es posible que, acostumbrado a nuestro vicio occidental atlántico de hacer solamente caso de aquello que emana de nosotros mismos, nuestro gobierno crea que puede hacerlo, que es lícito hacerlo y que está en su derecho inalienable de hacerlo.
Pero si como individuos eso nos está destruyendo, como sociedad nos está llevando a la decadencia y como humanidad no está poniendo contra las cuerdas, como Gobierno la unidireccionalidad comunicativa nos aboca al fracaso. Sea cual sea la política.
Si se habla hay que escuchar. Hay que dejar el micro abierto, el correo electrónico en línea. Hay que quedarse en la estancia para escuchar las palabras del hijo, permanecer en el auricular para oír las excusas del marido o sentado en la cabecera de la mesa para recibir los delirios del equipo creativo en pleno brainstorming.
Si se tiene la oportunidad de hacerlo de frente, de cerca, a la cara, hay que hacerlo así. Hay que darle al otro la posibilidad de reaccionar en contra tuya o incluso a tu favor. Le puedes pedir que no lo haga, pero no negarle la posibilidad de hacerlo.
Incluso aunque nada de esto llegue a producirse, incluso aunque creas que nada de esto ayuda. Incluso aunque pienses que, al menos de momento, no va a servir para nada. Hay que mantener los canales abiertos.
Y además está el silencio.
Rajoy y sus mesnadas, vestidas de Gobierno e institución pública de máximo respeto, se escudan en la estrategia comunicativa más antigua, más ciega, más delirantemente inútil: el silencio.
Si les recriminan calla, si les pregunta, callan, si les conminan, les interpelan o les rebaten huyen para poder seguir callando. Si se les exige callan. Si se les suplica, callan.
Y no hay nada más que hablar. Como si su silencio fuera suficiente como para comunicar que lo que quieren saber los otros no es importante, no es relevante, no es digno de ser tenido en cuenta. Como para demostrar que se les diga lo que se les diga, ellos seguirán firmes en sus convicciones. Como para demostrar que nada los detendrá.
Y en realidad lo que están demostrando es todo lo contrario. Es que ya están parados y no tienen impulso para seguir avanzando.
Porque si la unidireccionalidad es la forma inequívoca de demostrar que eres incapaz de escuchar a los demás, el silencio es el síntoma palpable de que no están en condiciones de escucharse a sí mismos.
Rajoy y su Consejo de Ministros se ponen a salvo de sí mismos en el silencio.
Al no tener que responder no tienen que deambular por su interior, por sus ideas y convicciones, para buscar los argumentos necesarios para la respuesta. Y así no corren el riesgo de que ese paseo interior les enseñe lo que no quieren encontrar. Dudas, puntos ciegos o incluso agujeros negros en lo que se supone que tenían claro, estudiado y meditado.
Solamente por intentar contestar una pregunta, por intentar rebatir un argumento, pueden descubrir el todo como inconsistente, hasta el punto de que tengan que cuestionarse si en realidad lo que creían bueno, lo es; lo que estimaban conveniente, lo es o lo que consideraban incuestionable y parte de la esencia irrenunciable de su gobierno no es más que un castillo de naipes que se deshace al primer golpe de viento de cierta consistencia. Sea de los mercados, de la sociedad o de los Medios.
Y así, como las circunstancias les permiten el silencio, como el sistema se lo posibilita, callan no para no tener que enfrentarse a los demás, sino para no tener que enfrentarse a la posibilidad de que lo que ellos creen la verdad solamente sea una ilusión.
Porque la respuesta del silencio, ya sea forzada o voluntaria, requerida o indeseada, consentida o impuesta, solamente envía un mensaje a aquellos que la reciben.Sin paliativos y sin atenuantes: miedo. Miedo a lo que sea, pero miedo.
Incluso miedo del propio emisor del silencio hacia sí mismo.
De nuevo disfrazados -porque lo son, como todos nosotros- de individuo occidental atlántico, en cuanto tienen la posibilidad de callar de forma más o menos plausible lo hacen, recurren a la negación comunicativa, por no correr el riesgo de que por intentar negar a los otros sus argumentos se encuentren reconociendo ante estos que son los suyos los que no valen, los que tendrían que cambiar, que sería bueno para ellos y para todos que cambiaran.
Si nosotros no sabemos, no queremos o no podemos pensar en contra propia, esa impronta alcanza proporciones faraónicas en los gobiernos.
Unidireccionalidad y silencio.
Los dos primeros clavos en el ataúd de la política comunicativa de un gobierno que por no hacer el esfuerzo de dar presencia a los demás en sus esquemas corre el riesgo de que estos esquemas le lleven al fracaso. Las dos primeras velas encendidas a los pies del catafalco de unos gobernantes que por no querer realizar el esfuerzo doloroso de reconsiderar sus posturas inmutables desde el punto de vista de aquellos a los que estas afectan corre el riesgo de verse abocado a una soledad innecesaria y de romper toda posibilidad de comunicación con la sociedad que les lleve a ambos a un futuro mejor, nunca idílico, paradisiaco o indoloro, pero mejor.
Unidireccionalidad y silencio, las dos últimas armas automáticas del Occidente Atlántico para acribillar hasta el exterminio las posibilidades de que los demás tengan importancia en nuestro pensamiento, nuestra felicidad y nuestra vida.
Porque claro, a estas alturas, no hace falta decir que nosotros somos exactamente iguales que lo que son nuestros gobiernos, ¿o era al revés?
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