Eso de echar la culpa al empedrado cuando se tropieza es muy nuestro. Muy occidental, sí,pero sobre todo muy español, donde nunca somos culpables de ningún error, fiasco o despropósito que pueda ser achacado de lejos y por los pelos a cualquier otra circunstancia que pueda aparecer en lontananza.
Y debe ser que eso de no ganar las soñadas competiciones deportivas de la Olimpiada no se deben a la sorprendente mezcla de español y lenguaje orco de Mordor con la que la alcaldesa Botella sorprendió a propios y extraños en su discurso de defensa de la candidatura, ni de su maquillaje luminoso a modo de mamparo de barco pesquero, ni siquiera de esa sonrisa suya, abstraída y feliz, que remitía constantemente a una imagen etílica de su apellido apurado hasta el fondo.
Parece que el hecho de que sus amigos y socios no vayan a sacar tajada de los Juegos de la Olimpiada -sea el número que sea- es culpa de los pobres.
Porque pocas semanas después de que su discurso pasara a los anales imborrables del ridículo eterno, la alcaldesa y su gobierno municipal se descuelgan con un intento de ordenanza que pretende multar a los mendigos, indigentes y sin hogar que pueblan cada día más las calles de la capital a modo de legión silenciosa y miserable que nos recuerda a todos como estamos y como vamos a seguir estando.
La alcaldesa, en su furia vengadora, en su intento de ocultar su "relaxing cup", pretende limpiar el centro de mendigos para dar buena imagen y recuperar a costa de sus recaudaciones los fatuos dineros que se gastó en una candidatura que ni siquiera debió ser presentada.
No es la primera vez que escurre el bulto de esta forma, que intenta serpentear por entre los recovecos de sus fracasos, errores y delitos culpando a los demás. Cuando el Madrid Arena se transformó en una trampa mortal por la desidia de unos cuantos policías municipales y la corrupción criminal de una administración que no hacía inspecciones o las realizaba con el ojo tan cerrado que no veía lo que tenía que ver, culpó al empresario -que era amigo y colega suyo y de su compañero de lecho, por cierto-, e incluso propuso multar a los padres que no comprobaran la seguridad de los locales a los que iban los menores a divertirse.
Y ahora pretende el rocambole más totalitario y absurdo desde la Lay de Vagos y Maleantes, corregida y aumentada por el viejo dictador, desde la Ley de Salud Pública firmada por un tal Goebbels en la Alemania de los años treinta del pasado siglo.
Ana Botella, fiel reflejo de lo que es ella y toda la corte genovesa que mantiene su ideología, pretende culpabilizar al pobre por serlo, por convertirse en el reflejo del fracaso de su gobierno y de su ideología.
Muchas voces claman contra la incostitucionalidad de esa medida -y seguro que tienen razón- pero ese no es el principal de los problemas.
Se trata de un simple y claro delito de ocultación de pruebas.
Porque cada parado que recorre el metro o la calle en la indigencia es el resultado de una reforma laboral aprobada por su partido y apoyada por ella que ha mandado a la calle a millones de trabajadores en apenas un año y medio; cada indigente que tose y se arrebuja en un portal o en un cajero automático es el resultado de unos servicios sociales recortados por ella, de un sistema que le ha privado de ayudas, que le dificulta el acceso a la atención sanitaria porque ya no cotiza, que le ha arrojado de su casa porque había que cubrir la caída de unas entidades financieras, cuyos gestores siguen viviendo como señores feudales de la antigüedad, que se atreven a ser inflexibles en la ejecución de las hipotecas mientras que eran más que flexibles en la concesión de créditos electorales para el PP, para la candidatura olímpica o para cualquier otra magna obra inútil que se le ocurriera al gobernante de turno.
Más allá del absurdo que supone multar a alguien que no tiene dinero para pagar la multa, del fiasco judicial que organizaría en los tribunales el aluvión masivo de recursos -que no podrían pagarse- para que todo acabara en una declaración de insolvencia de alguien que es evidentemente insolvente, lo que propone Ana Botella y el gobierno municipal madrileño no es otra cosa que el reconocimiento público de su propio fracaso.
Porque, como su forma de gobernar no solamente no puede evitar la pobreza, si no que la potencia; como no hace nada por luchar contra la miseria porque favorece los intereses empresariales de sus correligionarios y socios en la sombra -y en el sol-, y como no puede, no sabe o no quiere gobernar para todos y se empeña en hacerlo solo para aquellos que forman parte de la élite por ella defendida, pretende ocultar las pruebas de ese crimen de gobierno.
Así podrá tomarse su "relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor", sin que nadie le recuerde en forma de sin hogar o mendigo que no tiene derecho a gastar dinero en fastos, candidaturas y ni siquiera en esa taza de café mientras su gestión, su ideología y su política siga generando legiones de personas que luchan cada día con la desesperación y la miseria.
Y sobre todo mientras muchas de ellas sigan perdiendo esa batalla. Podrá decir que "Madrid is the wonderfull city in the world" sin que se le caiga la cara de vergüenza
Pero, eso sí, es de suponer que la nueva normativa recuperará las licencias de pobre que otrora permitían mendigar en la puerta de iglesias y catedrales. Que no hay nada como un buen pobre para incentivar la virtud teologal cristiana de la caridad. Y eso nunca está de más.
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