En el último post de este intento de lograr una sistematización de mi pensamiento sobre el hombre y la sociedad actuales había hablado de como nos hemos transformado en universos personales y como eso acarrea la consecuencia de habernos convertido en eternos escapistas de nuestra propia responsabilidad. Pero eso es sólo la primera de las mutaciones a las que nos hemos sometido a causa del perpetuo bombardeo de personalismo que hemos irradiado en nuestras conciencias y percepciones. Todo universo, por pequeño que sea, tiene sus propias dinámicas celestes.
b) Las dinámicas celestes o el Yo Unidireccional.-
Podríamos sobrevivir en esta dinámica de universos celestes que se mueven sin compás de forma unívoca si nos dedicáramos exclusivamente a utilizarla en nuestros sistemas de relación social. En nuestra vida hacia el exterior. Si esa inmensa guardería de delaciones infantiles funcionara simplemente para exonerarnos de nuestras responsabilidades para con los demás, entendidos como los que se mantienen al margen de nuestro ámbito más íntimo.
Pero la tentación de ser un universo no sólo empieza precisamente en el plano más personal por donde cabalgan los jinetes mencionados del individualismo. Sino que, por desgracia para nosotros mismos, por desgracia para el futuro y por desgracia para el óleo sobre el que dibujamos el paisaje de nuestras vidas, esa tentación acaba y se hace grande precisamente en ese mundo en el que los sentimientos se hacen la razón de ser. O, mejor dicho, se hacían.
Es en ese mundo donde nos consideramos, como lo fueran los olímpicos o los dioses unigénitos posteriores, incontestables.
Donde nuestro universo y el único planeta que en forma de individuo lo puebla se hace arrollador, se transforma en una visión que, aunque magnífica, cegadora y plena para nuestros ojos que sólo pueden ver dentro de ese universo, nubla cualquier posibilidad de observar el horizonte. Un horizonte que tiene la mala costumbre de mostrarnos a los demás.
Si, como Keepler o Copérnico, tuviéramos que definir las dinámicas celestes de esos universos personales serían por supuesto estáticas e inmutables.
Cada uno de nosotros reserva prácticamente todos los ámbitos para si, para su propio dominio que ejerce de fuerza gravitatoria universal en su propio universo. Y lo hacemos exigiendo, en muchas ocasiones con la inconsciencia que conlleva la ignorancia y la irreflexión, que todos los demás entes que pululan por las estribaciones abisales de esa organización actúen como satélites movidos por una inercia que no es suya, sino fruto de nuestra propia atracción gravitatoria.
Tenemos hijos porque necesitamos tenerlos; porque nuestros relojes biológicos nos lo marcan; tenemos amantes porque necesitamos ser amados; buscamos compañía porque necesitamos sentirnos acompañados; tenemos colegas porque no podemos llevar a cabo solos un trabajo.
Nuestros hijos son el satélite elíptico que eclipsa con su sombra el brillo de nuestra necesidad y nuestro amante es el cuerpo celeste que nos impide ver el brillo redundante de un sol que no somos nosotros.
Pero esa concepción de las relaciones no acepta la posibilidad de las relaciones en si mismas. Se convierte en un choque de cuerpos celestes condenados a la colisión porque no aceptamos la renuncia que exigimos a nuestros inconscientes satélites vitales.
El yo es unidireccional. Pedimos a los que forman parte de nuestro universo “persocéntrico” que renuncien a ser ellos mismos un universo de esas características porque nosotros no estamos dispuestos a ser satélites en el mundo de nadie; no estamos dispuestos a renunciar a nuestra condición de único planeta que puede albergar y dar la vida.
Cuando el yo unidireccional, el astro luminoso que alumbra el centro del universo personal de nuestra vida, necesita cualquier tipo de sombra la busca en forma de amor, de compañía, de reconocimiento o incluso del nacimiento de una vida que calme lo vacío de nuestra capacidad creativa. Pero el astro no gira, se mantiene inmutable cuando se trata de facilitar sombra satelital a otros. Nosotros lo exigimos todo y no estamos dispuestos a dar nada. No al menos de la misma forma.
Existen, literalmente, centenares de libros, de publicaciones de todo tipo que salen a la venta y coleccionan lectores bajo epígrafes y titulares como “Como encontrar la pareja que necesitas” “Consejos para lograr el trabajo que quieres” “Encuentra el amigo que estabas buscando”, pero ni una sola terminación ISBN recoge un título parecido a “mil consejos para ser hallado por aquel o aquella que te necesita”
Hemos hecho del yo unidireccional la única medida de nuestras relaciones, lo que nos lleva a ignorar, tanto en lo social como en lo personal, el hecho de que la relación humana exige dos actores al mismo nivel. No al mismo nivel de igualdad legal, ni siquiera al mismo nivel de implicación. Sino simplemente al mismo nivel de rotación planetaria. Hemos eliminado de nuestras premisas dinámicas de movimiento celeste los sistemas binarios con dos estrellas, al menos semejantes.
