Cuando ya creiáis que os habías librado de este, mi personal intento, de mostrar mi pensamiendo a los vapores virtuales de la red, reaparezco - a para ser exactos reaparece El Occidente Incólume- con una nueva entrega, con otro de los elementos que nos hacen como sociedad tal y como somos y que nos llevan a ser incapaces de ver más allá de nuestras propias medidas, de nuestro propio universo personal. Una característica que nos pretende a nosotros mismos como perpetuos receptores de beneficios y eterno elusores de la emisión de los esfuerzos necesarios para esos mismo beneficios: ¡Con todos ustedes, el Efecto Michel!
c) La valoración de la entrega o el efecto “Michel”.-
José Miguel González Martín del Campo, alias “Michel”, fue un jugador de fútbol que, además de pasar a la historia por unos “tocamientos soeces” a un jugador de un equipo rival durante un partido, serviría de ejemplo perfecto para ilustrar el estadio al que nos ha llevado en lo personal y en lo social el imperio de los cuatro jinetes del individualismo que antes hemos mencionado.
No se trata de que conozcamos su vida íntima al dedillo, pero una de sus frases, una vez descontextualizada, ilustraría perfectamente lo que se podría definir como una nueva valoración de la entrega.
Michel llevaba una mala temporada cuando España acudió a la celebración de un mundial de fútbol. Su presencia en la selección estaba cuestionada y entonces, cuando el equipo nacional estaba a punto de empatar con un equipo asiático de un nivel futbolístico a priori muy inferior al español, Michel marcó el gol de la victoria.
El jugador entró en el típico paroxismo de celebración que sigue a la consecución de un tanto y comenzó a recorrer el campo con los brazos en cruz gritando a pleno pulmón. ¿Qué gritaba Michel? ¿Gol? ¿Toma ya? ¿Soy el mejor? ¿Viva España? ¿Arriba los parias del mundo? No. Michel gritaba ¡Me lo merezco, Me lo Merezco! Y eso es lo que nos sirve para este argumento.
Al igual que el jugador de fútbol ignoró el pase de su compañero, el dinero invertido por su equipo en su entrenamiento, los esfuerzos de su defensa por evitar recibir un gol o incluso el supuesto impulso que la afición española le daba al equipo con su apoyo, nosotros, en la consecución de un éxito, pero sobre todo en la aceptación de un fracaso, nos negamos a ver lo que recibimos y fijamos excesiva atención en lo que damos.
Y una vez más, como una moneda, ese sentimiento tiene dos caras, la social y la personal.
El efecto ¡Me lo Merezco! Nos hace pensar que merecemos un salario mejor, unas condiciones de vida mejor, una situación social mejor. Nos lleva fijarnos en lo que recibimos y en lo que es justo que recibamos, pero ignoramos lo que es justo que demos a cambio.
No hacemos nada para cambiar nuestro entorno social y nuestro entorno social, el de ese occidente incólume que se niega a cambiar, está medido por unos criterios que nosotros hemos colaborado activa o pasivamente a fortalecer. Eso lo ignoramos. Una vez más volvemos al valor de nuestro personalismo.
Como necesito un salario más alto, merezco un salario más alto. Como necesito una casa más grande, merezco una casa más grande, como necesito una relación que se ajuste a las necesidades heliocéntricas de mi universo personal, merezco encontrar esa relación.
Olvidamos los criterios básicos de esos merecimientos. Ignoramos la obligación de habernos sacrificado en una mayor educación. Eso no es factor. Merezco un puesto de trabajo mejor pagado. Punto. Lo demás es discriminatorio.
Ignoramos la obligación de un rito de ahorro para adquirir una vivienda. Merezco una vivienda mejor. Se acabó. Lo demás es discriminatorio.
Nos preocupamos de lo que debemos recibir y no de lo que debemos de dar a cambio. Nadie puede exigirnos más de lo que hemos decidido hacer, pero, si eso no es suficiente para acceder a las expectativas que nos habíamos creado sobre nuestra vida, nuestro futuro, es secundario. Nadie puede negarnos lo que consideramos que merecemos.
José Miguel González Martín del Campo, alias “Michel”, fue un jugador de fútbol que, además de pasar a la historia por unos “tocamientos soeces” a un jugador de un equipo rival durante un partido, serviría de ejemplo perfecto para ilustrar el estadio al que nos ha llevado en lo personal y en lo social el imperio de los cuatro jinetes del individualismo que antes hemos mencionado.
No se trata de que conozcamos su vida íntima al dedillo, pero una de sus frases, una vez descontextualizada, ilustraría perfectamente lo que se podría definir como una nueva valoración de la entrega.
Michel llevaba una mala temporada cuando España acudió a la celebración de un mundial de fútbol. Su presencia en la selección estaba cuestionada y entonces, cuando el equipo nacional estaba a punto de empatar con un equipo asiático de un nivel futbolístico a priori muy inferior al español, Michel marcó el gol de la victoria.
