Para vuestra desgracia y para mi necesidad continuo con el intento de esquematizar -y vosotros direís que muy esquemático no es esto- una parte de mi pensamiento social y personal. Sé que no es a lo que se suele dedicar la gente en sus blogs, pero como yo soy malo con los juegos de excel y con las adivinanzas, pesimo con los videos caseros y creo que hay profesionales mucho mejor capacitados que yo para enseñar de forma plausible y excitante mujeres en bolas y actividades sexuales varias, es a lo que me dedico. El infierno tiende a ser aburrido cuando no está en llamas. Qué se le va hacer.
Así que después de habernos convertido en Hacedores del Sinsentido. Después de ponernos en el centro de nuestros mundos inviduales e impedir la interseccion entre los mismos, nos damos cuenta de que el sinsentido nos acecha en cada acto que emprendemos, en cada esquina que doblamos, en cada opción que tomamos y en cada estrategia vital que diseñamos y optamos por el segundo rasgo de nuestra nueva condición de seres humanos: el escapismo.
Así que después de habernos convertido en Hacedores del Sinsentido. Después de ponernos en el centro de nuestros mundos inviduales e impedir la interseccion entre los mismos, nos damos cuenta de que el sinsentido nos acecha en cada acto que emprendemos, en cada esquina que doblamos, en cada opción que tomamos y en cada estrategia vital que diseñamos y optamos por el segundo rasgo de nuestra nueva condición de seres humanos: el escapismo.
2.-Houdinis o individuos
¿Y como hemos conseguido ser autores de un hecho y no ser conscientes de ello? ¿Cómo logramos sentirnos atrapados por un paisaje vital que nosotros mismos hemos diseñado, dibujado y coloreado de blancos y negros, de grises y de colores de una sola gama y seguir pensando que no tenemos la responsabilidad sobre esa situación?
El nuevo determinismo, que nos hace sentirnos como modernos sísifos condenados al eterno retorno de algo que nos supera, se ha fraguado en décadas de llanto sin lágrimas reales, en lustros de juegos malabares por eludir lo ineludible, en centurias de buscar lo que ya teníamos y de hacer de ello el centro del universo conocido o por conocer. Hemos dedicado tanto tiempo a ello que nos hemos olvidado del motivo que nos llevó a buscarlo: Nos hemos querido tanto que hemos olvidado para qué nos servía querernos a nosotros mismos.
Tanto conocimiento interior, tanta autoayuda, tanta autoestima y tanta autovaloración han acabado por encaramarse de un salto en las enjaezadas sillas de sus caballos para transformarse en los cuatro jinetes del Apocalipsis del propio individualismo que los creó hace cuatro décadas.
Hemos sido capaces de transformar ese culto por el individuo, por el respeto a lo individual que comenzaron los renacentistas en un arte elusorio de escapismo que nos ha permitido colaborar con la creación del sinsentido sin ser conscientes de ello.
Olvidados la sangre y el compromiso; enterradas la lucha y la perseverancia; arrinconados la responsabilidad y el ejemplo, creemos que podemos decir -y lo que es peor, creemos sinceramente- que no somos responsables de lo que está ocurriendo o de lo que ha ocurrido porque como individuos no hemos hecho nada para propiciarlo.
¿Y como hemos conseguido ser autores de un hecho y no ser conscientes de ello? ¿Cómo logramos sentirnos atrapados por un paisaje vital que nosotros mismos hemos diseñado, dibujado y coloreado de blancos y negros, de grises y de colores de una sola gama y seguir pensando que no tenemos la responsabilidad sobre esa situación?
El nuevo determinismo, que nos hace sentirnos como modernos sísifos condenados al eterno retorno de algo que nos supera, se ha fraguado en décadas de llanto sin lágrimas reales, en lustros de juegos malabares por eludir lo ineludible, en centurias de buscar lo que ya teníamos y de hacer de ello el centro del universo conocido o por conocer. Hemos dedicado tanto tiempo a ello que nos hemos olvidado del motivo que nos llevó a buscarlo: Nos hemos querido tanto que hemos olvidado para qué nos servía querernos a nosotros mismos.
Tanto conocimiento interior, tanta autoayuda, tanta autoestima y tanta autovaloración han acabado por encaramarse de un salto en las enjaezadas sillas de sus caballos para transformarse en los cuatro jinetes del Apocalipsis del propio individualismo que los creó hace cuatro décadas.
