Volvemos con el Occidente Incólume y continuamos con esos detalles que nos transforman en lo que somos, que nos hacen vivir nuestra existencia como si tuvieramos el derecho inalienable a la felicidad. Como si tuvieramos que dar por sentado que La Vida es Bella.
b) El Síndrome Guillén o “El mundo está bien hecho”.-
Podríamos basarnos en el título del poema de Jorge Guillén, pero una vez más, este aspecto de nuestro comportamiento hacia el mundo, hacia la realidad que hemos creado y de la que no queremos hacernos responsables, no respondería, salvo en el nombre, a la idea que con la expresión “El mundo está bien hecho” quiere presentarse ante la esencia de la existencia que percibe.
Si el poeta hace esa afirmación ante la contemplación –algo ingenua, eso sí- de la perfección de la obra natural, nosotros lo hacemos ante la imposibilidad de constatar o, para ser más precisos, de reconocer las imperfecciones que percibimos en el mismo.
Es otra de nuestras maneras de devolverle el mundo a los hados de los que nuestra responsabilidad nos libraba. Es otra forma de intentar que se nos reconzca el derecho innato a una vida bella y feliz. Si no podemos -o no queremos- crear la felicidad por el esfuerzo, la obtendremos por la conformidad. Así de sencillo. Sustituimos admiración por resignación, recreación por depresión, actuación por inactividad.
Como nuestra percepción del sinsentido nos abruma, llegamos a la conclusión de que, si las cosas están así es porque deben estar así. Una redundancia de pensamiento que nos lleva a actuar como si estuviéramos en el mejor de los escenarios posibles.
Podríamos basarnos en el título del poema de Jorge Guillén, pero una vez más, este aspecto de nuestro comportamiento hacia el mundo, hacia la realidad que hemos creado y de la que no queremos hacernos responsables, no respondería, salvo en el nombre, a la idea que con la expresión “El mundo está bien hecho” quiere presentarse ante la esencia de la existencia que percibe.
Si el poeta hace esa afirmación ante la contemplación –algo ingenua, eso sí- de la perfección de la obra natural, nosotros lo hacemos ante la imposibilidad de constatar o, para ser más precisos, de reconocer las imperfecciones que percibimos en el mismo.
Es otra de nuestras maneras de devolverle el mundo a los hados de los que nuestra responsabilidad nos libraba. Es otra forma de intentar que se nos reconzca el derecho innato a una vida bella y feliz. Si no podemos -o no queremos- crear la felicidad por el esfuerzo, la obtendremos por la conformidad. Así de sencillo. Sustituimos admiración por resignación, recreación por depresión, actuación por inactividad.
Como nuestra percepción del sinsentido nos abruma, llegamos a la conclusión de que, si las cosas están así es porque deben estar así. Una redundancia de pensamiento que nos lleva a actuar como si estuviéramos en el mejor de los escenarios posibles.
Y, si por alguna razón, el escenario en el que representamos nuestro teatro vital se nos antoja incómodo, desagradable o desmedido, entonces nos conformamos. Porque los hados lo han querido así, porque hemos dejado de reclamar para nosotros mismos la responsabilidad del cambio. El mundo está bien hecho o al menos hecho y eso es algo que nos hemos acostumbrado a creer que no podemos cambiar.
Nos comportamos como si nada de lo que hiciéramos tuviera nada que ver con los resultados que produce, como si el inmarcesible manto del destino volviera a cubrirnos como lo hiciera con los héroes de Ilion durante la guerra, que sirviera de partida de ajedrez a los dioses helenos.
Hacemos lo que el guión del mundo nos marca que tenemos que hacer, convenciéndonos de que no hay otra forma de hacerlo; de que las reacciones a cada estímulo, cada acicate, cada tropiezo o cada caída son unívocas. Sólo existe una forma de reaccionar ante las cosas.
Nos comportamos como si nada de lo que hiciéramos tuviera nada que ver con los resultados que produce, como si el inmarcesible manto del destino volviera a cubrirnos como lo hiciera con los héroes de Ilion durante la guerra, que sirviera de partida de ajedrez a los dioses helenos.
Hacemos lo que el guión del mundo nos marca que tenemos que hacer, convenciéndonos de que no hay otra forma de hacerlo; de que las reacciones a cada estímulo, cada acicate, cada tropiezo o cada caída son unívocas. Sólo existe una forma de reaccionar ante las cosas.
Sólo hay una cosa que podamos hacer en cada ocasión. Lo que queremos parece no importar; parece no tener presencia en las motivaciones y en los actos. Parece que la voluntad ha dejado de acompañarnos en nuestra representación del teatro vital que ponemos en escena.
Resulta paradójico que los mismos seres que han redibujado el mundo basándose exclusivamente en sus parámetros personales sean incapaces de cambiarlo cuando el mundo se rebela más allá de los límites de sus esbozos vitales. Parece como si el hecho de descubrir que no toda la realidad se reduce a nuestros universos unipersonales nos imposibilitara, de una manera absoluta, acceder a los motores del cambio o del compromiso.
