Hay palabras que adquieren presencia sólo con decirlas. Palabras de esas que te tienes que llenar la boca cuando las pronuncias -y no me refiero a España, como hace Rajoy-. Porque, si no lo haces, parece que las estás dicciendo mal, que no las entiendes o, lo que es más grave, que no te las crees.
Hoy hay una de esas palabras que rebota en los arcos y los ecos de estas bovedas basálticas en las que moramos los diablos escribientes. Una que parece de esas condenadas a un trabalenguas o a no salir nunca en el escatergorís. Una que trae de cabeza -y de otra parte mucho menos noble- al Papa inquisidor que les ha tocado a los católicos, en este nuevo episodio de esa ingenuidad colectiva llamada cristianismo. La palabra en cuestión es: ecumenismo.
Para Benedicto, el gran inquisidor promovido a vicario romano, el ecumenismo es un problema. Esa teoría de que las iglesias y las religiones deben acercarse, entenderse y hacer hincapié en lo que las une y no en lo que las separa, que es lo que significa el palabro en cuestión -¡Como si los que no estamos por la labor de tragar con sus misterios y sus miserias no tuvieramos suficiente con enfrentarlas de una en una!-, se le atraganta al pontífice Ratzinger como la ya mítica galletita salada en la etílica garganta presidencial de Bush.
Se le atraganta porque no se la cree pero es algo a lo que no puede renunciar. El ecumenismo es algo que, desde Juan XXIII -por no remontarnos al XXII- se le presupone al Papa, es algo que se da por sentado y por eso se tiene que tener. Es como el valor en la mili o la circuncisión en el Islam. Si no se tiene, no se es Papa.
Así que, el bueno de Ratzinger, tiene que demostrala. Y al hacerlo, al ponerse ecuménico, demuestra otras muchas cosas. Porque cuando ejerces algo que se da por sentado sólo sirve para poner de manifiesto el talante -ese que se le ha agriado ultimamente a Zapatero con los tres millones de parados- con el que lo haces, es decir, la dirección en la que prefieres hacerlo.
Está claro que alguien que tiene a Manuel Paleólogo -un emperador bizantino que odiaba a los musulmanes porque eran sus enemigos- como referente en sus discursos sobre el Islam no está por la labor de acercase a ese credo. Aunque, hoy por hoy, está claro que el islam -al menos el yihadista- no tiene intención de dejar que nadie se le acerque.
Con las cosas de esta guisa, se ve obligado a que buscar su dosis de ecumenismo de todos los domingos en otros lugares y lo intenta con el protestantismo.
Pero, como sigue sin creérselo, la vena inquisitorial se le hincha y le palpita cuando se acuerda de las tesis luteranas -colgadas, por cierto, en una universidad austriaca, como si de un insulto anticipado al pontífice inquisidor se tratara- y de estos seculares negadores del virgo santisímo. Y se le escapa aquello de que "no puede haber diálogo ecuménico sin conversión".
El albo inquisidor Ratzinger niega la mayor y no se da cuenta -o no le importa darse cuenta- porque la conversión imposibilita de manera absoluta el diálogo ecuménico.
Cuando todos forman parte de un credo idéntico no puede haber diálogo entre credos. Puede haber debate teológico, puede haber discusión litúrgica o puesta en común vivencial, pero el diálogo entre religiones se pierde con la conversión. El talante del bueno de Ratzinger se va agriando cada vez más, al tiempo que se hace evidente para todos.
Con mostrarse preocupado por los musulmanes de Gaza -para él no son palestinos, son musulmanes porque no hay nada más allá del credo religioso- no es bastante para cubrir el cupo de ecumenismo, así que para hacer su demostración pública de ese concepto, para demostrar a todos que es lo que dice ser y no lo que media humanidad -incluídos muchos católicos- sabe que es, hace su gesto ecuménico con los únicos con los que se siente a gusto haciéndolo: con los que son como él.
Levanta las excomuniones a los obispos de Lefevbre, ínclito negador de la evolución y el cambio en la Iglesia y en el credo. Lo hace porque son los únicos con los que puede mantener ese diálogo. Lo hace porque son tan fundamentalistas como él.
Podría haberlo hecho con los curas casados o con la Teología de la Liberación Pero lo hace con el cisma de Lefebvre porque con esa escisión se siente casi más cómodo que con la iglesia católica que comanda. Por que ellos no tienen en su diccionario de términos políticamente correctos la palabra ecumenismo. El Papa Ratzinger les desexcomulga -y el desexcomulgador que les desexcomulgare, buen desexcomulgador será- por lo mismo por lo que los pontífices anteriores les excomulgaron.
¿Les exige conversión previa al diálogo? No, ¿para qué? Si Benedicto, el inquisidor promovido a Papa, ya ha recomendado -de momento recomendado- a toda la iglesia la misa en latín y los cantos gragorianos -que es lo que defienden los Lefebvristas-; si Ratzinger ya ha acusado al Islam de ser una religion violenta y perversa -cosa que también cree el cisma fránces del siglo XX-; si el Papa austriaco ya ha dicho tajantemente que no hablará con nadie que no se convierta al catolicismo -que es por lo que abogaba el díscolo obispo francés-.
No es necesario exigirles la conversión a los Lefevbristas porque Ratzinguer ya está en el trabajo de convertir la iglesia católica al lefebvrismo. Eso es ecumenismo y lo demás tonterías.
Llegados a este punto, al hacer algo en lo que no cree, el ínclito Ratzinger ha demostrado aquello en lo que cree. Un club social apegado a normas medievales que sea incapaz de evolucionar. En realidad, eso es lo que ha sido siempre la iglesia -sobre todo en su aspecto más jerárquico-, pero el Papa de sonrisa taimada y talante retrógado ha dejado de avergonzarse por ello.
Si los lefebvristas son antisemitas -o niegan el holocausto, que no es lo mismo pero se le parece mucho- tampoco importa demasiado. Lo único que hacen es poner en riesgo un diálogo en el que Benedicto no cree. No hay ningún dogma católico que te obligue a hablar con los que no creen en Dios y, de paso, no hay ninguno que diga que el Holocausto judío fue real. Así que los obispos díscolos pueden pensar lo que quieran al respecto. A Ratzinger no le preocupa.
De este modo, el decimosexto de los benedictos convierte el ecumenismo -un término arcaico e impronunciable, pero con ciertas pinceladas de buen juicio intrínseco- en un mal chiste, en una paradoja imposible que exige negarse para poder producirse y, sobre todo, en un remedo medieval.
Ratzinger, levantando la excomunión a los lefebvristas, no es un papa ecúmenico. Es Bonifacio -otro insigne inquisidor pontifical- poniéndose en paz con el rey de la herética Francia -al que luego hicieron santo- para sumar más gente a la lista de sus huestes antes de empreder las cruzadas.
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