Hemos sido capaces de transformar ese culto por el individuo, por el respeto a lo individual que comenzaron los renacentistas en un arte elusorio de escapismo que nos ha permitido colaborar con la creación del sinsentido sin ser conscientes de ello.
Olvidados la sangre y el compromiso; enterradas la lucha y la perseverancia; arrinconados la responsabilidad y el ejemplo, creemos que podemos decir -y lo que es peor, creemos sinceramente- que no somos responsables de lo que está ocurriendo o de lo que ha ocurrido porque como individuos no hemos hecho nada para propiciarlo.
Mantenemos, con el filo de nuestras romas espadas alzado en nuestra propia defensa, que nosotros no somos responsables de nada y eludimos cualquier dato, cifra o imagen que nos coloca entre la lista de aquellos que han contribuido con su trazo y su pincel a la creación de este fresco desolado que es el mundo.
Hemos convertido el individualismo en una suerte de trucos de escapismo por los cuales nos libramos de las cadenas que, como fantasmas de un cuento navideño, deberíamos arrastrar por siempre, de las cadenas de nuestra responsabilidad, de nuestra participación e incluso de los grilletes que suponen nuestra propia inacción.
Volamos libres de ellas en un mundo en el que el individualismo se ha convertido en el último valuarte del hedonismo irresponsable, en la última frontera que los viajeros y la tripulación de la nave Enterprise buscan desaforadamente para poder dormir con ellos mismos cada noche.
Hemos destruido concepto por concepto el individualismo para transformarlo con el paso del tiempo en “nuestro individualismo”, en el personalismo que sólo puede defender aquel que lo profesa.
Hemos convertido el individualismo en una suerte de trucos de escapismo por los cuales nos libramos de las cadenas que, como fantasmas de un cuento navideño, deberíamos arrastrar por siempre, de las cadenas de nuestra responsabilidad, de nuestra participación e incluso de los grilletes que suponen nuestra propia inacción.
Volamos libres de ellas en un mundo en el que el individualismo se ha convertido en el último valuarte del hedonismo irresponsable, en la última frontera que los viajeros y la tripulación de la nave Enterprise buscan desaforadamente para poder dormir con ellos mismos cada noche.
Hemos destruido concepto por concepto el individualismo para transformarlo con el paso del tiempo en “nuestro individualismo”, en el personalismo que sólo puede defender aquel que lo profesa.
No somos individuos. Somos mundos, completos y presuntamente acabados. Somos planetas que pretenden girar rodeados de satélites que se muevan al ritmo que la gravedad de cada uno impone. Somos universos habitados por un solo ser humano.
La irresponsabilidad adulta o el Jardín de Infancia.-
El primero de los factores, la primera de las rendiciones que nos permiten ser magos de la elusión se fundamenta en el concepto de irresponsabilidad que hemos destilado hasta convertirlo en algo innato; en algo que no precisa de nuestra atención para actuar.
Es un equivalente psicológico a aquellos conceptos legales que originaron los romanos y que luego plantearon las sociedades modernas de irresponsabilidad legal para los menores, los incapacitados e incluso las mujeres. Aquellos que no son capaces por algún motivo de discernir o evitar un cierto comportamiento no son responsables de él. Aquellos que no están en condiciones de anticipar las repercusiones de un acto o de valorar las consecuencias del mismo no tienen que responder ante nadie por él. Aquellos, incluso, que no están en condiciones legales de enfrentarse a una determinada situación no deben ser considerados responsables del mismo.
Nosotros, los navegantes vitales del océano actual del sinsentido, hemos aprovechado ese concepto legal, creado como protección en su momento, para utilizarlo como ancla de plata que nos permita sentirnos asentados en el mar de tempestades que hemos creado.
Nosotros no podemos evitar una guerra; nosotros no estamos en condiciones de parar un genocidio; nosotros no somos capaces de evitar la explotación o el desequilibrio económico, así que, como es lógico, nosotros no somos responsables. Intentamos ser polizones en una nuestra propia nave, pasajeros en el Titanic que nosotros mismos hemos ayudado a construir, para así poder ignorar las responsabilidades que emanan de nuestra mera presencia a bordo.
Recurrimos al individualismo, de nuevo a nuestro manido y desarticulado individualismo, para parapetarnos tras el puente de popa cuando llega la tempestad y decir “Nada de lo que yo haga evitará la tormenta. Así que es mejor no hacer nada”.