El jugador entró en el típico paroxismo de celebración que sigue a la consecución de un tanto y comenzó a recorrer el campo con los brazos en cruz gritando a pleno pulmón. ¿Qué gritaba Michel? ¿Gol? ¿Toma ya? ¿Soy el mejor? ¿Viva España? ¿Arriba los parias del mundo? No. Michel gritaba ¡Me lo merezco, Me lo Merezco! Y eso es lo que nos sirve para este argumento.
Al igual que el jugador de fútbol ignoró el pase de su compañero, el dinero invertido por su equipo en su entrenamiento, los esfuerzos de su defensa por evitar recibir un gol o incluso el supuesto impulso que la afición española le daba al equipo con su apoyo, nosotros, en la consecución de un éxito, pero sobre todo en la aceptación de un fracaso, nos negamos a ver lo que recibimos y fijamos excesiva atención en lo que damos.
Y una vez más, como una moneda, ese sentimiento tiene dos caras, la social y la personal.
El efecto ¡Me lo Merezco! Nos hace pensar que merecemos un salario mejor, unas condiciones de vida mejor, una situación social mejor. Nos lleva fijarnos en lo que recibimos y en lo que es justo que recibamos, pero ignoramos lo que es justo que demos a cambio.
No hacemos nada para cambiar nuestro entorno social y nuestro entorno social, el de ese occidente incólume que se niega a cambiar, está medido por unos criterios que nosotros hemos colaborado activa o pasivamente a fortalecer. Eso lo ignoramos. Una vez más volvemos al valor de nuestro personalismo.
Como necesito un salario más alto, merezco un salario más alto. Como necesito una casa más grande, merezco una casa más grande, como necesito una relación que se ajuste a las necesidades heliocéntricas de mi universo personal, merezco encontrar esa relación.
Olvidamos los criterios básicos de esos merecimientos. Ignoramos la obligación de habernos sacrificado en una mayor educación. Eso no es factor. Merezco un puesto de trabajo mejor pagado. Punto. Lo demás es discriminatorio.
Ignoramos la obligación de un rito de ahorro para adquirir una vivienda. Merezco una vivienda mejor. Se acabó. Lo demás es discriminatorio.
Nos preocupamos de lo que debemos recibir y no de lo que debemos de dar a cambio. Nadie puede exigirnos más de lo que hemos decidido hacer, pero, si eso no es suficiente para acceder a las expectativas que nos habíamos creado sobre nuestra vida, nuestro futuro, es secundario. Nadie puede negarnos lo que consideramos que merecemos.
En consecuencia, nos vemos forzados por nuestra propia forma de ver las cosas a redefinir la justicia, de manera que esta deja de ser un equilibrio, forjado por años de pensamiento, desarrollo y lucha social, y se transforma en la respuesta automática a nuestra pataletas infantiles, a nuestras reclamaciones pueriles que trasforman al más maduro de los adultos en un infante llorón que pasa por un escaparate y, sin los recursos, sin el esfuerzo y sin la capacidad necesaria para ello, se encapricha de una cosa y se empeña en conseguirla con el único argumento del “yo quiero, yo quiero”.
La entrega, el esfuerzo se transforman así en un valor que, más allá de tener una definición real, material u objetiva, es simplemente un elemento que definimos de forma nueva, de manera privada, con un criterio, como no podía ser de otro medo, absolutamente personal, persocéntrico y unívoco.
Incluso aquellos que no han optado por la ética del “me lo merezco” directo y sin circunloquios que les lleva a suponer que cualquier necesidad –por poco básica que esta sea- , se transforma en derecho y por tanto les es connatural por nacimiento, han transformado la, ya de por si, cuestionable y discutible ética de los abuelos de “nada se consigue sin esfuerzo”, en una nueva, más individual, que nos permite controlar más el desarrollo de nuestras vidas y de nuestros deseos de “todo se consigue con esfuerzo”.
La entrega, el esfuerzo se transforman así en un valor que, más allá de tener una definición real, material u objetiva, es simplemente un elemento que definimos de forma nueva, de manera privada, con un criterio, como no podía ser de otro medo, absolutamente personal, persocéntrico y unívoco.
Incluso aquellos que no han optado por la ética del “me lo merezco” directo y sin circunloquios que les lleva a suponer que cualquier necesidad –por poco básica que esta sea- , se transforma en derecho y por tanto les es connatural por nacimiento, han transformado la, ya de por si, cuestionable y discutible ética de los abuelos de “nada se consigue sin esfuerzo”, en una nueva, más individual, que nos permite controlar más el desarrollo de nuestras vidas y de nuestros deseos de “todo se consigue con esfuerzo”.
seguiremos, ¡no os libraréis!
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