Somos los nuevos galileos que, en un acto más de involución, se presentan ante el tribunal de la Santa Inquisición y, con un desprecio absoluto por el conocimiento y la evolución, son capaces incluso de reconocer que sus dinámicas universales van contra la naturaleza humana “eppur non si mueve”. Hemos parado el universo en una estación en la que sólo puede bajarse una persona.
Podríamos sobrevivir en esta dinámica de universos celestes que se mueven sin compás de forma unívoca si nos dedicáramos exclusivamente a utilizarla en nuestros sistemas de relación social. En nuestra vida hacia el exterior. Si esa inmensa guardería de delaciones infantiles funcionara simplemente para exonerarnos de nuestras responsabilidades para con los demás, entendidos como los que se mantienen al margen de nuestro ámbito más íntimo.
Pero la tentación de ser un universo no sólo empieza precisamente en el plano más personal por donde cabalgan los jinetes mencionados del individualismo. Sino que, por desgracia para nosotros mismos, por desgracia para el futuro y por desgracia para el óleo sobre el que dibujamos el paisaje de nuestras vidas, esa tentación acaba y se hace grande precisamente en ese mundo en el que los sentimientos se hacen la razón de ser. O, mejor dicho, se hacían.
Es en ese mundo donde nos consideramos, como lo fueran los olímpicos o los dioses unigénitos posteriores, incontestables.
Donde nuestro universo y el único planeta que en forma de individuo lo puebla se hace arrollador, se transforma en una visión que, aunque magnífica, cegadora y plena para nuestros ojos que sólo pueden ver dentro de ese universo, nubla cualquier posibilidad de observar el horizonte. Un horizonte que tiene la mala costumbre de mostrarnos a los demás.
Si, como Keepler o Copérnico, tuviéramos que definir las dinámicas celestes de esos universos personales serían por supuesto estáticas e inmutables.
Cada uno de nosotros reserva prácticamente todos los ámbitos para si, para su propio dominio que ejerce de fuerza gravitatoria universal en su propio universo. Y lo hacemos exigiendo, en muchas ocasiones con la inconsciencia que conlleva la ignorancia y la irreflexión, que todos los demás entes que pululan por las estribaciones abisales de esa organización actúen como satélites movidos por una inercia que no es suya, sino fruto de nuestra propia atracción gravitatoria.
Tenemos hijos porque necesitamos tenerlos; porque nuestros relojes biológicos nos lo marcan; tenemos amantes porque necesitamos ser amados; buscamos compañía porque necesitamos sentirnos acompañados; tenemos colegas porque no podemos llevar a cabo solos un trabajo.
Nuestros hijos son el satélite elíptico que eclipsa con su sombra el brillo de nuestra necesidad y nuestro amante es el cuerpo celeste que nos impide ver el brillo redundante de un sol que no somos nosotros.
Pero esa concepción de las relaciones no acepta la posibilidad de las relaciones en si mismas. Se convierte en un choque de cuerpos celestes condenados a la colisión porque no aceptamos la renuncia que exigimos a nuestros inconscientes satélites vitales.
El yo es unidireccional. Pedimos a los que forman parte de nuestro universo “persocéntrico” que renuncien a ser ellos mismos un universo de esas características porque nosotros no estamos dispuestos a ser satélites en el mundo de nadie; no estamos dispuestos a renunciar a nuestra condición de único planeta que puede albergar y dar la vida.
Cuando el yo unidireccional, el astro luminoso que alumbra el centro del universo personal de nuestra vida, necesita cualquier tipo de sombra la busca en forma de amor, de compañía, de reconocimiento o incluso del nacimiento de una vida que calme lo vacío de nuestra capacidad creativa. Pero el astro no gira, se mantiene inmutable cuando se trata de facilitar sombra satelital a otros. Nosotros lo exigimos todo y no estamos dispuestos a dar nada. No al menos de la misma forma.
Existen, literalmente, centenares de libros, de publicaciones de todo tipo que salen a la venta y coleccionan lectores bajo epígrafes y titulares como “Como encontrar la pareja que necesitas” “Consejos para lograr el trabajo que quieres” “Encuentra el amigo que estabas buscando”, pero ni una sola terminación ISBN recoge un título parecido a “mil consejos para ser hallado por aquel o aquella que te necesita”
Hemos hecho del yo unidireccional la única medida de nuestras relaciones, lo que nos lleva a ignorar, tanto en lo social como en lo personal, el hecho de que la relación humana exige dos actores al mismo nivel. No al mismo nivel de igualdad legal, ni siquiera al mismo nivel de implicación. Sino simplemente al mismo nivel de rotación planetaria. Hemos eliminado de nuestras premisas dinámicas de movimiento celeste los sistemas binarios con dos estrellas, al menos semejantes.
Somos los nuevos galileos que, en un acto más de involución, se presentan ante el tribunal de la Santa Inquisición y, con un desprecio absoluto por el conocimiento y la evolución, son capaces incluso de reconocer que sus dinámicas universales van contra la naturaleza humana “eppur non si mueve”. Hemos parado el universo en una estación en la que sólo puede bajarse una persona.
Seguirá
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