Resulta paradójico que los mismos seres que han redibujado el mundo basándose exclusivamente en sus parámetros personales sean incapaces de cambiarlo cuando el mundo se rebela más allá de los límites de sus esbozos vitales. Parece como si el hecho de descubrir que no toda la realidad se reduce a nuestros universos unipersonales nos imposibilitara, de una manera absoluta, acceder a los motores del cambio o del compromiso.
Cuando descubrimos las circunstancias que rodean a lo que está más allá de nuestras “persoesferas” entrópicas, cuando descubrimos lo que de verdad existe, nos limitamos a aceptarlo como bueno, aunque choque frontalmente con las dinámicas celestes de nuestros universos privados.
¿Qué otra cosa puedo hacer?, ¡Así son las cosas! Preguntas y expresiones que parecen revertirnos al universo del determinismo trágico que impusieran las magias y las religiones, los vasallajes y los feudos, la fuerza y el honor.
Pero ese determinismo no existe. No nos hemos retrotraído al medievalismo del que escapamos en El Renacimiento. No hemos cedido el control de nuestras vidas a los hados mágicos de antaño. Simplemente fingimos que es así, pero esos hados siguen siendo voluntarismo del más puro.
Cuando preguntamos ¿Qué otra cosa puedo hacer? simplemente estamos afirmando que no queremos hacer otra cosa de la que hacemos, aunque esta nos parezca cuestionable. Decidimos que, aún sabiendo que esa decisión, esa situación o ese compromiso no es el que queremos, no podemos hacer otra cosa, cuando en realidad lo que ocurre es que hemos decidido que no queremos hacer lo que nuestra realidad o nuestro compromiso nos reclama.
Y eso cuando las realidades externas se enfrentan a las nuestras. Cuando somos capaces de eludirlas o simplemente de hacerlas coincidir con las órbitas de nuestro universo, nos limitamos al indiferente encogimiento de hombros que significa el “las cosas son así”.
Sabemos que no son así, que no deben serlo e incluso sabemos que es nuestra responsabilidad que no sea n así pero, como nuestro reducto personal está a salvo, como el devenir de los mundos exteriores y reales fluye a nuestra conveniencia, nos negamos a modificarlos, nos negamos incluso a percibir sus errores. Es el momento perfecto para expresar nuestro Síndrome de Jorge Guillén y tremolar aquello de “El mundo está bien hecho” –o sino bien por lo menos está hecho así y no hay motivo para cambiarlo.
Somos voluntaristas disfrazados de deterministas. Somos en realidad perezosos endémicos que hacemos lo que queremos hacer, aunque no sea lo que se tenga que hacer, amparándonos en que las circunstancias nos obligan a hacerlo, en que los hados nos imponen un rango de acción que en realidad hemos elegido por nosotros mismos.
¿Qué otra cosa puedo hacer?, ¡Así son las cosas! Preguntas y expresiones que parecen revertirnos al universo del determinismo trágico que impusieran las magias y las religiones, los vasallajes y los feudos, la fuerza y el honor.
Pero ese determinismo no existe. No nos hemos retrotraído al medievalismo del que escapamos en El Renacimiento. No hemos cedido el control de nuestras vidas a los hados mágicos de antaño. Simplemente fingimos que es así, pero esos hados siguen siendo voluntarismo del más puro.
Cuando preguntamos ¿Qué otra cosa puedo hacer? simplemente estamos afirmando que no queremos hacer otra cosa de la que hacemos, aunque esta nos parezca cuestionable. Decidimos que, aún sabiendo que esa decisión, esa situación o ese compromiso no es el que queremos, no podemos hacer otra cosa, cuando en realidad lo que ocurre es que hemos decidido que no queremos hacer lo que nuestra realidad o nuestro compromiso nos reclama.
Y eso cuando las realidades externas se enfrentan a las nuestras. Cuando somos capaces de eludirlas o simplemente de hacerlas coincidir con las órbitas de nuestro universo, nos limitamos al indiferente encogimiento de hombros que significa el “las cosas son así”.
Sabemos que no son así, que no deben serlo e incluso sabemos que es nuestra responsabilidad que no sea n así pero, como nuestro reducto personal está a salvo, como el devenir de los mundos exteriores y reales fluye a nuestra conveniencia, nos negamos a modificarlos, nos negamos incluso a percibir sus errores. Es el momento perfecto para expresar nuestro Síndrome de Jorge Guillén y tremolar aquello de “El mundo está bien hecho” –o sino bien por lo menos está hecho así y no hay motivo para cambiarlo.
Somos voluntaristas disfrazados de deterministas. Somos en realidad perezosos endémicos que hacemos lo que queremos hacer, aunque no sea lo que se tenga que hacer, amparándonos en que las circunstancias nos obligan a hacerlo, en que los hados nos imponen un rango de acción que en realidad hemos elegido por nosotros mismos.
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