Seguimos con las formas o percepciones que nos hacen percibir el mundo como un espacio donde crece el sinsentido e ignorar el hecho de que somos nosotros los que hemos construido, o al menos contribuido a ese sinsentido vital que percibimos. En el pasado post acabamos con nuestro muy desarrollado sentido de la elusión y hoy empezamos con nuestro, algo perjudicado, sentido de la felicidad.
3.- La Vida es Bella o la falsa búsqueda de la felicidad.
Todo este constructo podría al menos tener el valor de la originalidad, pero carece de él. Es, como otras tantas cosas, una mera deformación de los idearios y los impulsos éticos que destilaron los pensadores anteriores a nosotros.
Durante un milenio, desde que estallara el primer milenarismo, el medieval, toda una corriente de pensamiento recurrió a la búsqueda de la felicidad como elemento sustancial de su pensamiento, en un intento por dotar de sentido a la existencia humana y arrancarla de las garras del determinismo divino.
En nuestra búsqueda de un sentido a lo que nos rodea ,también nos hemos apropiado de ese pensamiento, aquel que, enraizado en el hedonismo griego o en el humanismo posterior de los siglos renacentistas, amparaba a la humanidad, concediéndola el derecho a buscar la felicidad y liberándola de la concepción del “hoc lacrimorum valle”, que según la más pura esencia del determinismo milenarista heredado de la magia y la religión a partes iguales, nos traía al mundo a sufrir.
Ellos mantenían que no se viene a este mundo a sufrir, pero nosotros, aquejados de ese delirio pendular que nos lleva a desviar hasta el extremo de la perversión todas las éticas y teóricas anteriores, hemos decidido que ese esfuerzo por permitir al ser humano ser dueño de su destino y buscar su felicidad más allá del designio de los hados o de los santos, era precisamente lo contrario. Una obligación que forzaba a esos santos o esos hados a ser los garantes ex machina de nuestra felicidad.
Así, hemos decidido que el hecho de que no se viva para sufrir significa su contrario, es decir que se viene al mundo para ser feliz y, por tanto, es responsabilidad y trabajo de ese mundo garantizarnos nuestro derecho a esa felicidad.
En nuestro deseo de obviar el sinsentido en el que hemos transformado nuestra relación vital con el mundo, hemos optado por el sentido que aparentemente es el más apetecible y hemos decidido que el sentido de la vida es que es bella, es que se produce para que seamos felices.
Una vez más, hemos dado la vuelta e interpretado desde nuestra necesidad personal de inacción una máxima que se originó con otros fines. Elusores como somos de nuestra responsabilidad para con nosotros mismos y acostumbrados a pasar la existencia de toda materia y energía por el tamiz distorsionador de nuestras exclusivas necesidades, hemos forzado la situación hasta convertir el derecho pasivo que las corrientes de pensamiento humanistas y hedonistas nos garantizaban en un derecho activo en el que la carga de prueba, o sea la responsabilidad, recae sobre los demás.
Todo este constructo podría al menos tener el valor de la originalidad, pero carece de él. Es, como otras tantas cosas, una mera deformación de los idearios y los impulsos éticos que destilaron los pensadores anteriores a nosotros.
Durante un milenio, desde que estallara el primer milenarismo, el medieval, toda una corriente de pensamiento recurrió a la búsqueda de la felicidad como elemento sustancial de su pensamiento, en un intento por dotar de sentido a la existencia humana y arrancarla de las garras del determinismo divino.
En nuestra búsqueda de un sentido a lo que nos rodea ,también nos hemos apropiado de ese pensamiento, aquel que, enraizado en el hedonismo griego o en el humanismo posterior de los siglos renacentistas, amparaba a la humanidad, concediéndola el derecho a buscar la felicidad y liberándola de la concepción del “hoc lacrimorum valle”, que según la más pura esencia del determinismo milenarista heredado de la magia y la religión a partes iguales, nos traía al mundo a sufrir.
