Dicen que los gurús de lo chic, de lo cool, han decidido hacer de los espacios sin wi-fi, el epítome de la elegancia y el buen gusto. O sea, eliminar el acceso a Internet en los espacios que ellos consideran más elegantes y exclusivos.
Resulta sorprendente. Por primera vez en la historia del elitismo resulta sofisticado volver a ser plenamente humano.
Pero, más allá de esa sorpresa estética, esa decisión, tendencia, moda o como se quiera llamar, deja de manifiesto la pírrica reacción a un error que nos está matando, que está diluyendo a la sociedad occidental atlántica como civilización en el ácido salino de sus propios avances tecnológicos.
La eterna conexión, la completa y permanente presencia de un universo basto e inútil ante nuestros ojos, ante nuestras manos y nuestros teclados táctiles de teléfono móvil de última generación, nos permite ser como hemos decidido ser, nos posibilita acceder a las dos armas que hemos elegido para nuestro duelo diario contra nosotros mismos y nuestro entorno: el falso individualismo y la ausencia de conflicto.
Es decir, nos permite vivir sin el otro.
Podría parecer todo lo contrario, podría decirse que todos aquellos "obesos" digitales de la perpetua conexión están globalizados, están permanente en contacto con una masa infinita de percepciones del mundo a través de Internet. Pero es falso.
Están solos. Solos porque han decidido estarlo. Porque prefieren esa soledad a la compañía, la relación e incluso el enfrentamiento con los otros. Ni siquiera son misántropos son simplemente "anantropos" -si esa palabra existiera-
Porque los favoritos, los enlaces preferidos, los amigos de las redes sociales, los seguidores de twitter no nos conectan con el mundo. Nos conectan con nuestro mundo, con la parte del mundo en la que hemos elegido encerrarnos.
Gracias a la conexión continua permanecemos siempre en ella, a salvo, solamente preocupados de nosotros mismos y el microcosmos virtual que acarreamos en nuestro Iphone.
Y podemos volver a él cuando queramos.
Si nos aburre la conversación podemos cargar un juego y entretenernos, si echamos de menos a alguien podemos mandarle un whatsapp, consultar su posición en el geolocalizador de su última conexión, si queremos cambiar de tema siempre podemos enseñar la última foto retuiteada o el último vídeo destacado de Youtube.
Como caracoles, llevamos nuestro mundo a cuestas y eso nos permite refugiarnos de los demás, de las presencias reales, de los seres humanos que están frente a nosotros.
Nos permite ser el individuo asilado que hemos decidido ser en una falsa interpretación de un individualismo que se inventó para otros fines y con otros objetivos.
Cuando sabemos que el mundo habitado por siete mil millones de seres humanos necesita una respuesta colectiva, coordinada y global para su mejora, nosotros respondemos con la creación de siete mil millones de mundos individuales, formados para nuestro regocijo a golpe de favoritos, enlaces destacados y páginas preferidas del universo virtual.
Y además cubrimos otra necesidad cada vez más acuciante, cada vez más compulsiva, la necesidad de algo que era imposible y se ha hecho posible: la de la comunicación sin interlocutor.
Podemos causar dolor sin necesidad de soportar el llanto, podemos evitar una discusión en una reunión de amigos simplemente consultando google -y aguar el encanto de las reuniones de amigos, de paso-, podemos atacar sin presenciar la reacción del otro.
Podemos eludir todos los elementos de la comunicación humana que la hacen onerosa, difícil, que nos obligan a tener en cuenta a nuestros interlocutores y lidiar con sus reacciones y nuestras emociones. Podemos sustituirlos por emoticonos.
Podemos pedir perdón por correo electrónico sin que se note en nuestros ojos o nuestra expresión que no somos sinceros, podemos cambiar los planes a última hora por whatsapp con un smiley tristón sin asistir al airado reproche de aquellos cuyas vidas y tiempos hemos despreciado, podemos fingirnos solidarios con cualquier causa o colectivo con un simple "me gusta" sin necesidad de compartir realmente el dolor, la lucha o el riesgo de aquellos cuya causa decimos apoyar.
Alguien me dijo ayer que la perpetua conexión de nuestra sociedad occidental atlántica no ha empeorado las relaciones, que antes del 4G y los smartphones la gente se mentía igual y se ignoraba igual.
Y puede ser cierto. Pero no estaba a salvo de su propia comunicación. Tenía que mirarla y escucharla de frente.
Tenía que enfrentarse a la imagen y el sonido de sus mentiras, a la reacción a su desdén. Tenía que soportar los torcidos gestos ante lo impropio de un comentario, lo inapropiado de un chiste o lo inopinado de un exabrupto beligerante sobre cualquier tema de conversación.
Tenia que presenciar el via crucis de dolor que provocaba con sus abandonos. Tenía que ponerse delante del otro y de sí mismo y responsabilizarse de sus decisiones, sus palabras y sus actos.
Porque un rostro humano es, para bien o para mal, para la alegría y para la tristeza, más demoledor que miles de emoticonos que se coloquen tras un texto apocopado en 140 caracteres.
Porque Internet y la conexión permanente pueden servir para muchas cosas pero no para sustituir la realidad de la comunicación humana.
Con esta nueva conexión permanente, que nos libra del interlocutor y de la verdadera interacción, perdemos la risa de aquel o aquella a quien queremos hacer reír, sacrificamos la mirada de a quien queremos enamorar, la expresión de quien nos escucha y los matices de quien nos habla pero no nos importa.
Lo sacrificamos porque anteponemos a todo ello la elusión del riesgo de que esas reacciones nos afecten, nos hagan sentirnos mal o nos hagan simplemente replantearnos aquello que queremos comunicar y el modo de hacerlo.
Puede que ahora sea cool, elegante y sofisticado volver al mundo real. Y puede que eso nos salve a tiempo. Quieran los hados de lo virtual que así sea y la nueva enfermedad de la "obesidad" virtual o la "hiperconexión" remita y podamos volver, como canta el ex soldado irlandés, "a conversar y no solo hablar".
Porque nunca cambiare una risa por un jajaja o un smiley carcajeante. Nunca cambiaré una discusión interesante por una carrera para ver quien consulta antes la Wikipedia, nunca cambiaré un te quiero por un corazón subido a twitter. Nunca cambiaré una ruptura por un correo electrónico, ni una cita por una conversación de whatsapp. Nunca cambiaré una lucha por un "me gusta" en Facebook, un riesgo solidario por una firma en Change.org.
Y por eso escribo esto ahora, ante un café y fumando un cigarro cuando no tengo nada humano que llevarme a la vida, en lugar de interrumpir mi discusión de ayer y ponerme a teclearlo ansioso y veloz en medio de la cena.
Porque nunca renunciaré a los seres humanos. Porque nunca cambiaré a una persona por su propio avatar.
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