No suelo citarme a mi mismo -no porque no me recuerde, sino porque considero que no merece la pena-, pero en esta ocasión lo hago en el remedo virtual del probervial "ya lo decía yo".
Obama ha demostrado que es romano. Ha tardado tres días en volver la vista al quirinal y mirar de nuevo a aquellos que le han puesto y le han de mantener en el poder; ha tardado tres días en hacer buenas las palabras de Genseric y demostrar que "Adriano, aunque sea un buen hombre, es romano".
Y lo ha hecho, como no podía ser de otro modo, con aquellos con los que puede hacerlo, con aquellos que no merecen ni la tinta ni el papel -ni desde luego el gasto militar y político- que su defensa supondría: con los ya de por si denostados palestinos.
Israel se libró por los pelos de un tirón de orejas que podía significar un cambio de política estadounidense con respecto a ese secular conflicto. Obama no se vio en la necesidad de realizar esa amonestación gracias a la acelerada retirada de Gaza y se ha mantenido en las trece que siempre ha tenido la política exterior estadounidense.
Convertirse en maestro de la obviedad desde la posción de profeta de la esperanza no es díficil. Aunque resulta redundante -y por tanto obvio-, ese peculiar arte consiste en decir obviedades.
Es obvio que Israel tiene derecho a la legítima defensa -cualquier Estado y cualquier persona lo tiene-; es obvio que Hamás tiene que reconocer el Estado de Israel y no es menos obvio que Palestina necesita una solución general y a largo plazo que vaya más allá de un alto el fuego duradero.
Todo eso lo sabemos y eso convierte a Obama en un maestro de la obviedad. Lo que la esperanza general anhelaba de su profeta era que incidiera en obviedades que hasta ahora no parecían escaparsele a nadie salvo a Estados Unidos.
Es cierto que ha comparado los ataques de Hamás con el bloqueo comercial de Gaza, cierto es que se ha mostrado dolido por las víctimas de ambos bandos; cierto es que ha anunciado que trabajará por una paz duradera, pero no ha hecho lo que ese nuevo esperanzado culto suyo demandaba y esperaba de él.
Esparaba que incidiera en la obviedad de que Israel debe reconocer un Estado Palestino pleno y con las fronteras que definió la ONU -no las que impusieron sus cañones-; que hiciera hincapié en la obviedad de que la legítima defensa no incluye la matanza indiscriminada de 1.300 personas en 19 días -y, ya que estamos, el progromo sistemático que lleva realizando con los árabes de Palestina desde 1948-; deseaba que ahondara en la obviedad de que la solución duradera pasa por la concesión a los palestinos de una patria -que ya es suya- y la puesta en práctica de un estatuto especial para Jerusalén -que, como es de todos, no debe ser de nadie-.
Pero Obama no lo ha hecho y ha demostrado que, como todo César, es romano.
Con Guantánamo y con Irak Obama ha hecho lo que tenía que hacer y nada más. Con ello ha demostrado que es un buen hombre, una persona digna y un ser humano medianamente aceptable -es decir, que está en la media de recionalidad que se les presupone a las personas y que todo político debe demostrar.
Y más Obama, puesto que, aparte de otras consideraciones, esos dos asuntos estaban destrozando la imagen pública de Estados Unidos, fomentando la venganza yihadista y perjudicando a su país en muchos otros sentidos.
La esperanza que se depositó en él no es responsabilidad suya. Cuando le ha tocado el turno a Israel no ha ejercido de persona decente, ha ejercido de César. Quizás porque sea más dificil, quizás porque su país realmente no se siente afectado ni perjudicado por esas situaciones -si no es de forma tangencial- o quizás porque se pretende asentar y para ello precisa ir equilibrando las cosas.
Ahora sólo queda por ver si esta es la cal en una política de cal y arena o si el César sólo va a ser una buena persona cuando sea sencillo serlo.
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