En otra elipsis global, cada uno de los universos personales que pueblan el mundo ignora el chiste de “mi pepe y mi María”.
Esa pieza del conocimiento popular asegura que si a la frase “todos los hombres son igual de cabrones, menos mi Pepe que es un pedazo de pan” o la sentencia “Todas las mujeres son unas putas, menos mi María, que es una santa”, le restamos todos los pepes y todas las marías del mundo, no quedan ni hombres cabrones ni mujeres putas, porque, tarde o temprano, la mayoría de los hombres son el pepe de alguien y la mayoría de las mujeres son o han sido la maría de alguien.
Nosotros olvidamos que un individuo es una parte de una sociedad y si todos los individuos cambian esa sociedad se ve indefectiblemente abocada a la mutación. Pero como no queremos ser el primero, como nos negamos a asumir que en realidad sí estamos haciendo algo, sí estamos contribuyendo con nuestro trazo al paisaje de desolación que nos rodea, preferimos decir que “yo sólo no puedo”. Y una vez más lo decimos porque no podemos mirar más allá de los límites infinitos del universo que hemos creado para nosotros mismos.
Pero no sólo nos hemos vuelto niños irresponsables en el acto de evitar lo que ocurre o de poner freno al avance de la niebla inmutable del sinsentido que hemos creado. Nos hemos transformado en infantes peleones que defienden su derecho a actuar en contra de lo que debe ser por el mero hecho de que los que les rodean también lo hacen. Hemos transformado el mundo en un Jardín de Infancia en el que la principal defensa para explicar nuestra irresponsabilidad infantil es: “él lo hizo primero” o “ella empezó”.
En los escasos momentos en los que estamos dispuestos a reconocer que podríamos hacer algo que no estamos haciendo. Cuando un texto, una imagen o una frase nos sacan de nuestro letárgico universo personalista y nos arrojan a las puertas de una responsabilidad no reconocida y sabia y magistralmente eludida, la defensa de “yo no empecé”, es el único argumento que acude a nuestros labios.
Si sabemos que un café o una crema bronceadora o unas deportivas son el exponente de una injusticia y alguien nos lo echa en cara, nosotros nos agarramos al salvavidas de “mucha gente las lleva” “yo no les pido que las fabriquen así” o “eso ocurre desde hace mucho tiempo” para justificar que no hacemos nada para evitarlo.
Incluso llegamos al punto de arrojar nuestro universo sobre él de aquel que nos cuestiona para sacar sus defectos, sus inconsistencias, sus incoherencias. De manera que el hecho de que un ecologista conduzca un coche, una feminista le consienta a su esposo una infidelidad o un militante contra la globalización beba Coca Cola desacredita cualquier cosa que nos pueda echar en cara; le impide cuestionar la organización de ese universo personal en el que permanecemos inmóviles y sin capacidad de plantearnos nuestra propia indefinición. El Jardín de Infancia funciona porque siempre podemos decir “profe, ese niño tampoco ha sido bueno; no me castigue sólo a mi”.
Nuestra irresponsabilidad infantil nos permite, no sólo ignorar aquello por lo que deberíamos comprometernos, sino delatar, con una hipocresía infinita, los defectos de aquellos que intentan comprometerse. No porque creamos que deben hacerlo mejor, sino porque en realidad pensamos que deberían renunciar a esa denuncia y conformarse con ser lo que nosotros queremos ser: Un universo de una sola persona a la que no se le puede exigir nada y mucho menos la responsabilidad con el resto de los universos que le rodean.
La irresponsabilidad adulta o el Jardín de Infancia.-
El primero de los factores, la primera de las rendiciones que nos permiten ser magos de la elusión se fundamenta en el concepto de irresponsabilidad que hemos destilado hasta convertirlo en algo innato; en algo que no precisa de nuestra atención para actuar.
Es un equivalente psicológico a aquellos conceptos legales que originaron los romanos y que luego plantearon las sociedades modernas de irresponsabilidad legal para los menores, los incapacitados e incluso las mujeres. Aquellos que no son capaces por algún motivo de discernir o evitar un cierto comportamiento no son responsables de él. Aquellos que no están en condiciones de anticipar las repercusiones de un acto o de valorar las consecuencias del mismo no tienen que responder ante nadie por él. Aquellos, incluso, que no están en condiciones legales de enfrentarse a una determinada situación no deben ser considerados responsables del mismo.