Ellos mantenían que no se viene a este mundo a sufrir, pero nosotros, aquejados de ese delirio pendular que nos lleva a desviar hasta el extremo de la perversión todas las éticas y teóricas anteriores, hemos decidido que ese esfuerzo por permitir al ser humano ser dueño de su destino y buscar su felicidad más allá del designio de los hados o de los santos, era precisamente lo contrario. Una obligación que forzaba a esos santos o esos hados a ser los garantes ex machina de nuestra felicidad.
Así, hemos decidido que el hecho de que no se viva para sufrir significa su contrario, es decir que se viene al mundo para ser feliz y, por tanto, es responsabilidad y trabajo de ese mundo garantizarnos nuestro derecho a esa felicidad.
En nuestro deseo de obviar el sinsentido en el que hemos transformado nuestra relación vital con el mundo, hemos optado por el sentido que aparentemente es el más apetecible y hemos decidido que el sentido de la vida es que es bella, es que se produce para que seamos felices.
Una vez más, hemos dado la vuelta e interpretado desde nuestra necesidad personal de inacción una máxima que se originó con otros fines. Elusores como somos de nuestra responsabilidad para con nosotros mismos y acostumbrados a pasar la existencia de toda materia y energía por el tamiz distorsionador de nuestras exclusivas necesidades, hemos forzado la situación hasta convertir el derecho pasivo que las corrientes de pensamiento humanistas y hedonistas nos garantizaban en un derecho activo en el que la carga de prueba, o sea la responsabilidad, recae sobre los demás.
Pero ni siquiera sobre los demás entendidos como individuos –eso está más allá de las posibilidades de pensamiento que nos concede nuestro personalismo y nuestra concepción del mundo como un universo persocéntrico-, sino en los demás entendidos como “el mundo en general”.
Ese pensamiento que surgió de forma efímera en Grecia y se desarrolló en el medioevo y sobre todo en El Renacimiento y La Ilustración pretendía asegurarnos que nadie ni nada impidiera al ser humano, al individuo, la búsqueda de la felicidad tal y como cada cual la concebía.
El ideario inicial buscaba lograr que ni la servidumbre, ni la esclavitud, ni el derecho de pernada ni el más antiguo de los constructos consuetudinarios, como era la religión, impidieran que un ser humano buscara la felicidad de la forma en la que considerara oportuna, pero colocaba, como hace todo derecho, la responsabilidad de esa búsqueda sobre sus hombros. La competencia de la consecución de esos objetivos de tener una vida bella y feliz era del individuo y no era conveniente delegarla en nadie. Se trataba de remar para escapar de los vientos y los remolinos del destino.
Pero, quizás porque hemos bogado con demasiado desespero en direcciones indefinidas o quizás porque hemos descubierto que nosotros solos no disponemos de la fuerza necesaria para escapar del Caribdis cotidiano que succiona nuestros deseos, hemos roto nuestros remos y hemos elevado de nuevo nuestras manos a la tempestad del sinsentido que percibimos, ofreciendo nuestras muñecas juntas para que el destino y los hados las aprisionen de nuevo. Hemos recuperado el destino, pero en esta ocasión le pedimos, de hecho le exigimos, que nos garantice la felicidad, que nos arroje a una vida bella porque ese es nuestro derecho.
Ese pensamiento que surgió de forma efímera en Grecia y se desarrolló en el medioevo y sobre todo en El Renacimiento y La Ilustración pretendía asegurarnos que nadie ni nada impidiera al ser humano, al individuo, la búsqueda de la felicidad tal y como cada cual la concebía.
