lunes, enero 26, 2009

El Occidente Incólume (9)

Después de unos días en los que la actualidad no le ha dado tregua a la realidad, vuelve ese intento de poner orden en mi caos de pensamiento llamado El Occidente Incólume. Y lo hace con otra de esas características de nuestro occidente que nos alejan de la posibilidad de entender el mundo que nos rodea y de entendernos a nosotros mismos.
c) El Efecto Monóculo o La Atención Concentrada.
Corría el año 1871, allá por el siglo XIX, cuando el Canciller de Hierro, Otto Von Bismark discutía con los franceses, tras derrotarles, sobre qué parte de Francia pasaría a ser alemana. Las conversaciones estaban casi terminadas –pues los vencidos militarmente rara vez oponen mucha resistencia dialéctica- cuando El Canciller se fijó en un pequeño pueblo que en el mapa quedaba en el lado francés.
Se colocó su monóculo y acercó el rostro al mapa y, tras observarlo un instante, alzó la vista y se enfrentó a la delegación francesa.
Durante los siguientes tres días estuvo golpeando el mapa con el dedo y exigiendo que ese pueblo fuera incluido dentro de los territorios del futuro Imperio Alemán del Kaiser Guillermo. Ni siquiera sus mas allegados habían oído hablar de ese enclave, pero El Canciller insistía en su extrema importancia.
Cuenta la leyenda que uno de los negociadores alemanes –que habían conseguido que Francia aceptara sin protestar perder Alsacia y Lorena- abandonó la estancia a finales del segundo día de discusiones, tremendamente indignado y profiriendo esta frase: ¿por qué le importa tanto ese villorrio, es que su monóculo le hace verlo más grande que el resto de Francia?
Esta anécdota de El Canciller de Hierro –probablemente falsa, como todas las anécdotas legendarias- nos puede servir de perfecto ejemplo para otra de las circunstancias de nuestra evolución individual y colectiva, que nos lleva a contemplar el mundo como algo que carece del significado y el sentido que nosotros queremos darle.
Como el bigotudo prohombre prusiano, nos colocamos nuestro monóculo y fijamos nuestra vista sobre detalles específicos del mapa general que es la realidad.
Sobre detalles que sólo tienen importancia para nosotros y que, en ocasiones, somos incapaces, por desidia comunicativa o por ineptitud formal, de hacer ver a los demás en la importancia que le damos.
El monóculo en el que se transforma nuestra percepción personalista del universo no nos impide contemplar el resto de la realidad, no nos aísla de ella.
La seguimos percibiendo en la periferia de nuestra visión y eso es peor que si desapareciera de nuestra vista.
Si observáramos esos aspectos engrandecidos por nuestro deseo a través de un microscopio, el mundo desaparecería por completo, la sustancia real se esfumaría, creando para nuestros sentidos un vacío que sería ocupado exclusivamente por ese detalle, esa circunstancia vital propia en la que estamos centrados.
Eso nos imposibilitaría ver más allá de los aumentos de nuestro propio egoísmo, nos reduciría a una existencia en la que sólo ese elemento vital tiene presencia, pero, precisamente por ello nos forzaría a no limitarnos a la contemplación sino a obligarnos al estudio pormenorizado de aquello que ocupa por completo nuestra visión.
Pero nuestra constante negativa de nuestras responsabilidades vitales nos hace huir de esa perspectiva. Por eso elegimos el monóculo y no el microscopio.
El monóculo nos destaca un elemento pero no nos fuerza a contemplarlo en todas sus dimensiones; no nos arroja a la pormenorización y por tanto a descubrir que se trata sólo de algo parcial.
La realidad monocular que nos creamos nos posibilita considerar importante algo que no tiene porque serlo, aislándolo de todas sus relaciones formales y materiales.
Y ¿Cuáles son nuestros villorrios de Bismark? ¿Cuáles son esas pequeñas aldeas que nos hacen poner en peligro todo el pacto que nos daría el control de las regiones más ricas de Europa?
Cualquier cosa nos sirve. Aspectos sentimentales, circunstancias afectivas, elementos sociales o familiares, presencias afectivas.
Cualquier aspecto de nuestras existencias nos es válido para elevarlo al rango de realidad monocular y mirarlo a través del ojo distorsionado que lo aumenta por encima de su entorno.
Pero, eso sí, debe ser algo nuestro, completamente nuestro y sólo nuestro.
No nos sirve una circunstancia social general, una ideología política o una creencia general. Tiene que ser algo que mantenga en movimiento nuestras dinámicas celestes unipersonales. Nuestro personalismo no nos deja destacar cualquier otra cosa. La realidad monocular no es capaz, ni puede serlo, de cambiar nuestro universo. Sólo puede reafirmarlo.
Y elegido el objetivo en el que centrar nuestro monóculo, nuestra lente magnificadora, lo centramos en él y lo observamos. Pero, como la realidad que lo circunda no desaparece, aunque se hace borrosa, nos mareamos, nos confundimos en las dimensiones, nos equivocamos en los ejes y nos aceleramos en las conclusiones.
Al contemplar una pequeña porción del plano de nuestras existencias de forma más destacada y concisa cometemos el error de aumentar exponencialmente su importancia y de dejar en penumbra todo lo que le rodea. Si nosotros lo hemos engrandecido es porque realmente es grande; si nosotros hemos fijado nuestro interés en él es porque tiene que ser importante.
Da igual lo que atestigüe la realidad general, nos es indiferente lo que puedan opinar los demás. Nuestra propia existencia persocentrista nos impide plantearnos la posibilidad de que ese no sea el centro de atención correcto.
Así que redefinimos toda la existencia, la nuestra en particular y la del mundo en general, en virtud de ese nuevo punto cardinal que descompone las rosas de los vientos de nuestros mapas vitales.
Construimos nuevas brújulas en las que el magnetismo de ese nuevo norte es irresistible, inquebrantable, incuestionable.
Nuestros villorrios de Bismark convierten nuestros monóculos en prismas que sólo permiten contemplar el mundo a través de una nueva perspectiva en la que el villorrio se encuentra en el centro del universo conocido, en la cúspide de la cadena alimenticia de nuestras importancias y prioridades.
De nuevo caemos en la desgracia pendular de acudir al extremo opuesto del error que occidente ya cometió en otro momento.
En los siglos ideológicos se pasaba todo hecho, todo acontecimiento vital por el prisma monocular de la ideología previa, aprendida o descubierta de forma original. Se era fascista en todo, socialista en todo, comunista en todo o librecambista en todo, incluso en lo que no exigía una posición ideológica previa para ser explicado.
Nuestra realidad monocular nos exige precisamente lo contrario y hasta las ideologías generales son aceptadas o rechazadas –porque pocos, muy pocos, las generan- en virtud del efecto que tienen en ese espacio vital aumentado que hemos colocado como piedra angular de nuestras existencias.
Trabajo, responsabilidades familiares, desarrollo personal, objetivos económicos, mitos sentimentales, deseos afectivos, progresiones profesionales, tendencias creativas y cualquier otra cosa se redefine y si es necesario se sacrifica en honor de una sola de ellas, de la que hayamos elegido como nuestra realidad monocular.
Y cuando vemos que la cosa no marcha porque una sola circunstancia no puede definirnos, porque no podemos convertir en unitaria la definición que Ortega y Gasset dio del yo, buscamos redefinir y destruir las ideologías previas para adaptarlas a ese punto que nuestro monóculo prusiano destaca.
Hemos perdido la capacidad de multifunción de nuestras mentes y nuestros corazones. Hemos optado por la lente de aumento en lugar de la visión de conjunto.

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