Nosotros, los navegantes vitales del océano actual del sinsentido, hemos aprovechado ese concepto legal, creado como protección en su momento, para utilizarlo como ancla de plata que nos permita sentirnos asentados en el mar de tempestades que hemos creado.
Nosotros no podemos evitar una guerra; nosotros no estamos en condiciones de parar un genocidio; nosotros no somos capaces de evitar la explotación o el desequilibrio económico, así que, como es lógico, nosotros no somos responsables. Intentamos ser polizones en una nuestra propia nave, pasajeros en el Titanic que nosotros mismos hemos ayudado a construir, para así poder ignorar las responsabilidades que emanan de nuestra mera presencia a bordo.
Recurrimos al individualismo, de nuevo a nuestro manido y desarticulado individualismo, para parapetarnos tras el puente de popa cuando llega la tempestad y decir “Nada de lo que yo haga evitará la tormenta. Así que es mejor no hacer nada”.
En otra elipsis global, cada uno de los universos personales que pueblan el mundo ignora el chiste de “mi pepe y mi María”.
Esa pieza del conocimiento popular asegura que si a la frase “todos los hombres son igual de cabrones, menos mi Pepe que es un pedazo de pan” o la sentencia “Todas las mujeres son unas putas, menos mi María, que es una santa”, le restamos todos los pepes y todas las marías del mundo, no quedan ni hombres cabrones ni mujeres putas, porque, tarde o temprano, la mayoría de los hombres son el pepe de alguien y la mayoría de las mujeres son o han sido la maría de alguien.
Nosotros olvidamos que un individuo es una parte de una sociedad y si todos los individuos cambian esa sociedad se ve indefectiblemente abocada a la mutación. Pero como no queremos ser el primero, como nos negamos a asumir que en realidad sí estamos haciendo algo, sí estamos contribuyendo con nuestro trazo al paisaje de desolación que nos rodea, preferimos decir que “yo sólo no puedo”. Y una vez más lo decimos porque no podemos mirar más allá de los límites infinitos del universo que hemos creado para nosotros mismos.
Pero no sólo nos hemos vuelto niños irresponsables en el acto de evitar lo que ocurre o de poner freno al avance de la niebla inmutable del sinsentido que hemos creado. Nos hemos transformado en infantes peleones que defienden su derecho a actuar en contra de lo que debe ser por el mero hecho de que los que les rodean también lo hacen. Hemos transformado el mundo en un Jardín de Infancia en el que la principal defensa para explicar nuestra irresponsabilidad infantil es: “él lo hizo primero” o “ella empezó”.
En los escasos momentos en los que estamos dispuestos a reconocer que podríamos hacer algo que no estamos haciendo. Cuando un texto, una imagen o una frase nos sacan de nuestro letárgico universo personalista y nos arrojan a las puertas de una responsabilidad no reconocida y sabia y magistralmente eludida, la defensa de “yo no empecé”, es el único argumento que acude a nuestros labios.
Si sabemos que un café o una crema bronceadora o unas deportivas son el exponente de una injusticia y alguien nos lo echa en cara, nosotros nos agarramos al salvavidas de “mucha gente las lleva” “yo no les pido que las fabriquen así” o “eso ocurre desde hace mucho tiempo” para justificar que no hacemos nada para evitarlo.
Incluso llegamos al punto de arrojar nuestro universo sobre él de aquel que nos cuestiona para sacar sus defectos, sus inconsistencias, sus incoherencias. De manera que el hecho de que un ecologista conduzca un coche, una feminista le consienta a su esposo una infidelidad o un militante contra la globalización beba Coca Cola desacredita cualquier cosa que nos pueda echar en cara; le impide cuestionar la organización de ese universo personal en el que permanecemos inmóviles y sin capacidad de plantearnos nuestra propia indefinición. El Jardín de Infancia funciona porque siempre podemos decir “profe, ese niño tampoco ha sido bueno; no me castigue sólo a mi”.
Nuestra irresponsabilidad infantil nos permite, no sólo ignorar aquello por lo que deberíamos comprometernos, sino delatar, con una hipocresía infinita, los defectos de aquellos que intentan comprometerse. No porque creamos que deben hacerlo mejor, sino porque en realidad pensamos que deberían renunciar a esa denuncia y conformarse con ser lo que nosotros queremos ser: Un universo de una sola persona a la que no se le puede exigir nada y mucho menos la responsabilidad con el resto de los universos que le rodean.
Seguirá, aunque se que suena a amenaza.
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