El ideario inicial buscaba lograr que ni la servidumbre, ni la esclavitud, ni el derecho de pernada ni el más antiguo de los constructos consuetudinarios, como era la religión, impidieran que un ser humano buscara la felicidad de la forma en la que considerara oportuna, pero colocaba, como hace todo derecho, la responsabilidad de esa búsqueda sobre sus hombros. La competencia de la consecución de esos objetivos de tener una vida bella y feliz era del individuo y no era conveniente delegarla en nadie. Se trataba de remar para escapar de los vientos y los remolinos del destino.
Pero, quizás porque hemos bogado con demasiado desespero en direcciones indefinidas o quizás porque hemos descubierto que nosotros solos no disponemos de la fuerza necesaria para escapar del Caribdis cotidiano que succiona nuestros deseos, hemos roto nuestros remos y hemos elevado de nuevo nuestras manos a la tempestad del sinsentido que percibimos, ofreciendo nuestras muñecas juntas para que el destino y los hados las aprisionen de nuevo. Hemos recuperado el destino, pero en esta ocasión le pedimos, de hecho le exigimos, que nos garantice la felicidad, que nos arroje a una vida bella porque ese es nuestro derecho.
Ahora es el Estado, la humanidad, la que debe cargar con la responsabilidad de nuestra felicidad. De nuevo hemos vuelto a quedarnos con el derecho, transformándolo en la responsabilidad de otros. Hemos olvidado el hecho fundamental que nos otorga la responsabilidad sobre nuestra propia felicidad y hemos pasado por alto la redundancia que contribuye a eliminar el sinsentido de la vida de sufrimiento milenarista y de la vida feliz de este nuestro occidente incólume.
Al mundo no se viene a ser feliz ni a sufrir. Al mundo se viene a vivir.
Puede parecer difícil que esto se plantee de una forma tan directa, pero en nuestros universos unidireccionales y persocéntricos desarrollamos una serie de actitudes que pretenden la consecución de este fin pasivo, que ha derivado de lo que, en su día, estaba llamado a ser una lucha activa.
a) La sociedad cuántica o el tiempo como arma de consecución masiva
La primera de esas actitudes podría definirse como el cambio de lo que supone el universo relativista por el universo cuántico.
Puede parecer difícil que esto se plantee de una forma tan directa, pero en nuestros universos unidireccionales y persocéntricos desarrollamos una serie de actitudes que pretenden la consecución de este fin pasivo, que ha derivado de lo que, en su día, estaba llamado a ser una lucha activa.
a) La sociedad cuántica o el tiempo como arma de consecución masiva
La primera de esas actitudes podría definirse como el cambio de lo que supone el universo relativista por el universo cuántico.
A modo de metáfora, hemos dejado de ser lineales, de vivir en universos lineales que avanzan de forma continua, para convertir nuestros espacios vitales y por tanto nuestros universos personales en espacios cuánticos, donde el tiempo se comporta de una manera mucho más errática y conforme a los fines pasivos que buscamos, es decir, a que la felicidad propia llegue por el trabajo de otros.
Mas allá de fórmulas matemáticas, más allá de definiciones científicas, la conclusión a la que llegas cuando te acercas a este concepto -tiempo de Planck, lo llaman- es que el tiempo puede plegarse y retorcerse de tal manera que es posible hacer coexistir muchos rangos de tiempo en el mismo espacio. Es decir, que puedes juntar futuro con pasado y con presente. Y no sólo un pasado con un presente y con un futuro, sino con muchos de ellos a la vez.
Imaginarte eso tiende a marearte pero, siguiendo la metáfora, supone que en modo subconsciente, nos hemos vuelto cuánticos.
Cierto es que tiene que ser en modo subconsciente. Es más que dudoso que la generalidad de los individuos de este occidente civilizado y sus sociedades de dinámicas unipersonales tenga a nivel consciente las estructuras del tiempo cuántico en su cabeza, pero incluso en la actividad política se percibe una insistencia en plegar el tiempo para volver a líneas temporales pretéritas o lograr futuros imposibles surgidos de pasados muertos y modificados, lo que la convierte casi en una política cuántica.
Todos nos hemos vuelto cuánticos. Hemos puesto en la manipulación del tiempo nuestras esperanzas.
Muchos pretenden dar un salto en el vacío y eliminar su presente para aterrizar directamente en su futuro. Confían que el tiempo se pliegue a sus deseos, sus caprichos, sus necesidades e incluso sus justas reivindicaciones y que, de la noche a la mañana, sin esfuerzo por su parte, les arregle la vida. Confían en que la curvatura imposible del tiempo cuántico realice un vertiginoso giro y les lance al mejor de los futuros posibles con casa, coche, trabajo estable y bien remunerado, fiabilidad afectiva y todo lo necesario para que ese futuro cuántico se haga presente por arte de la magia de Planck.
Otros, más conservadores quizás, menos aventureros, no se arriesgan con el futuro y se limitan a experimentar con el pasado. Crean burbujas de tiempo lento -algo posible en ese misterioso mundo de la física cuántica- y se encierran en ellas viendo pasar el mundo vertiginoso a su alrededor mientras ellos retrasan sus procesos vitales. Siguen en los espacios de su niñez, en los comportamientos de su adolescencia, en las carencias de su inmadurez esperando que ante sus ojos -y ante la puerta de la casa de sus padres, generalmente- desfile la secuencia de tiempo adecuada para iniciar esos procesos de maduración en las mejores de las condiciones posibles, sin riesgo, sin posibilidad de fracaso.
Unos y otros han puesto su esperanza en el tiempo, demorando o acelerando sus vidas en un intento cuántico de hacer que el pasado o el futuro sirva a sus necesidades presentes.
Los que aún viven en el viejo tiempo relativista, donde el viaje al pasado genera paradojas y el viaje al futuro es completamente lineal y se realiza a la exigua velocidad infralumínica de un día cada día, son minoría y no pueden aclimatarse a esos nuevos procesos de los subconscientes herederos de Planck. Sólo disponen de la acción.
La acción consume tiempo, eso es cierto, pero esa exigencia de actividad hace que el tiempo sea sólo algo secundario a la hora de conseguir los logros, los deseos y las metas. Los viejos carcamales del tiempo relativista no pueden –o podemos- esperar a que el tiempo solucione las cosas en ninguno de nuestros ámbitos vitales. Tenemos que hacer algo para que el tiempo nos ayude. Si no lo hacemos, sabemos que no sucede nada.
Así que, para los que no creen en ese nuevo tiempo cuántico que marca nuestras vidas, la espera es una condena y la aceleración un desperdicio. No formamos parte de la nueva sociedad cuántica. Pero el tiempo cuántico se enseñorea de la existencia de aquellos que han decidido que la Vida Bella llegará porque es su derecho inalienable y que ellos sólo tienen que esperar para verla pasar y subirse al carro o acelerar para cogerla en marcha una vez que ha pasado de largo.
No hay esperanza para los relativistas. No pueden escapar y no pueden esperar.
Mas allá de fórmulas matemáticas, más allá de definiciones científicas, la conclusión a la que llegas cuando te acercas a este concepto -tiempo de Planck, lo llaman- es que el tiempo puede plegarse y retorcerse de tal manera que es posible hacer coexistir muchos rangos de tiempo en el mismo espacio. Es decir, que puedes juntar futuro con pasado y con presente. Y no sólo un pasado con un presente y con un futuro, sino con muchos de ellos a la vez.
Imaginarte eso tiende a marearte pero, siguiendo la metáfora, supone que en modo subconsciente, nos hemos vuelto cuánticos.
Cierto es que tiene que ser en modo subconsciente. Es más que dudoso que la generalidad de los individuos de este occidente civilizado y sus sociedades de dinámicas unipersonales tenga a nivel consciente las estructuras del tiempo cuántico en su cabeza, pero incluso en la actividad política se percibe una insistencia en plegar el tiempo para volver a líneas temporales pretéritas o lograr futuros imposibles surgidos de pasados muertos y modificados, lo que la convierte casi en una política cuántica.
Todos nos hemos vuelto cuánticos. Hemos puesto en la manipulación del tiempo nuestras esperanzas.
Muchos pretenden dar un salto en el vacío y eliminar su presente para aterrizar directamente en su futuro. Confían que el tiempo se pliegue a sus deseos, sus caprichos, sus necesidades e incluso sus justas reivindicaciones y que, de la noche a la mañana, sin esfuerzo por su parte, les arregle la vida. Confían en que la curvatura imposible del tiempo cuántico realice un vertiginoso giro y les lance al mejor de los futuros posibles con casa, coche, trabajo estable y bien remunerado, fiabilidad afectiva y todo lo necesario para que ese futuro cuántico se haga presente por arte de la magia de Planck.
Otros, más conservadores quizás, menos aventureros, no se arriesgan con el futuro y se limitan a experimentar con el pasado. Crean burbujas de tiempo lento -algo posible en ese misterioso mundo de la física cuántica- y se encierran en ellas viendo pasar el mundo vertiginoso a su alrededor mientras ellos retrasan sus procesos vitales. Siguen en los espacios de su niñez, en los comportamientos de su adolescencia, en las carencias de su inmadurez esperando que ante sus ojos -y ante la puerta de la casa de sus padres, generalmente- desfile la secuencia de tiempo adecuada para iniciar esos procesos de maduración en las mejores de las condiciones posibles, sin riesgo, sin posibilidad de fracaso.
Unos y otros han puesto su esperanza en el tiempo, demorando o acelerando sus vidas en un intento cuántico de hacer que el pasado o el futuro sirva a sus necesidades presentes.
Los que aún viven en el viejo tiempo relativista, donde el viaje al pasado genera paradojas y el viaje al futuro es completamente lineal y se realiza a la exigua velocidad infralumínica de un día cada día, son minoría y no pueden aclimatarse a esos nuevos procesos de los subconscientes herederos de Planck. Sólo disponen de la acción.
La acción consume tiempo, eso es cierto, pero esa exigencia de actividad hace que el tiempo sea sólo algo secundario a la hora de conseguir los logros, los deseos y las metas. Los viejos carcamales del tiempo relativista no pueden –o podemos- esperar a que el tiempo solucione las cosas en ninguno de nuestros ámbitos vitales. Tenemos que hacer algo para que el tiempo nos ayude. Si no lo hacemos, sabemos que no sucede nada.
Así que, para los que no creen en ese nuevo tiempo cuántico que marca nuestras vidas, la espera es una condena y la aceleración un desperdicio. No formamos parte de la nueva sociedad cuántica. Pero el tiempo cuántico se enseñorea de la existencia de aquellos que han decidido que la Vida Bella llegará porque es su derecho inalienable y que ellos sólo tienen que esperar para verla pasar y subirse al carro o acelerar para cogerla en marcha una vez que ha pasado de largo.
No hay esperanza para los relativistas. No pueden escapar y no pueden esperar.
Einstein ha muerto asesinado por Planck y sólo queda la esperanza de que los cuánticos salgan de sus juegos con el tiempo y actúen para lograr aquello que dicen desear. Pero eso no puede ocurrir porque la felicidad es algo que viene dado por nacimiento. Porque en los nuevos universos cuánticos, unívocos y persocéntricos no hay lugar para ninguna dinámica celeste que obligue a hacer algo sin la seguridad de obtener justo la recompensa que se desea.
Nota: Es posible que algunos de los que siguais este blog -¡pobrecitos!- reconozcais alguna parte de blog anteriores. El Occidente Incólume es una sistematización de mi pensamiento y mi pensamiento tiene poca tendencia al cambio pendular, así que aspectos parciales que he expresado en algunos post anteriores reaparecerán aquí. Seguiremos con esto.
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